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Obras completas de Menéndez... > LA CIENCIA ESPAÑOLA > I. La Ciencia Española :... > APÉNDICES > III.— CONTESTACIÓN DEL SR. D. GUMERSINDO LAVERDE A LA ÚLTIMA RÉPLICA DEL SR. AZCÁRATE

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Sr. D. Gumersindo de Azcárate.

Mi distinguido amigo: Quebrantando, aunque levemente, mi propósito, involuntario por desgracia, de no volver a tomar la pluma para otra cosa que la correspondencia privada, voy a hacerme cargo, con la mayor concisión que me sea posible, de la carta benévola y discreta, como suya, que V. ha tenido la bondad de dedicarme en el último número de la Revista Europea. Muévenme a ello la cortesía y buena correspondencia que V. tanto se merece, juntamente con el deseo de poner en su verdadero punto algunas especies, no el intento, que sería ya inoportuno, de renovar una discusión para la que me faltan fuerzas.

Cordialmente felicito a V. y me felicito a mí mismo—que, a fuer de amigo suyo y justo apreciador de sus relevantes dotes personales, sentía en el alma verle capitaneando a los detractores de nuestras glorias científicas—por los términos en que rectifica la inteligencia, sobrado literal según veo, que, tanto el señor Menéndez y Pelayo como yo, dimos al párrafo de su artículo de la Revista de España. de donde tomó pie aquel amigo para escribir la serie de eruditísimas epístolas insertas en la Europa. No iba tan allá su intención como sus palabras. Con su muy respetable padre, reconoce y proclama V. los merecimientos de la ciencia [p. 258] española del siglo XVI. Con nuestro común amigo el doctor D. Federico de Castro, ama la antigua filosofía nacional y desea que, saliendo del olvido en que la tenemos, sirva de base y punto de partida a las futuras especulaciones de los pensadores españoles.

Verdad es que, a pesar de tan satisfactorias explicaciones, todavía subsisten entre V., por una parte, y el Sr. Menéndez y Pelayo y yo, por la otra, diferencias de no escaso bulto; pues si convenimos en la estimación del siglo XVI, no así en la de los dos siguientes, durante los cuales ve V. casi por completo— y nosotros mucho menos—paralizada la actividad intelectual de la Península. Como el prejuicio sistemático de que en mi Carta-prólogo a las del Sr. Menéndez le suponía a V. imbuído, no precisamente por su cualidad de krausista, sino por otra más genérica, la de libre pensador; prejuicio que consiste en reputar imposible la vida científica donde y cuando quiera que esté vedado el poner en tela de juicio los dogmas religiosos; como este prejuicio, digo, de ser cierto, lo mismo y aun más implicaría la negación de la cultura patria de la primera que de las demás centurias referidas, no puedo ya atribuir a él la pobrísima idea que de éstas tiene V. formada, y debo considerarla hija de otras, aparentemente al menos, más positivas razones. ¿Cuáles? Una sola apunta V. (aparte la cita del absurdo paréntesis de tres siglos de Donoso, fácil y victoriosamente refutado tiempo ha por el Sr. Valera); la de que «si el movimiento intelectual del siglo XVI no se hubiese interrumpido, no le ignoraríamos». ¿Era preciso para esto que semejante interrupción durase dos siglos, ni mucho menos? Cabalmente en España abundan, de un modo lamentable por cierto, los ejemplos de obras científicas del todo o casi del todo olvidadas por nuestras compatriotas a poco de haber salido a luz. Recordaré algunos por vía de muestra. Necesario fué que un médico residente en París participase al P. Feijoo, que de los escritores allí en boga, era uno por aquel tiempo «el nunca bastantemente ponderado Solano de Luque» para que el erudito polígrafo benedictino supiese que había existido pocos años antes y ejercido su profesión en Antequera el célebre autor del Lapis Lydius Apolonis. Con no ser muy posterior al marqués de Santa Cruz de Marcenado, el general Álvarez de Sotomayor, enviado a Berlín por el Gobierno español para estudiar [p. 259] la táctica prusiana, lo que hace presumir que no sería sujeto indocto, hubo de confesar, sin embargo, a Federico el Grande que sólo de oídas conocía las Reflexiones militares de mi ilustre paisano, de las cuales aquel monarca sacara el procedimiento bélico a que debió tantas victorias. De Hervás y Panduro y de su Catálogo de las lenguas, ¿quién se acordaba en nuestro suelo, mientras no comenzaron a divulgar su nombre los Discursos del cardenal Wiseman sobre las relaciones entre las Ciencias y la Religión revelada? ¿Quién recordaba tampoco al sabio anatomista Martín Martínez, médico de Felipe V, y al profundo matemático Tomás Vicente Tosca, lumbreras de la ciencia de su época, hasta que la Academia Española los incluyó en su precioso Catálogo de Autoridades? ¿Quién hacía caso de las Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, de Arteaga, impresas, como la obra de Hervás, a fines del siglo último, hasta que el Sr. Fernández y González las encomió en su Historia de la crítica literaria en España desde Luzán , premiada por la Academia Española? A vista de estos y otros muchos casos que pudiera aducir, ¿cabe dar valor alguno al argumento u observación que V. propone en apoyo de su dictamen sobre la casi completa nulidad científica de nuestra nación en los siglos XVII y XVIII?

No pretendo con estas reflexiones negar la decadencia de nuestros estudios después del siglo XVI; miradas las cosas en globo, nadie la niega. Fué grande, en verdad, comparada con la altura a que anteriormente habíamos llegado; pero no tan absoluta, general y profunda como V. da a entender y yo mismo, con menos datos que ahora, ha algún tiempo creía. La falta de una bibliografía que continuase hasta el reinado de Carlos III la de D. Nicolás Antonio, ha influído no poco en que erróneamente nos figuremos como de tinieblas palpables todo ese período. Por de pronto, en ciertos ramos del saber humano hubo, bajo los últimos reinados de la dinastía austríaca, manifiesto progreso, según ha puesto fuera de duda el Sr. Cánovas, contestando en la Academia Española al discurso de recepción del Sr. Silvela. Aunque es largo el pasaje del Sr. Cánovas, lo inserto a continuación, en interés de la causa que defiendo, ya que las Memorias de la Academia Española, de donde le tomo, no son tan conocidas como merecen.

[p. 260] «Grave error sería deducir de los falsos principios y extraños ejemplos citados hoy por el Sr. Silvela, que fuera el décimooctavo siglo, no ya a los fines o a la mitad, sino ni aun al comienzo, período de general decadencia de la cultura patria. Es ésta de aquellas cosas que se dicen más que se piensan, pasando tal vez de boca en boca por pereza de analizarlas. Porque la poesía lírica había ya caído del todo hacia la segunda mitad del siglo XVII, sin que el brillo de ésta ni el de la dramática pudiera renovarse en los dos primeros tercios del siguiente, se suele condenar de plano una época, por otros conceptos digna de honrada memoria en nuestros anales literarios. Sabido es por demás que el cultivo de las ciencias entonces conocidas, de la erudición, de las lenguas, fué no menos asiduo que el de las bellas letras en los reinados de Carlos V y Felipe II; debiéndose, a no dudar, el maravilloso vuelo que tomaron aquí a un tiempo todos los ramos de cultura, al frecuentísimo trato que tenían a la sazón nuestros compatriotas con los pueblos más civilizados del mundo. Vióse a los españoles, durante el siglo XVI, aprender y enseñar en las sabias Universidades de Francia o Flandes; rimar y construir estrofas en la ribera de Nápoles o las orillas del Po, al tiempo mismo que el Ariosto y el Tasso, estudiando a la par con ellos al Petrarca y al Boccaccio; predicar en Inglaterra la verdad católica a los mal convertidos súbditos de la reina María; disputar doctamente en Alemania, secundando con sus silogismos los golpes de la temida espada de Carlos V; plantear, profundizar, ilustrar en Trento las más complicadas cuestiones teológicas; contribuir más que nadie a extender el imperio de la filosofía escolástica, produciendo, con arreglo a su método y principios, abundantes y preciados libros, no ya sólo de teología, sino de derecho natural y público, de jurisprudencia canónica y civil. Ni los estudios lingüísticos, ni los escriturarios, ni las matemáticas, ni la astronomía, ni la topografía, ni la geografía, ni la numismática, ni la historia en general, materias tan descuidadas más tarde, dejaron de florecer tampoco durante el período referido, con ser aquel mismo el que vió nacer, por causa de la oculta y amenazadora invasión del protestantismo, los mayores rigores de la censura real y eclesiástica en España. Pero desde los días de Felipe III hasta ya bien entrados los de Carlos II, la decadencia en todo género de estudios graves, eruditos y profundos [p. 261] fué luego rápida, palpable, total, precisamente a la hora misma que con rayos más altos resplandecía en nuestras letras la inspiración dramática. Plena prueba es de este aserto una consulta, que poseo inédita, acerca de las personas que deberían acompañar a Inglaterra a la infanta María, presunta mujer del príncipe de Gales, y en la cual el Consejo de Estado recomendó muy particularmente a Felipe IV, que comenzaba a reinar entonces, cierto jesuíta escocés, «porque tenía (dice textualmente el documento citado) todos los estudios que allá estiman y acá no se usan, como son lenguas, controversias y matemáticas». Hablando en secreto al Rey sobre asuntos de público interés, y siendo los que tal hablaban sabios ministros, no hay más remedio que prestar fe a esta mala noticia literaria. En el postrer reinado de la dinastía austríaca, los primeros diez y seis años del cual iluminó Calderón, como espléndida luz de ocaso, notóse otra vez cierto calor en los buenos estudios, comenzando por los históricos, cuyas excelencias ya había celebrado, mejor que nadie, Fr. Jerónimo de San Josef en su conocida obra intitulada El genio de la historia, y continuando por los de lenguas y controversias, erudición y crítica, derecho civil y canónico, cual se echa de ver en las obras insignes de D. Nicolás Antonio, Ramos del Manzano, D. Juan Lucas Cortés, el Arcediano Dormer y el Marqués de Mondéjar, predecesores o maestros de Macanaz, Ferreras, Berganza, Burriel, Flórez, Mayáns, Velázquez y Pérez Bayer, útiles faros aun de la literatura nacional. El Santo Oficio, siempre inflexible con los judaizantes y moriscos, ni vigilaba, ni asustaba mucho realmente a las personas de calidad y fama en los días de Carlos II, porque el poder real, de donde tomaba fuerza, andaba tiempo hacía en manos flacas; y en el entretanto, el espíritu de examen, dejando en paz por de pronto las cosas divinas, ocultándose bajo el manto de las ciencias positivas, se abría fácil paso por todas partes, llegando a penetrar inadvertido hasta en la misma España. A tales causas se debió, en mi concepto, aquel inesperado renacimiento literario. Mas, sea cualquiera el origen del fenómeno, su realidad no puede negarse; y no será culpa mía, sino de la verdad estricta, que falte en esta ocasión también aquella rigurosa unidad o simetría, tan pretendida por algunos teóricos, y que tanto suele escasear en la sucesión verdadera de los hechos humanos.»

[p. 262] Tampoco hallo que en estudios económico-políticos retrogradásemos ni tuviésemos nada que envidiar a las naciones entonces más adelantadas: tal impresión, al menos, deja en mi ánimo la lectura de la Biblioteca de los economistas españoles del Sr. Colmeiro. En jurisprudencia sospecho que no eran unos pigmeos, v. gr., Salgado, Ramos del Manzano y Fernández de Retes, cuyos libros alcanzaban crédito allende los Pirineos, y eran reimpresos en Holanda por Meerman. Y para no amontonar citas, ¿cuántos sabios ha producido la España contemporánea, con todas sus luces y libertades, dignos de ponerse al lado de Pedro de Valencia, Isaac Cardoso, Caramuel y Nieremberg, o siquiera de Quevedo y Saavedra? Pues ¿qué diremos del siglo XVIII? Sírvase V. citarme, si desea que asienta a su opinión, una serie de escritores de época posterior que en calidad y número compitan con Tosca, Feijoo, Campomanes, Piquer, Pérez Bayer, el P. Ceballos, los autores de La España Sagrada, Ulloa, D. Jorge Juan, D. Juan Bautista Muñoz, Cavanilles, Jovellanos, Andrés, Serrano, Eximeno, Hervás y Panduro, los canónigos Castro y Martínez Marina, Capmany, etc., etc. ¿Puede reputarse aletargada la actividad científica en un siglo que tan esclarecidos varones produjo? Que fuese inferior a la del XVI, concedido; pero ¿negarla casi en absoluto?...

Aquello «del ingeniso procedimiento de añadir a ciertos nombres la terminación ismo y de las listas de escritores, no muchos para dos siglos, y eso que no se olvida ninguno», téngalo por una broma hiperbólica de V., nacida acaso de su continuo trato con los filósofos andaluces, pues no puedo suponerle lector tan ligero de las cartas del Sr. Menéndez y Pelayo y de la mía, que no haya advertido que en ellas sólo suena un ismo de nuestra invención, el vivismo, sobradamente justificado, y amén de esto, no correspondiente a los siglos XVII y XVIII, ni figurármele tan ayuno de noticias bibliográficas, que desconozca que dicho amigo y yo, lejos de apurar la materia, hemos omitido centenares de autores, entre ellos algunos que, si hoy vivieran, tal vez pasasen por de primer orden.

Cuanto a las causas de la decadencia en cuestión, V. sigue considerando como la principal, si no única, la tiranía del Santo Oficio; yo, a mi vez, persisto en creer que no fué la única ni la más eficaz, digan lo que quieran Montalembert y otros escritores.

Los argumentos expuestos en pro de esta opinión no han sido [p. 263] invalidados, ni se ha intentado siquiera contestarlos, y paréceme innecesarios repetirlos.

Sobre mi modo de pensar en orden a la filosofía moderna, o a la que tal se denomina, aunque en el fondo sea tan añeja como las que pasan por rancias, diré a V. que únicamente la rechazo en lo que tiene de incompatible con el Credo católico. Fuera de esto, entiendo que podrán extraerse de ella, como en otros tiempos se extrajeron de la ateniense y de la alejandrina, materiales para ampliar y perfeccionar el edificio de la española. No me permiten más laxitud respecto al particular mis convicciones religiosas.

Por lo tocante a «la absolución que otorgo a ciertas formas de discusión», séame lícito observar que en el caso de que se trata no hubo ni aun asomo de ofensa verdadera, sino vivezas y frases irónicas, que podrán menoscabar un tanto, cuando más, el crédito científico o literario, nunca declarado inviolable, pero de ningún modo el honor y reputación moral del adversario, que es lo único que constituiría pecado grave. ¿No están haciendo continuamente lo mismo, sin que nadie se escandalice, no ya los críticos de gacetilla, sino los más encopetados de las revistas contemporáneas? Y si al propio tiempo, como la equidad exige, tenemos en cuenta la holgura y franqueza propias del género epistolar, el calor de la improvisación y de la controversia, la índole de las negaciones contrarias, y más aún la pertinacia en sostenerlas sin oponer pruebas a pruebas, que todo esto contribuye a encender el ánimo y a desatar la pluma sin que lo advierta el que la maneja, ¿a qué queda reducida la culpa por cuya absolución V. amigablemente me censura?

Deseándole prosperidades, es de V. siempre apasionado amigo,

GUMERSINDO LAVERDE.

LUGO, 9 de noviembre de 1876.

Notas