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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > VI : PARTE SEGUNDA :... > CAPÍTULO XXIX.—VARIOS SENTIDOS DE LA VOZ «ROMANCE».—EL ROMANCE COMO GÉNERO DE POESÍA.—PRIMEROS TESTIMONIOS DE SU EXISTENCIA.—SU ENLACE CON OTRA POESÍA POPULAR MÁS ANTIGUA. —LOS «CANTARES DE GESTA»: TESTIMONIOS RELATIVOS A ELLOS.—CLASES SOCIALES QUE CULTIV

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La palabra romance, como designación de un género particular de poesía, no se encuentra en ningún documento anterior al siglo XV. Pero ni entonces nació el género, ni la nueva aplicación de la palabra deja de estar rigurosamente enlazada con los sentidos más generales que hasta entonces había tenido. Comenzó por llamarse romance a cualquiera de las lenguas neolatinas para diferenciarla de su madre: aplicóse luego el nombre a la naciente literatura de estas mismas lenguas, y de un modo especial a las obras poéticas, que son las más antiguas y las más abundantes: contrájose después a las narraciones épicas y a las que de ellas se derivaron; y a la vez que en castellano llegó a designar exclusivamente una de las formas métricas de nuestra poesía épico-lírica, en Francia y en Italia vino a quedar reservada para los [p. 8] relatos en prosa o verso de extensión muy considerable, a diferencia de los breves cuentos llamados fabliaux y novelas. El uso singular y definitivo de la voz romance en la poesía castellana, ha hecho que entre nosotros tengan el título de novelas lo mismo las cortas que las largas, y hoy parecería grosero galicismo o italianismo lo contrario.

Ninguno de los textos que hablan de romances antes de la centuria indicada, puede entenderse alusivo al género de que tratamos. El copista del Poema del Cid llamó romanz a la obra que trasladaba, pero el primitivo autor no usó más nombres que los de gesta y cantar. En el Rodrigo, compilación muy tardía, se lee este verso:

       El cual dicen Benavente— según dise en el romance.

No ha de verse aquí, sin mas pruebas, cita de romance alguno, sino una simple fórmula, de las que usaban los poetas épicos franceses a modo de ripio («so dist la geste», «dient li romant » , «si com l' estoria ditz»). Prosas en roman paladino llamó Berceo a sus leyendas piadosas, compuestas todas en tetrástrofos monorrimos. El romance es cumplido, dice al acabar el poema del Sacrificio de la Misa. Y en el de los Loores de Nuestra Señora:

           Aun merced te pido por el tu trobador
       Qui este romançe fizo, fué-tu-entendedor.

                                                          (Copl. 232.)

Y en el Martyrio de San Lorenzo:

           Quiero fer la pasion de Sennor Sant Laurent
       En romanz que la
       pueda saber toda la gent.

                                                                (Copl. 1 .)

Romance es aquí sinónimo de lengua vulgar. En la Vida de Sant Millán (copl. 362), parece contraponerse la poesía oral a la escrita, la popular a la erudita, o meramente la castellana a la latina.

           Sennores, la facienda del confessor onrado
       
No la podríe contar nin romanz nin dictado...

Los demás poetas del Mester de clerecía, escuela esencialmente erudita, y cuyo metro profesional era el alejandrino «a sillabas [p. 9] cuntadas» y por la «quaderna vía», aplican indistintamente el nombre de romance a sus versos y a los de los juglares. El autor del Libro de Apollonio se propone

           Componer un romançe de nueva maestría,
       Del buen rey Apolonio e de su cortesía...

y en el episodio famoso de la juglaresa Tarsiana la presenta en el mercado rezando un romance:

           Quando con su viola hovo bien solazado,
       A savor de los pueblos hovo asaz cantado,
       Tornóles á rezar un romançe bien rimado
       De la su razón misma por ho avía pasado.

El Arcipreste de Hita, que florecía medio siglo después, y que en su Libro de buen amor empleó tantos metros líricos, entre ellos el octosílabo, pero nunca el romance propiamente dicho, reservó este nombre para el conjunto de su obra, en que predominan con gran exceso los versos de catorce sílabas:

           Era de mill, e tresientos e ochenta, e un annos
       Fué compuesto el romançe por muchos males e daños,
       Que fasen muchos e muchas a otros con sus engaños,
       Et por mostrar a los simples fablas, e versos estraños
                                                   (Copl. 1.634.)

En la primitiva Crónica general, compuesta en tiempo de Alfonso el Sabio, que recogió en gran parte nuestra tradición épica, se cita expresamente la Estoria del Romanz dell infant García, dando idea de su contenido. Hay fuertes indicios para sospechar que se trata de un cantar de gesta, pero pudo ser también un libro en prosa formado sobre narraciones poéticas. Estoria del Romanz no quiere decir ni más ni menos que historia en romance, es decir, en lengua vulgar, puesto que la Crónica general contrapone su testimonio a lo que el arzobispo D. Rodrigo y D. Lucas de Tuy cuentan en su latín. La ley XX, título V, de la Partida 2.ª, menciona entre las alegrías que debe usar el rey en las vegadas, la lectura «de los romances et de los otros libros que fablan de aquellas cosas de que los omes reciben alegría et placer». Aquí la voz romances parece que alude más especialmente a novelas y libros de pasatiempo, y todavía es más clara la alusión en este pasaje del [p. 10] obispo de Jaén, San Pedro Pascual, escrito muy a principios del siglo XIV: «E amigos, cierto creed que mejor despenderes vuestros días y vuestro tiempo en leer e oyr este libro, que en decir e oyr fablillas y romances de amor y de otras vanidades, que escribieron de vestiglos e de aves que dizen que fablaron en otro tiempo. E cierto es que nunca fablaron: más escribiéronlo por semejanza. E si algún buen exemplo hay, hay muchas arterías y engaños para los cuerpos y para las ánimas.» En este curiosísimo texto, alegado ya por Argote de Molina (Nobleza de Andalucía, II , fol. 180) están designados claramente con el nombre de romances los libros de apólogos y cuentos orientales (el Calila y Dina, los Engannos de mujeres, etc.), que siempre se escribieron en prosa, como es notorio.

Prescindo, por supuesto, del Nicolás de los Romances y del Domingo Abad de los Romances, mencionados en el Repartimiento de Sevilla. Ni siquiera puede probarse que fueran poetas: la serranilla que Argote atribuyó a uno de ellos es del Arcipreste de Hita. De Nicolás consta que era escribano, y es verosímil que también Domingo lo fuese, y que se les diera tal sobrenombre por estar encargados de redactar las escrituras en castellano y no en latín.

Al siglo XIV corresponde una interesante muestra de octosílabos encadenados, que no sólo por el metro, sino por el estilo narrativo, tiene cierta semejanza con los romances, y aun puede decirse que está impregnada de su espíritu: el poema o crónica rimada de Alfonso XI, compuesto por Ruy Yañes. Pero esta obra, perteneciente a la poesía erudita, y acaso compuesta en gallego antes que en castellano, si prueba influencia de los cantares del vulgo en la épica historial de los versificadores cultos, no puede en ningún caso confundirse con ellos. Es un nuevo argumento, sin embargo, de que el alejandrino, que parece dominar en el Poema del Cid y probablemente en todas las gestas más antiguas, había cedido ya el puesto al metro nacional de diez y seis sílabas, cuyas huellas se perciben a cada momento en la prosificación de las varias versificaciones de la Crónica general. Pero no adelantemos especies, que más adelante tendrán lugar adecuado. Baste consignar, por ahora, como racional conjetura, que ya en la  segunda mitad de la centuria décimacuarta, habían comenzado a [p. 11] desgajarse del árbol épico muchas ramas, y comenzaba a formarse la epopeya fragmentaria, cuyo último residuo son los romances.

El primer documento en que con toda claridad se habla de ellos, afirmándose al propio tiempo el divorcio ya consumado entre la poesía popular y la erudita, es el famoso Prohemio del Marqués de Santillana, cuya fecha se coloca entre 1445 y 1448: «Infimos poetas son aquellos que sin ningún orden, regla ni cuento facen estos cantares e romances de que la gente baja e de servil condición se alegran.»

Esta condenación doctrinal no implicaba, sin embargo, que los poetas más artificiosos, y entre ellos alguno muy admirado por el Marqués y unido con él por amistad muy estrecha, atendiesen de vez en cuando a los ecos de la musa popular, y aun imitasen por gala o capricho la forma del romance, aclimatándole así en el Parnaso lírico. Cuando Juan de Mena en el Labyrinto (copl. 190), al recordar la muerte del Adelantado Diego de Ribera, llama a Álora «la villa no poco cantada», apenas puede dudarse que tenía presente el romance fronterizo que empieza:

       Álora la bien cercada,—tú que estás al par del río».

Fenómeno de gran significación y que contrasta con el intolerante desdén del Marqués de Santillana, es la aparición de los romances líricos de trovadores. Por mucho tiempo se han considerado como los más antiguos romances de autor conocido los dos de Carvajal o Carvajales, poeta de la corte napolitana de Alfonso V de Aragón, insertos en el Cancionero de Stúñiga. Uno de ellos tiene la fecha de 1442. Pueden agregarse ahora, y quizá sean más antiguos, tres atribuídos a Juan Rodríguez del Padrón en un manuscrito del Museo Británico, y descubiertos por el muy erudito profesor de Philadelphia Doctor Hugo Rennert. [1] El célebre trovador gallego se inspira directamente en la poesía popular, haciendo una especie de rifacimento del viejo y lindísimo romance del Conde Arnaldos:

           ¡Quién tuviese tal ventura—con sus amores folgar,
       Como el infante Arnaldos—la mañana de San Juan!...

[p. 12] y de los no menos bellos y famosos de Rosaflorida y de la Infantina. [1]

En el tiempo de los Reyes Católicos, los poetas artísticos cultivadores del romance son ya legión. No sólo componen romances de propia cosecha, líricos, amatorios y alguna vez históricos y religiosos, sino que se ejercitan como a porfía en glosar y contrahacer romances viejos. Gracias a estas impertinentes glosas, se han salvado algunos preciosos fragmentos de canciones antiguas en los florilegios de poesía cortesana de Fernández de Constantina y de Castillo, amenizando un tanto la aridez de sus páginas. Más adelante veremos cómo se encargó la imprenta del siglo XVI de salvar y divulgar en colecciones especiales, que vinieron muy a tiempo, el tesoro de nuestra poesía tradicional, recogiéndole de labios del vulgo cuando todavía le conservaba con relativa pureza: suerte que no han tenido las canciones históricas de ningún otro pueblo.

Sin exagerar de ningún modo, puesto que a todo lo contrario propendemos, la antigüedad de estos pequeños poemas, nos parece evidente que para llegar a ser tan populares en la segunda mitad del siglo XV y especialmente a fines de él, tan glosados, imitados y contrahechos, debieron de existir mucho antes. Es más: ya en el siglo XV se calificaban de viejos algunos romances. Álvarez Gato habla de los de Don Bueso como de una antigualla, y los contrapone a las «lindas canciones nuevas». En su memorable Arte de la lengua castellana (1492), Antonio de Nebrija llamó viejo a uno de los romances de Lanzarote, y habló del asonante como de una nota peculiar de la antigua poesía: «Nuestros mayores no eran ambiciosos en tassar los consonantes e harto les parecía que bastaba la semejanza de las vocales.» Cuatro años después (1496) imprimía Juan del Enzina su Arte de trovar, donde enseña, siguiendo las huellas del Nebrisense, que «los romances del tiempo viejo no van en verdaderos consonantes».

Pero esta poesía, que ya en tiempo de los Reyes Católicos podía llamarse vieja, era derivación y secuela de una poesía mucho [p. 13] más antigua, respecto de la cual los testimonios abundan, aunque todavía queden grandes lagunas en su historia. Precisamente el monumento más antiguo de la literatura española es un cantar de gesta, el de Mío Cid, que la crítica más severa no puede traer más acá del siglo XII, y que acaso corresponde a su primera mitad más que a la segunda. A él o a uno muy semejante aludía en 1147 el autor del poema latino sobre la conquista de Almería, dando al héroe el mismo título épico que lleva en el cantar:

           Ipse Rodericus mio Cid semper vocatus,
       
De quo cantatur quod ab hostibus haud superatus,
       Qui domuit mauros, comites quoque domuit nostros...

En el siglo XIII esta poesía épica lograba tal autoridad, que los más graves analistas de la latinidad eclesiástica no se desdeñaban de utilizarla como fuente histórica, aun en lo que tenía de más apócrifo. Así penetró la leyenda de Bernardo en las narraciones de D. Lucas de Tuy y del Arzobispo D. Rodrigo, que si afecta menospreciar las fábulas de los histriones o juglares franceses sobre las empresas de Carlomagno en España (nonnulli histrionum fabulis inhaerentes), admite en cambio tácitamente las de los juglares castellanos, aunque no se apoye en su testimonio. Sin reparo alguno lo hizo la Crónica general compilada de orden de Alfonso el Sabio, obra de carácter mucho más popular, y escrita en la lengua del vulgo. Su fuente principal son, sin duda, las dos historias latinas que acabamos de mencionar, y cuando aparecen en conflicto con la tradición poética, ellas son las que triunfan siempre, pero el empleo de los cantares de gesta es continuo aunque secundario, y gracias a él conocemos no sólo el fondo de varias narraciones poéticas (Maynete, Bernardo, Los Infantes de Lara, el Infante D. García y algunas de las relativas al Cid), sino considerables fragmentos desatados en prosa, disjecti membra poetae, que todavía conservan rastros de su primitiva y holgada versificación. No fué total el naufragio de nuestra epopeya: la historia que en sus orígenes se confunde con ella, la salvó amorosamente cuando ya comenzaba su decadencia, y durante todo el siglo XIV permaneció adherida a ella, siguiendo sus transformaciones, y modificándose en las sucesivas crónicas refundidas de la General, a tenor de las variantes que iba recibiendo el canto [p. 14] épico, presente siempre en los oídos y en la memoria de estos compiladores. El estudio comparativo de las diversas crónicas generales, no intentado formalmente hasta nuestros días por obra y estudio de un joven erudito digno de toda alabanza, no sólo derrama inesperada luz sobre cada una de las leyendas, sino que permite ya establecer ciertos períodos en el desarrollo de nuetra poesía heroico-popular, dando complemento a las enseñanzas del sabio Milá.

Pero reservando para más adelante tan delicada materia, que exige la previa exposición de cada uno de los ciclos, conviene fijar ante todo qué clase de poesía era ésta, a qué oyentes o lectores se dirigía, cuáles eran las clases poéticas que la componían o divulgaban, cuál su sistema de versificación y qué relaciones próximas o remotas podía tener con otros cantos nacidos dentro o fuera de España. Cuestiones todas ellas arduas y espinosas, en que debemos proceder con la mayor cautela, ateniendonos a los datos positivos y cerrando la puerta a temerarias conjeturas, por muy brillantes que parezcan.

No hay duda en cuanto al nombre de estos poemas. Se llamaban cantares de gesta, aunque a veces se encuentran separadas ambas palabras. El autor del Poema del Cid usa la una y la otra para designar las partes de su composición, a la cual también llama nuevas en los últimos versos:

           Aquí empieça la gesta de Mio Çid el de Vivar...
       Las coplas de este Cantar aqui's van acabando,
       El Criador vos valla con todos los sos Sanctos...
       Estas son las nuevas de mio Çid el Campeador...

La Crónica general, que cita especialmente los cantares para la leyenda de Bernardo, usa con frecuencia éstas y parecidas expresiones: «Et algunos dizen en sus cantares de gesta... » «Mas esto non podría seer, ca non es de creer todo lo que los omes dizen en sus cantares. » Una sola vez habla de romances, palabra que aquí no puede tener otro sentido que el general que ya conocemos. En el códice Escurialense X. i. 4, que pasa por el más antiguo y autorizado de todos, se lee en el folio 36 vto.: «Et algunos dizen en sus romances et en sus cantares que el rey, cuando lo sopo, que mandó quel fiziesen bannos...» Pero aun este pasaje no está [p. 15] libre de variantes y de controversia. En el códice que yo poseo, que es también del siglo XIV y de la misma familia, aunque con texto algo abreviado, la lección es ésta: «Et algunos disen en sus rrasones e en sus cantares.» El nombre de razón se aplicó a muy antiguas composiciones, tanto en provenzal como en castellano. Así empieza, por ejemplo, el poemita de Lope de Moros, que es acaso la más vieja poesía lírica que tenemos en nuestra lengua:

           Qui triste tiene su coraçon
       Venga oyr esta razón;
       Odrá razôn acabada,
       Feyta d' amor e bien rimada...

El texto de mi Crónica, aunque aislado, parece indicar que este nombre se aplicó también alguna vez a la poesía narrativa. Pero el de cantares de gesta es el que prevaleció, y se le encuentra hasta en los textos legales. Así en la ley XX, título 21 de la 2.ª Partida: «Et por eso acostumbraban los caballeros cuando comien que les leyesen las hestorias de los grandes fechos de armas que los otros fecieron, et los sesos et los esfuerzos que hobieron para saber vencer et acabar lo que querien. Et allí do non habien tales escripturas fasiendo retraer a los caballeros buenos et ancianos... et sin todo esto aun faciendo más, que los juglares non dixiesen ante ellos otros cantares sinon de gesta o que fablasen de fecho darmas.»

Esta ley de Partida recibe inesperado comentario en un singular opúsculo latino De Castri Stabilimento que con más o menos razón se atribuye al Rey Sabio, pero que a juzgar por su encabezamiento, [1] por su contenido y por el género de latinidad ruda y medieval en que está escrito, es imposible traer, como han querido algunos, a la corte humanística de Alfonso V de Aragón, que además nunca se tituló Emperador de Romanos ni fué Rey de Castilla. Enumerándose, pues, en este raro documento las cosas [p. 16] que no pueden faltar en un castillo sitiado, se ponen entre ellas los libros de gesta, citando, juntamente con las narraciones de origen francés, las que pertenecen a la historia nacional: «Item sint ibi romancia et libri gestorum, videlicet Alexandri, Karoli et Rotlandi, et Oliverii, et Verdinio, et de Antellmos lo Danter, et de Otonell, et de Bethon, et de Comes de Mantull, et libri magnorum et nobilium bellorum et preliorum quae facta sunt in Hispania: et de iis animabuntur.» Estos libros de las grandes y nobles guerras y batallas acaecidas en España, ¿qué cosa podían ser sino los cantares de gesta o las crónicas que en gran parte salieron de ellos?

Esta poesía que se cantaba en los festines ante los reyes y los próceres, que servía para inflamar el entusiasmo bélico de los mancebos, que merecía del legislador tan noble recomendación, aunque hable de ella como de cosa pasada, era popular en el más noble sentido de la palabra, no en el trivialmente democrático que le dan algunos, suponiéndola patrimonio de las clases ínfimas y desheredadas. Pueblo ha de entenderse aquí conforme a la definición clásica de la Partida 2.ª (título X, ley 1.ª): «Cuidan algunos homes que pueblo es llamado la gente menuda, así como menestrales et labradores, mas esto non es así, ca antiguamente en Babilonia, et en Troya, et en Roma, que fueron logares muy señalados, et ordenaron todas las cosas con razón, et posieron nombre a cada una segunt que convenía, pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los homes comunalmente, de los mayores, et de los menores, et de los medianos: ca todos estos son meester et non se pueden excusar, porque se han a ayudar unos a otros para poder bien vevir et seer guardados et mantenidos.»

Para este pueblo se compuso la poesía heroico-popular castellana, no tan sólo para «la gente baja e de servil condición » , como quieren algunos inferir del texto del Marqués de Santillana, escrito siglo y medio después, cuando las condiciones sociales habían cambiado enteramente, y las de la poesía también. [1] No eran [p. 17] gentes de baja y servil condición las que en el siglo XIII se alegraban con los cantares de gesta: era la poderosa aristocracia militar, que no se había hecho cortesana aún, y que por sus hábitos rudos y sencillos se confundía con los vasallos que guiaba al combate: eran los reyes mismos, aun los más sabios, como Don Alonso, aun los más santos como su padre, que según consta en el Setenario «pagábase mucho de joglares que sopiesen bien tocar estrumentos... et entendía quién lo fazía bien et quién non»; eran los doctos prelados de Tuy y de Toledo, que no temían entretejer en su prosa latina, dándolos por historia verídica, retazos de esas canciones: eran los autores de la Crónica General, obra regia, que los explotaban a mansalva: eran los poetas eruditos del Mester de clerecía, que al mismo tiempo que afirman su distinción y la superioridad de su arte, remedan las fórmulas de la poesía épica y a veces refunden sus temas como en el Poema de Fernán González, que desgraciadamente suplantó a los primitivos, y fué causa de su pérdida. [1] Aquella poesía, de la cual pudo decir con candoroso anacronismo el autor del Alexandre, aplicándolo a sus héroes clásicos:

           Serán las nuestras novas en cantigas metidas...
       Metieron en canciones las sus caballerías
       Donde serán cantadas, fasta que venga Elías...

era, en verdad, la poesía del pueblo, porque era la poesía de todos, y no había quien dejase  de colaborar en ella como autor, como oyente o como recitante. Pero llegaron días en que esta noble musa, abandonada por los discretos y cortesanos, que se habían [p. 18] convertido en secuaces, primero de las escuelas trovadorescas derivadas de la provenzal, y luego del Renacimiento italiano, buscó refugio entre los plebeyos y humildes, y entonces pudo ser llamada popular en el sentido estrecho de la palabra. Pero la excisión fué menos violenta en España que en otras partes, tanto por el espíritu democrático de la raza, como por no haber tenido nunca entre nosotros los hábitos de corte ni las prácticas de escuela, ni la disciplina de los eruditos tan despótico influjo como en otros países. Si Santillana, en un momento de gravedad doctrinal, lanzaba su anatema, verdaderos aunque degenerados juglares alternaban con él y con los trovadores aristocráticos, y ya hemos visto que la poesía popular servía con frecuencia de tema a glosas e imitaciones artificiosas de los poetas más atildados.

Pero a la larga el divorcio (por otra parte inevitable, dados los progresos de la cultura) entre los eruditos y las clases inferiores de la sociedad, la falta de un ideal común, tenía que matar la poesía épica en beneficio de la lírica. El vulgo pudo conservar la primera más o menos tiempo, pero era incapaz de continuarla ni de crear otra nueva: lo único que ha creado desde entonces es la canción fugitiva, expresión muchas veces feliz de la vida elemental del espíritu. Los romances que tenemos por más modernos entre los viejos se distinguen por su vaguedad misteriosa, por su carácter subjetivo y apasionado. Reparándolos bien, y penetrando en la investigación de sus orígenes, se descubre las más veces que lo novelesco no es más que una transformación de lo épico. En cuanto a los romances pertenecientes a los antiguos ciclos, no hay controversia alguna: son perlas desgranadas del collar de la antigua poesía narrativa.

Pero interrumpiendo aquí esta digresión, para no anticipar ideas que en otra parte tendrán lugar más propio, volvamos a considerar nuestra poesía heroica tal como era en los siglos XII y XIII, es decir, en su primitiva forma de cantares de gesta. Aunque esta poesía fuese anónima e impersonal, como lo fueron más tarde los romances, y como lo es toda genuina poesía épica, no ha de entenderse esto en el sentido absurdo de que todos fuesen igualmente capaces de componerla. La inspiración poética, lo mismo en las edades bárbaras que en las cultas (y no eran ciertamente bárbaros los castellanos del siglo XII), no es patrimonio común, [p. 19] sino privilegio singular de algunos. No lo es tampoco, aunque abunde más, la pericia técnica, la facilidad y destreza de componer versos dentro de las prácticas de cada género y escuela. No lo es, finalmente, la aptitud musical indispensable para el cultivo de una poesía que se acompañaba inseparablemente con el canto. Hubo, pues, clases especiales de la sociedad que tenían por oficio, como los antiguos aedos y rapsodas, la composición y la recitación de estos largos poemas. [1] Su nombre era el de juglares (del latino jocularis): no consta que en tiempo alguno tuviesen otro. El de troveros, propio de los poetas del Norte de Francia, fué enteramente desconocido aquí. Pero esta palabra juglar se aplicó en tan diversos sentidos, y por otra parte hubo tan notable degeneración en la clase social que con ella se designaba, y llegó a ser tenida en tanto vilipendio, que no es maravilla que todo esto haya introducido alguna confusión en la mente de los críticos.

            Mestér trago fermoso, non es de ioglaría,
        Mestér es sen peccado, ca es de clerezía,
       Fablar curso rimado por la quaderna vía
       A sillavas cuntadas, ca es grant maestría.

En estos versos del Libro de Alexandre se contraponen evidentemente la versificación irregular de los cantares de gesta (Mester de juglaría), y la versificación por sílabas contadas, y en tetástrofos alejandrinos, propia de los ingenios eruditos (Mester de clerecía), Pero hay otro textos en que la voz juglar designa no sólo al poeta popular, sino a cualquier género de poeta, incluso los que [p. 20] no escribían para ser cantados, sino leídos. Gonzalo de Berceo, acaso por humildad, se llama a sí propio juglar de Santo Domingo de Silos:

           Quierote por mí mismo, padre, merçed clamar
       Ca ovi gran taliento de seer tu ioglar...
       ..................................................................................
       Padre, entre los otros a mi non desampares,
       Ca diçen que bien sueles pensar de tus ioglares...
       ..............................................................................
       Cuyos ioglares, somos, y él Dos quiera guiar...
       ............................................................................

El nombre y la profesión de juglar fueron comunes a todos los pueblos neolatinos, y seguramente tan indígenas en una parte como en otra. [1] Los latinistas de educación clásica solían llamarlos histriones (calificativo que, como ya hemos visto, aplica el Arzobispo D. Rodrigo a los autores de los poemas carolingios); y realmente en los tiempos de su decadencia, y acaso en los de su origen, alguna semejanza podían tener en sus hábitos scurriles y callejeros con los pantomimos y farsantes de la decadencia romana. ¿Pero quién ha de pensar que fuesen así los juglares épicos, por ejemplo, aquel valeroso Taillefer que en la batalla de Hastings entonaba la canción de Roncesvalles? Considerado socialmente, el juglar de los tiempos medios nace de la fusión de dos clases enteramente diversas, y lleva en sí una antinomia que en ciertas épocas le realza y en otras le degrada. Como descendiente indubitable de los histriones romanos infamados por el derecho, conserva algo de vil en su oficio de cantor ambulante y de tañedor en las plazas públicas. Como heredero presunto, o a lo menos como afín de los escaldas septentrionales y de todos los cantores de raza germánica, su profesión se ennoblece y sus acentos suenan igualmente gratos en el oído de los pueblos y de los reyes. [2]

El juglar épico, el cantor de viejas fazañas, y de grandes fechos [p. 21] de armas, fué siempre persona mucho más estimada, y probablemente más digna de estimación que el juglar lírico. Aunque es frecuente en la literatura provenzal la sinonimia de trovador y juglar, se trata de dos clases poéticas que en el fondo eran diversas. El juglar provenzal, si era poeta solía serlo de especie ínferior y algo tabernaria, como aquel Guillén Figuera, de quien dice su biógrafo que «no fo homs que saubés caber entre 'ls barons ni la bona gen; mas mout se fez grazir als arlots..., et als hostes taverniers». Pero muchas veces ni aun poeta era, sino mero cantor asalariado, secretario y mensajero de los trovadores, de quienes recibía no sólo la letra, sino la música de sus canciones. Tal era, por ejemplo, aquel juglar Cabra, a quien Guiraldo de Cabrera, uno de los más antiguos trovadores catalanes en lengua provenzal, dirigía, por los años de 1170, una larga composición de gran interés para la historia literaria, y que bien podría llamarse el doctrinal del perfecto juglar, pues no sólo contiene un extenso catálogo de las narraciones más en boga, donde, además de los temas carolingios, se incluyen algunos del ciclo bretón y otros de procedencia clásica, sino que al censurar los defectos e ignorancia del mismo Cabra, se enumeran indirectamente los primores y habilidades en que debía sobresalir el que se dedicase a tal arte: «Tocas muy mal la viola, y cantas peor desde el principio hasta el fin, y no sabes acabar nunca con el temple y cadencia de los Bretones. Muy mal aprendiste a manejar los dedos y el arco. No sabes bailar ni saltar a guisa de juglar gascón. No sabes recitar serventesios ni baladas...» [1] Esta poesía, aunque catalana por su autor, no lo es por el dialecto, y lo mismo pudo haber sido compuesta en cualquier otro país de lengua de oc, pero se cita aquí porque prueba que en la época de mayor florecimiento de la poesía provenzal, los juglares no solamente recitaban versos líricos, [p. 22] sino también y en mayor número poemas narrativos, ya que a éstos principalmente se refiere la composición de Cabrera.

Los numerosos nombres de juglares gallegos que se hallan en el Cancionero Vaticano y en el Colocci, tales como Álvaro Gomes de Sarria, Ayras Paez, Lapo, Lorenzo, etc., son seguramente  de poetas líricos a la par que músicos, pero de poetas que por su nacimiento y condición pertenecían al vulgo, como lo prueba el designárselos únicamente con el nombre propio o a lo sumo con un patronímico. Los trovadores de noble estirpe nunca se llamaron en Galicia y Portugal juglares.

Respecto de Castilla, los testimonios abundan, y así como algunos se refieren claramente a los cantores épicos, otros no pueden entenderse más que de los líricos, y otros de los tañedores de instrumentos y meros ejecutantes. Ya hemos hecho varias citas pertinentes al caso: añadiremos algunas más, porque en materia tan oscura ningún dato puede despreciarse.

El primer juglar de nombre conocido pertenece al reinado del Emperador Alfonso VII. Es un cierto Pallea, que en 1136 confirma una escritura vista por el P. Burriel. [1]

En las Crónicas es frecuente la mención de juglares cuando se narran fiestas y regocijos, pero no siempre es fácil distinguir si el cronista tiene presentes las costumbres antiguas o las de su tiempo. Tal incertidumbre quita algo de su fuerza al texto tantas veces alegado de la segunda Crónica General (1340), que dice, describiendo las bodas de las dos hijas de Alfonso VI con los dos príncipes borgoñones: «Et otrosí fueron en aquellas bodas muchas maneras de yoglares, así de boca como de péñola.» Tampoco la interpretación está clara, pues si bien el sentido más obvio parece que es juglares recitantes y juglares escritores, otros creen que los yoglares de boca (menéstriers de bouche en francés viejo) eran los que tocaban instrumentos de viento, y los de péñola instrumentos de cuerdas.

El pasaje del Setenario relativo a las aficiones artísticas de San Fernando parece que envuelve la distinción entre trovadores [p. 23] y juglares: «pagándose de omes cantadores et sabiéndolo él fazer: et otrosí pagándose de omes de corte que sabien bien de trobar » et cantar et de joglares que supiesen bien tocar estrumentos. [1]

Con este aprecio que el Santo Rey hacía de los juglares contrasta, a primera vista, el rigor con que hablan de ellos las leyes de su hijo: « Yoglar se faciendo alguno contra voluntat de su padre, es otra razón porque el padre puede desheredar a su hijo; pero si el padre fuere yoglar, non podríe esto facer.» Así la Partida 6.ª, título VII, ley V. En el título XIV, ley 3 de la Partida 4.ª, se pone a las juglaresas entre las mujeres que no deben recibir por barraganas los omes nobles et de grant linaje: «Et estos atales como quier que según las leyes pueden rescebir barraganas, tales mujeres hi ha que non deben rescebir, así como la sierva o fija de sierva..., nin juglaresa, nin su fija, nin tabernera, nin regatera, nin sus fijas, nin alcahuetas, nin su fija, nin otra persona ninguna de aquellas que son llamadas viles por razón de sí mismas o por razón de aquellas de que descendiesen, ca non serie guisada cosa que la sangre de los nobles homes fuese espargida nin ayuntada a tan viles mujeres.»

Pero ninguna de estas leyes, que por otra parte no hacen más que renovar los antiguos rigores canónicos y civiles contra los scurras, mimos e histriones, [2] se refería en la mente del legislador a los juglares de corte, sino a los truhanes y chocarreros que por vil precio deleitaban a la ínfima plebe con farsas y bufonadas, [p. 24] juegos de manos y otra porción de habilidades, ajenas muchas de ellas a la poesía y a la música. Esta distinción se marca bien claramente en la ley 4.ª, título 6.º de la Partida VII: que declara cuáles son las personas infamadas por el Derecho: « Leno, en latín, tanto quiere decir en romance como alcahuete, et tal home como este..., es enfamado por ende. Otrosí son enfamados los juglares et los remedadores, et los facedores de los zaharrones [1] que [p. 25] públicamente antel pueblo cantan, o baylan o facen juegos por precio que les den: et esto es porque se envilecen ante todos por aquello que les dan. Mas los que tanxiesen estrumentos o cantasen por solazar a si mismos, o por facer placer a sus amigos, o dar alegría a los reyes o a los otros señores, non serien por ende enfamados.»

Así y todo, parece muy dura la ley, y por añadidura tan especulativa e inaplicable como lo fueron otras muchas de aquel código ideal, pues no es de presumir que los juglares que solazaban a los reyes y a los señores dejasen de cobrar algún precio o merced por sus sercivios, ni que en tiempo algunos pasasen por viles e infamados los que recitaban, aunque fuese en la plaza de un villorrio, poemas como el del Cid; y eso que las pretensiones del rapsoda no eran muy exorbitantes, puesto que se contentaba con vino dado sobre prendas:

       ... dat nos del vino; si non tenedes dineros, echad
       Alá unos peños, [1] que bien vos lo darán sobrelos. [2]

Son documentos de importancia para la clasificación de los juglares, pero deben mirarse con cierta cautela, tanto porque se refieren a la poesía provenzal más bien que a la española, y a la lírica más que a la épica, cuanto por la parte que contienen de utopía literaria, la famosa Requesta del trovador Giraldo Riquier de Narbona a Alfonso el Sabio, y la Declaración o sentencia que éste dió en 1275, revestida de todas las fórmulas cancillerescas, pero seguramente formulada o versificada por el mismo poeta que hizo la consulta. Giraldo Riquier, muy pagado de la dignidad de su arte, y poseído del afán de reglamentarlo todo, se duele en gran manera del descrédito en que había caído el arte de juglaría, [p. 26] que en su origen fué inventada por hombres sabios y discretos para alegría y honor de los buenos:

           Car per homes senatz,
       Sertz de calque saber,
       Fo trobada per ver
       De primier jogloria,
       Per metr' els bos en via
       D' alegrier e d' onor...

Al catálogo que hace de las artes juglarescas, prefiero por más completo el que da la respuesta de D. Alfonso, aunque en algunos puntos no está muy clara. Decide en substancia el sabio monarca, que los que saben trovar versos y sones, y componer con alta maestría danzas, coplas, baladas, alboradas y serventesios, son los únicos que merecen el nombre de trovadores, entre los cuales deben obtener la palma y el nombre de doctores en trovar los que dan a sus versos intención doctrinal, mostrando el camino del honor, rimando enseñanzas útiles para la vida humana, y declarando bellamente las cosas oscuras. El nombre de juglar sólo pueden llevarle sin desdoro los que adornados de cortesía y buen saber alternan entre las ricas gentes para tocar instrumentos, contar novelas, recitar versos y canciones ajenas, y para otros empleos buenos y agradables del ingenio. Tales gentes como éstas deben ser recibidas en las cortes, porque su oficio es de gran recreación y placer. Es uso vicioso de Provenza llamar también juglares a varias castas de gentes que viven con infamia y vilipendio, y que deben tener nombres distintos, como los tienen en España y en otros países. Así, los que hacen bailar monos, perros y machos cabríos, los que dan saltos en la cuerda tirante o sobre las piedras, los que hacen juegos de manos, los que remedan el canto de los pájaros o tañen y cantan entre gente baja por humilde precio, y también los que en las cortes se fingen locos, y no se avergüenzan del deshonor en que viven, ni les agrada ningún hecho agradable y bueno, no merecen más nombre que el de bufones, como se les apellida en Lombardía. En España se llama juglares a los que tocan instrumentos; a los que contrahacen los gestos y palabras de otros remedadores; a los trovadores cortesanos, [p. 27] segriers; y a los que ejercen vilmente su arte por calles y plazas se les apoda por ignominia cazurros:

           Hom apela joglars,
       
Totz sels dels estrumens;
       Et als contrafazens
       Ditz hom remendadors;
       E ditz als trobadors
        Segriers por totas cortz
       Et homes secx e sortz,
       Endreg de captenh bo,
       Qui dizon ses razó
       O fan lur vil saber
       Vilmen ses tot dever
       Per vias e per plassas,
       E que ménon vils rassas
       A deshonor viven,
       Diz hom per vilzimen
        Cazuros ab vertat. [1]

El nombre de cazurros se conservaba en tiempo del Arcipreste de Hita, y no hay duda que indica un género de cantores truhanescos y de baja estofa, para los cuales el Arcipreste mismo, tan libre de escrúpulos en esto como en todo, no se desdeñó de componer muchos versos. El nombre de segrier, que más comúnmente se decía segrél, no se encuentra, que yo sepa, en textos castellanos, pero sí en los cancioneros gallegos; por ejemplo, en el número 1.021 del Cancionero Vaticano:

       como segrel que diga mui bem vez
       En cançoes, e cobras, e sirventés.

En un ordenamiento de la casa de Alfonso III de Portugal (que entró a reinar en 1245) se cita al segrél como un juglar distinguido «que venía a caballo de otras tierras» y a quien el rey podía dar hasta cien maravedís. [2] Todo indica que hubo cierta vaguedad en el empleo de estos nombres, los cuales, siendo por otra parte peculiares de la poesía lírica, no deben detenernos ahora.

[p. 28] Veamos ahora al juglar en acción, y procuremos formarnos idea del efecto que producía en la muchedumbre. Una sola descripción de este género recordamos en nuestra literatura, pero tan viva y llena de color, que vale por otras muchas. El ignorado poeta de clerezía que castellanizó el Libro de Apolonio, pinta de este modo la salida al mercado de la honesta juglaresa Tarsiana:

           Luego el otro día de buena madurguada
       Levantóse la duenya ricamente adobada,
       Priso huna viola buena e bien temprada,
       E sallió al mercado violar por soldada.
           Començó hunos viesos e hunos sones tales,
       Que trayen grant dulçor, et eran naturales,
       Finchiense de omes apriesa los portales,
       Non les cabie en las plaças, subiense a los poyales.
           Quando con su viola hovo bien solazado,
       A sabor de los pueblos hovo asaz cantado,
       Tornóles a rezar hum romance bien rimado
       De la su razón misma por ho avia pasado.
           Fizo bien a los pueblos su razón entender,
       Mas valie de çient marquos esse día el loguer.
                                                     (Coplas 426-429.)

La tradición de los juglares no se interrumpe en el siglo XIV. El Poema de Alfonso XI los presenta asistiendo a la coronación del Rey en Burgos, y hace una curiosa enumeración de los instrumentos que tocaban:

           Estas palabras desían
       Donsellas en sus cantares,
       Los estrumentos tannían
       Por las Huelgas los jograres.
           El laud yban tanniendo,
       Estormento falaguero,
       La vihuela tanniendo,
       El rabé con el salterio (sic) .
           La guitarra serranista,
       Estromento con rason,
       La exabeba morisca,
       Allá en medio canon.
           La gayta, que es sotil,
       Con que todos plaser han,
        [p. 29] Otros estromentos mil,
       La farpa de don Tristán, [1]
           Que da los puntos doblados,
       Con que falaga el loçano,
       Todos los enamorados
       En el tiempo del verano,
           Allí cuando vienen las flores
       E los árboles dan fruto:
       Los leales amadores
       Este tiempo preçian mucho.
           Assi como el mes de Mayo,
       Quando rysennor canta,
       Responde el papagayo
       De la muy fermosa planta,
           La calandra de otra parte
       Del muy fermoso rosal,
       El tordo que departe
        El amor que mucho val...
                                                (Coplas 406-413.)

El nombre del Arcipreste de Hita evoca las más risueñas imágenes de alegría poética, y algo epicúrea, a las cuales va naturalmente unido el recuerdo de los juglares. Juglares había en la mesa de D. Carnal; juglares en el triunfo con que D. Amor entró en Toledo:

           Estava don Carnal rica mente assentado,
       A messa mucho farta en un rico estrado,
       Delante sus juglares como ome onrrado;
       Dessas muchas vyandas era byen abastado.
                                                                (Copla 1.095.)

           Tronpas e añafiles salen con atanbales,
       Non fueron tyenpo ha plasenterías tales,
       Tan grandes alegrías nin atan comunales,
       De juglares van llenas cuestas e eriales.
                                                                 (Copla 1.234.)

Aquél parece haber sido el tiempo del esplendor de la juglaría y también el de sus mayores desmanes. La parte musical se había enriquecido y reforzado extraordinariamente, según lo [p. 30] comprueba el catálogo de instrumentos que trae el Arcipreste, donde se mezclan los de procedencia oriental con los latinos, franceses e italianos:

           Ally sale gritando la guitarra morisca,
       De las boses aguda, e de los puntos arisca,
       El corpudo laud que tyene punto a la trisca,
       La guitarra latyna con esos se aprisca:
           El rabé gritador, con la su alta nota,
       Cabél el orabyn taniendo la su rota,
       El salterio con ellos más alto que la mota,
       La vyuela de péndola con aquestos y sota:
            Medio caño e harpa con el rabé morisco,
       Entrellos alegrança el galipe francisco,
       La flauta dis con ellos, más alta que un risco,
       Con ella el tanborete, syn él non vale un prisco:
           La viuela de arco fas dulçes de vayladas,
       Adormiendo a veses, muy alto a las vegadas,
       Boses dulses, saborosas, claras e bien pyntadas,
       A las gentes alegra, todas las tyene pagadas;
           Dulce caño entero sal con el panderete,
       Con sonajas de asofar fasen dulçe sonete,
       Los organos y disen chançones e motete,
       La hadedura alvardana entrellos se entremete.
            Dulçema e axabeba, el fynchado albogon,
        Çinfonía e baldosa en esta fiesta son,
       El françes odreçillo con estos se conpon,
       La neçiacha manduria ally fase su son.
                                                                 (Coplas 1.228-1.233). [1]

Juntamente con esta variedad y riqueza de instrumentación había crecido y se había diversificado en gran manera la clase poética de los juglares, recibiendo diversos nombres según el género de canciones de que eran intérpretes, e incorporándose en ella gentes de casta y condición muy diversas. La juglaría era el modo de mendicidad más alegre y socorrido, y a ella se refugiaban lo mismo infelices lisiados que truhanes y chocarreros, estudientes noctámbulos, clérigos vagabundos y tabernarios (de los [p. 31] llamados en otras partes goliardos), [1] gran número de mujeres, especialmente judías y moras, que solían juntar el ejercicio de la música y de danza con otros menos honestos; y en general todos los desheredados de la naturaleza y de la fortuna que poseían alguna aptitud artística, y que gustaban de la vida al aire libre, o tenían que conformarse con ella por dura necesidad. No encontramos mencionados a los ciegos como cantores antes del Arcipreste de Hita, del cual todavía nos quedan dos cantigas que para ellos compuso en metro y estilo muy popular; pero es verosímil [p. 32] que entre nuestros primitivos rapsodas épicos, más de uno habría que por la privación de la vista recordase al más grande de los aedos clásicos. Semejantes a las canciones entonadas por los ciegos en demanda de limosna, eran las que servían a los escolares pobres para su postulación, si hemos de juzgar por otras dos que el mismo Arcipreste compuso y en su libro misceláneo conservó. También hay allí alguna muestra de trova cazurra. Pero se han perdido otras muchas que declara haber compuesto para varios fines, marcando al mismo tiempo, aunque no con suficiente claridad, a lo menos para nosotros, los instrumentos que convenían a cada género de canciones: [1]

           Después fis muchas cantigas de dança e troteras,
       Para judías e moras e para entenderas,
       Para en instrumentos de comunales maneras:
       El cantar que non sabes, oylo a cantaderas.
           Cantares fis algunos de los que disen los ciegos
       E para escolares que andan nocherniegos
       E para muchos otros por puertas andariegos,
        Caçurros e de bulrras non cabrían en dyes priegos.
           Para los instrumentos estar bien acordados,
       A cantigas algunas son más apropiados;
       De los que he provado aquí son señalados
       En quales quiér instrumentos vienen más assonados.
           Aravigo non quiere la viuela de arco,
       Çinfonía, guitarra non son de aqueste marco,
       Çitola, odrecillo non amar caguyl hallaço,
       Mas aman la taverna e sotar con bellaco.
           Albogues e mandurria caramillo e çampoña
       Non se pagan de aravigo quanto dellos Boloña...
                                                                        (Coplas 1.513-1.517.)

Obsérvese la importancia que había cobrado el oficio de las juglaresas, rara vez mencionadas hasta fines del siglo XIII, pues [p. 33] no recuerdo más citas que las del Apolonio y una ley de Partida. [1] En el libro del Arcipreste, por el contrario, se habla de ellas con frecuencia, y se las aplican diversos nombres. Llamábanse troteras y danzaderas, cantaderas y entenderas (leído antes de ahora entendederas), nombres de fácil interpretación, excepto el último, que parece que alude a adivinaciones, ensalmos y otras artes vedadas que solían emplearse en las tercerías amorosas. Cuando Trotaconventos, la mensajera del Arcipreste, quiere sacar de su seso a una honesta dueña,

           Encantóla de guisa que la envellenó,
       Dióle aquestas cantigas, la çinta le çiñó;
       En dándole la sortija, del ojo la guiñó...

El nombre de cantadera es casi siempre genérico, como en estos versos:

           Desque la cantadera dise el cantar primero,
       Siempre los pies le bullen, et mal para el pandero:
       Texedor et cantadera nunca tienen los pies quedos;
       En telar et en danzar siempre bullen los dedos;

[p. 34] pero alguna vez parece que lleva sentido supersticioso, como atribuyéndose a tales juglaresas la potestad de curar con ensalmos el mal de amores:

           Doña Endrina me mata, et non sus compañeras;
       
Ella sanar me puede, et non las cantaderas.

No eran, pues, inofensivas las artes que estas mujeres solían ejercer, ni podía esperarse otra cosa de oficio tan abatido y vida tan andariega. Ni es maravilla que un austero moralista de la época, el autor del Espéculo de legos, diga de ellas que «cantan a manera de la serena, la qual por dulçedumbre de cantar falaga a los marineros et después mátalos, por la vista, a manera de baselisco... Los cantares (añade), roban a las doncellas... mas estos robos vienen muchas vegadas por negligencia de los padres». [1]

Pero la verdad es que juglares y juglaresas, omes de atambor, saltadores y tromperos, continuaban en gran predicamento, no sólo en las plazas y en las tabernas, sino en la cámara real, donde recibían sueldo y acostamiento, y solía obsequiárseles con lienzos de Santomer, paño tinto, blanqueta, escanfort y otras telas de precio, para que se hicieran sayos y capirotes, pellotes y tabardos. Así lo declaran las cuentas del palacio del Rey Don Sancho IV (1294), donde constan [2] los nombres de muchos juglares, algunos de ellos judíos y moros, otros al parecer catalanes y provenzales. Yuzaf, Calé, Abdalla, Xatiní, Hamet, Mahomet el del añafil, Rexis el de la axabeba, un judío y su mujer que tocaban la rota alternan con Arnaldo, Johanet y Bernalt Catalán, con otros que parecen castellanos como Bernaldón, Álvaro, Johan Martínez, Calderón, Arias Páez y Johan Mateo el que adoba los atambores, y con varias juglaresas para cuyo servicio se destina un asno. En las coronaciones de los reyes, cuyo ceremonial data del tiempo de San Fernando, se hace mención a veces de doncellas que «sabien cantar et cantavan una cantiga et fazían sus trebejos»; pero dado el carácter solemnísimo de la ceremonia, es imposible que se trate de cantaderas y danzaderas de oficio, sino de doncellas honestas [p. 35] y principales. Los juglares y ministriles es cierto que intervenían en las coronaciones, pero meramente como músicos o recitantes de palabras ajenas, y era práctica constante darles ricas vestiduras de paños de oro. Tales costumbres florecieron todavía con mayor esplendidez en la corte de Aragón que en la de Castilla, como lo prueba, para citar un ejemplo clásico y famoso, el relato que Muntaner hace de la coronación de Alfonso IV en Zaragoza (1328) y de las diversas composiciones que el infante Don Pedro hizo recitar por los juglares En Romasset, En Comi y En Novellet. Pero de las copiosas noticias relativas a juglares catalanes prescindimos aquí, tanto por ser punto magistralmente tratado, [1] como por el carácter exclusivamente lírico y didáctico que la poesía de la Edad Media tuvo en Cataluña, donde hasta el nombre de cantar de gesta parece haber sido desconocido, puesto que Don Pedro IV el Ceremonioso, traduciendo en sus Ordenaciones de la casa real una ley de las Partidas en que se habla de ellos, los llama cantars de juntes. [2]

En Castilla, más apegada a la tradición, las narraciones poéticas de asunto nacional formaban todavía parte del repertorio de los juglares y de los ciegos en la segunda mitad del siglo XV, según inferimos de los versos de un ingenio semi-popular de entonces, el famoso ropero de Córdoba Antón de Montoro, motejando a su émulo Juan Poeta de recitador o «sermonario de obras ajenas».

           De arte de ciego juglar
       Que canta viejas fazañas,
       Que con un solo cantar
       Cala todas las Españas.

[p. 36] Pero es evidente que lo lírico iba sobreponiéndose a lo épico, y que muy pronto acabaría por ahogarlo. Los ultimos juglares recibían sus composiciones de manos de los trovadores de corte, y éstos no podían transmitir una inspiración que no sentían. Los poetas del Cancionero de Baena aparecen más de una vez en comercio íntimo con los juglares, pero ganaban poco en esta relación los unos y los otros. El trovador se avillanaba y el juglar se volvía pedante. Alfonso Álvarez de Villasandino había escrito versos para los juglares:

           Señor Ferrand Peres, en Villasandino
       Non se criaron grandes escolares,
       Magüer por ventura para los juglares
       Yo fise estribotes, trobando ladino.
                                                            (N. 546, del C. de B.)

El tipo extremo de la degradación del trovador en su contacto con las clases juglarescas nos le ofrece Garci Ferrández de Jerena, que llegó a renegar de la fe y se casó con una juglaresa mora, pensando que tenía gran tesoro, «pero después falló que non tenía nada», según dicen las rúbricas del mismo Cancionero. Los poetas de ínfima clase y humilde origen, aunque a veces de singular ingenio, como el Ropero, que se ejercitaban con preferencia en la poesía satírica y de burlas, tenían mucho de los juglares en sus costumbres sueltas y desvergonzadas, pero no eran ya cantores populares, sino parásitos de las mesas de los grandes, cuyo favor se disputaban con recíprocas dentelladas. A fines de aquella centuria, hasta el nombre de juglar se pierde, o queda sólo en significación deshonrosa.

Tornemos a los juglares épicos, únicos que ahora nos interesan. Por sus labios pasó sucesivamente la poesía heroica de los siglos XII y XIII, la ya degenerada del XIV y la fragmentaria del XV: tres momentos y formas que conviene distinguir y que muchas veces han sido involucrados, con manifiesta y lamentable confusión en la historia del género.

[p. 37] Ante todo la severidad del método exige abandonar de una vez para siempre, como ya lo han hecho todos los que tienen voto en estas materias, la anticuada hipótesis de las cantilenas épicas o cantos breves que sirviesen como de núcleo a los poemas largos. Aún respecto de la epopeya francesa, en que podían alegar mejores razones los partidarios de tal sistema, nadie admite ya que las grandes canciones de gesta se formasen por yuxtaposición o unión de cantos épico-líricos. La cuestión de los orígenes germánicos y latinos de dicha epopeya es cosa muy distinta. Aquí se trata sólo de la unidad orgánica de los poemas, algunos de los cuales se remontan al siglo XI, y esta unidad no puede negarse, sea cualquiera la influencia que en ellos haya podido ejercer una poesía precedente. En cuanto a Castilla, ni esta duda nos queda, no porque sea metafísicamente imposible la existencia de un género lírico-épico anterior a los cantares de gesta, sino porque no tenemos la más leve noticia ni el menor rastro de semejante poesía. Nada hay más antiguo en lengua castellana que un extenso poema narrativo, que no sólo muestra unidad de estilo y de autor, sino hábil y meditada composición en las tres partes de que al presente consta. Otro poema se ha salvado perteneciente a la extrema decadencia del género; pero con estar embutido en una compilación informe, y revuelto con elementos heterogéneos, todavía es patente la unidad de la leyenda de las mocedades de Rodrigo, tal como fué transcrita en la Crónica Rimada. El mismo sello tienen las prosificaciones [1] de la Crónica General y de sus derivadas, en lo tocante a Bernardo del Carpio, a Fernán González, a los infantes de Lara, al Maynete. A veces los compiladores fluctúan entre varias versiones, pero todas de la misma especie: hasta los rastros de la versificación asonantada sirven para probar que tenían a la vista cantares muy largos y naturalmente indivisos. Y esto en la epopeya primitiva lo mismo que en la degenerada, a la cual pertenecen el Rodrigo y un fragmento de Los Infantes de Lara. Por otra parte, nada más ajeno de la manera y rápida ardiente de la poesía lírica, que la marcha lenta, pausada y como [p. 38] perezosa de estas largas composiciones narrativas, casi históricas por su índole, por la ausencia de elementos fantásticos, por la plena y franca objetividad y por la riqueza no buscada de pormenores característicos. Es evidente que la epopeya castellana, como la francesa, nunca tuvo más forma que la de narración directa en un metro adecuado a ella por su misma extensión y holgura. Narración larga y metro largo también es lo que nos ofrece la poesía épica en todas partes. El ritmo está subordinado al interés de la narración, y es el más sencillo, el más vago, el más próximo al sermón vulgar.

Esta poesía en su más remoto origen, pudo y debió ser compuesta por cualquier hombre de viva imaginación, fácil palabra e instinto musical que hubiese sido testigo de un hecho grande o que por tradición oral lo supiera. La propensión narrativa es común a todo el género humano, y lo es también el placer que las narraciones causan y la facilidad con que se retiene lo substancial de ellas, al paso que se alteran los pormenores, según la memoria y entendimiento de cada uno de los que repiten la historia: de donde nace la variante, que el principio de evolución interna en toda poesía tradicional. Apenas hay dos personas que repitan exactamente una misma canción, sobre todo si la canción es larga. Pero contra el proceso de la variante, que en la poesía oral puramente subjetiva o de contenido novelesco llega a la descomposición y al atomismo, hay en la épica, no sólo el freno de la escritura, que rara vez ha dejado de aplicarse más o menos tardíamente a las vastas composiciones épico-históricas, recomendadas a la veneración de los pueblos por su objeto mismo, sino el freno del metro más o menos regular, de la rima perfecta o imperfecta, en que el narrador busca instintivamente apoyo y refuerzo, y en que también le encuentra la memoria de sus oyentes, ayudada por la monótona repetición de fáciles cadencias. De este modo subsiste el cuadro épico, aunque alguna vez se dilaten sus términos por anexión de nuevos cantos relativos al mismo héroe, y otras veces se estrechen, por haber cobrado cierto género de autonomía los que antes eran meros episodios.

De todo ello hay abundantes y variados ejemplos en la riquísima literatura épica de la Francia del Norte, y los habría también en la de Castilla si el hado adverso no se hubiese encarnizado tanto [p. 39] con sus primitivos monumentos, de cuya pérdida casi total dudo que haya sido compensación suficiente, aunque en el puro concepto de arte, y también en el de nacionalidad, lo parezca, el haberse prolongado aquí la vida épica cuando en todas las literaturas se extinguía, y el haber gozado nosotros en los romances primero, y después en el teatro histórico, una puesta de sol tan espléndida como no la ha alcanzado ningún pueblo en su carrera triunfal.

La causa principal y más obvia de la pérdida de casi todos nuestros cantares de gesta fué que la mayor parte de ellos no llegaron a escribirse. Por tenaz que fuese la memoria de los juglares, no podía conservarlos mucho tiempo en su estado primitivo, y era forzoso que se olvidasen cuando ya habían dejado de cantarse y cuando la moda los había sustituído con otros nuevos. A la feliz casualidad de haber sido copiado en el siglo XIV debemos la conservación del Poema del Cid, que indisputablemente es del XII. Ni hemos de maravillarnos de que una narración de menos de cuatro mil versos resistiese tanto, cuando vemos que por transmisión oral se conservaron las epopeyas homéricas; y sin ir tan lejos, el tipo del gran poeta épico que no sabía leer ni escribir se encuentra en plena Edad Media en el grande y excelso cantor alemán Wolfram de Eschenbach. Pero es claro que si el Parcival, que consta de veinticuatro mil versos, no hubiera sido escrito muy pronto, aunque no lo fuese por su autor, careceriamos hoy de aquella joya de inspiración mística y caballeresca, porque la memoria humana, aunque sea capaz de prodigios en las edades primitivas y semibárbaras, tiene límites que le es imposible traspasar, y además unos cantos entierran a otros, y en materia épica no suelen ser los mejores los más recientes.

El uso que de los cantares de gesta se hizo como documentos históricos en nuestras Crónicas generales de los diglos XIII y XIV, fué beneficioso en cuanto salvó su contenido y algunos fragmentos; pero indirectamente vino a ser otra causa de ruina para la literatura poética, porque refundida e incorporada en la histórica, se dió mucha más importancia a ésta que a aquélla, y al paso que las crónicas seguían copiándose y rehaciéndose de mil modos, y formaban parte de todas las bibliotecas señoriales y monásticas, los códices, pocos o muchos, que existieran de los poemas, caían en desuso y abandono, y nadie se cuidaba de consignar por [p. 40] escrito las narraciones poéticas que todavía no lo estuviesen (y serían las más sin duda alguna), dándose por satisfechos con el extracto en prosa. Todo el lujo de la caligrafía y de la ornamentación se reservaba para las colecciones de versos líricos llamadas Cancioneros y de este género sí que hubo abundancia en los siglos XIV y XV, preciosa para el arqueólogo, y estéril muchas veces para el desinteresado amador de la poesía, que sólo por excepción la  encuentra en tales libros.

Este mismo aprecio y favor cortesano que logró la escuela de los trovadores así en Galicia y Portugal como en Castilla, perjudicó a la poesía narrativa, y no sólo a la popular y juglaresca, sino a la erudita. Los mismos mesteres de clerezía se copiaron poco, no parece que fuesen muy leídos, y el mayor poeta de la Edad Media, el genial y regocijado Arcipreste de Hita, no sabemos que tuviera ni entre sus coetáneos, ni en la generación siguiente, la fama y el prestigio que alcanzaron luego tantos versificadores adocenados o pedantescos en la corte literaria de los Trastamaras.

Pero aunque todas estas causas contribuyeran a la desaparición de los cantares de gesta, no por eso hemos de creer que en ningún tiempo fuese grande su número. Por razones históricas, que varias veces ha apuntado sagazmente la crítica, y de las cuales hemos de hacernos cargo más adelante, nunca tuvo la epopeya castellana el prolífico desarrollo que la francesa. Su mismo carácter histórico y realista se oponía a ello. Los temas épicos eran pocos, las variantes no substanciales y muy limitado el campo en que la imaginación podía explayarse. Aun los juglares de decadencia innovan tímidamente y con mucha cautela. Así romances muy tardíos han podido pasar por eco genuino de los antiguos tiempos, y tomada en conjunto, no hay poesía que haya sido tan fiel a sus orígenes. Nunca su fuerza serena y constante se disipó en los devaneos de la fantasía, pero tuvo los defectos de sus cualidades y se tornó muchas veces seca y rígida, no por ausencia de ideal, sino por concretarle demasiado. La historia fué su pauta, y hasta lo inventado se confundió con lo histórico.

Comparadas entre sí las diversas crónicas que dan el resumen de los cantares, y comparados también los romances viejos que de las crónicas o de los cantares proceden, se ven reaparecer [p. 41] siempre los mismos ciclos y tratados de muy semejante manera. Bernardo del Carpio y Fernán González, los Infantes de Lara y el Cid, son los héroes obligados, son casi los únicos de este carmen necessarium de nuestros padres. Cuando en algo se acrecienta el número de las leyendas, es porque pasan a ser cantadas algunas que primitivamente no lo eran, y que habían entrado en la historia por vía erudita como las relativas a Don Rodrigo y a la pérdida de España.

Al mismo tiempo que los temas de historia nacional, se cantaron los de la leyenda carolingia, tan enlazada con las nuestras, primero en poemas como el de Maynete, y luego en romances  juglarescos muy españolizados ya, y en otros más rápidos y animados que son como la quinta esencia y la impresión lírica de una canción de gesta.

Hasta aquí hemos considerado el fondo primitivo de lo que con impropiedad se llama Romancero castellano. Pero no todo su caudal procede de estas fuentes. Cuando el romance se emancipó definitivamente a fines del siglo XIV o principios del XV; cuando de las antiguas gestas en descomposición brotó un enjambre de espíritus alados y con ellos una nueva primavera poética, el pueblo castellano no había perdido aún la inspiración narrativa, aunque no la manifestase ya en poemas de tanto aliento ni de tan universal interés como los antiguos. Fué cantada, pues, la realidad contemporánea, pero de un modo anecdótico y en romances sueltos. La nueva poesía tuvo sus preferencias como las había tenido la antigua, olvidó a los mejores reyes en obsequio de un tirano popular y siniestro, antepuso a los grandes triunfos las escaramuzas heroicas, y puede decirse que concentró sus fuerzas en dos ciclos, el del rey Don Pedro y el de los romances fronterizos, espléndida corona de nuestra musa popular, que en ellos se mostró a un tiempo espontánea y artística, enriquecida con todos los progresos de la poesía culta y libre de todos sus amaneramientos, clásica, en fin, si se la compara con la de los rudos e inexpertos cantores de otros tiempos.

Aunque no estimemos más de lo justo la lírica cortesana del tiempo de Don Juan II y de los Reyes Católicos, todavía hemos de reconocer que la habilidad técnica de estos poetas (superiores algunos de ellos a su obra) debió de influir en esta nueva y [p. 42] última fase de la poesía narrativa; y para mí no es dudoso que algunos de los mejores romances del siglo XV fueron compuestos, no por gente lega e iliterata, sino por trovadores famosos que en alguna hora feliz acertaron a olvidarse de sus viciosas prácticas de escuela, y confundiéndose entre el vulgo delos juglares anónimos, lograron en premio de su humildad el don de la belleza poética que hasta entonces les había sido negado. Este origen me parece visible, sobre todo, en los romances que tratan de asuntos de la Tabla Redonda (que nunca fué popular en España fuera de los cenáculos poéticos) y en algunos de los novelescos y caballerescos sueltos, que suelen ser lindísimos.

Esta sección, más que otra alguna del Romancero, ofrece semejanzas con la poesía tradicional de otros pueblos, y no hay duda que muchos de sus argumentos pertenecen al fondo común de la canción popular del Mediodía de Europa, emparentada a su vez con la del Norte y con la de pueblos no europeos. Es, pues, más humana que privativamente española; pero aun así tienen nuestras versiones el singular valor de haber sido recogidas mucho antes que las de ninguna otra lengua, y conservar, por consiguiente, un tipo más puro, menos sospechoso de aliño literario, y también menos enturbiado por la decadencia gradual del instinto poético en las muchedumbres. Están igualmente distantes del artificio y de la grosería, y éste es uno de sus mayores encantos.

Este género de romances, lo mismo que los fronterizos y los históricos sueltos, nunca han tenido otra forma que la de canciones breves y enteramente desligadas; y bien puede afirmarse que ninguno de ellos es anterior al siglo XV, no sólo en cuanto a su estado actual, sino en cuanto a su composición primitiva. Algunos han salido de novelas en prosa, otros de consejas o tradiciones no cantadas: los hay de carácter profundamente lírico, y éstos pueden haber brotado de la fantasía individual. En otros se advierte la transformación de lo histórico en novelesco, borrando las circunstancias de lugar y tiempo, y dando más realce a la parte afectiva que a la heroica. No falta algún ejemplo de poético y misterioso simbolismo. Todos estos refinamientos, toda esta variedad de recursos y temas, juntamente con la aspiración a la poesía sentimental dentro del molde de la canción narrativa, anuncian ya un arte muy maduro, que sólo pudo florecer en las [p. 43] postrimerías de la Edad Media y en los albores de nuestro Siglo de Oro. Por el primor y la brillantez de la ejecución, estos romances del último tiempo son los más agradables, pero carecen del hondo espíritu nacional y de la grandeza sencilla y ruda de los antiguos. La novela fué siempre una degeneración de la epopeya.

Los romances novelescos, precisamente por ser los más modernos, son casi los únicos que en la tradición oral se conservan más o menos estragados. No se puede decir que el pueblo haya olvidado enteramente los históricos, puesto que en Asturias, en el Algarbe, en la Isla de la Madera y en otras partes se han recogido algunos muy curiosos del rey Don Rodrigo, de Bernardo, de Fernán González, del Cid, del rey Don Pedro y de otros personajes y ciclos, pero aun éstos se presentan anovelados, y cuesta algún trabajo reconocerlos, porque a veces ha desaparecido hasta el nombre del protagonista, alterándose además el contenido de la leyenda. En cambio, la tradición oral conserva buen número de romances novelescos y caballerescos positivamente viejos (es decir, del siglo XV o primera mitad del XVI) que no se encuentran ni en el Cancionero de romances, ni en la Silva, ni en los pliegos sueltos góticos anteriores a 1550. Conserva también algunos romances religiosos, que no parecen muy antiguos y que a veces son transformación o imitación de otros profanos.

Es, pues, la tradición oral (viva aún en varias regiones de la Península, especialmente en Asturias, Portugal y Cataluña, y aun entre los judíos españoles de Levante) un importante suplemento de la tradición escrita, pero no ha de exagerarse su valor ni su pureza. Harto hizo con resistir por tres centurias, no ya al desdén de los ingenios cultos, que la ignoraban más que la desdeñaban, sino al abandono del pueblo mismo, que la dejó casi entregada a las mujeres y a los niños, y buscó grosero pasto en los romances vulgares que difundían los ciegos, infelices sucesores de los juglares primitivos. De esta literatura de cordel, que malamente confunden algunos con la popular, y que fué su mayor enemiga por lo mismo que en parte nacía de ella y era su corrupción y su parodia, no nos incumbe tratar aquí, como tampoco de los romances eruditos del siglo XVI, que son meras versificaciones de crónicas; ni de los pulidos y elegantes romances artísticos del [p. 44] siglo XVII, en que probaron sus fuerzas nuestros mayores poetas: Lope de Vega, Góngora, Quevedo. En sus manos el romance no era ya un género, sino un metro, y hasta su técnica prosódica difiere de la del romance épico, que ahora solicita nuestra exclusiva consideración.

Hemos dicho que en su parte más antigua y venerable, en la canción histórica, que hace a nuestra poesía popular privilegiada entre todas, nuestros romances descienden de las antiguas gestas ya por línea recta, ya por la línea transversal de las crónicas. Pero esa misma poesía de los cantares de gesta, ¿qué origen tuvo, qué vicisitudes atravesó? ¿Fué creación espontánea del pueblo castellano de la Reconquista, o surgió como heredera de otra poesía que en España o fuera de España hubiese existido con análogos caracteres? Cuestiones arduas son éstas, quizás insolubles todavía, y que imponen al crítico la mayor circunspección, antes de lanzarse a pronunciar un fallo que nuevos descubrimientos pueden invalidar mañana. Diré lealmente lo que pienso sobre cada una de las hipótesis einitidas.

Con erudición ingeniosa, pero algo aventurera y temeraria, se han buscado antecedentes de nuestra poesía popular en las raras indicaciones que los antiguos consignan acerca de cantos y tradiciones de las primitivas razas de la Península. Que los Turdetanos tuviesen versos de seis mil años de antigüedad, según apunta Strabón; que los galaicos ululasen canciones bárbaras en su patria lengua, según el texto tan traído y llevado de Silio Itálico; que los lusitanos entrasen en las batallas haciendo resonar un pean o himno guerrero, como testifica Diodoro de Sicilia; que en las exequias de Viriato entonaron un epinicio sus compañeros de armas, tejiendo cierta especie de danza fúnebre en torno de la altísima pira que consumía su cuerpo (preciosa narración que debemos a Apiano); que los cántabros clavados en la cruz desafiasen la saña de sus vencedores entonando todavía himnos de guerra (rasgo de heroísmo sobrehumano que con asombro refiere el geógrafo del Ponto), son noticias ciertamente de gran valor, pero que sólo sirven para comprobar un hecho que aun sin ellas podía darse por supuesto, es decir, la existencia del canto heroico y de la danza bélica entre los aborígenes de España, como en todas las razas y gentes bárbaras y primitivas. Pero no teniendo, como [p. 45] no tenemos, ninguna muestra de esos himnos recitados entre el golpear de los broqueles y el furor del combate,

                       ritu jam moris Iberi,
       Carmina pulsata fundentem barbara cetra.
                                                             (Silio Ital. X, 230.)

y habiendo desaparecido de la haz de la tierra, no ya los pueblos que los cantaron, sino las lenguas en que pudieron ser compuestos (salvo una sola que, como es sabido, carece de monumentos literarios), ¿quién puede atreverse a conjeturar lo que fué esa poesía, ahogada por la conquista romana, y cuyos últimos vestigios hubieron de desaparecer con el Cristianismo, o perseverar tan sólo en forma de oscuras supersticiones? A pesar de loables y bien encaminados esfuerzos, tanto más dignos de alabanza cuanto es menor la base de conocimiento positivo, todavía es un problema casi todo lo que atañe a la organización religiosa y social de las tribus iberas. ¡Cuánto más ha de serlo lo relativo a la lingüística y a la cultura poética! Ni podemos vencer la dificultad con aplicar a nuestras gentes lo que se cuenta de otras vecinas o afines, entendiendo, por ejemplo, de los celtas españoles lo que sólo cuadra a los galos e irlandeses, pues así como no puede probarse la existencia del druidismo en España, tampoco hay fundamento para admitir aquí la existencia de bardos ni de ningún otro género de colegio poético, del cual por derivación remota pudieran proceder los juglares y cantores épicos de los tiempos medios. [1] Contentémonos, pues, con saber que los progenitores de los españoles cantaban, y cantaban por lo general cosas heroicas, aunque tampoco careciesen de poesía didáctica y gnómica, pues hasta las leyes las tenían en verso. Si alguna reliquia de estos cantos proto-históricos puede rastrearse, estará, acaso, no en las palabras ni en los sones que se han extinguido hace mucho [p. 46] siglos, sino en los acompasados movimientos de ciertas danzas de carácter muy arcaico, como la llamada prima en Asturias, que sirven hoy para acompañar a los romances y otros géneros populares, pero que pueden ser vestigio de costumbres mucho más antiguas, y a ello se inclinan los críticos más severos. Lo que tampoco puede negarse es que en la primitiva historia de España se disciernen ciertas ideas, afectos e impulsos, que andando el tiempo retoñan en la poesía heroica de los siglos medios, de la misma suerte que algunas instituciones y costumbres que parecían muertas o aletargadas bajo el imperio de la ley romana y de la prematura y artificial civilización hispano-visigótica, surgen de nuevo en la era de la Reconquista, y contribuyen a elaborar un Derecho popular y consuetudinario. Y puesto que sólo de canciones y gestas épicas tratamos ahora, no será aventurado suponer que es de origen ibérico, aun más que clásico, la superstición de los agüeros, uno de los pocos elementos maravillosos que en nuestra literatura épica pueden encontrarse. Ni irá fuera de camino quien busque en fuente tan remota los gérmenes de la organización armada de la clientela sustituída a la tribu o a la gente, de los vínculos de hospitalidad, de la adhesión inquebrantable a la persona del jefe, y de otras cosas menos nobles, como la vindicta privada y el desafío jurídico. Episodios hay en la historia de la España ante-romana, por ejemplo, el duelo de Corbis y Orsua en Cartagena, delante de Scipión; o los sangrientos funerales de Viriato; o la desesperada resolución de los numantinos, que son épicos en sí mismos, y que si no fueron cantados, merecieron serlo. [1] Pero si las narraciones de la Edad Media sugieren [p. 47] a veces el recuerdo de estas otras tan lejanas, no es por comunidad del tema ni por ningún género de filiación visible y exterior, sino por el misterioso vínculo de la sangre y del suelo, y quizá por cierta regresión al estado primitivo traída por las condiciones de la Reconquista.

La poesía latina popular y la poesía eclesiástica de los himnos sólo se enlazan con nuestro estudio en lo que concierne a los orígenes del metro y de la rima, punto capitalísimo que hemos de examinar más adelante. Pero el carácter lírico de estos himnos, su inspiración religiosa y peculiar destino, su origen culto y sabio, impiden establecer ningún género de relación íntima entre ellos y las gestas heroicas, que son poesía pura y francamente narrativa de hazañas guerreras, nacida entre el fragor de los combates, y compuesta por gente lega y profana. La rica poesía del Himnario latino-visigodo se asoció a todas las circunstancias de la vida pública: hubo himnos para la consagración del Rey y para el aniversario de su natalicio (In ordinatione Regis.In natalitio Regis), y hubo alguno de carácter tan belicoso como el de profectione exercitus, pero todo ello dentro del cauce de la poesía  litúrgica, con formas métricas de origen clásico, y sin más reminiscencias que las de los sagrados libros. En algún sentido, no obstante, puede calificarse de popular esta poesía, pues aunque escrita por los doctos se dirigía al pueblo, y el pueblo la entonaba juntamente con el clero, viniendo a tener en ella la misma escasa intervención que tuvo en los Concilios y que solía expresarse con esta fórmula: ab universo clero vel populo dictum est. Y no hay duda que un fervor heroico y patriótico, a la par que religioso, debía henchir el alma de los que repetían en coro estrofas como éstas:

           Hostiles acies telaque bellica,
       Quae frustra mimitat turba satellitum
       In necem populi tendere acrius,
                Everte, Deus, funditus.
       ..............................................................
           Nostrorum gemitus aspice Principum,
       vulgi funerea murmura contuens;
       Ex justo iugulo deseca emulos,
                Tu, Regum pater omnium.
       .................................................................
            [p. 48] Defende populum vindice dextera,
       Quem sacro pretio sanguinis emptus est:
       Hac vero lavacri gurgite abluens,
                Tot sacras tibi milites.
       Victricem tribue, Christe, de hostibus
       Palmam Christicolis coelitus regibus...
           Nunc coepta peragant gressibus prosperis;
       Cum pace redeant sedibus propriis,
       Pactumque recinant hymnum in aetheris
                Huiusce tibi vocibus. [1]

No intervenía el pueblo en la elaboración de los himnos, pero sí en su ejecución, formando el coro: multitudo canentium... incerto numero... sine ullo discrimine, hecho por sí sólo de notable importancia y que puede afirmarse sobre el testimonio del Gran Doctor de las Espanas. [2] Tenía, además, el pueblo hispano-visigótico cierta casta de poesía vulgar profana, pero de ella hay que decir, con San Eugenio de Toledo: (V. Ad. 1).

       Cantica vulgus habet; nos tamen ipsa latent.

Si eran ya latentes esos cantos para un obispo del siglo VII, imagínese cuánto han de serlo para nosotros. No es aventurado suponer que entre ellos deban contarse aquellas lascivas cantilenas que solía entonar en los convites el degradado presbítero Justo, especie de juglar eclesiástico cuya semblanza nos ha trazado San Valerio. [3] Y noticias, bien poco explícitas, consignadas ya por los Padres de la Iglesia visigoda, ya en las actas de los Concilios nos dejan entrever la existencia de trenos o elegías funerales, de epitalamios, y de canciones de saltación o danza, cuyo torpe estrépito profanó más de una vez los templos, turbando la solemnidad de los divinos oficios. [4] Pero todas estas y otras vagas [p. 49] indicaciones que por ajenas de mi asunto omito, se refieren únicamente a la poesía lírica, sin que haya el más leve indicio que permita conjeturar la existencia de cantos épicos.

Y, sin embargo, raya en lo inverosímil que siendo germánicos los orígenes de la epopeya moderna, como hoy reconoce unánimemente la critica, [1] y viéndose clara esta filiación en las gestas francesas, tan análogas a las nuestras, carezca de tales precedentes la epopeya castellana, y brote, como por ensalmo, en un período ya tardío de la Reconquista, como proles sine matre creata. No ha de admitirse de ligero que los visigodos fuesen excepción entre las demás poblaciones bárbaras. [2] Rudimentos de epopeya tenían en sus antiguas tradiciones consignadas a título de [p. 50] historia por Jornandes. Es cierto que a España llegaron los godos muy romanizados, y que quizá las traían ya olvidadas o aquí acabarían de olvidarlas, sobre todo después de su conversión religiosa, seguida del predominio del pueblo vencido y de la rápida fusión de las dos razas dentro del molde de la cultura latino-eclesiástica. Pero su misma historia en nuestra Península, tan llena de trágicos sucesos, parece que debía ofrecer bajo la pluma de los cronistas algo de aquella animación y vida poética que se siente en los relatos de Gregorio de Tours y de Fredegario, a los cuales muchas veces parece que falta sólo el metro para ser rapsodias de una epopeya merovingia. Todo lo contrario sucede con nuestros escasos y brevísimos analistas de dicho tiempo: pocas cosas igualan en sequedad a los cronicones del Biclarense, de San Isidoro y de sus continuadores: los acaecimientos de más monta están contados a medias palabras, sin nada episódico, sin un detalle pintoresco: sólo la pomposa retórica de San Julián viene a interrumpir algo esta monotonía con su historia panegírica de Wamba, donde se trasluce la intención de presentar los hechos con cierta disposición artística, dilatando y amplificando la narración con descripciones y arengas; pero estos procedimientos, imitados de la historia clásica, nada tienen que ver con la epopeya que buscamos. Y, sin embargo, a la existencia de este libro, único de su género en la literatura hispano-visigótica, debió probablemente Wamba un rudimento de leyenda, que sólo él tiene entre los reyes godos anteriores a Don Rodrigo, y que sale un poco del severo cuadro oficial y hierático en que hoy contemplamos las figuras de aquellos monarcas. Esta leyenda fué muy tardía, y nada popular en su formación, aunque algo influyese en ella el prestigio tradicional que en los días subsiguientes a la pérdida de España debía de realzar todavía el nombre del valeroso soldado que intentó detener con mano fuerte la decadencia militar de su pueblo, y ahogó los gérmenes de insurrección en la Galia Narbonense, y desbarató la primera expedición de los árabes abrasando sus bajeles. Si al recuerdo de su espléndida victoria de Nimes y de las demás hazañas suyas, últimas de que la monarquía toledana pudo gloriarse, y que tanto contrastaban con los desastres posteriores, se añaden las singulares circunstancias de su elección, su resistencia a aceptar la corona, que fué preciso [p. 51] vencer con amenazas de muerte, y finalmente, el modo no menos peregrino con que descendió del solio por la traición de Ervigio, se verá que en la historia misma estaban dados los elementos de la leyenda, como generalmente sucede. Los autores de los cronicones asturianos conocieron y aprovecharon la historia escrita por San Julián. D. Lucas de Tuy la intercaló en su Chronicon Mundi, alterándola a su modo, con supresiones e interpolaciones que en gran parte desnaturalizan el texto genuino, pero sin rastro alguno de las fábulas posteriores. Los únicos pormenores de carácter maravilloso que tanto el Tudense como el arzobispo D. Rodrigo consignan, estaban ya en el libro de San Julián: aquel «vapor de humo a modo de columna» que se levantó sobre la cabeza del Rey en el momento en que era ungido, y la abeja que voló hacia arriba y fué tenida por feliz pronóstico de su destino. El gran documento apócrifo que D. Lucas trae y D. Rodrigo omite, la falsa división de obispados atribuída a Wamba en un supuesto Concilio, pertenece a otro género de ficciones interesadas, y fué fraguado en el siglo XII (quizá valiéndose de fragmentos geográficos antiguos), por el obispo de Oviedo D. Pelayo, gran corruptor de los primitivos monumentos de nuestra historia.

Los redactores de la Crónica General, que alardeaban de seguir con predilección «las historias aprobadas que los sabios antiguos escribieron» copiaron a D. Rodrigo y a D. Lucas, sin omitir la famosa ithación de Wamba, pero sin dar el menor indicio de que en el siglo XIII existieran tradiciones poéticas acerca de este Rey. El primer autor en quien las he visto y seguramente el que las popularizó más, fué el arcipreste de Santibáñez, Diego Rodríguez de Almela, capellán y cronista de los Reyes Católicos, en la agradable colección de anécdotas históricas que ordenó con el título de Valerio de las Historias Escolásticas y de España, a imitación de los dichos y hechos memorables de Valerio Máximo. [1] Allí [p. 52] apareció, pues, la leyenda de Wamba, que bien muestra haber sido compaginada a retazos. La embajada de los Godos al Papa es idea tomada del preámbulo del apócrifo Fuero de Sobrarbe: la elección de Wamba, a quien encontraron arando con sus bueyes, recuerda la de Saúl en el libro I de los Reyes, cuando andaba buscando las borricas de su padre; y finalmente, la vara florecida del electo es trasunto de la de Aarón y de la de San José. Todo indica el origen monacal y erudito de esta invención. No hubo ni podía haber romances viejos sobre este argumento. Pero en la Rosa gentil de Juan de Timoneda (1573) se halla uno que puede muy bien pertenecer al mismo recopilador, y que casi es una mera versificación del texto del Valerio: (V . Ad. 3).

       En el tiempo de los Godos—que en Castilla rey no había...

De intento nos hemos detenido (aun a riesgo de caer en digresión impertinente) en estas ficciones tan desvariadas y tardías, para evitar el peligro de que se las tome, como ya ha pasado, por eco legítimo de la musa popular: cautela que hemos de tener con otras muchas. Nuestra poesía épica nada supo de la España visigoda: puede decirse que hubo en este punto una total solución de continuidad. Ni la trágica historia de Ataulfo y Gala Placidia, asunto de modernas composiciones dramáticas, ni el estupendo combate de los campos cataláunicos, en que el rey Teodoredo compró con la vida la victoria sobre Atila, [1] ni los triunfos del duque Claudio sobre los francos, ni lo que parece más singular, el alzamiento de los Católicos de la Bética contra Leovigildo y el [p. 53] martirio del rey de Sevilla, ni episodio alguno, en suma, de aquel fundamental período de los anales patrios, consta que hayan sido cantados jamás. De ellos puede decirse lo que Horacio de los héroes que vivieron antes de Agamenón: «Carent quia vate sacro». Las únicas leyendas que la España visigoda nos ha transmitido son leyendas piadosas, como las que se contienen en las vidas de los Padres Emeritenses, o la de la descensión de la Virgen a la basílica de Toledo para premiar el elocuente celo de San Ildefonso, o las místicas y suaves visiones del ermitaño del Vierzo San Valerio. La España monástica y episcopal de aquellos tiempos nos es bien conocida en sus principales rasgos: la luz que irradiaban sus Concilios y sus escuelas es la única que alumbra aquellas tinieblas: de la España gótica guerrera y semibárbara nada sabemos más que los hechos escuetos y desnudos: combates, asolamientos, fieras venganzas, catástrofes de reyes y de pueblos, cuyo sentido apenas se adivina, cuyas causas apenas se traslucen. La Iglesia asume no sólo la dirección moral y jurídica, sino la representación de aquel pueblo ante La historia.

Basta esta razón para explicar cómo los gérmenes épicos que existían entre la gente visigoda no menos que en los restantes pueblos de estirpe germánica, permanecieron latentes mientras aquel pueblo fué dominado y avasallado por la superior cultura de los hispano-latinos, que súbitamente y como por encanto le hizo subir a un grado de civilización no alcanzado por ninguna otra de las tribus invasoras que se repartieron los despojos del imperio romano. Pero cuando esta civilización, que algo tenía de artificial y sobrepuesta, pareció hundirse con la misma rapidez con que había subidó a la cumbre, hubieron de retoñar los antiguos instintos individualistas y guerreros, y a la vez que renacía en las almas el furor bélico, tan amortiguado en las postrimerías del reino gótico, y se creaban nuevas condiciones de vida social adecuadas a la defensa común y a la recuperación del territorio perdido, brotó también el escondido manantial del canto heroico, ora yaciese en las almas de los antiguos iberos domeñados por Roma, ora en las de los conquistadores septentrionales, ora le tuviesen unos y otros.

Antojo erudito, o más bien paradoja brillante e ingeniosa, ha sido el buscar las primeras manifestaciones de esta nueva [p. 54] inspiración en la prosa rimada del que podemos llamar el último de los cronicones visigodos, aunque escrito cuarenta y tres años después de la conquista arábiga: en el famoso cronicón muzárabe, dicho vulgarmente del Pacense, y que suelen designar los escritores modernos con los nombres de el anónimo de Córdoba, el anónimo de Toledo y otros varios. El autor de este importantísimo y casi solitario documento histórico usó, no en tal o cual pasaje de él, sino de un modo sistemático y que sólo prueba su mal gusto, una forma retórica muy grata a los escritores de decadencia y harto familiar a los Padres de la Iglesia africana y de la española: la repetición de desinencias iguales o parecidas en series más o menos largas, resultando, con frecuencia, de este plan simétrico, versos de diferentes medidas. Pero como todo el Cronicón está escrito de este modo, según gráficamente puede verse en la edición del P. Tailhan, [1] no hay que suponer empleo de textos poéticos en tal o cual pasaje donde aparecen acumulados mayor número de consonantes o asonantes, y donde suprimiendo alguna palabra o introduciendo otra resultan líneas que pueden pasar por informes versos de romance, o más bien de cantar de gesta. Tal acontece con el episodio, muy novelesco en sí mismo, de Munuza y Lampegia, la desgraciada hija del duque Eudón de Aquitania:

           Expeditionem proelii agitans Abdirrama supra memoratus,
       
Rebellem immisericorditer insequitur conturbatum,
       
Nempe ubi in Cerritanensem oppidum
       
Reperitur vallatus,
       
Obsidione oppressus et aliquandiu infra muratus,
       
Iudicio Dei, statim in fugam prosiliens cadit exauctoratus
       ........................................................................................................

Pero con todo el respeto debido a la memoria del insigne erudito que alegó este ejemplo, hay que reconocer que su argumentación es de las que en fuerza de probar demasiado no prueban nada, puesto que de admitirla habría que suponer que el Pacense había tomado de cantos populares hasta las fechas de su crónica, cosa [p. 55] que nadie admitirá de seguro. Si en este pasaje aparecen más seguidas las terminaciones en atus, es porque su grande abundancia convidaba la pluma del historiador a multiplicarlas.

Por otros rumbos habría que buscar la poesía épica de los visigodos, si alguna vez se emprendiese esta investigación con rigor científico. Quizá en la primitiva poesía escandinava, quizá en la epopeya germánica y en la francesa, se encuentre un día, si no la clave del enigma, a lo menos algún rayo de luz que nos permita entrever lo que hoy por hoy no es más que una región nebulosa e incógnita. El punto de partida será siempre aquel famoso texto de Jornandes (que escribía en el siglo VI) aplicable por igual a visigodos y ostrogodos: «cantu maiorum facta modulationibus citharisque canebant». Vestigios de esos cantos heroicos quedan en la narración del mismo historiador (y serían mayores sin duda en las Historias Góticas de Casiodoro, que Jornandes, según declara, no hizo más que extractar), el cual expresamente nos dice que en ellos se referían el origen de las dos familias reales, los Balthos y los Amalos, y las hazañas de los héroes indígenas Ethespamara, Hanala, Fridigerno, Vitiges y otros, comparables con los más célebres de la antigüedad clásica. [1] Una de estas tradiciones, consignada por Jornandes, y que se refiere a la venganza que los dos hermanos de la descuartizada Svanibilda tomaron del rey godo Hermanrico, que la había mandado atar a dos potros salvajes, reaparece con todos sus caracteres épicos en un fragmento del Edda de Saemund (Handismal), que pudiera titularse «la venganza de Gudruna». [2]

[p. 56] No será aventurado suponer que esta vena épica de sus progenitores no se extinguió entre los visigodos de España tan completamente [1] como pudiera creerse por la sola inspección de la literatura eclesiástica, obra exclusivamente de hispano-romanos, a los cuales rara vez se añadió algún godo romanizado como Sisebuto y Bulgarano. Hay un héroe, por lo menos, de nuestra tierra o de tierra muy vecina a ella y sujeta al cetro gótico, que ha dejado hondo rastro en la poesía septentrional, y que mereció la honra de ser cantado en un poema latino del siglo X, memorable por muchos conceptos, y cuyo origen germánico es indudable. Me refiero al llamado Walter de España o Walter de Aquitania, que no sólo es héroe del poema de su nombre, sino que figura en la Wilkina Saga, en el poema alemán Biterolf de España (Biterolf und Dietlieb), en crónicas italianas y hasta polacas, y suena en los propios Nibelungen, donde se alude al hecho capital del poema latino: la fuga de Walter con Hilgunda. [2] Nuestro Milá, que estudió sabiamente este poema, y puso en verso castellano sus principales trozos, resume en estas líneas la capital importancia que tiene en el oscuro proceso de los orígenes épicos, y la relación, poco advertida hasta ahora, que le liga con nuestra península. «Sea cual fuere el autor del poema latino, que por otra parte indicios positivos, si bien algo enmarañados, hacen creer que fué [p. 57] un monje de San Gall; [1] sea cual fuere su intención particular al llamar al héroe de Aquitania y no de España, como se ve que acostumbraban las tradiciones germánicas, no cabe duda en que se trataba de un guerrero perteneciente a la familia de los Germanos occidentales, es decir, de los Visigodos, que, como es sabido, empezaron por dominar en el Mediodía de las Galias, para extenderse luego y fijarse principalmente en España. Los Visigodos, como posteriormente los Vasco-merovingios, vivieron generalmente en lucha con los Francos que dominaban en el Centro y en el Norte de las Galias, y de aquí resultó acaso alguna confusión para el monje autor del poema latino... Walter es, pues, un representante poético de nuestros antiguos conquistadores en el ciclo de los Nibelungos; así como Teodorico y otros lo son de la nación ostrogoda, Gunther y Hágen de la borgoñona, y Siegfried, a lo que parece, de los Neerlandeses o Franco-austrasios. El carácter relativamente suave y humano de nuestro héroe convenía, en efecto, a los Visigodos, que eran los más cultos entre todos los conquistadores. »

Milá, cuyo testimonio tiene aquí doble peso por ser tanta su circunspección crítica y el horror que le infundía toda novedad temeraria, no duda en calificar de nacional el poema de Waltharius , si no en su actual redacción, en su primitivo origen. «El fondo de la composición es, a no dudarlo, bárbaro y germano; el temple patriarcal de ciertas costumbres, la sencillez descriptiva, la rudeza de los diálogos, el calor en las refriegas, las relaciones entre los dos desposados (Walter e Hilgunda), tan distintas de la galantería y del refinamiento caballeresco que dominaron algunos siglos más tarde, son distintivos de una primitiva poesía épica que no aciertan a simular las más ingeniosas literaturas, cuanto más un monje latinista del siglo X. Este puso de su parte el espíritu cristiano... al cual atribuímos, si no el casto comedimiento del héroe (que bien puede concederse a las costumbres germanas) ciertos actos de humildad de Walter y la patética oración que pronuncia junto a los inanimados restos de sus enemigos; en esto [p. 58] vemos el germanismo corregido por el cristianismo. Propia es, además, del monje la forma clásica, exámetro latino, la imitación de Virgilio y la copia de muchos versos enteros del mismo poeta.» [1]

El Waltharius, tan exactamente apreciado por Milá es, en efecto, una composición deliciosa; y si se admitiera la hipótesis, nada improbable, de su origen hispano u occitánico, habría que formar una alta idea de lo que pudo ser la epopeya de los visigodos, que a juzgar por esta única muestra, aparece tan superior en humanidad y cultura como sus leyes lo están respecto de las demás legislaciones bárbaras. Ni le falta carácter histórico, puesto que la terrible sombra de Atila llena el fondo del cuadro como en Los Niebelungen, con los cuales nuestro poema tiene evidente parentesco hasta por la intervención de algunos héroes comunes como Gunther y Hágen, pero de los cuales difiere profundamente por un carácter de suavidad y delicadeza extraño a la barbarie germánica.

Si es incierto y vago todo lo que se refiere a la parte de nuestros visigodos en la elaboración de la epopeya germánica, todavía es menos asequible a la investigación actual el enlace que esta remotísima poesía pudo tener con la nuestra. Pero tal enlace no es inverosímil, sino todo lo contrario; al paso que debe rechazarse de plano, y ya todo el mundo rechaza, la hipótesis de la influencia arábiga, que anduvo en otros tiempos muy acreditada y que no es el menor de los errores que divulgó el libro de D. José Antonio Conde. Antojósele a aquel orientalista, de más doctrina que conciencia, traducir en versos de romance (bastante buenos algunos) las poesías arábigas que va intercalando en su Historia (1820), y prevalido de la general ignorancia que entonces reinaba en estas materias, afirmó sin ambajes en el prólogo que «este género de versificación era el más usado de la métrica árabe, de donde procede sin duda». No fué Conde, sin embargo, el inventor de esta peregrina teoría: donde se encuentra indicada por primera vez (según creo), más de un siglo antes de él, es en el Traité de l'origine des Romans (1697) del famoso obispo de Avranches, Pedro Daniel Huet, el cual dice lo siguiente: «España, que recibió [p. 59] el yugo de los árabes, recibió también sus costumbres y tomó de ellos el uso de cantar versos de amor y de celebrar las acciones de los grandes hombres, a la manera de los Bardos entre los Galos. A estos cantos llamaban romances.» Pero es cierto que esta especie, aunque repetida por otros, había hecho poca fortuna hasta que Conde la amparó con su autoridad de arabista, hoy tan mermada, pero que hasta la mitad del siglo XIX fué muy grande. Críticos ilustres por otra parte, pero que no habían hecho estudio especial de esta materia, se contagiaron del error común y repitieron sobre la fe de Conde aquel dislate, que ha sido muy difícil desarraigar después.

Al inolvidable Dozy debe nuestra historia, entre tantos otros positivos servicios (mezclados alguna vez con deservicios no menores), el de haber desterrado para siempre de nuestras letras lo que Wolf llamaba «el espectro del seudo-orientalismo». La impugnación de Dozy, contenida ya en la primera edición de sus Recherches (1846) , es definitiva, contundente: no hay que volver sobre ella: basta con resumirla, y sólo en algún punto que no es substancial puede atenuarse. [1]

[p. 60] «A priori es ya inverosímil (dice Dozy) la supuesta influencia. La poesía arábigo-española, clásica en el sentido de que imitaba los antiguos modelos de su lengua, estaba llena de imágenes tomadas de la vida del Desierto, ininteligible para la masa del pueblo, y con más razón para los extranjeros. La lengua poética era una lengua muerta que los Árabes no comprendían ni escribían sino después de haber estudiado por mucho tiempo y a fondo los antiguos poemas, tales como las moallakas, la Hamasa y el Diván de los seis poetas, y haber leído además a los comentadores de estas obras y a los antiguos lexicógrafos... Hija de los palacios, esta poesía no se encaminaba al pueblo, sino solamente a los hombres instruídos, a los grandes y a los príncipes. ¿Cómo una poesía tan sabia y erudita había de servir de modelo a los humildes e ignorantes juglares castellanos?... Todavía hoy se encuentran muchos orientalistas que entienden perfectamente la lengua árabe ordinaria, la de los historiadores, pero que se engañan a cada momento cuando se trata de traducir un poeta. Es un estudio aparte el de la lengua de los poetas: para leerla de corrido se necesita un aprendizaje de años enteros.

A posteriori, tampoco hay nada que justifique semejante opinión. La poesía española es popular y narrativa; la poesía árabe, aristocrática y lírica. Las piezas narrativas compuestas por árabes de España son en muy pequeño número: no conozco más que dos, y en nada se parecen a los romances...»

[p. 61] Aunque ningún arabista ha negado que Dozy tuviese razón en cuanto a la poesía artística, algunos han defendido la existencia de una poesía arábiga popular, fundándose en la existencia de dos géneros, llamados zéjal (o himno sonoro) y muaxaja (o cantar del cinturón), composiciones puramente líricas, que pueden tener remota semejanza con los villancicos y serranillas, pero ninguna con los romances. [1] Lo que sí puede y debe admitirse, por lo menos desde el siglo XIV, es una influencia bastante profunda de la música árabe entre los cristianos españoles. Bastarían los textos ya citados del Arcipreste de Hita para comprobarlo, y es natural que con los instrumentos y con los sones entrase la letra de tal cual cantarcillo, mucho más siendo moras algunas de las juglaresas. Pero obsérvese que los tiempos en que esto pudo acontecer eran ya tiempos de decadencia para la férrea musa épica, que sólo en algún romance fronterizo como el de Abenamar, el de Moraima, el de Alhama o las coplas de la toma de Antequera, pudo adornarse con los despojos de los vencidos. No hay que traer a colación los romances moriscos, que son un puro artificio literario de fines del siglo XVI, tan falso como la poesía bucólica, a la cual en cierto modo sustituyó, y que tanto tienen de árabes como pueden tener de turco o persa las orientales románticas de Víctor Hugo y del P. Arolas.

También puede objetarse que las poesías históricas y narrativas de los musulmanes españoles no son tan pocas como Dozy creyó al principio, aunque realmente escasean. El mismo Dozy publicó algunas de notable extensión, como el poema de [p. 62] Aben-Abdún sobre los reyes de Badajoz. Pero todas esas composiciones son eruditas, y ni por su forma ni por su contenido eran accesibles a los cristianos. Se citará el caso singularísimo de una elegía árabe (la de la caída de Valencia) que intercalada en un libro de historia y pasando de él a una crónica castellana, llegó tardíamente a convertirse en romance, pero esta misma excepción confirma que no hubo imitación directa. Puede, al contrario, sostenerse, con muchos visos de probabilidad, que la poesía popular castellana, y muy especialmente la forma del romancillo hexasilábico penetró en el reino árabe de Granada, como lo indican aquellos cantares lastimeros que Argote de Molina (1575) oyó entonar a los moriscos sobre la pérdida de su tierra, a manera de endechas:

       Alhambra hanina gualcozor taphqui
       .........................................................

«Es canción lastimosa (dice Argote) que Muley Boabdelí, último rey moro de Granada, hace sobre la pérdida de la real casa del Alhambra, quando los Cathólicos reyes D. Fernando y Doña Isabel conquistaron aquel reino, la cual en castellano dice así:

           Alhambra amorosa, lloran tus castillos,
       Oh Muley Boabdelí, que se ven perdidos.
       Dadme mi caballo y mi blanca adarga
       Para pelear y ganar la Alhambra,
       Dadme mi caballo y mi adarga azul
       Para pelear y librar mis hijos.
       Guadix tiene mis hijos, Gibraltar mi mujer,
       Señora Malfata, hezisteme perder,
       En Guadix mis hijos, y yo en Gibraltar,
       Señora Malfeta, hezisteme errar».

La influencia oriental, tan poderosa y dominante en la prosa didáctica de los tiempos medios y en la prosa novelesca de los cuentos y fábulas, parece casi nula en la esfera propiamente poética. Pero aquí conviene hacer una distinción importante. No hay influjo literario de la poesía árabe en la castellana; pero los árabes, o como decían nuestros antepasados los moros, intervienen con tinuamente en nuestros romances y gestas como personajes casi obligados, si bien nuestros juglares no suelen mostrarse mucho más enterados de sus costumbres que lo estaban los troveros del [p. 63] Norte. Han pasado además a la poesía castellana, pero no directamente, sino por el camino de la historiografía, elementos cuyo origen árabe es indisputable: un tema íntegro, el de D. Rodrigo y la Cava: una parte de la leyenda del Cid (el sitio de Valencia), y acaso algunas tradiciones relativas a los últimos tiempos del reino granadino. Esto es todo lo que puede citarse, y no es ciertamente mucho. Pero no ha de confundirse la influencia de la materia de estos relatos con una influencia formal, que ya no admite ninguna persona medianamente culta. [1]

No sucede lo mismo con el poderoso influjo de la epopeya francesa, cuya difusión y prestigio en España, como en Alemania, en Italia y en toda Europa, es un hecho fundamental en la historia  de los tiempos medios, que no puede negar el más ciego e intolerante patriotismo, pero que en nada contradice a la originalidad de nuestra epopeya. Desde el siglo XI al XIV, Francia (es decir, la Francia germánica, la del Norte), tuvo el cetro de la poesía épica y de las tradiciones caballerescas; y aun en Alemania, donde no pudo triunfar de otra epopeya más antigua y más genuinamente bárbara, coexistió con ella y la penetró y la modificó a veces. No hablemos de Italia, donde los relatos del ciclo carolingio encontraron segunda patria y suplieron la falta de una epopeya indígena, siendo cantados primero en francés y luego en una jerga franco-itálica, antes de serlo definitivamente en italiano y pasar como materia ruda e informe a manos de los grandes poetas del Renacimiento, Pulci, Boyardo, Ariosto, que les dieron un nuevo género de inmortalidad, tratándolos con espíritu libre e irónico.

En España habia particulares motivos para que fuese en algún tiempo grata la canción épica de los franceses. Su sentido era religoso y patriótico. Hablaba de empresas contra infieles, y el [p. 64] más antiguo y el más bello de sus poemas tenía por teatro la misma España, aunque muy vaga e imperfectamente conocida. En el centro de esta floresta épica, de tan enmarañada vegetación, descollaba, como majestuosa encina entre árboles menores, la figura del grande Emperador que por varios conceptos había sonado en nuestra historia, y cuyo nombre aparece enlazado desde muy antiguo como la leyenda compostelana. Las nuevas de Roncesvalles y de las empresas de Carlomagno llegaron a nosotros por dos caminos, uno popular, otro erudito, aunque derivados entrambos de la poesía épica de allende el Pirineo, cuyas narraciones eran ya muy conocidas en España a mediados del siglo XII. La Chanson de Rollans, o alguna de sus variedades, fué seguramente entonada mucho antes por juglares franceses y por devotos romeros, que precisanente entraban por Roncesvalles para tomar el camino de Santiago, cuya peregrinación era el lazo principal entre la España de la Reconquista y los pueblos del centro de Europa, que así empezaron a comunicarnos sus ideas y sus artes. Acrecentóse el influjo y aun llegó a verdadero afrancesamiento en la corte de Alfonso VI y de sus yernos borgoñones, transformó el monacato, puso en moda las costumbres feudales cambió el rito, cambió la letra de los códices, inundó de extranjeros la Iglesia española y alcanzó su apogeo en tiempo del primer arzobispo compostelano D. Diego Gelmírez, francés de corazón, todavía más que gallego, e idólatra de aquella cultura, que quiso adaptar a su pueblo, para el cual soñaba con la hegemonía eclesiástica y civil de las Españas, simbolizada en la mitra que ceñía, y cuyos honores y prerrogativas amplió a toda costa y sin reparar en medios, más como gran señor feudal que como custodio de la tumba del Apóstol. Precisamente en Santiago, y entre los familiares de aquella curia afrancesada, se forjó, según la opinión más corriente, una parte muy considerable de la Crónica de Turpín, que es uno de los libros apócrifos más famosos del mundo, y una especie de versión, para la gente de clerecía, de la tradición épica corrompida y degenerada.

Admítese generalmente que las canciones de gesta francesas fueron cantadas aquí en su propia lengua, pero no se ha citado hasta ahora un solo texto que lo compruebe. ¿No queda lugar para la hipótesis, no discutida aún, ni siquiera formalmente [p. 65] planteada, de una poesía intermedia, semejante a la de los poemas franco-itálicos, de unos poemas franco-hispanos que pudieron ser escritos en las comarcas fronterizas, en el Alto Aragón y en Navarra, y penetrar por allí en los reinos de Castilla? Algunos indicios hay que pueden hacer verosímil este camino, y menos arduo y peligroso el salto que hasta ahora se viene dando desde la Canción de Roldán a la del Cid o a las de Bernardo. Un poema descubierto por León Gautier, en 1858, L'entrée en Espagne, [1] que en su estado actual es una compilación hecha en Padua, que no se remonta más allá de los primeros años del siglo XIV, pero que contiene fragmentos muy considerables que deben referirse al siglo anterior, se apoya formalmente en el testimonio de la Crónica de Turpín y en el de dos bons clerges españoles Juan de Navarra y Gautier de Aragón. Obsérvese además que L'entrée en Espagne, que tiene más de veinte mil versos, no es obra original, sino un zurcido de cuatro diversos poemas, por lo menos. Repárese que el autor cita a Juan y a Gualtero para cosas españolas y da a entender que en sus obras se contenía el relato completo de la expedición de Carlomagno antes de la traición de Ganelón, y que de este relato se valió él para ampliar el de Turpín, que encontraba demasiado breve. [2] Y, finalmente, es de notar que L'entrée en Espagne, por excepción única entre los poemas franceses, cuyo ritmo es uniforme y regular siempre, presenta mezclados dos tipos de verso distintos, el alejandrino y el endecasílabo épico, lo cual le acerca bastante a la irregularidad métrica de las dos únicas canciones de gesta españolas que conocemos [p. 66] en su forma original. ¿Quién sabe si miradas a esta luz las tiradas enérgicamente italianizadas que León Gautier reconoce en L'entrée en Espagne, y que no tienen explicación bastante en el hecho de ser el copista italiano, puesto que en el mismo poema se encuentran otros pedazos que son franca y puramente franceses, no podrían parecer españolizadas, por derivación de uno o dos poemas franco-hispanos?

           C' est li barons Saint-Jaques, de qui fazon la mentanze;
       Vos voil canter et dir por reme et por sentançe,
       Tot ensi come Carles el'bernaje de Françe
       Entrerent en Espagne et par ponte de lançe
       Conquistrent de Saint-Jaques la plus mestre habitançe.
       ....................................................................................................

Líbreme Dios de pensar que en esta jerga cantasen nunca nuestros juglares. No es una teoría, no es una hipótesis siquiera lo que propongo, puesto que en tales oscuridades nada importa tanto como no poner los pies en falso. Es meramente una indicación para que quien sepa y pueda estudie bajo este aspecto L'entrée en Espagne, y vea si algo de español puede encontrarse en la nueva versión que da del asunto de Roncesvalles, tomada de fuentes diversas del Turpín. Si Juan de Navarra y Gualtero de Aragón existieron, la patria que les asigna el compilador italiano puede ser un rayo de luz en el largo camino que va desde el Rolando hasta la forma definitiva de la leyenda de Bernardo. Todavía en tiempo del Rey Sabio cantaban los juglares, revueltas en las del fantástico héroe de Roncesvalles, las hazañas del Bernardo histórico, conde de Ribagorza y de Pallars. Y aquí viene, como anillo al dedo, la conjetura de Milá: «Esta tradición debió de ser cantada originariamente en los mismos países donde campeó el héroe, tanto más, cuanto Ribagorza era un feudo franco, la lengua de algunos distritos la de oc (catalán en Pallars, bearnés en el valle de Arán), y Bernardo era, como los que solía celebrar la poesía épica en aquellos tiempos, un héroe franco y carolingio o por tal considerado.»

Sea lo que fuere de estos orígenes pirenaicos, envueltos hasta ahora en densa niebla, el apogeo incontestable de la epopeya francesa en España puede colocarse aproximadamente en la [p. 67] segunda mitad del siglo XI y principios del XII. Pero muy pronto se suscitó una reacción patriótica contra los héroes de las gestas carolingias. Ya los cronistas latinos, comenzando por el Silense (que fué contemporáneo de Alfonso VI), hablan con visible mal humor de las hazañas atribuídas a Carlomagno en España, y otros más recientes hacen alarde de desdeñar las fábulas de los histriones. Al lado de esta reacción erudita se formuló otra popular en los cantos de nuestros juglares, que ciertamente no fueron a buscar en las crónicas su Bernardo, sino que le inventaron de propia Minerva, y luego se le transmitieron a los cronistas, a D. Lucas de Tuy, al arzobispo D. Rodrigo. Si se admite por un momento la hipótesis de los poemas intermedios de Navarra y de Ribagorza, y se enlaza con ellos el recuerdo del Bernardo de Jaca, no hay inconveniente en suscribir estas palabras de Gastón París: «Los juglares españoles cantaban nuestras canciones de gesta, sobre todo las que se referían a la batalla de Roncesvalles; insensiblemente hicieron intervenir a los españoles en la acción, y acabaron por hacer de Bernardo del Carpio el enemigo y vencedor de Roldán.»

La lucha entre las leyendas francesas y los relatos españoles persiste en todo el siglo XIII, y deja huellas en las crónicas nacionales, aun sin contar con las meras traducciones de textos franceses como la Gran Conquista de Ultramar. La aparición de los romances del ciclo carolingio es muy tardía, y en su estado actual nada autoriza para suponerles mayor antigüedad que el siglo XV, aunque sin duda por lo exótico de la materia tienen más rasgos de arcaísmo y color más peregrino que los restantes. Unos son extensas narraciones juglarescas, como el del Conde Dirlos, tan largo como una canción de gesta. Otros, nacidos de la inspiración popular, no son compendios ni reducciones de antiguos poemas franceses o castellanos, sino breves y animadas rapsodias, cuando no creaciones libérrimas de la fantasía de nuestro pueblo sobre el fondo épico tradicional. La leyenda carolingia está en esos deliciosos fragmentos no sólo remozada, sino volatilizada (digámoslo así) y tratada como un motivo lírico, que se difunde vagamente como el eco de una música lejana, o como las partículas de un perfume destilado ya por manos hábiles y sutiles.

A la popularidad de los temas carolingios contribuyó la [p. 68] imprenta desde muy temprano, difundiendo y vulgarizando traducciones, o más bien abreviaciones, de las novelas francesas en prosa, las cuales, perdiendo cada día más de su extensión y pureza primitiva, continúan sirviendo de recreo al vulgo en los rincones más apartados de la Península. El Fierabrás, disfrazado con el nombre de Historia de Carlo Magno y de los doce Pares, es todavía como en 1528 (fecha de la más antigua edición conocida, aunque seguramente las hubo anteriores) el más popular de estos libros de cordel.

Con esa literatura trivial (no ya popular) alternó la imitación culta de los poemas italianos de Boyardo y del Ariosto, tantas veces traducidos en prosa y en metro. Esta corriente produjo no sólo nuevos poemas (uno de ellos muy notable), sino algunos libros de caballerías en prosa, que desfiguran de un modo no menos extraño la leyenda carolingia; sirviendo a todo de infeliz remate la rara colección de novelas de Antonio de Eslava (Panplona, 1609), explotada aún en el siglo XVIII por el compilador francés de la Bibliotheque des Romans. Con más fortuna había penetrado el ciclo carolingio en nuestro teatro, por obra de Lope de Vega, en Las Pobrezas de Reynaldos, Las Mocedades de Roldán, Los Palacios de Galiana, El Marqués de Mantua y otras varias comedias de su inagotable repertorio: por obra de Calderón en La Puente de Mantible, para no citar poetas de segundo orden.

Mucho significa tan persistente favor, y si a este ciclo que llegó a españolizarse casi del todo, añadimos los pocos, pero muy lindos romances derivados de los poemas de la Tabla Redonda, y algunos otros novelescos y caballerescos sueltos, como el de La Infantina, que parece un fabliau picante y liviano, no resultará pequeña la deuda que tenemos que reconocer a la poesía francesa en el variadísimo caudal de producciones que integran nuestro Romancero.

Pero concedido todo esto, y de intento hemos llevado la concesión hasta los últimos límites posibles, queda a salvo la perfecta originalidad de las canciones históricas, que son el nervio de nuestra poesía tradicional, el privilegio singular de ella y hasta la razón de su existencia, porque todo lo novelesco, todo lo que vino de fuera, se ajustó de grado o por fuerza a la norma del canto en que habían sido celebrados los héroes indígenas. Los cantares [p. 69] de gesta y los romances históricos no sólo precedieron a los restantes, sino que les imprimieron su forma y su sello. Bernardo es una protesta y una antítesis, que supone el conocimiento de la poesía francesa, pero que al mismo tiempo la contradice y la niega. Los demás protagonistas épicos, el rey Don Rodrigo, Fernán González y los condes de Castilla sucesores suyos, los infantes de Lara, el Cid, el rey Don Pedro, los innumerables héroes de los romances fronterizos, son españoles de pies a cabeza, no nacieron de arbitrarias combinaciones de la imaginación, sino que la realidad los engendró y la historia los crió a sus pechos. Las hazañas que la musa popular les atribuye son poco más o menos las mismas que ejecutaron en el mundo: lo poco que la tradición añade o modifica, no parece más que un comentario o interpretación de la historia, y en muchos casos se confunde con ella, y ha podido pasar por historia real aun en el concepto de muy severos analistas. En Castilla la poesía épica es una forma de la historia, y la historia una prolongación de la epopeya. Sus fuentes se confunden: sus aguas se mezclaron desde el principio, y todavía la labor crítica no acierta enteramente a separarlas. Las crónicas se formaron con fragmentos de poemas, y nuevos poetas volvieron a versificar la prosa de las crónicas. Nacional por el asunto, verídica no sólo con la verdad interna propia del arte, sino muchas veces con la verdad material y exterior; seca y prosaica a trechos; concreta, positiva y realista siempre, la poesía heroico-popular, hija legítima del terruño castellano, no deslumbra ni fascina, pero se apodera del espíritu con vigor indomable, y le llena, no de ficciones risueñas, sino de representaciones trágicas y austeras que alcanzan un grado de evidencia pasmoso. Encerrada en los límites de lo posible, limpia de toda aspiración quimérica, sumamente parca en el empleo de lo maravilloso, ingenua y ruda en los afectos, justiciera con justicia pastriarcal cuando no degenera en ásperamente vindicativa, sobria y sensata como la índole no torcida aún del pueblo que la dictó, sus altas cualidades son las de la raza, sus defectos lo son también. Es la poesía de la voluntad enérgica y libre, y compensa en fuerza lo que le falta en gracia.

Negar el carácter nacional de esta poesía, que no es más que el espejo que agranda nuestra propia historia, sería negar la [p. 70] historia misma. No importa que las costumbres y las instituciones descritas en esos cantares se parezcan a veces a las que se representan en los poemas francos. Si en Francia y en Castilla existían usos análogos, en una y otra parte tenían que copiarlos los poetas sin necesidad de tomarlos de los libros. La semejanza estaba en el modelo, no en la copia. Además del primitivo fondo germánico común a los dos reinos, hubo positiva influencia francesa en los siglos XI y XII, núcleos de población que tenían aquel origen, una invasión eclesiástica y monacal que abre nuevo período en la historia de la disciplina y en la historia de la arquitectura religiosa, una adaptación más o menos duradera de hábitos cortesanos y prácticas feudales. El término mismo franquicia o franqueza que indica la condición personal libre o ingenua, parece venido de Francia.

Pero juntamente con las semejanzas de estado social, organización política y militar, costumbres y trajes, había en todas estas cosas divergencias profundas, y unas y otras se reflejan con igual fidelidad en nuestros cantares. La superstición de los agüeros es ibérica, y no menos antigüedad tiene el juicio por batalla que vemos practicado por Orsua y Corbis delante de Escipión, [1] lo cual no obsta para que fuese también costumbre gótica, y así lo comprueba el reto de Bera y Sunila, caudillos de la Marca Hispánica, que combatieron a uso de su nación, según canta Ermoldo Nigello en su poema histórico de Ludovico Pío. El sentido político de nuestra epopeya no puede ser más castizo: las relaciones de vasallo y señor están entendidas de muy diverso modo que en el mundo feudal; el héroe es hijo de sus obras más que de su linaje; y aunque esta poesía se escribió para enaltecimiento de la casta guerrera, que comprendía entonces a la mayor parte de los hombres libres, domina en el conjunto una gran llaneza democrática, sin rastro apenas de anarquía nobiliaria ni mucho menos de servilismo áulico.

[p. 71] Basta leer el admirable estudio de D. Eduardo de Hinojosa sobre El Derecho en el Poema del Cid, para comprender que aquel primitivo monumento de nuestra lengua y poesía refleja fielmente la organización de las clases sociales en Castilla; las prácticas del riepto entre los Fijosdalgo; la forma de pregonar y celebrar Cortes; el orden del procedimiento en la Cort o Curia Regia, [1] descendiendo en este punto a pormenores a que ningún texto legal llega; la solidaridad familiar; la existencia de la barraganía o matrimonio a yuras; las instituciones relativas a las arras y al axuvar de la desposada, y otros muchos rasgos de nuestra legislación medioeval. Cada episodio principal del Poema puede autorizarse de una rica crestomatía jurídica. De esta comparación deduce el señor Hinojosa tres conclusiones: «el carácter genuinamente nacional del Poema, manifestado en su perfecta concordancia con los monumentos jurídicos de León y Castilla; la verosimilitud de la opinión que lo cree redactado en la segunda mitad del siglo XII, a cuya época se acomoda, mejor que a principio o mediados del XIII; el estado social y político reflejado en la obra, y la importancia de ésta como fuente de la historia de las instituciones, ya en cuanto amplía las noticias que poseemos sobre algunas, conocidas incompletamente por otro testimonio, como la Curia o Cort; ya en cuanto revela la existencia de otras, como la palmada, ciertas formalidades del matrimonio y el regalo del marido al que le transmitía la propiedad sobre la esposa. La fidelidad con que retrata el autor las instituciones conocidas por las fuentes jurídicas, es garantía segura de su exactitud respecto a las que conocemos solamente por el Poema».

Si del fondo de las gestas no puede inducirse verdadera imitación, no hay inconveniente en admitirla en ciertos pormenores novelescos (por ejemplo, de la Crónica Rimada, que es un libro de plena decadencia), y en las descripciones de batallas que se parecen mucho en el Mío Cid y en la Chanson de Rollans, en el Rodrigo y en Garin li loherain, lo cual no puede atribuirse solamente a la comunidad del tema, pues hay giros y frases idénticas. [p. 72] Esta imitación de detalle, y muy circunscrita, prueba sólo el hecho innegable de que la poesía heroica de los franceses era familiar a nuestros cantores, y estaba muy presente en su oído y en su memoria. Natural era que la epopeya más antigua influyese en la más moderna, y es cierto hasta ahora que, a juzgar por sus monumentos escritos, la francesa llevaba un siglo de ventaja a la española. Pueden parecer el día menos pensado otros datos que invaliden esta cronología, y hagan retroceder los orígenes de nuestra poesía narrativa a tiempos que ahora no se sospechan; pero ni siquiera necesitamos esa hipótesis, para afirmar como cosa de sentido común que la mayor antigüedad de una literatura respecto de otra no prueba que la segunda haya nacido de la primera, sino pura y simplemente que es posterior en su desarrollo.

Las narraciones poéticas españolas y francesas se parecen, en verdad, como especies de un mismo género, y engendradas en un medio social análogo; pero nacieron independientes, y cuando  llegaron a encontrarse, hubo entre ellas conflicto más bien que alianza, según lo muestra el caso de Bernardo; y si el ciclo carolingio llegó a ser popular entre nosotros, también alguna narración española fué adoptada por los juglares franceses, como lo prueba el Anseis de Cartago, que es una transformación de la leyenda de Don Rodrigo y la Cava. (V. Ad. 4 ).

Tampoco es verosímil ni probable que los nombres de gesta y juglar procedan de la lengua francesa. Uno y otro son latinos de origen, y están perfectamente formados conforme a las leyes de la derivación española y no de la francesa. Joglar parece más próximo a jocularis que jongleur o jogleor y la a conserva su valor latino. De geste no se hubiera retrocedido al plural neutro gesta, que es la forma clásica. Si estas palabras se hubiesen tomado del francés, tendrían fisonomía distinta.

La prueba más convincente de que en medio de grandes semejanzas hay una diferencia esencial entre ambas epopeyas, castellana y francesa, está en el dintinto sistema de versificación. Convienen, sin duda, en el empleo de las series monorrimas y en el uso de la asonancia, pero la versificación en los más antiguos poemas franceses es ya correcta y normal, al paso que la del Mío Cid y la del Rodrigo, con ser tan posteriores, es irregular hasta lo sumo, y con irregularidades que no siempre pueden achacarse [p. 73] a lo estragado de las copias, puesto que han podido dar lugar a teorías distintas, et adhuc sub judice lis est. Además, el verso épico francés por excelencia era el decasílabo (4 + 6) que es muy raro en el Poema del Cid, e insólito en el Rodrigo y en los romances, y que con haber sido tan usual en la poesía lírica de provenzales y catalanes, sólo por excepción o inadvertencia se halla en la nuestra. En decasílabos está compuesta la canción de Rollans, que fué seguramente la más conocida y famosa en España, y, sin embargo, a ninguno de nuestros juglares se le ocurrió remedar su tipo métrico. En el uso del alejandrino (7 + 7) pudo haber imitación de parte de los poetas eruditos del Mester de clerecía, pero no parece que la hubiese en el autor del Poema del Cid, en el cual abundan los hemistiquios de siete síabas; no sólo porque están revueltos con otros muchos de diversa medida, sino por la antigüedad misma del Poema, que compite con la del Viaje de Carlomagno a Jerusalem, primera obra francesa escrita en este ritmo, según opinión de Gastón Paris y León Gautier. Del centenar de canciones de gesta francesas que hasta ahora aproximadamente se conocen, las cuarenta y siete más antiguas están en decasíabos, [1] las cuarenta y cuatro más modernas en alejandrinos. La primera de estas formas fué siempre peregrina entre nosotros; la segunda asoma tímidamente la cabeza en el Poema del Cid, pero es arrollada muy pronto por el verso nacional de hemistiquios de ocho sílabas, enteramente inusitado en la poesía francesa, y que fué, por el contrario, el metro definitivo de los romances.

No es del caso en un estudio de índole tan popular como el presente entrar en prolijas disquisiciones métricas, que para ser expuestas con la debida claridad necesitarían largos desarrollos y gran número de ejemplos, o más bien un tratado entero, que todavía no ha sido escrito, aunque lo substancial de él se encuentra ya en los trabajos de Milá y Fontanals [2] y R. Menéndez [p. 74] Pidal, [1] clásicos en la materia. Bastará indicar rápidamente cuáles son los elementos de la versificación en los cantares de gesta y en los romances. El sistema en unos y otros es substancialmente el mismo; pero como representan períodos distintos de nuestra poesía épica, los romances ofrecen ya en estado relativamente fijo y normal lo que es incierto y caótico en las gestas.

Los tres cantares de gesta que hoy conocemos (Mío Cid, Rodrigo, fragmento de los Infantes de Lara) están compuestos en series sujetas a una misma rima, por lo común imperfecta. Estas series son de muy desigual extensión, pero las hay larguísimas: en el Poema del Cid una de 394 versos en ó; en el Rodrigo otra de más de 100 con el asonante á-o. Algunas series brevísimas (una de dos versos en el Poema) y muchos versos enteramente desligados que interrumpen las series pueden explicarse por la imperfección de las copias de uno y otro poema, y algunos, aunque no todos, tienen corrección fácil, por ser intercalaciones o hemistiquios dislocados, o bien palabras de igual sentido sustituídas por el copista a las formas antiguas, con lo cual se destruye la asonancia. Así, estos cuatro versos del Poema del Cid:

       Recibiólo el mío Cid como apreciaron en la Cort.
       Sobre doscientos marcos que tenía el rey Alfonso
       Pagaron los Infantes al que en buen hora nasco.
       Emprestanles de lo ajeno, que no les cumple lo suyo,

quedan corrientes leyendo en el segundo Alfons en vez de Alfonso; en el tercero nació en vez de nasco (el Poema usa indistintamente una y otra forma), y en el cuarto so en lugar de suyo.

Las canciones de gesta, dada su extensión, no podían perseverar en un mismo asonante, aunque los prolongaban todo lo posible cuando eran fáciles y socorridos. En los romances más antiguos de los ciclos históricos, de Bernardo, de Fernán González, de los Infantes de Lara, del Cid, y aun en algunos carolingios y sueltos, se observa la misma variedad de asonancias que en los cantares, comprobándose de este modo más y más su origen épico. Bastan algunos ejemplos, donde se verán dos y hasta tres series distintas:

        [p. 75] ROMANCE 7.º DE BERNARDO [1]

Con cartas y mensajeros—el rey al Carpio envió;
Bernaldo, como es discreto,—de traición se receló
......................................................................................................
Y mandó juntar los suyos;—de esta suerte les habló:
«Cuatrocientos sois, los míos,—los que comedes mi pan:
Los ciento Irán al Carpio—para el Carpio guardar...
......................................................................................................

       ROMANCE 2.º DE FERNÁN GONZÁLEZ

Castellanos y leoneses—tienen grandes divisiones,
El Conde Fernán González—y el buen rey don Sancho Ordóñez
Sobre el partir de las tierras—y el poner de los mojones.
.........................................................................................................
Allí hablara el buen rey,—su gesto muy demudado:
«¡Cómo sois soberbio, el conde,—cómo sois desmesurado!»

       ROMANCE 1.º DE LOS INFANTES DE LARA

A Calatrava la Vieja—la combaten castellanos;
Por cima de Guadiana—derribaron tres pedazos;
Por los dos salen los moros,—por el uno entran cristianos...
........................................................................................................
Al conde Garci Hernández—se lo llevó presentado,
Que le trate casamiento—con aquesa doña Lambra.
Ya se trata casamiento,—¡hecho fué en hora menguada!
Doña Lambra de Burueva—con don Rodrigo de Lara.
...................................................................................................
Halló en ella á don Rodrigo,—de esta manera le habla:
«Yo me estaba en Barbadillo—en esa mi heredad;
Mal me quieren en Castilla—los que me habían de aguardar.»
.....................................................................................................

       ROMANCE 6.º DE LOS INFANTES

Pártese el moro Alicante—víspera de Sant Cebrián;
Ocho cabezas llevaba—todas de hombres de alta sangre.
........................................................................................................
[p. 76] Alimpiándola con lágrimas,—volviérala á su lugar,
Y toma la del segundo,—Martín Gómez que llamaban.
«Dios os perdone, el mi hijo,—hijo que mucho preciaba,
Jugador era de tablas—el mejor de toda España».
....................................................................................................

       ROMANCE 5.º DEL CID

Día era de Reyes,—día era señalado,
Cuando dueñas y doncellas—al rey piden aguinaldo,
Sino es Jimena Gómez,—hija del conde Lozano,
Que puesta delante el rey,—de esta manera ha hablado:
«Con mancilla vivo, rey,—con ella vive mi madre;
Cada día que amanece—veo quien mató á mi padre
Caballero en un caballo—y en su mano un gavilán;
Otra vez con un halcón—que trae para cazar...

Muchos más ejemplos de esta clase puede encontrar en la presente colección cualquier lector atento. Pero aun en los romances más vetustos, el caso más frecuente es la asonancia única, sin que haya excepción en contra en los históricos que tratan asuntos de los siglos XIV y XV. Los romances juglarescos, con ser larguísimos, se someten a la ley del asonante único (sin más excepción notable que el de Calaínos, que presenta tres), y no hay que añadir que la nueva práctica fué constante en los romances artisticos y de trovadores.

Por lo que toca a la naturaleza y valor de las terminaciones, diremos, sin descender a más pormenores, que tanto en las canciones de gesta como en los romances viejos se encuentran consonantes agudos y llanos, asonantes llanos y agudos, asonantes aproximativos de voces agudas con llanas, especialmente de las que tienen por última vocal la e (mar-madre, albores-campeador, arte-matat), asonantes aproximativos llanos, y en el Poema del Cid asonantes imperfectos de ó y u é (fuert-señor), que en algunos casos, pero no siempre, pueden explicarse por la ortografía del copista, que sustituye la forma moderna a la antigua (fuert en vez de fort) .

Abundan los consonantes llanos, especialmente en el Poema, pero mucho más los asonantes, pudiendo considerarse la asonancia como la ley general y la rima perfecta como la excepción, [p. 77] aunque muy frecuente. El uso de los asonantes aproximativos de palabra aguda con llana de final en e trajo en los romances la costumbre de añadir una e paragógica en las terminaciones agudas, no por ignorancia o capricho de los editores del siglo XVI, como creyó Wolf, sino por exigencia del canto, según testifica el Maestro Nebrija: «Los que lo cantan porque hallan corto e escaso aquel último espondeo, suplen é rehazen lo que falta; por aquella figura que los gramáticos llaman paragoge: la cual es añadidura de sílaba en fin de la palabra, e por corazon e son dicen corazone e sone.» Ya en el Poema del Cid se encuentra algún ejemplo de paragoge: Trinidade, alaudare. [1]

[p. 78] Ni en los cantares de gesta ni en los romances viejos son puras las series rítmicas, sino que van revueltos consonantes y asonantes, aunque por razón eufónica se agrupan generalmente los agudos con los agudos y los llanos con los llanos. La tendencia a la rima perfecta que se observa ya en varios romances juglarescos, triunfa en los pesados monorrimos de los trovadores del siglo XV y de los eruditos del siglo XVI, que desdeñaban el asonante como un «consonante mal dolado» (es decir, mal limado), y preferían los que Alonso de Fuentes llamaba «consonantes de capa y sayo». A fines de aquella centuria los poetas artísticos vienen a imitar por gala lo que antes parecía descuido, y nace la nueva forma del [p. 79] romance lírico, con absoluta proscripción de los consonantes. Fijóse definitivamente la ley de la rima imperfecta, y a las antiguas, que ya eran bastante variadas, se añadieron otras nuevas, difíciles y peregrinas.

Nada más aventurado que fijar sin riesgo de equivocarse el número de sílabas de que constaba nuestro primitivo verso épico. La singular rareza de sus monumentos, y la desgracia de haberse conservado cada uno de ellos en un solo códice muy estragado y de tiempo muy posterior a la composición de los poemas, dificulta sobremanera esta averiguación, y quizá la hace imposible, a lo menos en lo tocante al Poema del Cid, a pesar de los ingeniosos esfuerzos que se han hecho para regularizar su versificación, proponiendo enmiendas más o menos conjeturales. Aun admitidas éstas, quedan muchos versos y hemistiquios irreductibles a ningún sistema.

Hay en el Poema algunos versos, comenzando por el primero

       De los sos oios | tan fuerte mientre lorando,

que parecen semejantes al decasílabo o endecasílabo francés, es decir, que pueden partirse en dos mitades, la primera de cinco sílabas y la segunda de siete. [1] Pero estos versos son excepcionales, aunque los hemistiquios de cinco sílabas abundan y también los de nueve.

No hablaremos de ciertas monstruosidades métricas, como una línea de diez y ocho sílabas, porque no sabemos hasta qué punto será responsable de ellas el poeta; ni tampoco del caso bastante frecuente de versos cortos, a los cuales parece faltar el primer hemistiquio. Todos estos son accidentes que no dan carácter a la gesta . El verso más común oscila entre los dos tipos de 7 + 7 y 8 + 8, pero con manifiesto predominio del primero:

        [p. 80] Tornaba la cabeza | e estábalos catando...
       Alcándaras vacías | sin pieles é sin mantos...

Atendiendo a la impresión general que el poema deja en el oído, se inclina uno a creer (y es la opinión más corriente) que nuestro rapsoda épico se propuso hacer alejandrinos, aunque no siempre resultasen tales, por culpa suya o de los juglares que repitieron su canción o del escriba que la trasladó.

Con ser la copia del Rodrigo todavía peor que la del Poema del Cid, es mucho menos problemática la versificación de este degenerado producto de nuestra epopeya. Los versos de diez y seis sílabas dominan con grande exceso, y aun en versos de otra medida se hallan a cada momento hemistiquios de ocho sílabas diversamente combinados (8 + 7, 9 + 8, etc.). Así como la métrica del Poema del Cid hace el efecto de un Mester de clerecía, incipiente, la del Rodrigo deja la impresión de una serie de romances, informes y tosquísimos.

De otros cantares de gesta no tenemos más que las prosificaciones de las Crónicas, y ésta es base muy insegura, aun contando con el apoyo de las asonancias. Pero no hay duda que ya en la primitiva Crónica general abundan los octosílabos, y son ley general en las refundiciones del siglo XIV. El hallazgo de los fragmentos de la gesta de los Infantes de Lara, debido al Sr. Menéndez Pidal, establece sin violencia ninguna el tránsito de esta segunda fase épica a la de los romances, que tampoco carecen de anomalías métricas (encontrándose, aunque rara vez, hemistiquios de nueve y siete sílabas, y aun de más y de menos), pero cuya forma predominante de versos de diez y seis sílabas, intercisos, monorrimos, con marcado movimiento trocaico, no puede ser un problema para nadie. Es la forma definitiva de la poesía épica nacional, y en su adopción entró por mucho, sin duda, la índole de la misma lengua, llegada a un período de relativa madurez.

«Los romances viejos narrativos (dice D. Andrés Bello, que en éstas y otras materias filológicas fué un verdadero precursor, a quien todavía no se ha hecho cumplida justicia) deben mirarse como fragmentos de composiciones largas, de gestas o poemas históricos y caballerescos, cuya mayor parte ha perecido en la [p. 81] general ruina de nuestras antiguas riquezas poéticas. Efectivamente, aunque presentados como obras inconexas en los romanceros, se buscan y llaman evidentemente unos a otros, desenvolviendo un mismo hilo de historia, de manera que sucede muchas veces acabar un romance anunciando que alguno de los personajes va a decir algo, y empezar el siguiente, sin más introducción, con las palabras mismas que el tal personaje se supone haber proferido. Éstos, pues, que ahora se llaman romances distintos, eran parte de un solo romance o gesta, y de aquí toman el nombre. Por eso, cuanto más antiguos (juzgando de la edad en que se compusieron por el lenguaje), tanto más se asemeja su versificación a la del Cid, ya en lo irregular del ritmo, ya en las leyes de la asonancia.» [1]

La costumbre de escribir separados los octosílabos fué introducida en los romances de trovadores, (y sin duda por influencia lírica, pero la unidad del primitivo verso está atestiguada por los más antiguos tratadistas así de poética como de música. «El tetrámetro que llaman los latinos octonario, e nuestros poetas pie de romance, tiene regularmente diez e seis sílabas, e llamáronlo tetrámetro porque tiene cuatro asientos, octonario porque tiene ocho pies.» Así el Maestro Antonio de Nebrija que en su Arte de la lengua castellana (libro 2.º, cap. VIII) transcribe en líneas largas los dos únicos fragmentos de romances que cita; y de la misma manera lo hacen Luis de Narváez en Los seys libros del Delphin de Música (1538), y Francisco de Salinas en el séptimo de su famoso tratado De Música (1577), cuando discurre sobre el modo de reducir a igualdad los dos miembros de algunos versos, entre ellos el octonario. [2]

[p. 82] Intuición genial como la suya fué la de Jacobo Grimm cuando en 1815 escribía en el prólogo de su Silva de romances viejos: «El género épico, a mi parecer, exige verso luengo... Si por ventura no se hubiera perdido enteramente la música, a cuyo son cantaba antiguamente el pueblo estos romances, acaso hallaría yo en ella la confirmación de lo que he dicho.» Grimm había adivinado bien, y los libros de Música del siglo XVI le dan la razón.

«El verso largo (dice Milá y Fontanals) es el que nos ofrecen los más antiguos monumentos de la poesía narrativa, y con él queda explicado el más reciente de los romances. Tal como se presenta conviene sobremanera a una poesía primitiva. El verso largo da libertad para formar regulares miembros poéticos, el corte interior una pausa menor que basta para tomar aliento, y el monorrimo pocas o muchas veces repetido, un medio facilísimo para enlazar el número de lineas que al poeta le convenga y para dar un sello poético a la obra. La misma rima en que se sucedían indiferentemente terminaciones iguales o semejantes y formada a menudo de inflexiones de verbo o participio, poco o ningún esfuerzo costaba.» [1]

No han faltado, sin embargo, ilustres e ingeniosos defensores a la teória de los octosílabos desligados; al revés, ha sido la más corriente hasta nuestros días, y basta citar entre sus patronos los nombres venerables de Huber, Durán y Fernando Wolf, sibien este último, queriendo explicar el fenómeno de la asonancia alternativa, que basta para arruinar su sistema, enunció la singular hipótesis de que los primitivos octosílabos hubieron de ser pareados, antes de transformarse en impares sueltos y pares rimados, tal como los vemos hoy.

Nacieron estas opiniones de la fabulosa antigüedad que en otro tiempo se asignaba a los romances, y del carácter lírico que gratuitamente se les atribuía; no menos que del hábito de considerarlos aisladamente y sin relación con las gestas, con las crónicas y con todo lo restante de la literatura de los siglos medios. Pero la rigurosa aplicación del método histórico no ha podido menos de disipar tales fantasías, mostrando que los romances son relativamente modernos, y no el germen, sino el desarrollo, [p. 83] o más bien el residuo de una poesía anterior, y que su forma, lejos de ser primitiva y ruda, corresponde a una elaboración progresiva y lenta del metro épico, que cumpliendo la ley del arte, camina de lo rudo a lo perfecto, de la irregularidad silábica del Poema del Cid a la equivalencia de miembros rítmicos, que es nota característica del verso de romance.

Ni negamos ni afirmamos la existencia de una poesía lírica popular que pudiese influir en la predilección que ya la épica del segundo período mostró por el hemistiquio octosilábico. Muy verosímil es que tal poesía existiera, pero hasta ahora ninguna prueba se ha alegado de su existencia, ni es necesaria tal hipótesis para explicar y razonar lo que por sí mismo se explica sin salir del verso épico. Si de una parte tuviéramos sólo el Poema del Cid y de otra parte sólo los romances, no sería fácil el tránsito entre estos dos puntos extremos de la serie; pero en el intervalo de una a otra poesía está el Rodrigo, están los fragmentos de la segunda Gesta de los Infantes, están las prosificaciones de las crónicas, y en todo ello, no hay que dudarlo, el tipo métrico de 8 + 8 es el que predomina. ¿Se concibe que si en tiempo de la composición del Mío Cid hubiera existido un verso de tan agradable movimiento trocaico, tan adecuado a la índole de nuestra lengua, tan músical en suma, hubiera preferido su autor para un poema destinado al canto una forma tan irregular, tan bárbara y desconcertada como la que emplea? Habría que suponer en él una falta de oído y de tacto artístico que no se compadece bien con la sublime poesía de que su libro está lleno, poesía no solamente heroica, sino delicada también, profundamente humana y digna de admiración en los siglos más cultos. Y no se diga que el autor del Poema imitaba las gestas francesas; en tal caso hubiera imitado la regularidad silábica de sus modelos, y todo el Poema estaría en endecasílabos como el Rollans, o en alejandrinos perfectamente medidos como el Viaje de Jerusalem. No conocía bastante la poesía francesa para asimilarse sus procedimientos, ni tenía a su disposición un metro nacional fijo y determinado que pudiera apropiarse, porque le hubiera empleado de seguro. Su oído fluctuaba entre los hemistiquios de siete, de cinco y de nueve síabas, que había oído a los cantores forasteros, y los de ocho, a los cuales su instinto de versificador español le llevaba.

[p. 84] Es absurdo imaginar que en tiempo alguno coexistiesen los romances y los cantares de gesta como especies poéticas distintas, cultivadas la una por el pueblo y la otra por ingenios más o menos cultos. Una y otra fueron populares en el sentido que ya se ha explicado: una y otra eran cantadas por los juglares: su materia épica es la misma: sus procedimientos de narración, su carácter de objetividad plástica, idénticos: los más antiguos romances no son más que fragmentos de cantares, y no sólo copian sus argumentos, sino que reproducen sus palabras y hasta sus asonancias. ¿Quién va a admitir de ligero que los poetas artísticos tuviesen una métrica ruda, bárbara e inarmónica, y el vulgo, como por instinto divino, otra tan refinada, perfecta y exquisita como los tiempos lo consentían? ¿No nos dice el Marqués de Santillana que todavía en su época los cantares y romances se hacían «sin ningún orden, regla ni concierto?». La hipérbole desdeñosa que hay en estas palabras no es suficiente para que dejemos de reconocer que la poesía épica popular (lo mismo la de los cantares que la de los romances primitivos) el Mester de juglaría, en suma, muy superior en su fondo estético al Mester de clerecía y a las escuelas de trovadores gallegos y castellanos, tuvo que ser notoriamente inferior en las prácticas de versificación, hasta que muy despacio, y acaso por influencia de los mismos clérigos y trovadores, pero sobre todo por la vitalidad interna y espontánea del vetusto metro épico, que iba eliminando poco a poco todos los elementos anómalos y discordantes que embarazaban su marcha, surgió triunfante el octonario, para cuya gestación tan ruda y laboriosa como podía esperarse de las inexpertas manos que le trabajaban, fueron menester más de dos siglos.

Si no se admite el origen épico del octosílabo, su aparición resulta inexplicable. Fuera de los cantares de gesta no se encuentran semejantes versos. En la Vida de Santa María Egipcíaca, en el Libro de los tres Reys d'Orient, en el Misterio de los Reyes Magos , en el Romance de Lope de Moros (obras todas en que se revela el influjo transpirenaico), hay pareados de nueve sílabas a la francesa, y los hay también de siete, pero sólo por irregularidad o descuido se encuentra alguno de ocho. En el cantarcillo de tono muy popular que Berceo intercala en su poema Duelo de la Virgen «Velat aliama de los judíos», la mayor parte de los versos [p. 85] son de nueve o más sílabas. La hipótesis de los pareados octosílabos de Wolf no tiene en la más antigua literatura popular un solo ejemplo que la compruebe, a menos que no se acuda a los refranes, que con frecuencia son octonarios leoninos. Pero un refrán no ha podido desempeñar nunca la función de célula épica: es un rudimento de poesía gnómica, que nace y muere solitario, y no puede agruparse con otros sino artificialmente y por capricho erudito. Aparece desligado siempre, reflejando el carácter fragmentario del saber popular de donde procede. Puede incrustarse en un romance o en un poema, pero no servirle de núcleo. La objetividad narrativa nada tiene que ver con la reflexión incipiente, aunque una y otra pertenezcan al mismo pueblo y usen formas métricas análogas, como nacidas de las entrañas de la misma lengua. Si influencia hubo, lo mismo pudo ser de la épica en el metro de los refranes que viceversa. Y sin escatimar la antigüedad de los segundos, que ya en gran número recogió el Marqués de Santillana de boca de las viejas que los decían trás el huego, todavía tienen abolengo más remoto que estas pacíficas y domésticas sentencias los cantos belicosos de los juglares. Precisamente por haber hecho éstos tan popular el metro, se aplicó hasta a los epitafios, por ejemplo, el de Santa Oria, publicado por Sánchez al fin de las poesías de Berceo:

           So esta piedra que vedes—yace el cuerpo de Santa Oria,
       E el de su madre Amunna—fembra de buena memoria:
       Fueron de grant abstinencia—en esta vida transitoria,
       Por que son con los ángeles—las sus ánimas en gloria. [1]

Es muy probable que la continua audición de la poesía juglaresca por los ingenios de clerecía (que a veces tomaron argumentos de ella, como el de Fernán González) fuese acostumbrando su oído a la cadencia octosilábica, hasta el punto de mezclar frecuentemente versos de diez y seis sílabas con los de catorce. Berceo es el único que no lo hace jamás, y sus poesías pueden presentarse para su tiempo como un dechado de perfección silábica. [p. 86] Pero otros poetas muy posteriores y muy aventajados a él en todo lo demás, no tienen semejantes escrúpulos. El Arcipreste de Hita y el Canciller Ayala construyen intencionalmente estancias enteras de versos octonarios monorrimos, dando con ellas muy precioso testimonio de que el tal verso era indiviso, tan indiviso como el alejandrino, cuyos dominios invade. Así en el Arcipreste:

           Fablar con mujer en plaza—es cosa muy descobierta,
       A veses mal perro atado—tras mala puerta abierta;
       Bueno es jugar fermoso—echar alguna cobierta;
       A do es logar seguro—es bien fablar cosa cierta.
                                                                                (Copla 656.)

       ...............................................................................................
       ¡Ay Dios cuán fermosa viene—doña Endrina por la plaza!
       
¡Qué talle, qué donayre,—qué alto cuello de garça!
       ¡Qué cabellos, qué boquilla,—qué color, qué buen andança!
       Con saetas de amor fyere—quando los sus ojos alça.
                                                                                 (Copla 653.)

El Canciller usa de la misma mezcla en su Rimado de Palacio; por ejemplo:

           Si quisieres parar mientes—como pecan los doctores,
       
Magüer han mucha sciencia—todos caen en errores,
       Cá en el dinero tienen—todos sus finos amores.

Y en unos que llama versetes de antiguo rimar insertos en el Cancionero de Baena (núm. 518) :

           Desirte he una cosa—de que tengo grande espanto:
       
Los juysios de Dios alto—¿quién podría saber quanto
       Son escuros de pensar—nin saber d'ellos un tanto?
       Quien cuydamos que va mal—después nos paresce sancto.

Pero no se han de confundir estos versetes de antiguo rimar y de origen épico, con otro género de octosílabo, no popular, sino artístico, que existía también en el siglo XIV, que hallamos en la parte lírica de las poesías del Arcipreste de Hita, en las moralidades de El Conde Lucanor, y en el Poema de Alfonso Onceno, [p. 87] si bien en este último pudo haber contacto con el octonario épico. [1] Este octosílabo puramente lírico procede de la poesía galaico-portuguesa, como las demás combinaciones métricas usadas por los trovadores, y se encuentra ya en las Cantigas del Rey Sabio. Desde muy temprano conoció la forma de las cuartetas encadenadas de rima perfecta. De la contaminación de este ritmo con el octosílabo épico nacieron los romances de trovadores, que por eso se escribieron en líneas cortas; pero no hay medio de confundir ambos géneros de verso, aunque uno y otro tengan ocho sílabas, y un movimiento trocaico muy parecido. Los dos hemistiquios del pie de romance no gozan de existencia individual: el impar suelto reclama forzosamente el par rimado: donde cae el asonante hay que hacer siempre una pausa mayor que la que se hace entre los dos octosílabos impar y par. A ningún versificador primitivo puede ocurrírsele el refinamiento de dejar sueltos los octosílabos impares. Por el contrario, el octosílabo lírico es un verso íntegro, que puede combinarse de mil modos, pero que nunca aparece suelto dentro de un período poético. [2]

De haber confundido estas dos especies de octosílabos nació el error de Wolf, que como gran conocedor de la poesía tradicional de todos tiempos y naciones, no podía admitir que fuese [p. 88] primitiva la forma actual del romance, con la asonancia alterna, pero al mismo tiempo no quería renunciar a los versos cortos, inherentes según él al Lai o canción popular. ¡Cuánto más naturaI hubiera sido derivarlos de aquellas «líneas rítmicas, es decir, falsos versos, no métricos ni isocrónicos, ligados por rimas a menudo imperfectas y las más veces agudas, formando series monorrimas» de que el mismo Wolf   habla en su fundamental tratado Ueber die Lais, Sequenzen und Leiche! (1841). Allí reconoce que la ejecución musical ejerció decisiva influencia sobre estas líneas (que para el caso nuestro son las del Poema del Cid, y los más antiguos cantares), detenninando la distribución en miembros simétricos y la relación de los sonidos, que fué diversa según que predominó en las lenguas el consonantismo o el vocalismo.

Ni Wolf ni Huber llegaron a explicar jamás (ni por el camino que llevaban era posible) el fenómeno de la asonancia intermitente; y aun el segundo en su ingeniosa tesis De primitiva cantilenarum epicarum ( vulgo «romances») apud Hispanos forma (1844) complicó inútilmente la cuestión suponiendo que los juglares, al reducir a versos de ocho sílabas los alejandrinos, demasiado artificiosos y solemnes para el oído del pueblo, no se cuidaron de restituir la asonancia a los versos impares. ¿Pero cuándo la habían tenido? ¿No es enteramente gratuito el suponerlo? ¡Cuánto más natural es admitir que el primitivo y rudísimo verso épico oscilaba entra el movimiento yámbico y el trocaico, y que por fin fué éste el que prevaleció como más grato al oído nacional!

Además de la forma común de hemistiquios octosilábicos, ha tenido el romance algunas otras en que no nos detendremos, bien por su escasa importancia, bien por ser casi todas bastante modernas. El romance con estribillo se encuentra ya en t iempo de los Reyes Católicos, en la canción de Alhama y en la de la muerte del Príncipe Don Juan, a las cuaIes puede añadirse un fragmento lírico inspirado por uno de los romances de Lanzarote:

       De velar vien la niña,
       De velar venía.
Digas tú, el hermitaño—así Dios te dé alegría,
Si has visto por aquí pasar—la cosa que mas quería...
       De velar venía, etc.

[p. 89] No puede dudarse que este género de romances procede de la tradición lírica. Combinaciones semejantes abundan en el Cancionero gallego del Vaticano, en cuyas poesías semipopulares es frecuentísimo el uso del estribillo.

Con estribillo también, pero formando un monorrimo interno de que acaso no pueda citarse otro ejemplo en la antigua poesía castellana, aparece una linda canción que Lope de Vega transcribe en su comedia El villano en su rincón, y que no debe ser invención suya, sino fragmento de poesía popular como tantos otros que se hallan en su teatro:

       Deja las avellanicas, moro—que yo me las varearé,
       Tres ó cuatro en un pimpollo—que yo, etc.
       Al agua de Dinadamar—que yo, etc.
       Allí estaba una cristiana,—...
       El moro llegó á ayudarla—...
       Y respondióle enojada:—...
       ..........................................................................................
       Era el árbol tan famoso—...
       Que las ramas eran de oro,—...
       De plata tenía el tronco—...
       Hojas que lo cubren todo,—...
       Eran de rubíes rojos,—...
       Puso el moro en él los ojos,—...
       Quisiera gozarle solo,—...
       Mas díjole con enojo:—...
       Deja las avellanicas, moro—...
       Tres y cuatro en un pimpollo—... (V. Ad. 5) .

El famoso romance asturiano de El galán de esta villa que sirve para acompañar la danza prima, presenta un ejemplo, singular según creemos , de asonantes encadenados, es decir, de romance doble; pero no parece que su letra sea muy antigua:

       ¡Ay! un galán de esta villa,
       
¡Ay! un galán de esta casa,
       ¡Ay! diga lo que él quería,
       ¡Ay! diga lo que él buscaba...

La asonancia y el sistema general de los romances han sido aplicadas también a los versos de siete, seis y cinco sílabas. Los primeros son inusitados en la poesía popular, por lo cual no puede [p. 90] creerse que hayan nacido del antiguo metro de clerecía, abandonado desde los días del Canciller Ayala. En los romancillos eptasilábicos de nuestros poetas del siglo XVII ha de verse la influencia del septenario italiano, y en alguno como Villegas, la deliberada imitación del metro de las odas griegas que corren con el nombre de Anacreonte. Tampoco de los pentasílabos puede negarse que nacieran por imitación directa del adónico.

En cambio, los de seis sílabas son bastante familiares a la poesía popular. [1] En este metro están compuestos los graciosos y apacibles romances asturianos de Don Bueso y los muy interesantes de Las tres cautivas y de Don Pedro, recogidos en la Extremadura Baja. Es también el metro habitual de las marzas montañesas, y fué en el siglo XV el de las endechas o cantos fúnebres, como el de los Comendadores de Córdoba, que debe ser de muy poco posterior a 1448, fecha del suceso que relata. Esta rara composición está en series monorrimas de cuatro versos, seguido de otro que consuena con el estribillo, de esta manera:

       «¡Los Comendadores,—por mi mal os vi!
       Yo vi á vosotros,—vosotros á mí!»
       Al comienzo malo—de mis amores
       Convidó Fernando—los Comendadores
       A buenas gallinas—capones mejores.
       Púsome á la mesa—con los señores:
       Jorje nunca tira—los ojos de mí.
       «¡Los Comendadores,—por mi mal os vi!...

Los primeros hemistiquios tienen en general seis sílabas, pero entre los segundos hay muchos de cinco. Éstos dominan, por el [p. 91] contrario, en otras endechas que en la isla de Lanzarote se cantaron por los años de 1443 a la muerte del sevillano Guillén Peraza, y constan de tres series asonantadas, la primera de seis versos, las otras de tres:

       Llorad las damas,—si Dios os vala.
       Guillén Peraza—quedó en la Palma,
       La flor marchita—de la su cara.
       No eres palma,—eres retama,
       Eres ciprés—de triste rama,
       Eres desdicha,—desdicha mala...

Finalmente, en época que no podemos puntualizar, pero seguramente no anterior al último tercio del siglo XVII, tuvieron algunos poetas cultos la idea de aplicar el asonante al endecasílabo, que para nada la necesita y hasta sin la rima puede pasarse. Hizo fortuna esta invención entre los versificadores de la prosaica centuria décimaoctava, y llegó a ser el metro obligado de las tragedias clásicas. Al mérito no vulgar de algunas de éstas (tales como la Raquel, de Huerta, y el Pelayo, de Quintana), y sobre todo a la circunstancia de haberle empleado el Duque de Rivas en su poema El Moro Expósito, que fué la primera obra importante del romanticismo español, ha debido este metro un favor que a la verdad no merecía, porque reúne los inconvenientes de la rima perfecta y del verso suelto, sin ninguna de sus respectivas ventajas.

Volviendo ahora al punto de partida, de que un tanto nos han alejado estas digresiones, conviene investigar cuál pudo ser el origen de la forma métrica de los romances, considerando, no solamente el número de sílabas, sino también la serie monorrima y la asonancia. Comenzaré por ésta para proceder con más claridad.

Una preocupación muy corriente hasta nuestros días, y arraigada en los mismos textos oficiales, ha hecho creer a los españoles y a muchos extranjeros que el asonante era gala y primor exclusivo de la lengua castellana. Es cierto que hoy sólo tiene uso literario en la poesía de los tres romances peninsulares, y aun en portugués se cultiva muy poco. Los extranjeros no le perciben, a no ser por reflexión y estudio, sin excluir a los mismos italianos, [p. 92] cuya fonética linda tanto con la nuestra, aunque en su lengua sea más rápido el tránsito de una vocal a otra. Pero ha sido menester un desconocimiento total de la literatura latina y francesa de los tiempos medios para creer que en aquellos remotos siglos aconteciera lo mismo. Y lo más singular es que los mismos eruditos franceses tardaron, por falta de hábito, en reconocer la asonancia en sus canciones de gesta. El mérito de haber fijado la atención en ella antes del mismo Raynouard, cuyo artículo sobre esta materia es de 1833, corresponde al ilustre humanista hispano-americano, D. Andrés Bello, que ya en 1827 notó el uso antiguo de la rima asonante en la latinidad eclesiástica y en los poemas franceses, citando como ejemplo de lo primero la Vida de la Condesa Matilde, escrita por el monje de Canosa Donizon en el siglo XII, y como muestra de lo segundo el Viaje de Carlomagno a Jerusalén, que pertenece al mismo siglo, según la opinión más probable. La primera de estas obras, que es muy larga, está compuesta en exámetros, con asonancia en todos los hemistiquios, de esta manera:

       Auxilio Petri jam carmina plurima
       Paule, doce mentem nostram nunc plura referre,
       Quae doceant poenas mentes tolerare serenas.
       Pascere pastor oves Domini paschalis amore
       Assidue curans comifissam maxime supra,
       Saepe recordatam Christi memorabat ad aram.
       ..................................................................................

Con ser tan continuo y tan visible el artificio, no habían reparado en él ni Leibnitz ni Muratori en sus respectivas ediciones de esta Vida, lo cual es insigne prueba del olvido en que los más sabios tenían la noción del asonante, sólo perceptible ya para nuestro vulgo.

«Otro escritor que usó mucho del asonante (continúa Bello), bien que no con la constante regularidad del historiador de Matilde, fué Gofredo de Viterbo en su Panteón, especie de crónica universal sembrada de pasajes en verso, que parecen intercalarse para alivio de la memoria. El poeta no se ciñe a determinado número, especie ni orden de rimas, pero son tan frecuentes las asonancias, que no pueden deberse al acaso.»

[p. 93] Remontándose en la corriente de los tiempos, encontró Bello otras composiciones menos extensas, pero en que abundan las asonancias, aunque no estén sometidas a un sistema tan regular como en el biógrafo de la Condesa Matilde. Baste citar la memorable prosa de San Pedro Damiano (siglo XI), que comienza Ad perennis vitae fontem. [1] La mayor parte de los versos de este himno asuenan entre si; la asonancia es a menudo de tres vocales y la acompaña la consonancia monosíaba, esto sin contar con las asonancias interiores, que son frecuentes:

       Ad perennis vitae fontem mens sitivit arida,
       Claustra carnis praesto frangi clausa quaerit anima,
       Gliscit, ambit, eluctatur, exsul frui patria!
       Dum pressuris ac aerumnis se gemit obnoxiam,
       Quam amissit, cum deliquit, contemplatam gloriam;
       Praesens malum auget boni perditi memoriam....

El ejemplo más antiguo de los que Bello trae es el ritmo de San Columbano, fundador del Monasterio de Bobio (fines del siglo VI o principios del VII).

«En este ritmo se observan constantemente unidas la consonancia monosílaba con la asonancia, es decir, que los dos finales de cada dístico presentan dos vocales semejantes, y también lo son la articulación o articulaciones finales, si las hay, v. gr.:

           Totum humanum genus ortu utitur pari,
       Et de simili vita fine cadit aequali...
       Quotidie decrescit vita praesens quam amant,
       Indeficienter manet sibi poena quam parant...
       Cogitare convenit te haec cuncta, amice,
       Absit tibi amare hujus formulam vitae..

No ha de confundirse, como han hecho algunos eruditos, la asonancia con otro artificio rítmico muy usado en la latinidad eclesiástica, es decir, con el consonante monosílabo o átono, que consiste únicamente en la repetición de la última vocal o diptongo. En esta especie de consonancia, que lo es para los ojos, más bien que para el oído, se compuso, por ejemplo, la canción de los defensores de Módena contra los húngaros, en el año 924:

            [p. 94] O tu, qui servas armis ista moenia,
       Noli dormire, moneo, sed vigila.
       Dum Hector vigil extitit in Troia,
       Non eam cepit fraudulenta Graecia.
       Prima quiete, dormiente Troia
       Laxavit Sinon fallax claustra perfida,
       Per funem lapsa occultata agmina
       Invadunt urbem et incendunt Pergama... [1]

Este género de consonancia es seguramente el más antiguo de todos: precedió a la rima y al asonante, y se encuentra ya en el siglo III en la más antigua de las poesías de la Iglesia Latina, en las Instructiones de Commodiano de Gaza adversus gentium deos. En el octavo de los acrósticos de que se compone esta obra, escrita en una especie de hexámetros bárbaros y populares, los versos terminan constantemente en o.

Por la rudeza de su estilo y versificación Commodiano, aunque tan antiguo, puede ser considerado como un poeta vulgar; y no sirve de norma para juzgar de lo que fué la poesía latino-eclesiástica de los primeros siglos. Esta poesía era métrica casi siempre y tan observadora de la cantidad como lo consentía el estado decadente de la lengua. [2] Sólo en alguna composición especial [p. 95] y que de un modo muy inmediato se dirigía a la inteligencia del vulgo, solía infringirse esta ley. Tal acontece, por ejemplo, en el salmo abecedario de San Agustín contra los Donatistas, escrito, como el mismo Santo dice, para que lo cantasen los imperitos y los idiotas. [1] Está en trocaicos octonarios sin observancia de cantidades, pero con el artificio métrico de acabar todos los versos en la misma vocal, habiendo entre estas terminaciones no pocas rimas perfectas y bastantes asonancias, sin que falten algunas interiores que tampoco parecen casuales. [2] Esta composición, que nos interesa hasta por el metro enteramente análogo al de nuestros romances, principia de esta manera:

           Omnes qui gaudetis de pace —modo verum judicate.
       Abundantia peccatorum—solet fratres conturbare:
       Propter hoc, Dominus noster—voluit nos praemonere,
       Comparans regnum coelorum—reticulo misso in mare,
       Congreganti multos pisces —omne genus, hinc et inde,
       Quos quum traxissent ad litus—tunc coeperunt separare,
       Bonos in vasa miserunt—reliquos malos in mare.
       ..............................................................................................

Cada una de las estrofas, que son veinte, está precedida, a guisa de estribillo que San Agustín llama hyposalma, del verso Omnes qui gaudetis de pace.

[p. 96] Existiendo tales composiciones populares en la vecina Iglesia Africana, que tantas relaciones tuvo con la nuestra, era natural que inmediatamente pasasen a España, si es que aquí no florecieron al mismo tiempo. Nada más común, en el Himnario Latino -Visigodo que la repetición deliberada de la última vocal, v. gr.: en el himno De nubentibus:

            Epithalamia usque dum reddita,
       
Voce paradica receptan gratiam:
       Crescite, clamitat, replete aridam ;
       Ornate tori thalama...

Y en el ya citado himno de profectione exercitus:

           Victricem tribue, Christe, de hostibus
       Palmam Christicolis coelitus regibus,
       
Ex totis viribus te redamantibus
           tota vito et actibus...

Esta práctica engendró, como era natural, gran número de asonancias y consonancias, pero es un procedimiento distinto, y, por decirlo así, embrionario, puesto que llevaba en germen simultáneamente la rima perfecta y la imperfecta. La repetición exclusiva de la última vocal no acentuada es de efecto tan débil, que el oído apenas la percibe. Instintivamente debió pasarse a la igualdad de vocales y consonantes, o a la igualdad de las solas vocales, desde la acentuada inclusive. Una y otra cadencia, como gratísimas al oído, triunfaron muy pronto del insípido consonante monosílabo, pero no pueden mirarse como ajenas la una a la otra. Ni la rima es una perfección de la asonancia, ni la asonancia una corrupción o degeneración de la rima. Juntas nacieron, y juntas las vemos desarrollarse lo mismo en la latinidad eclesiástica, que en la primitiva poesía francesa y castellana. Sólo que la asonancia, como más fácil, sobre todo de la manera que entonces se practicaba, fué la regla general, y la consonancia una excepción, aunque frecuentísima. El valiente poeta que en el primer tercio del siglo XII compuso en versos sáficos el cantar latino del Campeador, usa unas veces el asonante, otras el consonante propinmente dicho, otras el monosílabo, pero en cada estrofa cambia de vocal; y adviértase que esta composición, aunque erudita por la lengua [p. 97] y por el metro (si bien tratado rítmicamente), empieza congregando al pueblo para que venga a escuchar un nuevo canto en loor de su héroe predilecto:

           Eia!... laetando, populi catervae,
       Campi doctoris hoc carmen audite;
       Magis qui eius freti estis ope,
                Cuncti venite.
       Nobiliori de genere ortus,
       Quod in Castella non est illo maius:
       Hispalis novit et Iberum litus
                Quis Rodericus.
       Hoc fuit primum singulare bellum,
       Cum adolescens devicit Navarrum:
       Hinc Campi-doctor dictus est maiorum
                Ore virorum.
       Iam portendebat quid esset facturus,
       Comitum lites nam superaturus,
       Regias opes pede calcaturus,
                Ense capturus... [1]

No creemos que nadie sostenga hoy que las lenguas romances hayan recibido por transmisión directa de su madre la rima ni el asonante. Entre la poesía latino-eclesiástica y la vulgar, no hay verdadera continuidad de ningún género. La una no es heredera de la otra. El principio de la homofonía silábica estaba en la madre, y está en las hijas: sale a la superficie cuando el latín se corrompe, invade los himnos de la Iglesia, invade la prosa llenándola de las figuras llamadas similiter cadens y similiter desinens, pero esta vegetación no es prolífica, sino viciosa. Daña al tronco antiguo y acelera su corrupción, pero no se injerta en el nuevo. La audición de la poesía de los himnos influyó sin duda en las nacientes literaturas, pero de un modo general y vago; [2] y en cuanto a los homoioptoton y homoioteleuton, no pasa de ser un capricho erudito el imaginar que estos primores retóricos llegasen a noticia del vulgo y que los imitase en sus bárbaros cantares. Hay, sin embargo, en esta opinión una parte de verdad, que se explica por otras leyes más generales.

[p. 98] La rima perfecta o imperfecta fué un producto espontáneo de la corrupción de la lengua latina, desde que perdida la noción de la cuantidad silábica hubo que compensar esta pérdida con otro género de armonía, menos íntima sin duda, y también menos sabia y refinada, pero que tenía la ventaja de ser perceptible hasta para el ínfimo vulgo, a la vez que sonaba grata en los oídos de los doctos, que ya la empleaban de caso deliberado en verso y en prosa. Pero los poemas eclesiásticos, aun los de aspecto más popular, como los ya citados de Commodiano y San Agustín, tienen una regularidad, ora en el número de sílabas, ora en la distribución de las cesuras y acentos, que impiden confundirlos con los productos nativos de la inspiración del vulgo, tal como se manifestó en las lenguas neo-latinas. El fenómeno, sin embargo, era el mismo, aunque se diese en círculos muy diferentes. La transformación del verso fué natural efecto de la transformación de la lengua. No hay que pensar en orígenes célticos, [1] germánicos ni semíticos . Frustra fit per plura quod potest fieri per pauciora.

[p. 99] Los rudimentos de la rima estaban en las entrañas de la misma lengua latina, en la composición del período oratorio y poético, en la simetría con que al fin de las cláusulas solían colocarse vocablos de la misma especie puestos en inflexiones análogas: unos mismos tiempos del verbo, unos mismos casos de la declinación. De aquí resultaban necesariamente muchas rimas y asonancias, que en los tiempos clásicos eran fortuitas, porque el escritor buscaba, no la correspondencia material de las palabras, sino la correspondencia ideológica de los términos; pero que en los tiempos de decadencia se buscaron exprofeso, y fueron un amaneramiento y una plaga. En los versos se hacía sentir todavía más el principio simétrico generador de la rima. El solo hecho de separar el sustantivo del adjetivo, colocándolos respectivamente en la cesura y en el final del verso, o en dos finales de versos [p. 100] inmediatos, producía gran número de consonancias y asonancias que se encuentran en los mejores poetas de la edad de oro, pero que seguramente ellos no percibían, puesto que no ponían el menor estudio en evitarlas:

           Dicit in aeternos aspera verba Deos

                                                               (TIBULO.)

        Volvitur et plani raptim petit aequora campi.

                                                          (LUCRECIO.)

        Trahuntque siccas machinae carinas.
       
............................ Metaque fervidis
       
Evitata rotis, palmaque nobilis.
       .............................................................
       
Hunc si mobilium turba quiritium...
       Aut in umbrosis Heliconis oris...
                                                    (HORACIO.) [1]

El paso de lo fortuito y accidental a lo sistemático y voluntario, tenía que darse por sí mismo en cuanto se perdiese la [p. 101] distinción de largas y breves, y comenzase el largo tanteo que condujo a la invención de los ritmos modernos. La antigua simetría oratoria y poética se materializó, por decirlo así, se hizo mecánica, dejó de hablar al entendimiento y habló solamente al oído, pero con más pujanza que hasta entonces; dejó de ser correspondencia de ideas y fué mera correspondencia de sonidos idénticos o aproximados. A veces esta nueva métrica quiso combinarse monstruosamente con la antigua, pero en las lenguas vulgares campeó sola. La facilidad de acumular asonancias verbales dió a la más antigua poesía épica la forma de series monorrimas que, tanto en los textos franceses como en los españoles, tienen indeterminado número de versos. En Garin le Loherain hay una tirada de más de quinientos versos: en la Chanson d'Aspremont, una que no pasa de tres.

Los más antiguos documentos de la poesía francesa, sagrada y profana, la cantilena de Santa Eulalia, la Vida de San Léger, la Canción de San Alejo, la Canción de Rolando, y sin excepción todas las canciones de gesta primitivas, están asonantadas, cargando la asonancia en la última vocal acentuada. Sólo cuando empezaron a escribirse los poemas confiados antes a la mera recitación, es decir, en el siglo XII, fué substituyendo la rima a la asonancia, pero el tránsito hubo de ser lento y laborioso. Antes de llegar a las canciones pura y absolutamente rimadas, como el Aliscans, el Fierabrás, el Guidon, el Macaire, hubo un período de lucha entre la asonancia y la rima, que puede estudiarse en el Amis y Amiles, en el Ogier, en la Muerte de Aimerico de Narbona y en otros textos. Gran parte de las canciones antiguas fueron refundidas para acomodarlas al nuevo estilo, pero en las primitivas, y en la que justamente pasa por tipo de todas, en la Chanson de Rollans, no sólo domina la asonancia, sino que se ve que el autor no tenía noción de la rima. [1]

[p. 102] A la extrañeza que pueda causar tal noticia, todavía no bastante vulgar en España, contestó ya en 1827 D. Andrés Bello con razones que nada han perdido de su fuerza, a pesar de los adelantos de la filología:

«¡Asonantes en francés!, exclamarán sin duda aquellos que, en un momento de irreflexión, imaginen que se trata del francés de nuestros días, que, constando de una multitud de sonidos vocales diferentes, pero cercanos unos a otros, y situados, por decirlo así, en una escala de gradaciones casi imperceptibles, no admite esta manera de ritmo. Pero que la lengua francesa no ha sido siempre como la que hoy se habla, es una verdad de primera evidencia; pues habiendo nacido de la latina, es necesario que para llegar a su estado actual haya atravesado muchos siglos de alteracion y bastardeo. Antes que fragilis y gracilis, por ejemplo, se convirtiesen en frêle y grêle, era menester que pasasen por las formas intermedias fraïle y graïle, pronunciadas como consonantes de nuestra voz baile. Alter no se transformó de un golpe en autre (otr): hubo un tiempo en que los franceses profirieron este diptongo au de la misma manera que lo hacemos en las voces auto y lauro. En suma, la antigua pronunciación francesa no pudo menos de asemejarse mucho a la italiana y castellana, disolviéndose todos los diptongos y profiriéndose las sílabas en, in con los sonidos que se conservan en las demás lenguas derivadas de la latina. Esto es cabalmente lo que vemos en las poesías francesas asonantadas, que son todas anteriores al siglo XIV; y lo vemos tanto más, cuanto más se acercan a los orígenes de aquella [p. 103] lengua. Por eso, alterada la pronunciación, cesó el uso del asonante, y aun se hizo necesario retocar muchos de los antiguos poemas asonantados, reduciéndolos a la rima completa, de donde procede la multitud de variantes que encontramos en ellos, según la edad de los códices.» [1]

Por supuesto, en las canciones francesas todos los versos están asonantados en la sílaba final, y no hay rastro alguno de asonancia alternativa, lo cual es nueva comprobación de la unidad del verso épico, y nuevo argumento contra la hipótesis de los versos cortos que más arriba hemos impugnado.

Siendo tan natural y tan popular la asonancia, debió existir desde que hubo poesía románica, y nadie creerá que los cantores épicos la tomasen directamente de los himnógrafos y versificadores eclesiásticos. Puede deslumbrar a primera vista el especioso argumento de que el Poema de Mío Cid está precedido por el cantar latino del Campeador, y las gestas francesas por la cantilena de Clotario II, que se remonta nada menos que al siglo VII:

       De Chlothario est canere rege Francorum,
       
Qui ivit pugnare in gentem Saxonum.
       Quam graviter provenisset missis Saxonum,
       Si non fuisset inclytus faro de gente Burgundionum. [2]

..............................................................................................................................................

Pero si algo probasen estos textos, que también se han invocado para defender la existencia de las supuestas cantilenas primitivas, probarían todo lo contrario de lo que se pretende; probarían la influencia de la poesía vulgar sobre la erudita; puesto que el fragmento latino del Campeador es el principio de un episodio épico tratado en forma lírica por un poeta culto; y la cantilena de Clotario, de la cual sólo tenemos los primeros y últimos versos, era, según el testimonio del biógrafo de San Faron, que los ha conservado, tomándolos de otro autor más antiguo, una canción plebeya y rústica (carmen publicum juxta rusticitatem) que en [p. 104] su tiempo andaba en boca de todos, y que las mujeres repetían en sus coros (per omnium paene volitabat ora ita canentium, feminaeque choros inde plaudendo componebant). Esta canción, dada la época, no podía estar ni en francés, porque esta lengua no había nacido aún, ni en latín, porque no lo leía ni entendía el vulgo de los Francos. El Carmen rusticum tenía que estar, por consiguiente, o en lengua germánica, como creyó Bartsch, o en el incipiente romance que se hablara en tiempo de los merovingios, como sostiene Rajna; en una y otra hipótesis los versos que transcribe el hagiógrafo no son más que una traducción o abreviación, de que ninguna consecuencia puede sacarse en cuanto al metro de la cantilena primitiva.

Hemos visto que la asonancia y el monorrimo fueron caractares comunes a la epopeya francesa y a la castellana, aunque hoy sólo persisten en nuestros romances. Pero en lo que difieren profundamente una y otra es en los metros que emplean, ya se atienda al verso informe de las dos gestas del Cid, ya al octonario de los romances. El primero contrasta con la regularidad silábica que desde sus comienzos tuvo la versificación francesa, y no corresponde al tipo del decasílabo o endecasílabo, del alejandrino ni del verso de nueve sílabas (para los franceses, de ocho), que son los tres metros narrativos que ellos conocieron. El verso de diez y seis sílabas, o si se quiere de ocho más ocho, [1] es indígena y privativo de España, no se encuentra ni en la poesía francesa ni en la italiana. [2] El trocaico de esta última, tan usado en el [p. 105] drama musical, es un metro lírico que hasta en su acentuación difiere del nuestro, puesto que lleva un acento obligatorio en la tercera sílaba, al paso que el octosílabo español, mucho más llano y sosegado en su movimiento, se contenta con el de la séptima. [1]

La existencia de este metro es un argumento irrefragable del carácter nacional de nuestras canciones históricas y de la ligereza con que han procedido los que le niegan o desconocen. A nuestros romances y gestas es enteramente aplicable lo que el inmortal Federico Díez escribió de las francesas: «Una poesía que ha producido tantas cosas bellas, privativas y características suyas, tiene derecho a que se la crea capaz de haber encontrado por sí misma su forma.» [2]

Pero entendámonos bien: no se trata de un caso de generación espontánea. En la prosodia neo-latina no hay un solo tipo que no recuerde el esquema de un verso clásico, y que no tenga con él relaciones históricas, no ya meramente esquemáticas. [p. 106] Claro está que los versos latinos sólo pueden considerarse como fundamento de la métrica moderna en cuanto se leen según el ritmo acentual, y prescindiendo de la cuantidad que no sentimos; pero todo el que ha frecuentado la lectura de los poetas antiguos, sabe que hay muchos versos que aun leídos a nuestro modo producen impresión gratísima en el oído, al paso que en otros no percibimos armonía ninguna, si bien métricamente tengan el mismo valor. Acontece, además, que dos metros latinos, muy disímiles en su composición, como el sáfico y el senario yámbico, por ejemplo, han podido servir de tipo a un mismo verso vulgar, el decasílabo o endecasílabo en sus dos formas, francesa e italiana.

¿Pero cómo la poesía latino-bárbara y la poesía de las lenguas romances, rítmicas una y otra, fundadas en el número de sílabas y en el acento, han podido nacer de un sistema métrico, cuyo principio esencial era la compensación de las sílabas largas con las breves? ¿No parece más sencillo derivarlas de los cantares de la plebe romana, de la poesía vulgar y rítmica, que sabemos, que existía como existía la lengua romana rústica? Hay mucho de verdad en esta opinión, pero no tanto que invalide enteramente la contraria; porque no consta que en ningún período de la literatura clásica existiese un divorcio completo entre la métrica vulgar y la erudita. No hay para qué remontarse a los versos saliares y saturnios, cuya medida es tan vaga y tan incierta que cada filólogo la entiende y explica a su manera, unos por el acento, otros por la cuantidad. Ni tampoco hemos de pensar en el ritmo de los poetas cómicos, que por su misma libertad y desenfado nos suena como prosa y es lo más contrario que puede imagimarse al número fijo de silabas y a la monótona cadencia de la poesía latino-eclesiástica.

Más próximos a las formas vulgares son sin duda los cantos de escarnio que la soldadesca romana entonaba detrás del carro de los triunfadores, como el tan sabido de Julio César «Gallias Caeser subegit, Nicomedes Caesarem», y otras muestras de poesía satírica que trae Suetonio en sus Vidas de los Césares; pero estos versos no tienen sólo un general movimiento trocaico como los análogos de nuestra lengua, sino que están bien medidos y cumplen las leyes del tetrámetro trocaico cataléctico. Son, por [p. 107] consiguiente, versos métricos todavía, pero tan fuertemente acentuados, que pueden pasar por rítmicos.

Creer que de la métrica antigua nada pasó a la moderna sería un error muy grave, puesto que aquélla no estaba limitada a la distinción del valor cuantitativo de las sílabas. La importancia del acento no se había ocultado de ningún modo a los versificadores clásicos, que gustaban de hacerle coincidir en el ictus o arsis, especialmente en los finales de verso y de hemistiquio, [1] siendo ésta la principal razon de la agradable cadencia que para nosotros conservan muchos versos latinos, y que rara vez sentimos en los griegos, donde es frecuentísimo el conflicto entre el acento de la palabra y la arsis métrica. Lo que era secundario para los antiguos fué capital para los modernos. Así, el senario yámbico de la baja latinidad terminó constantemente en esdrújulo, convirtiéndose en regla invariable lo que era ya práctica común en los poetas del buen tiempo. Así, el yámbico tetrámetro cataléctico fué dividido sistemáticamente por una cesura en dos hemistiquios, el primero de ocho síabas, terminado forzosamente en dicción esdrújula, y el segundo de siete cargando el acento en la penultima.

En suma, el nuevo ritmo conservó en gran parte las cesuras y acentos del metro antiguo, pero dándoles una fijeza y regularidad que antes no tenían, y reduciendo cada metro a número determinado de sílabas, como era forzoso en un sistema donde no podía haber otra comensuración de tiempos, puesto que todas las sílabas habían llegado a ser iguales.

Hubo mucho de inconsciente en todos estos procedimientos, y si en los himnógrafos latinos puede admitirse mayor dosis de reflexión y cálculo, en los cantores épicos todo, o casi todo, debió ser obra del instinto musical operando sobre un material lingüístico nuevo, e imitando de una manera vaga y ruda ciertos ritmos latinos de los más usados en la poesía litúrgica. Y no parezca demasiado culta y erudita esta filiación, pues entre los [p. 108] graves errores que sobre la poesía popular ha hecho nacer el ambiguo nombre que lleva, no es el menor el suponer una especie de abismo entre doctos y vulgares, entre clérigos y laicos, como si las formas de la versificación popular fuesen independientes de la versificación literaria, como si el arte de los versos no respondiese en toda lengua a condiciones prosódicas que son iriherentes a la lengua misma e inseparables de sus orígenes. «Imagínese lo que se quiera respecto de las literaturas de primera formación (dice a este propósito un excelente crítico italiano), nadie puede creer que la edad media latina fuese capaz de ningún género de creación ex nihilo. En aquella edad de decadencia, pero no de absoluta barbarie, la tradición latina, si bien empobrecida y bastardeada, era siempre el foco luminoso al cual se volvían todos los ojos. Basta pensar en la eficacia que debía tener la liturgia. Eran ciertamente los clérigos los que componían los versos latinos; pero, ¿en la iglesia no estaba el pueblo?, ¿no salía de allí con ciertas melodías y ciertos ritmos en el oído?, ¿no las acompañaba con su propia voz en latín o en lengua vulgar? ¿Hubo por ventura ningún tiempo en que la religión y el clero dominasen más todas las manifestaciones de la vida? El que poseía alguna aptitud poética, no tenía enteramente virgen su sentimiento rítmico, sino educado en algo preexistente. Los mismos juglares habían pasado más o menos por esta disciplina. El espíritu laico y romancesco se emancipaba luego a su modo, pero el punto de partido era común.» [1]

Prescindiendo de la génesis de los demás versos modernos, y concretándonos a nuestro octonario o pie de romance, creemos que pocos tienen un origen tan claro, y la verdad es que en este punto hay poca divergencia entre los autores. [2] Nadie piensa [p. 109] ya en el dímetro yámbico, tan frecuente en los himnos de la Iglesia, ora sea métrico como en San Ambrosio y en Prudencio, ora rítmico y con acento forzoso en la antepenúltimo. Porque el dímetro yámbico, en cualquiera de sus formas, lo que engendra es el verso de siete ílabas:

       Arbor decóra et fúlgida,
       Ornata régia púrpura.
       ..........................................
       Salvéte, flóres Mártyrum
       Quos lúcis ipso in límine...

Y si se transporta el acento a la última sílaba, more gallico, como solía hacerse en el canto, resultará el verso de nueve sílabas, tan copioso en la poesía francesa, tan claudicante en la nuestra:

       Arbor decora et folgidá,
       Ornata regia purpurá...
       ...........................................
       Psallentis audit insupér
       Praedulce carmen martyrís...

El tipo del romance tiene que ser un ritmo trocaico, es decir, un ritmo en que el acento carga en las sílabas impares, y da por resultado un verso de número par de sílabas. Tales ritmos son muy antiguos en latín, y prescindiendo del verso de los poetas cómicos, que por su especial carácter nada tiene que hacer aquí, basta recordar los cantos de los soldados romanos, que son métricos todavía, pero que presentan ya fuertemente marcadas la cesura entre los dos hemistiquios y la pausa final, de este modo:

       Ecce Caesar nunc trinmphat—qui subegit Gallias
       Nicomedes non triumphat—qui subegit Caesarem;
       ..............................................................................
       Brutus, quia Reges ejecit—consul primus factus est;
       Hic, quia consules ejecit—Rex postremo factus est; [p. 110] los del Pervigilium Veneris, tan admirablemente parafraseados en castellano por D. Juan Valera:

       Cras amet qui nunquam amavit—quique amavit cras amet
       .........................................................................................
       Vere concordant amores—vere nubunt alites
       ........................................................................................
       Cras amorum copulatrix—inter umbras arborum
       Implicat casas virentes—de flagello myrteo,
       Cras Dione jura dicit—fulta sublimi throno;
       .......................................................................................

los atribuídos a Julio Floro [1] y para buscar algún ejemplo dentro de casa, los tetrámetros trocaicos de una de las inscripciones votivas del templo de Diana en León:

       Donat hac pelli, Diana—Tullius te Maximus
       Rector Aeneadum, Gemella—legio, quis est septima,
       Ipse quam detraxit urso—laude opima praeditus. [2]

En manos de los versificadores eclesiásticos el septenario trocaico continúa siendo uno de los metros más populares, y adquiere cada día más regularidad en su estructura silábica.

       Apparebit repentina—dies magna domini.
       .......................................................................
       Ad perennis vitae fontem—mens sitivit arida.
       ........................................................................
       Audi, Christe, tristem fletum—amarumque canticum.

[p. 111] y otros innumerables. En el tetrámetro cataléctico, el primer hemistiquio tiene ocho sílabas, y el segundo siete; pero de septenario se convierte en octonario si cargamos el acento en la última sílaba de los hemistiquios pares, como probablemente se hacía al cantarlos. Así en el himno triunfal del emperador Aureliano:

       Tantum vini habet nemo—quantum sanguinis fudit...
       ...............................................................................
       Mille, mille, mille, mille—mille decollavimus.

Si pronunciamos fudít y decollavimús, los hemistiquios son verdaderos octosílabos, el primero grave y el segundo agudo. [1]

Pero en el tetrámetro trocaico acataléctico, tan popular como el otro, ni siquiera es preciso hacer esta violencia a la legítima acentuación latina. A él pertenecen los sabidos versos del Emperador Adriano:

       Ego nolo Florus esse,—ambulare per tabernas,
       Latitare per popinas,—culices pati rotundos. [2]

En él está compuesto el salmo de San Agustín contra los donatistas, y este solo ejemplo, que conocemos ya, nos ahorra cualquier otro:

       Omnes qui gaudetis de pace—modo verum judicate.
       Abundantia peccatorum—solet fratres conturbare.
       .................................................................................

Excluyendo, pues, como tipo inmediato el septenario trocaico o, dicho en términos más clásicos, el tetrámetro trocaico [p. 112] cataléctico, aunque deba tenérsele muy en cuenta, no sólo por la analogía de su ritmo, sino por la muy razonable sospecha de que en la primera edad de nuestra lengua abundasen las terminaciones agudas más que ahora y lo mismo aconteciese en el bajo latín cantado, ya que no en el recitado; queda como esquema indubitable de nuestro verso nacional el tetrámetro trocaico acataléctico, es decir, el octonario trocaico, verso de nobilísima prosapia clásica, puesto que se remonta nada menos que al lírico griego Alcman, que floreció más de 600 años antes de la era vulgar.

Pero al decir que nuestro octosílabo es un hemistiquio de este tetrámetro, no entendemos de ningún modo establecer una derivación directa, ni siquiera respecto de los tetrámetros de la baja latinidad. Creemos, por el contrario, y en el presente estudio hemos procurado demostrar, que la forma de los romances, por vieja que se la suponga, no puede considerarse como primitiva, sino como perfección de otra más ruda; y que el-verso de diez y seis sílabas fué precedido por otro verso épico o sistema de líneas largas, cuya verdadera métrica es todavía un problema que bien puede llamarse crux ingeniorum . Para que este hórrido y bárbaro metro se convirtiese en octonario, fué menester un trabajo de selección que eliminó los alejandrinos y los endecasílabos de cesura en la quinta; y en esta depuración, es claro que el principal, aunque misterioso agente, fué el genio de la lengua, más inclinada que ninguna de sus hermanas a las combinaciones trocaicas; pero no pudo ser indiferente la existencia de un tipo métrico análogo, sino idéntico, y que había sido empleado en poesías realmente populares, aunque no narrativas, sino líricas. El metro épico no nació del tetrámetro, como en Francia no nació del senario yámbico, pero se regularizó con su ejemplo.

Aquí ponemos término a esta discusión, árida de suyo y que hemos procurado abreviar, acaso con mengua de la claridad que tan difíciles materias exigen. Réstanos, para cerrar este capitulo previo y entrar desembarazadamente en el estudio analítico de los romances, hacer una clasificación de ellos, no para emular las muy razonadas y magistrales que hicieron Durán, Wolf y Milá, sino con objeto de simplificarlas en lo que cuadra a nuestro especial intento, e indicar las divisiones de nuestro trabajo.

Toda poesía anónima y popular, como son los romances, debe [p. 113] ser clasificada atendiendo a tres criterios: el cronológico, el de materias o asuntos y el de las formas artísticas. Si se prescinde de cualquiera de ellos, o no se los pone en relación, puede incurrirse en graves errores, cayendo en aquel género de pueril y vacio dilettantismo de los que citan romances a troche moche y buscan, por ejemplo, revelaciones sociales y políticas sobre la España de la Edad Media en los productos amanerados y fastidiosos de cualquier ingenio culterano del siglo XVII, que resulta convertido en voz del pueblo por haber tenido la loable modestia de ocultar su nombre. Todavía hay quien cree en la existencia de un fantástico Romancero Español, que el pueblo ha venido creando a través de los tiempos, y cuya primera página debió escribirse inmediatamente después del alzamiento de D. Pelayo en Covadonga, dilatándose luego el género entre acometidas y algaradas (palabras de rigor en tales casos), hasta resultar no sé qué conjunto monstruoso, que muchos hacen profesión de admirar a bulto sin darse cuenta clara de lo que leen y admiran, y del cual otros pretenden sacar una filosofía de la historia, una psicología popular, un programa político y muchas otras cosas a cual más profundas y sutiles.

Claro está que los romance no tienen la rigurosa cronología de las escrituras ni de los diplomas, pero son tan de bulto sus diferencias de contenido y de forma, y, por otra parte, está tan averiguada la procedencia de la mayor parte de ellos y el tiempo en que comenzaron a divulgarse, que es inexcusable ya persistir en el método antiguo, aunque tan gran ejemplo como el de Durán lo autorice, y confundir en un mismo libro y bajo un mismo nombre producciones que no tienen de común más que estar en el mismo metro, y ni siquiera tratado y entendido de la misma manera.

Desde 1815, en que Jacobo Grimm, con adivinación certera y genial, distinguió los romances viejos de los que no lo son, uno solo entre los innumerables romanceros publicados en Europa se aprovechó de esta distinción: la Primavera y Flor de Wolf, que es de 1856. Y aun en éste penetraron varios romances eruditos y artísticos o semiartísticos, ya para completar ciclos históricos, ya por tratarse de poesías curiosas y de relativa antigüedad. Con esta misma laxitud hemos procedido nosotros en las [p. 114] adiciones a dicha Primavera, pero procurando no traspasar el límite marcado por Wolf.

Nuestra colección, pues, y nuestro estudio, por consiguiente, se contrae a los romances viejos, entendiendo por tales:

1.º Aquellos cuya existencia en el siglo XV consta de un modo positivo.

2.º Todos aquellos que impresos en la primera mitad del siglo XVI, ya en el Cancionero General de 1511, ya en el Cancionero de Romances de Amberes, ya en las tres partes de la Silva de Zaragoza, ya en pliegos sueltos góticos, ya en cualquier otro libro, presentan los caracteres de la plena objetividad épica o del lirismo popular. Sólo por excepción tendremos en cuenta los romanceros publicados después de 1550 (por ejemplo, las Rosas de Timoneda), en cuanto pueden conservar algún vestigio tradicional. Pero esta indulgencia no alcanza a las colecciones puramente artísticas, como el famoso Romancero General de 1604, cuyo estudio queda íntegramente reservado para la historia de la poesía lírica del siglo XVI.

3.º Los romances que, recogidos modernamente de la tradición oral, en mejor o peor estado de conservación, pueden considerarse como variantes de los viejos, o presentan un tipo análogo a ellos. En esta parte hay que proceder con cautela, para no con fundir lo popular con lo vulgar, ni tampoco con las reminiscencias literarias que han llegado al pueblo más de lo que se piensa.

La cronología especial de cada romance viejo es hoy inasequible y quizá lo será siempre, pero caben muy razonables conjeturas, fundadas no tanto en el estilo, que es bastante uniforme en ellos y que corresponde, no a la época de su composición, sino a la de su divulgación por la escritura o por la imprenta, cuanto en sus caracteres intrínsecos, en la índole de las asonancias, en la mayor o menor pureza de los elementos épicos, en el empleo de ciertas fórmulas narrativas, en los pormenores de las costumbres que reflejan, y como criterio más seguro, en la comparación con sus fuentes, es decir, con las gestas, crónicas y demás documentos históricos y poéticos de donde casi todos proceden.

Considerados en general, y por grandes grupos, los más antiguos son los pertenecientes a los ciclos históricos. Con ellos puede competir en antigüedad alguno de los Carolingios, pero la mayor [p. 115] parte pertenecen a una elaboración épica más reciente, a pesar de ciertas rarezas de su lenguaje. Los pocos romances de la Tabla Redonda, son seguramente posteriores, dada la tardía introducción y escasa popularidad de este ciclo en Castilla; y tenemos por los más modernos los novelescos y caballerescos sueltos, con muy pocas excepciones.

Pasando a la división fundada en el contenido de los romances, no encuentro cosa substancial que modificar en la que adoptó Wolf para su Primavera y perfeccionó Milá en su memorable tratado De la poesía heroico popular castellana. Trataré, pues, sucesivamente de los romances históricos, de los caballerescos y de los novelescos, distribuyéndolos así según sus principales temas:

       I.—Romances históricos:
       a) El Rey Don Rodrigo y la pérdida de España.
       b) Bernardo del Carpio.
       c) El Conde Fernán González y sus sucesores.
       d) Los Infantes de Lara.
       e) El Cid.
       f) Romances históricos varios.
       g) El Rey Don Pedro.
       h) Romances fronterizos.
       II.—Romances del ciclo Carolingio.
       III.—Romances del ciclo Bretón.
       IV.—Romances novelescos sueltos.
       V.—Romances líricos.

Los romances Carolingios se agrupan naturalmente por los personajes a quienes se refieren (Montesinos, Gaiferos, Durandarte, etc.); los novelescos por la comunidad de temas o semejanza de situaciones. Quedan algunos que parecen un libre juego de la fantasía o una expansión del sentimiento individual, y para éstos reservamos la calificación de líricos, que ha de entenderse en sentido muy lato, puesto que esta poesía nunca pierde del todo su fundamental carácter épico.

Por lo que toca a su estilo, o digamos a su técnica, casi todos los romances de que vamos a tratar pertenecen a una de las dos categorías que se designan con los nombres, no enteramente [p. 116] adecuados, de populares y juglarescos. Tan populares fueron unos como otros, y los juglares sirvieron de intérpretes a una y otra poesía, puesto que no consta que en Castilla hubiese más clase poética que ellos; pero esta distinción tiene un valor real, en cuanto sirve para deslindar dos épocas diversas (aunque no primitiva ninguna de ellas) de nuestra literatura épica. Los romances llamados por antonomasia populares, parecen y suelen ser fragmentos de antiguas canciones de gesta, rapsodias de una Ilíada sin Homero (como ingeniosamente se ha dicho), y nos subyugan por lo rápido y animado de la narración, no menos que por la absoluta impersonalidad del narrador, el cual, por decirlo así, se confunde con su asunto. Los romances llamados juglarescos, que tanto abundan en el ciclo Carolingio, y que hasta por la extensión material se distinguen de los otros, difieren todavía más en el modo de la narración, que suele degenerar en lánguida y palabrera, y tienen ciertos visos de composición artificial, revelando la mano de un versificador más o menos hábil, que utiliza elementos preexistentes, repite ciertas fórmulas convencionales, o combina fragmentos de diversas canciones. En algunos de ellos, hasta consta el nombre de su autor o refundidor.

Algunos romances eruditos y artísticos o semi-artísticos, que tuvieron cabida en la Primavera por las razones ya dichas, no son tantos ni tales que exijan clasificación especial.

Tal es el plan que me he propuesto en este trabajo, plan que poco difiere, como se ve, del que trazó en su libro clásico sobre esta materia el Dr. Milá y Fontanals, mi venerado maestro, de quien puedo decir, repitiendo las palabras de Stacio en loor de Virgilio: Longe sequor et vestigia semper adoro. [1]

Notes

[p. 7]. [1] . Nota del Colector.— Véase en la pág. 387 la nota sobre Adiciones y Correcciones a este volumen.

[p. 11]. [1] . Lieder des Juan Rodríguez del Padrón (Zeitschrift für romanische philologie, XVII, 544-558. Halle, 1893.

[p. 12]. [1] . Más adelante daremos a conocer estos notables textos, que faltan en nuestro Romancero y en todos los anteriores. Pero confieso que la atribución a Juan Rodríguez me parece muy dudosa.

[p. 15]. [1] . Incipit opusculum reverendissimi ac prudentis viri Ildefonsi recordationis alte Regis Dei gratia Romanorum ac Castellae; de iis quae sunt necessaria ad stabilimentum Castri tempore obsidionis et fortissime guerre et multum vicinia (Códice de la Biblioteca Escurialense. Publicó este importante pasaje Amador de los Ríos, 6, 398, que atribuye el libro, por mera conjetura, a Alfonso V).

[p. 16]. [1] . Lo mismo hay que decir de la epopeya francesa, según el más profundo conocedor de ella. «Notre vieille épopée est primitivement la poésie des hommes d'armes, des barons et des vassaux. Les jongleurs chantaient leurs oeuvres ou celles des autres, soit dans les châteaux, soit en accompagnant les expéditions guerrières....» (G. París, Littérature française au moyen âge, pág.  48).

 

[p. 17]. [1] . La voz gestas (no cantares de gesta) se encuentra también en los poetas de clerezía, pero es verosímil que la tomasen directamente del latín y no de la poesía de los juglares. El autor del Alexandre la aplica a su propia obra:

           Qui oirlo quisier a todo mio creer,
       Avrá de mi solás, en cabo grant placer,
       Aprendrá bonas gestas que sepa retraer,
       Averlo an por ello muchos a conoscer.

Pero en general prefieren otras fórmulas que indican mejor el origen erudito de la composición «leer un libro», «romanzar un dictado», «fer una escriptura», «componer una rima», «facer una prossa».

[p. 19]. [1] . «A l'origine, plus d'un de ces hommes d'armes composait sans doute lui-même et chantait ses chants épiques; mais de bonne heure, il y eut une classe spéciale de poètes et d'exécutants». (G. París, La littérature française au moyen âge, pág. 36.)

Este egregio maestro ha determinado mejor que nadie la interverción capital de los juglares en la formación y desarrollo de la epopeya francesa. «Transportaban (dice) de una parte a otra los cantos épicos que al principio habían tenido carácter meramente provincial: se los comunicaban unos a otros, los unían por lazos de su invención, los fundían y unificaban. Así se constituyó una inmensa materia épica que a mediados del siglo XI proximamente comenzó a distribuirse en largos poemas, y más adelante se repartio en ciclos.»

[p. 20]. [1] . La monografía más completa acerca de los juglares transpirenaicos que tanta relación tienen con los nuestros, creo que sea la de León Gautier en el tomo 2.º de Les Epopées Françaises (2.ª edición, París, Welter, 1892, págs. 1-271).

[p. 20]. [2] . Herederos en parte de los scopas francos los llama Gastón París. (La littérature française au moyen âge, 1890, pág. 36.)

[p. 21]. [1] .          Mal saps viular
       É pietz chantar
       Del cap tro en la fenizon
       Non sabz finir,
       Al mieu albir,
       Á tempradura de Bretón, etc.

(Milá y Fontanals, De los Trovadores en España, Barcelona, 1861, página 269.)

[p. 22]. [1] . Es el privilegio de confirmación del Fuero de los Francos, dado por Alfonso VII en Burgos a VIII de las kalendas de Mayo, era 1174 (año 1136) . Pallea juglar confirmat. (Vid ., Paleographía Española, publicada a nombre del P. Terreros, pág. 101.)

[p. 23]. [1] . Completaremos este texto, que es curioso y poco conocido, tomándole de la citada Paleographía (pág. 79), donde el P. Burriel le dió a conocer por vez primera: «Muy buena palabra avie otrosí en todos sus dichos, non tan sola miente en mostrar su razón muy buena, et muy complida a aquellos que la mostraba; mas retraer aún, et departir, et jugar et reyr, et en todas las otras cosas que sabían bien facer los omes corteses et palacianos... Et sin todo esto era mañoso en todas buenas maneras que buen cavallero debiese usar. Ca él sabie bien bofordar et alcanzar, et tomar armas, et armarse muy bien, et mucho apuesta miente. Era muy sabidor de cazar toda caza. Otrosí, de jugar tablas, et escaques, et otros juegos buenos de buenas maneras, et pagándose de omes cantadores, et sabiéndolo él fazer. Et otrosí pagándose de omes de Corte, que sabíen bien de trobar, et cantar, et de joglares, que sopiesen bien tocar estrumentos. Ca desto se pagaba él mucho, et entendía quién lo facía bien, et quién non.»

[p. 23]. [2] . El Concilio Cartaginense Séptimo celebrado en 419 (canon 2) los declaraba incapaces para presentar una acusación en juicio: «Omnes etiam infamiae maculis aspersi, id est histriones ac turpitudinibus subjectae personae, ad accusationem non admittuntur».

Casi literalmente pasó esta condenación al Decreto de Graciano (par. II, causa IV, quaest. 1). Pero entre los Doctores de la Iglesia hubo algunos que se inclinaron a mayor tolerancia. Santo Tomás no tenía por ilícito en sí mismo el oficio de juglar, siempre que se ejercitase moderada y honestamente: «Ludus est necessarius ad conversationem humanae vitae... Et ideo etiam officium histrionum, quod ordinatur ad solatium hominibus exhibendum, non est secundum se illicitum: nec sunt in statu peccati, dummodo moderate ludo utatur, id est, non utendo aliquibus illicitis verbis vel factis ad ludum, et non adhibendo ludum negotiis et temporibus indebitis». (Secunda Secundae, quaest. 168, art. 3.) Este texto es célebre por la aplicación que luego se hizo de él a los espectáculos escénicos, siendo muy traído y llevado por los casuistas.

La nota de infamia venía del Derecho Romano, y D. Alfonso no hizo más que aplicar a los juglares la legislación concerniente a los histriones. Véase el libro 3.º del Digesto, título II De his qui notantur infamia, donde se transcriben estas palabras del jurisconsulto Juliano, lib. I, ad Edictum: «Praetoris verba dicunt: infamia notatur qui ab exercitu ignominiae causa ab imperatore... dimissus erit: qui artis ludicrae pronuntiandive causa in scenam prodierit: qui lenocinium fecerit...» Ulpiano, citado en el mismo título y capítulo del Digesto, declara que por escena se entiende no sólo el teatro, sino cualquier lugar público o privado en que se ejercen las artes histrónicas y en que el hombre se ofrece en espectáculo por algún precio: «Scena est, ut Labeo definit, quae ludorum faciendorum causa quolibet loco, ubi quis consistat moveaturque spectaculum sui praebiturus, posita sit in publico privatove, vel in vico, quo tamen loco passim homines spectaculi causa admitantur. Eos enim, qui quaestus causa in certamina descendunt, et omnes propter praemium in scenam prodeuntes famosos esse, Pegasus et Nerva filius responderunt.»

Naturalmente estos rigores con los mimos y thymelicos fueron mucho más grandes en tiempo de los emperadores cristianos, como puede verse en el titulo de scenicis del Código Teodosiano. Para mi propósito basta con lo expuesto.

[p. 24]. [1] . Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana, explica así la palabra: «El momarrache, o botarga, que en tiempo de Carnaval sale con mal talle y mala figura, haziendo ademanes algunas vezes, de espantarse de los que topa, y otras de espantarlos. Algunos dizen ser nombre arábigo, de zahhal que vale mendigo, por ir éstos en hábitos muy viles; otros que está corrompido de zamarrón, porque suelen llevar unos zamarros con unas corcobas para dar que reír a la gente.»

[p. 25]. [1] . Prendas, pignora.

[p. 25]. [2] . Ha conseguido leer por primera vez este último verso del poema el Sr. D. Ramón Menéndez Pidal. Véase su edición de 1898 que puede estimarse como definitiva.

[p. 27]. [1] . Milá, De los Trovadores en España, 238 .

[p. 27]. [2] . El Rey aia tres jograres en sa casa e nom mais, e o jogral que veher de cavalo d' outra terra on «segrel» delhe El Rei ataa cem (¿maravedís?). (Regimiento da casa real... en los Monumenta Portugalliae historica, Leges, I,199.)

[p. 29]. [1] . Nótese esta reminiscencia del ciclo bretón.

[p. 30]. [1] . Sigo la numeración y el texto de la excelente edición crítica (acaso definitiva), que del Libro de Buen Amor del Arcipreste ha dado el joven hispanista Juan Ducamin (Tolosa de Francia, 1901).

[p. 31]. [1] . La existencia de tales clérigos venia de muy antiguo. El Concilio de Agde (506) preceptúa en el canon 70: «clericum scurrilem et verbis turpibus joculatorem ab officio retrahendum». Podrían citarse muchos textos análogos, pero por ser español y por remontarse al siglo VII, no quiero omitir uno curiosísimo de San Valerio (España Sagrada, XVI , pág. 397), en que se describen los torpes ejercicios histriónicos y juglarescos de un indigno presbítero llamado Justo, grande enemigo y perseguidor del santo Abad del Vierzo: «Sic denique in amentia versus, injustae susceptionis ordinem oblitus, vulgari ritu in obscena theatricae luxuriae vertigine rotabatur; dum circumductis huc illucque brachiis, alio in loco lascivos conglobans pedes, vestigiis ludibricantibus circuens tripudio compositis, et tremulis gressibus subsiliens, nefaria cantilena mortiferae ballimaciae dira carmina canens, diabolicae pestis exercebat luxuriam».

El nombre de Goliardo parece haber sido desconocido en Castilla, pero no en Cataluña. Arnaldo de Vilanova le usa en el Razonamiento que hizo en Aviñón ante el Papa y Cardenales en 1309 (ms. del Archivo de la Corona de Aragón, publicado en mis Heterodoxos Españoles, I , 754): «La terçaes oyr misses les quals oyen usurers, baratadors e altres fornicadors,  goliarts, omicides, traydors e totes maneres de falsaris».

El Concilio 8.º de Tarragona, 1317, designa a estos clérigos juglares con el estraño nombre de bastaxi: «Moneantur (clerici) quod nec tafurarias exerceant bastaxi sive jucglars, mimi».

Parece evidente que en estos textos se trata de los «clerici ribaldi, maxime qui vulgo dicuntur de familia Goliae», estigmatizados ya por la Iglesia desde el siglo X, y definitivamente por Bonifacio VIII en el Sexto de las Decretales (lib. III, tít. I, capítulo I): «clerici qui, clericalis ordinis dignitati non modicum detrahentes, se joculatores seu goliardos faciunt... carent omni privilegio clericali». Pero no hay prueba alguna de que existiera en la Península una poesía satírica análoga a la de los versos latinos atribuídos a Gualtero Map. Sólo el Arcipreste de Hita, aunque poeta en lengua vulgar, tiene remota analogía con esta escuela, más erudita que popular. Los versos del Clericus Adam sobre el dinero y las mujeres, hallados en un ms. de Toledo del siglo XIII, son enteramente inofensivos, y ni siquiera puede probarse su origen español.

[p. 32]. [1] . Aquí debemos mencionar un reciente y curioso descubrimiento. El Sr. Ducamin, a quien debemos la edición crítica del Arcipreste de Hita, ha encontrado en uno de los códices (el llamado de Gayoso) el primer verso de una canción popular, a cuya tonada compuso el Arcipreste los Gozos de Santa María:

       Quando los lobos preso lo an—a don Juan en el campo.

¿Sería canción de gesta, como parece por el metro?

[p. 33]. [1] . De Cataluña hay una muy importante de D. Jaime el Conquistador. En el cap. X de las Constitutiones pacis et treugae que dió en Tarragona en 1234, prohibe tanto a las juglaresas como a los juglares sentarse a la mesa de ningún caballero o dama, y a las damas besar a las juglaresas ni dormir donde estén ellas: «Item statuimus quod nullus joculator nec joculatrix nec soldataria, sedeant ad mensam militis nec dominae alicujus... nec comedant nec jaceant cum aliqua dominarum in uno loco vel in una domo, nec osculentur aliquem eorundem». (Marca Hispanica, 1.429.)

De soldataria vino la palabra soldadera, que se encuentra usada en una sátira política sobre la batalla de Olmedo, atribuída a Juan de Mena:

             Panadera, soldadera
       
Que vendes pan de barato...

No sabemos a punto fijo qué casta de pájaros serían los llamados milites salvatges que están asimilados a los juglares y a las juglaresas en el cap. 7 .º de las mismas Constituciones, prohibiendo darles dinero: « Item statuimus quod nos nec aliquis alius homo nec domina demus aliquid alicui joculatori vel joculatrici sive soldatariae sive militi salvatge; sed nos vel alius nobilis possit aligere et habere ac ducere secum unum joculatorem et dare sibi quod voluerit».

[p. 34]. [1] .  Apud Amador de los Ríos, IV, 529.

[p. 34]. [2] . Amador, IV, 542.

[p. 35]. [1] . Vid . Obras completas del Dr. D. Manuel Milá y Fontanals, tomo 6.º, 171-181.

[p. 35]. [2] . A lo menos, así está impreso en el tomo 6.º de los Documentos del Archivo de la Corona de Aragón, y así lo cita Milá.

Las costumbres relativas a los juglares, lo mismo que las demás etiquetas de la casa de Aragón, habían sido reducidas antes a cuerpo legislativo en Mallorca por virtud de las famosas Leges Palatinae de Don Jaime, segundo de este nombre entre los reyes de aquella isla (Vid . Acta sanctorum Junii, d. IV). Los juglares de que allí se habla son puramente músicos. Se manda que asistan cinco a la mesa del rey: dos de ellos tenían que ser trompeteros (tubicinatores) y uno tocador de atabal (tabelerius). Sus figuras e instrumentos se encuentran representados en una de las miniaturas del suntuoso códice del siglo XIV, que sirvió al padre Papebrochio para la edición de dichas Leges.

 

[p. 37]. [1] . Empleo sin escrúpulo esta palabra, que no está en el Diccionario, ni es de uso corriente, pero que me parece de todo punto necesaria para indicar este concepto técnico.

[p. 45]. [1] . De los bardos de las Galias se admite generalmente que eran poetas épicos, sobre la autoridad del texto, a la verdad no muy antiguo, de Ammiano Marcelino (XV, 9):   «Et Bardi quidem fortia virorum inlustrium facta heroicis composita versibus cum dulcibus lyrae modulis cantitarunt», confirmado en cierto modo por el de Ateneo (VI, 12), que, con referencia a Posidonio de Apamea, dice que los bardos solían ir en los ejércitos y cantar las glorias de sus señores.

[p. 46]. [1] . Es libro capital sobre estos orígenes el de D. Joaquín Costa, Poesía popular española y Mitología y Literatura Celto-Hispanas (Madrid, 1881), que reúne con grande estudio los textos clásicos concernientes a esta materia, y apunta muy sagaces conjeturas para su más recta interpretación. Todas son ingeniosas, aunque no todas parezcan aceptabes.

La leyenda turdetana de Gargoris y Abidis, conservada por Trogo Pompeyo (es decir, por su compendiador Justino, lib. 44, cap. IV) y la batalla naval de Theron, rey de la España Citerior contra los fenicios de Cádiz, recordada por Macrobio (Saturnal, lib. I, cap. XX), pueden ser reliquias de antiquísimos poemas ibéricos, que quizá llegaron a conocimiento de los griegos mediante las obras histórico-geográficas de Asclepiades Mirleano y Posidonio de Rodas.

[p. 48]. [1] . Publicado por Amador de los Ríos, Historia de la literatura española, ilustraciones del tomo primero: Himnos de la Iglesia española durante el siglo VII.

[p. 48]. [2] . San Isidoro, De Ecclesiasticis officiis, I, 3.

[p. 48]. [3] . Per quam multarum domorum convivia voraci percurrente modulamine plerumque psallendi adeptus est celebritatis melodiam (Esp. Sag., XVI, 396).

[p. 48]. [4] . A esto se refiere el canon XXIII del Concilio Toledano III: «Exterminanda est omnino irreligiosa consuetudo, quam vulgus per Sanctotum solemnitates agere consuevit ut populi, qui debent officia divina attendere saltationibus et turpibus invigilent canticis, non solum sibi nocentes, sed et religiosorum officiis perstrepentes.

El canon XII del Concilio I de Braga, que prohibe cantar en la Iglesia otra poesía que la de los Salmos «PIacuit (patribus) ut extra Psalmis... nihil poetice compositum in ecclesia psallatur», puede indicar que análogas costumbres existían en el reino suevo de Galicia, pero quizá la prohibición se refiere más bien a los himnos heréticos compuestos por los Priscilianistas, que tanto abundaban en aquella región.

[p. 49]. [1] . Véase especialmente el libro fundamental de P. Rajna, Le Origini dell' Epopea Francese (Florencia, Sansoni, 1884.

[p. 49]. [2] . Ya Argote de Molina, en su Discurso de la poesía castellana (1575), decía hablando de los romances: «La qual manera de cantar las historias públicas y memorias de los siglos pasados, pudiera decir que la heredamos de los godos, de los quales fué costumbre, como escribe Ablavio y Juan Upsalense, celebrar sus hazañas en cantares, si no entendiera que ésta fué costumbre de todas las gentes y, tales debían ser las rapsodias de los griegos, los areytos de los indios, las zambras de los moros y los cantares de los etíopes, los quales hoy día vemos que se juntan los días de fiesta con sus atabalejos y vihuelas roncas a cantar las alabanzas de sus pasados».

Convirtiendo en positiva afirmación lo que Argote había dado como tímida conjetura, dijo Juan de la Cueva en su ejemplar poético:

           Cantar en ellos fué costumbre usada
       
de los godos los hechos glorïosos,
       y de ellos fué en nosotros trasladada...
           Con ellos se libraban de la muerte
       y la injuria del tiempo sus hazañas,
       y vivía el varón loable y fuerte.
           De ellos las heredaron las Españas
       casi en el mismo tiempo que cantaban
       sus refugios en todas las montañas. (V. Ad. 2).

 

[p. 51]. [1] . Valerio de las Historias de la Sagrada Escritura, y de los hechos de España. Recopilado por el arcipreste Diego Rodríguez de Almela... Nueva edición, ilustrada con varias notas y algunas memorias relativas a la vida  y escritos del autor. Por D. Juan Antonio Moreno... Madrid, por D. Blas Román, 1793, pp. 101-104.

Esta edición es la última, y se titula octava. Las anteriores son: de Murcia, 1487, por el maestro Lope de la Roca, alemán; Medina del Campo, 1511, por el maestro Nicolás de Piamonte; Sevilla, 1527; Sevilla, 1542, por Dominico de Robertis; Madrid, 1568; Medina del Campo, 1584, y Salamanca, 1587. En estas cuatro últimas ediciones se atribuyó el libro, con error, o de mala fe, al señor de Batres, Hernán Pérez de Guzmán, sin duda por ser autor más conocido y famoso que Almela.

Tendremos que citar más adelante este libro para otras leyendas.

[p. 52]. [1] Consta, sin embargo, en Jornandes (cap. 41), que cuando el cadáver de Teodoredo fué levantado por los suyos del campo de batalla de Chalons, se cantó un himno fúnebre: Cumque, diutius exploratum, ut viris fortibus mos est, inter densissima cadaver reperissent, cantibus honoratum, inimicis spectantibus abstulerunt. » Pero no parece natural que estos cantos fuesen improvisados en aquel momento, y de todos modos, debieron ser líricos más bien que épicos, reduciéndose a una lamentación fúnebre.

[p. 54]. [1] . Anonyme de Cordoue. Chronique Rimée des derniers rois de Tolède et de la conquête de l'Espagne par les Arabes, éditée et annotée par le R. P. Tailhan, de la Compagnie de Jésus. París, Leroux, 1885.

[p. 55]. [1] . Tertia vero sedes supra mare Ponticum, iam humaniores, et ut superius diximus, prudentiores effecti, divisi per familias populi Vesegothae familiae Balthorum, Ostrogothae praeclaris Amalis serviebant:.. Ante quos modulationibus citharisque canebant, Ethespamarae, Hanalae, Fridigerni, Widiculae, et aliorum, quorum in hac gente magna opinio est, quales vix heroas fuisse miranda iactat antiquitas ( Jornandes , De rebus Geticis, c . 5).

[p. 55]. [2] . Otra indicación muy notable sobre cantos históricos hay en el mismo Jornandes, a propósito de la transmigración de los godos a las orillas del Ponto Euxino, bajo el mando de Filimer: «Exindeque jam velut victores ad extremam Scythiae partem, quae Pontico mari vicina est, properant, quemadmodum et in «priscis eorum carminibus pene historico ritu» in commune recolitur».

Pío Rajna, en su admirable libro ya citado (págs. 21-37), encuentra manifiesto el carácter épico-legendario y el reflejo de los prisca carmina en muchas narraciones de Jornandes, tales como la emigración desde la ínsula Scanzia al Continente, las guerras entre Godos y Gépidos, la historia de Fridigerno, la de Hermanrico.

Del episodio de Svanibilda se hizo ya cargo, siguiendo las huellas de Grimm (Deutsche Heldensage), Ozanam en la primera nota de sus Études Germaniques, y aunque ya no sea moda citar a este escritor, me place recordar aquí su nombre, porque fué en muchas cosas un precursor inteligente y simpático de más hondas investigaciones.

[p. 56]. [1] . A admitir la desaparición completa se inclina Rajna (pág. 536): «I Visigoti, perdettero l'epopea loro, senza generarvene una nueva: troppo civili di già, troppo atti a incivilirsi vie più, troppo romano il paese». A este olvido del elemento épico atribuye precisamente el precoz desarrollo de la poesía lírica en la antigua Occitania, y la poca importancia de la poesía narrativa en la literatura provenzal.

[p. 56]. [2] . Puede leerse el Waltharius en el primer tomo de la colección de DuMéril, Poésies populaires latines antérieures au douzième siécle (París, 1843), 313-377.

[p. 57]. [1] . Según Ebert (Literatura de la Edad Media, III, 287), es cosa averiguada que el autor del Waltharius fué un monje de San Gall llamado Ekkehart.

[p. 58]. [1] . Obras completas del Dr. D. Manuel Milá y Fontanals. Tomo 4.º, págs. 265-287.

[p. 59]. [1] . Recherches sur l'histoire politique et littéraire de l'Espagne pendant le Moyen âge. Leyde, 1849, I, 609 y ss.

Dozy no cambió nunca de parecer en esta materia. En la tercera y definitiva edición. (1881, II, 197) dice substancialmente lo mismo:

«Les Castillans, de même que d'autres peuples européens, ont bien emprunté des Arabes un assez grand nombre de contes, de nouvelles, d'apologues, mais ils ne les ont pas imités dans la poésie; et de même qu'il n'y a rien de plus opposé que le caractère de ces deux nations, de même il n'y a rien de plus dissemblable que leurs vers. Dans la poésie des Maures on reconnaît  l'esprit d'une race vive, ingénieuse, impressionable et polie, mais amollie par un doux climat et par les raffinements de la civilisation. Rêveuse et intime, cette poésie aime à se perdre dans la contemplation de la nature... Fille des palais et calquée sur les anciens modèles, cette poésie était inintelligible pour les étrangers, quoiqu'ils eussent séjourné longtemps parmi les Arabes, et même, jusqu'à un certain point, pour la masse du peuple; pour la bien comprendre, pour en saisir toutes les nuances et toutes les finesses, il fallait avoir étudié, longtemps et sérieusement, les grands maîtres de l'antiquité et leurs doctes commentateurs. Elle était presque exclusivement lyrique, car les Arabes, quand ils veulent raconter, racontent en prose; ils croiraient avilir la poésie, s'ils la faisaient servir au récit. Même la poésie soi-disant populaire, quand elle ne traite pas des sujets burlesques (car c'est à celà qu'elle sert le plus souvent), présente au fond le même caractêre, et si elle se distingue de la poésie classique, c'est bien moins par la pensée que par la forme. Une poésie si savante et si conventionnelle n'eût pas été du goût du Castillan, lors même qu' il eût pu la comprendre. Homme d' action, accoutumé aux rudes épreuves de la vie des camps, et vivant au milieu d'une triste et austère nature, il se crea une poésie narrative qui était en harmonie avec ses penchants naturels».

El ingenioso y ameno Schack en su tratado de la Poesía y arte de los Árabes en España, tan elegantemente traducido por nuestro Valera (t. 2.º, caps. XIII y XIV) procura atenuar el rigor de las negaciones de Dozy, pero de sus mismos argumentos resulta que si entre los Árabes hubo poesía narrativa, no fué popular; y si hubo poesía popular, no fué narrativa. El suponer épicas algunas tradiciones históricas como las relativas al primer Abderramán, tan sólo porque son interesantes y novelescas, es un punto de vista tan general, que con él podría reducirse a poemas la mayor parte de la historia antigua.

[p. 61]. [1] . Generalmente se cree que estos géneros de poesía, por lo común erótica y báquica (caracterizados, según los arabistas enseñan, por el empleo de la doble rima y por otras particularidades métricas que forzosamente en toda traducción desaparecen), son de aparición muy tardía, y acaso de procedencia española, como lo indica el hecho de haber sido cultivados con predilección por muladíes o renegados, como el llamado Aben Cuzmán, muerto en 1159 (555 de la hégira); pero según Schack, que se apoya en el testimonio de Aben Jaldún (Prolegómenos, III, 390) la muaxaja fué inventada en el siglo IX de nuestra era, por un poeta de la corte del emir Abdalá, y de él la tomó Aben Abd Rebihi, contemporáneo de Abderramán III, distinguiéndose después en este género Aben Zohr y Aben Baki, muerto en 1145. El zéjel o zajal empezó a usarse en tiempo de los almoravides.

[p. 63]. [1] . Valga por muchos un testimonio nada sospechoso para nuestros intelectuales: «Ni la poésie provençale, ni la chevalerie ne doivent rien aux musulmans. Un abîme sépare la forme et l'esprit de la poésie romane de la forme et de l'esprit de la poésie arabe; rien ne preuve que les poétes chrétiens aient connu l'existence d'une poésie arabe, et l'on peut affirmer que, s'ils l'eussent connue, ils eussent été incapables d'en comprendre la langue et l'esprit.» (Renán , Histoire des langues sémitiques, 397.)

[p. 65]. [1] . Les Épopées Françaises, 2. ª edición, III, 404 y siguientes.

[p. 65]. [2] .           Se dam Trepin fist bref sa lecion,
                                      Et je di Long, bleismer ne me doit hom,
                                      Ce qu'il trova bien le vos canteron.
                                      Bien dirai plus à chi'n poise e chi non;
                                      Car dous bons clerges, Çan-gras et Gauteron,
                                      Çan de Navaire et Gautier d' Arragon,
                                      Ces dos prodromes ceschuns saist pont a pon
                                       Si come Carles o la fiore françon
                                      Entra en Espaigne conquerre le roion.
                                      Là comensa je, trosque la finisun
                                      Do jusque ou point de l'euvre Ganelon,
                                      D'illuec avant ne firent mencion.

[p. 70]. [1] . Ambrosio de Morales (Crónica, lib. VI, cap. 27) advirtió ya la semejanza: «Y así, no nos espantaremos que en las leyes de los fueros antiguos de España se hallen puestos tan ordinariamente los pleytos á riesgo de batalla y desafío, pues venía de tan atrás en España esta feroz costumbre, que con tanta razón está ya quitada.»

[p. 71]. [1] . Compárese con el juicio del traidor Gano o Ganelon en la Chanson de Rollans, y se advertirán las semejanzas y las diferencias del procedimiento, que corresponden a distintas épocas y a pueblos diversos.

[p. 73]. [1] . Endecasílabos (y a veces dodecasílabos), según nuestra cuenta, pero les conservo el nombre francés, para que no se confundan con el endecasílabo italiano, que es un verso de muy diferente estructura, aunque probablemente del mismo origen.

[p. 73]. [2] . De la poesía heroico-popular castellana (Barcelona, 1874). Apéndice 2.º: De la versificación de los cantares y romances, págs. 434-453.

[p. 74]. [1] . La leyenda de los Infantes de Lara (Madrid, 1896). Apéndice 2.º: Restos de versificación que se descubren en las crónicas, págs. 415-432.

[p. 75]. [1] . Sigo la numeración de la Primavera.

[p. 77]. [1] . La opinión de Wolf fué victoriosamente impugnada por D. José Amador de los Ríos. Puede leerse esta curiosa controversia en el tomo II de la Historia crítica de la literatura española, págs. 596-629. Las principales razones que Amador alega en favor de la conservación de las ees suprimidas por Wolf en la Primavera son las siguientes: 1.ª, la frecuencia de las terminaciones llanas en nuestra lengua; 2.ª, la ley del canto, que, por la paridad de compases finales, exigía la igualdad en la terminación de los versos; 3.ª, la mezcla de terminaciones agudas y graves en una misma tirada, que se observa en el Poema del Cid y en la Crónica rimada, siendo mucho más fácil y natural que las rimas agudas se convirtiesen en graves que al revés; 4.ª, el testimonio de Nebrija y de Salinas, que oyeron cantar las finales agudas con el aditamento de la e; 5.ª, la notación de los romances en los libros de música; 6.ª, la frecuente mezcla de asonantes graves y agudos que hallamos hasta en composiciones breves.

A estas razones ya tan valederas ha venido a dar nuevo peso el hallazgo del cantar de los Infantes de Lara en la refundición de la tercera Crónica general. Estos fragmentos ofrecen en abundancia formas tales como bofordare, male, señore.

«Este hecho es en sí muy importante (dice el Sr. Menéndez Pidal), pues contribuye a probar que no sólo en el metro y en las rimas eran iguales los romances viejos a las gestas nuevas, sino también en los caracteres accesorios de la versificación.

La paragoge poética no nos conserva, como quieren algunos, la forma primitiva de las palabras, pues muchas de esas ees finales son antietimológicas. Tampoco responde a un modo especial de hablar, debido a que se hubiese pegado al castellano antiguo el uso de las ees a que propende el gallego, como conjeturó Milá, pues nunca se encuentra en medio del verso, sino solamente al fin. Tampoco puede mirarse como una corrección bárbara y arbitraria ideada por los ignorantes editores de nuestros romances, según creían Dozy y Wolf, ni como un recurso empleado por rudos poetas para uniformar los asonantes agudos y los graves, porque, además de hallarse usadas las ees en romances de terminación exclusivamente aguda, la mezcla de asonancias masculinas y femeninas era práctica corriente en la antigua poesía popular (sin que fuese tenida por un defecto) cuando ya se empleaban las ees paragógicas. Las únicas razones satisfactorias de este fenómeno son musicales...

Pero que el uso era general en el siglo XIII nos lo prueba que estaba ya adoptado por la poesía culta para fabricar consonantes (cita ejemplos del Fernán González, del Poema de José y de Santa María Egipcíaca). Se equivocaba, pues, Wolf al afirmar que en la poesía artística de ninguna época se encontraba huella alguna del uso de estas ees paragógicas.

Contribuiría sin duda a implantar tal uso entre los juglares castellanos la tradición de los cantores de la poesía galaico-portuguesa, en cuya lengua hallaban aquéllos conservadas muchas ees finales que en Castilla habían desaparecido; para esta imitación encontraban un poderoso apoyo en el habla leonesa, donde se mantenía la e etimológica en los sustantivos imparisílabos y en los infinitivos; v. gr.: pece, crueldade, lide, heredade, pagare, fechare.

El manuscrito de la segunda Gesta de los Infantes que tuvo a la vista el autor de la refundición de la tercera Crónica general, es el primer documento de nuestra poesía épica en que se encuentra aplicada con regularidad casi completa la paragoge...

Por último, en la Gesta se ve la paragoge a veces en el hemistiquio:


       Leal para señore e bueno para amygo.
       
Y pesó mucho Almanzore, e començó de llorare.

Esto es lo que Francisco de Salinas llamaba duo membra quorundam versuum ad aequalitatem reducere, caso que igual se podía presentar en el primer miembro que en el segundo, independientemente de la rima, aunque ésta haya influído después para que los copistas e impresores conservasen las ees en fin de verso y no en el medio.»

[p. 79]. [1] . Hay otro decasílabo francés menos frecuente en la poesía épica (se halla, por ejemplo, en el Girart de Rossillon), en que la fórmula métrica aparece invertida, resultando el primer hemistiquio de seis y el segundo de cuatro sílabas (según nuestra cuenta, de siete y cinco respectivamente). Pero lo característico en el decasílabo épico francés es el constar siempre de dos miembros desiguales; ley enteramente contraria a la del verso épico castellano.

[p. 81]. [1] . Obras completas de D. Andrés Bello; volumen 8.º (3.º de Opúsculos literarios y críticos), Santiago de Chile, 1885, pág. VII.

[p. 81]. [2] . Ut apparet in his Hispanicis


       Los brazos traigo cansados de los muertos rodear...

ubi posterius membrum aequivalet priori, quoniam unum tempus, quod nunc siletur in fine, ab antiquis voce canebatur in hunc modum.


       Los brazos traigo cansados de los muertos rodeare

(Francisci Salinae Burgensis... De Musica libri Septem... Salmanticae. Excudebat Mathias Gastius, 1577, pág. 384.

[p. 82]. [1] . De la Poesía Heroico-popular, págs. 407 y 408.

[p. 85]. [1] . Puede citarse también el epitafio del alguacil de Toledo Fernán Gudiel (publicado en facsímile en la Paleographia de Terreros, lám. 6), pero es composición muy informe, tanto en el número de sílabas como en lo irregular de las rimas.

[p. 87]. [1] . Hay en el Poema de Alfonso XI muchos versos que parecen hemistiquios de romance, pero hay también redondillas compuestas enteramente de octosílabos líricos, de movimiento trocaico mucho más acentuado: por ejemplo, aquélla tan sabida

           El rey moro de Granada
       Más quisiera la su fin:
       La su senna muy presciada
       Entrególa a don Ozmin.

Los versos del Poema son rimados, pues aunque hay muchos asonantes y rimas falsas, casi todas pueden corregirse leyendo los finales en gallego, lengua en que parece haber sido compuesto primitivamente el Poema.

[p. 87]. [2] . Las escuelas de trovadores desdeñaron siempre la asonancia como cosa trivial y baladí. Los provenzales la llamaban sonansa borda, en contraposición a la sonansa leyal o legítima . «Sonansa borda (dicen las Leys d' Amors, ed. Molinier, I, 152) , reproam del tot, jaciaysso que tot jorn uza hom d'aquesta sonansa borda en mandelas; de las quals no curam quar d'aquelas non vim ni trobar non podem cert actor; so es a dire que no sabem don procezissiho ni qui las fa.»

 

[p. 90]. [1] . Los hay ya en el fragmento del Cancionero del Vaticano (número 466), que lleva el nombre de Ayras Nunes Clérigo, y parece haber pertenecido a una canción de gesta. Son seis grupos monorrimos, de tres versos cada uno, ninguno de ellos con la medida de 8 + 8. Los hemistiquios son unas veces de seis sílabas, otras de siete, y en el movimiento general del período poético se percibe la influencia del endecasílabo épico francés:

       Desfiar enviarom—ora de Tudela
       Filhos de Dom Fernando—d' el rei de Castela;
       E disse el rei logo:—«Hide ala Dom Vela...

La combinación de 7 + 6 es la predominante.

[p. 93]. [1] . Crestomatía de Du-Méril, I, 131.

[p. 94]. [1] . Du-Méril, I, 268.

[p. 94]. [2] . El patriarca de los himnógrafos de la Iglesia Latina parece haber sido San Hilario de Poitiers, de quien dice San Isidoro (Off. Eccles., I, 6) «hymnorum carmine floruit primus». Pero no se conoce ningún himno que positivamente pueda tenerse por suyo, y los más antiguos que existen son los llamados ambrosianos, de los cuales sólo cuatro pasan por auténticos del mismo San Ambrosio, es a saber: el Deus creator omnium, el Aeterne rerum conditor, el I am surgit hora tertia y el Veni, redemptor gentium. Todos ellos están compuestos en dímetros yámbicos perfectamente medidos. Dice a este propósito Ebert (Literatura de la Edad Media, trad. francesa, I, 196): «La opinión generalmente admitida que pretende que la poesía lírica latino-cristiana empieza con poesías en que se prescinde del metro y de la cantidad, es completamente falsa, y sólo sirve para dar una idea errónea de la historia entera de este género de poesía. La poesía de los himnos, en cuanto a su forma, se remonta directamente a la poesía artística de la antigüedad pagana. El yambo no era, en su origen, un metro popular de la poesía latina. Pero en la época de San Ambrosio era, bajo la forma de dímetro, un metro a la moda en la literatura. El carácter artístico de los himnos de San Ambrosio se manifiesta todavía más en la oposición y lucha frecuentes entre el acento de la palabra y el acento rítmico, aun al fin del verso, y sin que muchas veces el último tiempo fuerte (arsis) coincida con un acento secundario.»

La métrica es igualmente rigurosa (salvo descuidos o licencias no mayores que los que pueden notarse en los versificadores gentiles del mismo tiempo), pero mucho más rica y variada, en los himnos del Cathemerinon. y del Peristephanon de Prudencio.

Son muy pocos los himnos rítmicos que pueden tenerse por anteriores al siglo VI.

[p. 95]. [1] . Volens etiam causam. Donatistarum ad ipsius humillimi vulgi et omnino imperitorum atque idiotarum pervenire, notitiam, et eorum quantum fieri posset per nos, inhaerere memoriae, Psalmum, qui eis cantaretur, per latinas litteras feci (Retract., I, 30). El himno se encuentra en todas las ediciones de las obras del Santo, y también en la crestomatía de Du-Méril, I, 120-131.

[p. 95]. [2] . «Es evidentemente un tetrámetro trocaico acataléctico, emancipado de las leyes de la métrica bajo la influencia de la composición musical.» (Ebert, I, 272).

[p. 97]. [1] . Du-Méril, II, 308.

[p. 97]. [2] . Tiénese por cierto que los juglares en sus modulaciones procuraban remedar el canto gregoriano.

[p. 98]. [1] . No tengo autoridad para admitirlos ni para negarlos, puesto que soy profano en tan difíciles estudios; digo únicamente que no son necesarios para explicar ningún fenómeno de nuestra poesía popular. El conde Nigra, que está reputado por celtista profundo, los defiende con tesón respecto de las canciones de la alta Italia, de la Francia del Norte, y aun de Provenza y Cataluña (?) (a las cuales añade, no sé por qué, los romances portugueses, que en su mayor parte están traducidos del castellano, y en castellano se cantan en Asturias y en otras partes), pero los niega redondamente respecto de Castilla y de la Italia meridional. No entraré en una discusión impropia de este lugar, limitándome a apuntar: 1.º, que el ilustre colector de los Cantos Populares del Piamonte afirma, pero no prueba, la supuesta filiación céltica de los cantos piamonteses, franceses y catalanes.—2.º, que es de todo punto caprichosa, y contraria al testimonio de los geógrafos antiguos, la distinción topográfica y étnica que quiere establecer entre lo que llama la España castellana y esa otra España céltica o celtibérica, en la cual deberían entrar considerables territorios de Castilla la Vieja y del reino de Aragón, donde siempre se ha hablado castellano desde que tal lengua existe.—3.º, que el argumentco fundado en el carácter de las asonancias agudas o graves, que sirve a Nigra de piedra de toque infalible para decidir ex cathedra si un romance es castellano de origen o no, nada vale ni significa, por la sencilla razón de que romances de origen indudablemente francés, como La Infantina, tienen asonancias llanas, al paso que nadie negará que sean parto-ilegítimo de la musa castellana una porción de romances históricos de los más viejos y castizos, que tienen asonancias agudas; por ejemplo:

       Don Rodrigo, rey de España,—por la su corona honrar...
       Las cartas y mensajeros—del rey á Bernaldo van...
       Pártese el moro Alicante—víspera de San Cebrián...
       Rey don Sancho, rey don Sancho,—cuando en Castilla reinó...
       Entre dos reyes cristianos—hay muy grande división...
       Yo me estando en Valencia—en Valencia la mayor...
       De vos, el duque de Arjona,—grandes querellas me dan...
       Allá en Granada la rica—instrumentos oí tocar...

De intento he multiplicado las citas, tomándolas de los distintos ciclos, de Don Rodrigo, de Bernardo del Carpio, de los Infantes de Lara, del Cid, de los históricos sueltos y de los fronterizos, para que se vea lo que queda del ponderado descohumiento de Nigra: «Quando una romanza Spagnuola, avente carattere popolare, offre terminazioni ossitone alternate colle parossitone, si puó di regola presumere ch'essa ha un'origine straniera e che fu importata in Castiglia o dalle provincie Spagnuole di linguaggio non Castigliano, o dalla Provenza e Linguadoca o dal Portogallo. Noi ci facciamo lecito di indicare questo criterio agli studiosi che dirigino le loro indagini sui fonti e sulla formazione del Romancero Spagnuolo». (Canti Popolari del Piemonte, pubblicati da Constantino Nigra. Torino, 1888, XXVIII).

¡Medrados saldrán los estudiosos si aplican tal criterio! En castellano tenemos gran número de palabras agudas, y nunca nos ha disonado esta terminación en los versos. Además, en los romances viejos no hay propiamente oxitonismo, puesto que las finales agudas se hacen llanas mediante la adición de la e paragógica.

[p. 100]. [1] . Podrían citarse innumerables ejemplos de consonancias perfectas, especialmente verbales. Así estos versos de autor anónimo que trae Cicerón en el libro primero de las Cuestiones Tusculanas, y que acaso sean suyos:

       Coelum nitescere, arbores frondescere,
       Vites laetificae pampinis pubescere,
       Rami baccarum ubertate incurvescere...

o los tan sabidos de Horacio en su Arte Poética:

       Non satis est pulchra esse poemata: dulcia sunto,
       Et quocumque volent animum auditoris agunto.

Pero aun las de sustantivos y adjetivos abundan mucho, ya en hemistiquios, ya en finales de versos:

       Cornua velatarum obvertinus antennarum.

                                                             (VIRGILIO.)

       Nec tibi Thyrrena solvatur funis arena...

                                                        (PROPERCIO.)

       Quot coelum stellas tot habet tua Roma puellas.

                                                                (OVIDIO.)

[p. 101]. [1] . Como muestra de asonantes franceses copiaremos un trozo cualquiera de la Canción de Rolando, por ejemplo, la muerte de Alda (versos 3. 705-3.721):

       Li Emperere est repairiez d'Espaigne,
       E vient ad Ais, à l' meillur sied de France.
       
Muntet el' palais, es venuz en la sale.
       
As li venue, Alde, une bele dame.
       Ço dist à l' Rei: «U est Rollanz li catanies,
       Ki me jurat cume sa per à prendre?»
       Carles en ad e dulur e pesance,
       Pluret des vilz, tiret sa barbe blanche:
       «Soer, chere amie, d' hume mort me demandes.
       Jo t' en durrai molt esforciet escange:
       C' est Loewis, mielz ne sai jo qu' en parle
       Il est mis filz e si tiendrat mes marches».
       Alde respunt: «Cist moz mei est estranges.
       Ne placet Deu ne ses seinz ne ses Angles
       Après Rollant que jo vive remaigne!»
       Pert la culur, chiet as piez Carlemagne,
       Sempres est morte. Deus ait merci de l'anme!

[p. 103]. [1] . Uso antiguo de la rima asonante en la poesía latina de la Edad Media y en la francesa,  y observaciones sobre su uso moderno. (En el tomo 6.º de las Obras Completas de D. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1883, página 233.)

[p. 103]. [2] . Du-Méril, I, 239.

[p. 104]. [1] . No es tan indiferente, como parece, la cuestión del nombre, puesto que implica la intención de hacer versos cortos o largos. La primera la han tenido todos los poetas artísticos que han cultivado el romance como un metro lírico, empezando por los trovadores del siglo XV. Pero el verso épico es largo de suyo, sin que perjudique a su unidad métrica el estar compuesto de dos hemistiquios iguales, como lo está también el alejandrino del Mester de clerecía, que nadie ha intentado resolver en versos de siete sílabas. El caso es exactamente igual.

[p. 104]. [2] . Hay que exceptuar algunas canciones populares de la Alta Italia, publicadas por Nigra, pero en éstas puede presumirse influjo mediato o inmediato de los romances castellanos o catalanes, con los cuales suelen tener comunidad de asunto. Tampoco en Cataluña es autóctono el metro, sino importado de Castilla, en el siglo XVI, pero se aclimató muy pronto y con gran facilidad. Las canciones más antiguas y originales como la del Compte Arnau, tienen hemistiquios de seis y siete sílabas. Existen también monorrimos de nueve sílabas y otras combinaciones. Pero como apuntó discretamente Milá, «el octosílabo, si no es tan esencial á la frase catalana como a la castellana, en manera alguna repugna a la primera, existiendo de la época provenzal algunos versos con el aire y brío de nuestras redondillas  nacionales». (Obras, t. VI, p. 79 .)

 

[p. 105]. [1] . «En el verso octosílabo de los líricos italianos:

       Méco viéni, e ascólta il grato
       Susurrár del venticéllo,

cada línea de por sí tiene una simetría que no se puede escapar al oído menos ejercitado, al paso que en el verso octosílabo de los dramáticos españoles:

       En el teatro del mundo
       Todos son representantes,

no hay más simetría que la que resulta de ocurrir el acento en cada séptima sílaba; y, por consiguiente, cada línea de por sí no se distingue de la prosa; de manera que el ritmo se halla solamente comparando una línea con otra (A. Bello, Obras Completas, t . VIII, p. 9, Del ritmo y el metro de los antiguos).

[p. 105]. [2] . «Die epische Poesie der Franzosen, die so schönes und Eigenthümliches geleistet, hat eben darum ein Recht zu verlangen, dass man  ihr auch die eigene Findung der Form zutraue» (Ueber den epischen Vers, en Altromanische Sprachdenkmale, Bonn, 1846, 73-132).

[p. 107]. [1] . Sabido es que los antiguos dividían las cláusulas poéticas en arsis y tesis, esto es elevación y depresión de la voz, según la definición de Mario Victorino: Item arsis est elatio temporis, soni, vocis; thesis depositio et quaedam contractio syllabarum. A esta elevación o depresión de la voz acompañaba la mano o el pie marcando el compás.

[p. 108]. [1] . F. d' Ovidio, Sull' origine dei versi italiani. (En el Giornale Storico della Letteratura Italiana, XXXII, 22.) Excelente y luminoso estudio, de lo mejor que conozco sobre la materia.

[p. 108]. [2] . Da por inconcusa esta derivación Francisco d' Ovidio en el recientísimo estudio que acabamos de citar, aunque sin establecer la distinción que considero necesaria entre el octosílabo lírico y el épico. Entre nosotros defendieron la misma teoría con mucha elegancia y doctrina los hermanos Fernández-Guerra (discursos leídos ante la Real Academia Española en 1873). Milá y Fontanals parece admitirla en las Observaciones sobre la poesía popular escritas en 1853 (Obras completas, t. VI, p. 25). Y no puede decirse que la rechace en la Poesía Heroica-Popular (1874), aunque concede mucha mayor importancia a la espontaneidad del verso épico, cuando dice: «Los trocaicos latinos, especialmente el tetrámetro catalecto, hubieron de influir inmediatamente en la poesía lírica, y mediatamente en el romance» (p. 408). Esta imfluencia mediata, o si se quiere vaga e indirecta, es la única que admitimos.

[p. 110]. [1] . Véanse especialmente los números 213, 214, 215, 218 Y 220 de la Antología de Burmann y Meyer:

       Bacche, vitium repertor—plenus adsis vitibus,
       Effluas dulcem liquorem—comparandum nectari.
       ..............................................................................
       Omnis mulier intra pectus—celat virus pestilens,
       Dulce de labris loquuntur—corde vivunt noxio.
       ................................................................................
       Sic Apollo, deinde Liber—sic videtur ignifer.
       Ambo sant flammis creati—prosatique ignibus
       ................................................................................
       Consules fiunt quotannis—et novi proconsules:
       Solus aut rex aut poeta—non quotannis nascitur.

[p. 110]. [2] . Doctamente ilustrado por el P. Fidel Fita en su Epigrafía Romana de la ciudad de León (1866), 133 Y SS. Lee detulit en vez de praeditus en el último verso.

[p. 111]. [1] . En el pasquín de la estatua de Julio César «Brutus, quia reges ejecit», el segundo hemistiquio suena para nosotros como octosílabo por la naturaleza de la terminación. El cantar infantil que recuerda Horacio «Rex eris si recte facies» es perfecto hemistiquio de romance, y debe de ser muy antiguo. El mismo ritmo se encuentra en una inscripción de Tarragona:

       Vive laetus quisque vivis;
       Vita parvum munus est...

[p. 111]. [2] . Es notable que estos metros trocaicos estuviesen principalmente de moda entre los versificadores del tiempo del emperador Adriano, que era español, a lo menos de origen. También parece haberlo sido Floro, ora se trate del compendiador de las historias romanas, ora del gramático de Tarragona. (V. Ad. 6) .

[p. 116]. [1] . Omito la bibliografía de las colecciones de romances y de los principales libros que de ellos tratan, remitiendo al curioso a los excelentes catálogos de Durán (Romancero General), a los Studien de Wolf, a la Poesía Heroico-Popular de Milá, y al segundo tomo de esta Primavera, en cuyo apéndice tercero he puesto la descripción de los romanceros más antiguos.