Los romances relativos a Don Rodrigo y a la pérdida de España, no son muchos ni muy antiguos, pero las tradiciones en que se fundan ofrecen particular interés, tanto por ser uno de los pocos temas históricos en que la influencia árabe prepondera, como por la circunstancia, rara en verdad aunque no única, de haber suministrado elementos a una canción de gesta francesa, invirtiéndose en este caso la relación que generalmente se supone entre nuestra epopeya y la de nuestros vecinos. El estudio profundo y detenido de estas leyendas es materia en que actualmente ejercita su pluma el docto y afortunado colector de los romances asturianos don Juan Menéndez Pidal, y a juzgar por la primera parte de su trabajo, única hasta ahora publicada, [1] creemos que ha de agotar la materia, ofreciendo grandísimas novedades. Como la aparición de tal monografía hará muy pronto inútil esta capítulo mío, le abreviaré cuanto pueda, limitándome a las tradiciones que fueron cantadas y atendiendo más a la parte fabulosa que a la histórica, puesto que es imposible reducir a breves páginas lo mucho y bueno que se ha dicho ya sobre la catástrofe de la monarquía visigótica, [2] que ha recibido inesperada luz del hallazgo [p. 118] y comparación de numerosos textos árabes desconocidos por los antiguos historiadores.
De los tres puntos capitales que abarca la leyenda de Don Rodrigo, uno sólo, el de su penitencia, es seguramente de origen cristiano. Los otros dos (casa o cueva encantada de Toledo, amores de la Cava) pasaron de las crónicas árabes a las nuestras, lo cual no quiere decir que carezcan de fundamento histórico, pues aquí se trata sólo de la forma escrita o literaria; ni nos autoriza para negar o afirmar que semejantes tradiciones u otras análogas fuesen conocidas en los reinos de Asturias y León, aunque a la verdad ninguno de los cronicones de la Reconquista antes del siglo XII da indicio de ello.
Era natural, en efecto, que los vencedores gustasen de consignar el recuerdo de los hechos de la conquista, y los ampliasen a su sabor, si bien por no haber comenzado a escribir sus historias hasta el siglo IX, no le conservasen mucho más vivo y fresco que los vencidos. Admítese generalmente, siguiendo a Dozy, que las tradiciones, ya fabulosas, ya históricas, sobre la conquista, se dividen en dos grupos: uno de origen oriental, otro de origen español. Contienen las narraciones escritas en Oriente una dosis mucho mayor de elementos fantásticos y maravillosos: la historia aparece oscurecida allí por innumerables fábulas, y alterada por el tiempo y la distancia. Al contrario, las tradiciones recogidas entre los musulmanes de España son mucho más sobrias y de carácter más histórico. Pero conviene tener presente, y el mismo Dozy lo nota, que esta distinción no ha de entenderse con todo [p. 119] rigor, pues se da el raro caso de que los musulmanes españoles que viajaron por Siria y Egipto, y oyeron las lecciones de maestros orientales, aceptaron y repitieron sumisamente, por el prestigio de la tradición, todos los cuentos y fábulas que les plugo inculcarles, aun sobre las cosas antiguas de España, en que los discípulos podían estar mejor informados. En Egipto aprendió, por ejemplo el cordobés Aben Habib que Muza, como gran astrólogo que era, había leído en las estrellas la suerte de España: que un anciano misterioso había anunciado a Tarik que el conquistador sería uno cuyas señas cuadraban puntualmente con las suyas, y que en sus excursiones por el país de Tamid (la costa del Atlántico), uno y otro habían encontrado estatuas automáticas que disparaban flechas, fortalezas de cobre defendidas por genios, y diablos encerrados en cofres mágicos por las artes del sabio rey Salomón.
No ha de confundirse con estas absurdas y quiméricas narraciones, aunque algún punto de enlace tenga con ellas, la tradición mucho más histórica de la llamada casa o cueva encantada de Toledo, que el mismo Aben Habib fué el primero en consignar en el siguiente importantísimo pasaje, cuya traducción debemos a nuestro docto arabista D. Francisco Codera. [1]
«Contónos Abdala ben Uahab por haberlo oído a Alaits ben Çaad, que Muza ben Nosair, cuando conquistó el Andalus, fué en [p. 120] su excursión apoderándose de las ciudades a izquierda y derecha, hasta que llegó a Toledo, que era la Corte. Vió allí una casa llamada de los Reyes, la abrió y encontró en ella veinticinco coronas adornadas con perlas y jacintos, tantas como habían sido los reyes del Andalus; pues siempre que moría de entre ellos un rey, se ponía su corona en esta casa y se escribía en ella el nombre del rey, la edad que tenía cuando murió, y cuánto había permanecido en el reino; y se decía que el número de gobernadores de Alandalus entre los muslimes, desde el día en que fué conquistada hasta aquel en que se destruyese, sería igual al de los reyes axamies que habían gobernado en ella, esto es, veinticinco.
Al lado de esta casa en que se encontraron las coronas, estaba otra, en la cual había veinticuatro candados, porque siempre que entraba a reinar un monarca ponía en ella un candado, como lo habían hecho sus antecesores, hasta que llegó a ocupar el trono Rodrigo, en cuyo tiempo fué conquistada Alandalus. Pocos días antes de la conquista, dijo Rodrigo: «¡Por Aláh! No moriré con el disgusto de esta casa, y sin remedio he de abrirla para saber lo que hay dentro de ella.» Reuniéronse los cristianos, los sacerdotes y los obispos, y le dijeron: «¿Qué pretendes con abrir esta casa? Calcula el tesoro que presumes que hay en ella, y eso tómalo de nosotros. No hagas lo que no ha hecho ninguno de tus antecesores, que eran gente de prudencia y saber al obrar como lo hicieron.» Mas Rodrigo no se conformó sino con abrirla, impulsado por el destino fatal, y encontró una caja de madera, y en ella figuras de muslimes, llevando como ellos tocas, arcos árabes y caladas espadas, ricas en adornos. Hallaron también en la casa un escrito que decía: «Cuando sea abierta esta casa y se entre en ella, gentes cuya figura y aspecto sea como los que están aquí representados, invadirán este país, se apoderarán de él y lo vencerán.» Y fué la entrada de los muslimes en este mismo año.»
En términos casi idénticos consigna la misma leyenda (añadiendo el pormenor de la mesa de Salomón, hallada por los árabes en Toledo) otro escritor de mediados del siglo IX, el geógrafo oriental Aben Jordah beh en su Libro de los caminos y de los reinos. [1] [p. 121] La tradición toledana, que oralmente y a través de dos generaciones por lo menos había llegado a Aben Habib (muerto en 853 ó 54 de nuestra era), era ya corriente en todos los países de religión mahometana antes de finalizar aquel siglo. Y lo eran también las historias relativas a la violación de la Cava y a la venganza de D. Julián. Todo ello lo consignó en términos expresos el historiador egipcio Aben Abdelháquem (murió en 870 ó 71), que ha sido traducido al inglés por Harris Jones, [1] y al castellano por Lafuente Alcántara. [2] Sus palabras son éstas:
«Dominaba en el estrecho que separa el África de España un cristiano llamado Julián, señor de Ceuta y de otra ciudad de España que cae sobre el estrecho y se llama Al-Hadrá (la Verde) cercana a Tánger, y obedecía éste a Rodrigo, señor de España, que residía en Toledo... Había mandado Julián su hija a Rodrigo, señor de España, para su educación; mas el Rey la violó, y sabido esto por Julián, dijo: «El mejor castigo que puedo darle es hacer que los árabes vayan contra él», y mandó decir a Táriq, que él le conduciría a España. Táriq estaba entonces en Tremecén, y Muza en Kairuán, y aquél contestó a Julián que no se fiaba de él si no le daba rehenes; entonces Julián le mandó sus dos hijas, únicas que tenía. Con esto se aseguró Táriq y salió en dirección a Ceuta, sobre el estrecho, en busca de Julián, quien se alegró mucho de su venida y le dijo que le conduciría a España. Había en el paso del estrecho un monte llamado hoy Chebel Táriq (Gibraltar), situado entre Ceuta y España; y luego que fué por la tarde, vino Julián con unos barcos y le condujo a este punto, donde se ocultó durante el día; volvió luego por los soldados que habían quedado, y así los fué transportando todos... Julián y los mercaderes que estaban con él quedaron en Algeciras para animar a sus compañeros y a la gente de la ciudad.
Nos contó Abderrahaman, con referencia a Abd Allah ben Abdol Háquem y a Hixem ben Ishac, que había en España una casa cerrada con muchos cerrojos, y que cada rey le aumentaba uno, hasta que fué Rey aquel en cuyo tiempo entraron los árabes. Quisieron que hiciese también un cerrojo, como sus predecesores, [p. 122] pero él rehusó y dijo que no haría tal cosa hasta ver lo que había en ella. La mandó abrir y encontró las figuras de los árabes con un letrero que decía: «Cuando se abra esta puerta, entrará en este país lo que aquí se representa»...
Cuentan algunos que Rodrigo vino en busca de Táriq, que estaba en el monte, y cuando estuvo cerca, salió Táriq a su encuentro. Venía Rodrigo aquel día sobre el trono Real, conducido por dos mulas, con su corona y todas las ropas y adornos que habían usado sus antepasados. Táriq y sus soldados fueron a su encuentro a pie, porque no tenían caballería, y pelearon desde que salió el sol hasta que se puso, de suerte que creyeron que aquello iba a ser una total destrucción; mas Dios mató a Rodrigo y a los suyos, y los musulmanes quedaron victoriosos. Jamás hubo en el Mogreb batalla más sangrienta que aquélla. Los muslimes no cesaron de matar cristianos en tres días.»
Singular interés, aunque no tanta novedad como pudiera creerse por el origen de su autor, que era cuarto nieto del rey Witiza, ofrece el testimonio del historiador del siglo X, Aben Alcutiya (el hijo de la Goda). Escribió la historia, más como cliente de los Omeyas de Córdoba, que como descendiente de la raza vencida; pero no hay duda que se apoyó en tradiciones orales, fuesen o no de familia; y lo que dice de la casa de Toledo tiene carácter más histórico que en las restantes narraciones y pone en camino de indagar los verdaderos orígenes de esta conseja, puesto que habla de un arca que en aquel cerrado palacio se guardaba, y en la cual estaban depositados los cuatro Evangelios, por los cuales prestaban juramento los Reyes al tiempo de su coronación: costumbre que infringió Rodrigo, ciñéndose por sí propio la corona, con gran escándalo y reprobación del pueblo custiano. [1]
Conforme avanzan los tiempos, va arreciando el nublado de las fábulas. En varias compilaciones orientales, y especialmente en el texto del seudo Aben-Cotáiba, traducido al inglés por [p. 123] D.Pascual Gayangos [1] y que Dozy supone compuesto en siglo XI, se añaden una porción de detalles estupendos, de los cuales ahora prescindimos, porque no llegaron a penetrar en nuestra historia ni en nuestra poesía épica. Algunas de ellas las conocemos ya por Aben Habib. El cuento de la ciudad de bronce en Las mil y una noches y el cuento aljamiado de la ciudad de Alatón, pueden considerarse como el último eco de estas ficciones.
«Las tradiciones verdaderamente españolas (dice Dozy), no contienen nada que se parezca a tales extravagancias. Dotados de un buen sentido admirable y digno de toda alabanza, los árabes de España, a excepción de sus teólogos, no hubieran creído fácilmente en autómatas, en castillos encantados, en genios condenados por sobrenatural poder a gemir encerrados en cajas de metal. Por el contrario, las tradiciones españolas son tan sencillas, tan plausibles, tan poco adornadas de incidentes novelescos o maravillosos, que merecen, si no confianza absoluta, por lo menos examen serio.»
El único libro, sin embargo, en que estas tradiciones aparecen limpias de toda mezcla de superstición egipcia o persa, es el Ajbar Machmua, compilación anónima del siglo XI, que en nuestros días ha sido publicada y traducida íntegramente al castellano por D. Emilio Lafuente Alcántara. El Anónimo de París (como vulgarmente se le denomina por hallarse en la Biblioteca Nacional de Francia el único manuscrito conocido de esta obra) no menciona la casa encantada de Toledo, pero acepta la tradición del Conde D. Julián y su hija. Su narración es de esta suerte:
«Murió en esto el rey de España, Gaitixa, dejando algunos hijos, entre ellos Obba y Sisberto, que el pueblo no quiso aceptar; y alterado el país, tuvieron a bien elegir y confiar el mando a un infiel llamado Rodrigo, hombre resuelto y animoso que no era de estirpe real, sino caudillo y caballero. Acostumbraban los grandes señores de España mandar sus hijos, varones y hembras, al palacio real de Toledo, a la sazón fortaleza principal de España y capital del reino, a fin de que estuviesen a las órdenes del Monarca, [p. 124] a quien sólo ellos servían. Allí se educaban hasta que, llegados a la edad núbil, el Rey los casaba, proveyéndolos para ello de todo lo necesario. Cuando Rodrigo fué declarado Rey, prendóse de la hija de Julián, y la forzó. Escribiéronle al padre lo ocurrido, y el infiel guardó su rencor y exclamó: «Por la religión del Mesías, que he de trastornar su reino y he de abrir una fosa bajo sus pies.» Mandó en seguida su sumisión a Muza, conferenció con él, le entregó las ciudades puestas bajo su mando, en virtud de un pacto que concertó con ventajosas y seguras condiciones para sí y sus compañeros, y habiéndole hecho una descripción de España, le estimuló a que procurase su conquista...
Encontráronse Rodrigo y Táriq... en un lugar llamado el Lago, y pelearon encarnizadamente; mas las alas derecha e izquierda, al mando de Sisberto y Obba, hijos de Gaitixa, dieron a huir; y aunque el centro resistió algún tanto, al cabo Rodrigo fué también derrotado, y los muslimes hicieron una gran matanza en los enemigos. Rodrigo desapareció, sin que se supiese lo que le había acontecido, pues los musulmanes encontraron solamente su caballo blanco, con su silla de oro, guarnecida de rubíes y esmeraldas, y un manto tejido de oro y bordado de perlas y rubíes. El caballo había caído en un lodazal, y el cristiano que había caído con él, al sacar el pie se había dejado un botín en el lodo. Sólo Dios sabe lo que le pasó, pues no se tuvo noticia de él, ni se le encontró vivo ni muerto.»
En casi todos los historiadores árabes de que hasta ahora han dado traducción, extracto o noticia, los orientalistas, se habla en términos análogos de D. Julián y de su hija. Sirva de ejemplo Aben Adhari, de Marruecos, historiador de principios del siglo XIII, que ha sido puesto en castellano por D. Francisco Fernández y González. [1]
«Y sucedió que un rey de los godos, llamado Ruderiq, extendió la mano sobre la hija de Ilián que tenía en su palacio, y la hizo violencia en su persona, por la cual envió ella un mensaje a su [p. 125] padre, dándole cuenta secretamente de todo; e Ilián, cuando hubo recibido la noticia, la guardó y ocultó en su pecho, esperando con ella días y meditando calamidades... Y escribió Ruderiq a Ilián para que le proporcionase halcones, aves y otras cosas, y le respondió Ilián con tales palabras: «Ciertamente Irán a ti aves de las que no viste jamás semejantes»; con lo que aludía a su traición. [1] En seguida invitó a Táriq a que pasase el mar, y hay discordancia en las narraciones sobre los combates que dió Táriq a la gente de Al Andalus: y se dice que Ruderiq se adelantó contra él, reuniendo tropas escogidas, el nervio de la gente de su reino, guiándolas desde el trono real tirado por dos mulas, y con la corona en la cabeza y demás insignias que visten los reyes... Y cuando llegó al lugar donde estaba Táriq, salióle éste al encuentro, y combatieron sobre el Guad al-Lecca, en la cora de Xidhona (siendo aquel el día de ellos, y que fué a saber domingo, a dos noches por andar de la luna de Ramadán), desde que salió el sol hasta que se sumergió en la noche, y amaneció el lunes sobre la pelea hasta la tarde, prolongándose seis días de este modo hasta el segundo día en que se completaron ocho días; y mató Dios a Rudheriq y a quien con él estaba, y fué abierta a los muslimes Al-Andalus, y no se supo el paradero de Rudheriq, ni fué hallado su cadáver, aunque se hallaron sus botines con labores de plata; y unos dicen que se ahogó, y otros que fué muerto; mas sólo Dios sabe lo cierto de él.»
No olvida Aben Adhari la conseja de la cueva encantada de Toledo, y su narración tiene doble precio, porque no se apoya sólo en fuentes orientales, sino en las que llama axamíes, es decir, latinas o muzárabes: «Yo he hallado en algunos libros axamíes que el último de los reyes de Al-Andalus fué en verdad Guajanxindox (Witiza)... y dicen que Ludheriq, en cuyo tiempo entraron los árabes y bereberes, acometió al tal Guajanxindox y alcanzó el reino de Al-Andalus; y como le pareciera vil Tolaitola la mejoró en sus edificios; y en los libros axamíes se lee que este [p. 126] Rudheriq no era de casa real, sino ambicioso usurpador de los tenientes de rey en Cortoba, el cual dió muerte a Guajanxindox, después de haberle desposeído... y mudó la ley, y corrompió las costumbres y abrió la casa donde se guardaba el arca en que se escribía el nombre del rey que moría, y se había colgado la corona de cuantos subían al trono... y cuentan que edificó en particular para sí una casa semejante a aquélla, resplandeciente de oro y plata; novedad que no plació a las gentes; y como pretendiera abrir la antigua, y asimismo el arca, cuando las abrió, encontró en la casa las armas de los reyes y figuras de árabes con sus arcos a la espalda, y con turbantes en la cabeza, y en el fondo del arca escrito: «Cuando se abriere esta arca y se sacaren las figuras, entrará en Al-Andalus un pueblo con turbantes en la cabeza...» Y cuando fué Táriq a Tolaitola, halló en ella la mesa de Suleimán con figuras de árabes y bereberes a caballo, las cuales fueron colocadas en el alcázar de Cortoba. Y se dice también, ser talismanes que fijaron los árabes en sus mezquitas de Al-Andalus, hasta que Abderrahmán ben Moavia los trasladó al alcázar.»
Vemos aquí apuntar un nuevo elemento supersticioso, que no se halla en las versiones más antiguas, pero sí en algunas de las que fueron recogidas por el famoso compilador del siglo XVII Al-Makkari, que amplia más que los restantes el cuento del rollo de pergamino hallado por Rodrigo en el arca cuando rompió los cerrojos de la casa encantada de Toledo, y conviene con Aben-Adhari en lo relativo a la deshonra de la hija de D. Julián y a la parábola de los halcones. Dice, pues, Al-Makkari, con referencia a un historiador incógnito, que algunos creen ser el Homaidi, que un sabio rey griego, de los que dominaron en Al-Andalus, había encerrado en cierta urna de mármol colocada en un palacio de Toledo un talismán o amuleto mágico, y que cuando este encantamiento fué roto por el rey Don Rodrigo, quebrando los veintisiete candados que habían puesto sus predecesores, quedó entregada España a la invasión de los bereberes.
Más importancia que ninguna de las crónicas árabes citadas hasta ahora tendría, si la poseyésemos íntegra y en su original la de Ahmed-ar-Razi, que si no es, ni con mucho, el más antiguo de los historiadores árabes españoles, como a veces se ha afirmado por confundirle con otros miembros de su familia oriunda de [p. 127] Persia, es, por lo menos, el historiador más notable del siglo X, llamado por los suyos el Attariji, es decir, el cronista por excelencia. Pero de su texto árabe sólo se hallan referencias en otros historiadores más modernos; y la traducción castellana del siglo XIV, fundada en otra portuguesa hecha por el maestre Mahomad y el clérigo Gil Pérez, y vulgarmente llamada Crónica del moro Rasis, cuya autenticidad en todo lo substancial ha sido puesta fuera de litigio por Gayangos [1] y Saavedra, no sólo ha llegadoa nosotros en códices estragadísimos y después de pasar por dos intérpretes diversos, sino que es sospechosa de interpolación en algunas partes secundarias. Pero no hay texto de la historiografía arábiga que tanto importe para el estudio de la presente leyenda, ni que se enlace de un modo tan inmediato con las versiones españolas, sobre todo con la Crónica de Pedro del Corral, que no es más que una amplificación monstruosa y dilatadísima del libro de Rasis, el cual tampoco pecaba de conciso en la narración novelesca de los casos de Don Rodrigo. Tan fabuloso pareció este cuento a los mismos copistas de la Crónica del moro Rasis, que por mal empleado escrúpulo de conciencia histórica dejaron de transcribirle, resultando en los códices más famosos, como el de Santa Catalina de Toledo y el que perteneció a Ambrosio de Morales, una considerable laguna, precisamente en el sitio que debía contener la aventura de la hija de D Julián. El descubrimiento de esta preciosa narración no es el menor de los servicios que deben las letras españolas al Sr. D. Ramón Menéndez Pidal, que la halló intercalada en una de las redacciones de la Segunda Crónica general, es decir, de la de 1344. [2]
No es del caso apuntar todos los pormenores de tan prolijo e interesante relato, pero sí advertir que contiene ya todo lo que puede estimarse como tradicional en la Crónica de D. Rodrigo, limitándose con esto mucho la parte de invención hasta ahora atnbuída a Pedro del Corral, que en muchos trozos copia [p. 128] servilmente a su predecesor. No es, pues, Corral, sino Rasis el primero que llamó casa de Hércules a la de Toledo, y amplificó prolijamente el cuento con una galana descripción del encantado palacio y de las maravillas que en él había puesto su fundador. [1]
Rasis es también el primer cronista en quien se halla el nombre de la Cava, que probablemente no es más que la alteración de un nombre propio (Alataba) y no tiene el sentido de mala mujer o ramera que impropiamente se le ha dado por una falsa [p. 129] etimología árabe. [1] Creemos que también Rasis o su traductor es el primero que llama conde a D. Julián, cuya fisonomía histórica aclara bastante, mostrando el vínculo de clientela o vasallaje feudal que le enlazaba con D. Rodrigo, aunque no fuese súbdito suyo. [2] A Rasis pertenecen también, aunque nada más que en germen, las escenas de la seducción de la Caba que luego desarrolló novelescamente Pedro del Corral; el nombre de la confidente Alquifa, el primitivo texto de la carta que la desflorada doncella escribió a su padre, [3] el viaje de éste a Toledo, los preparativos de su venganza y la intervención de su mujer en ella.
La parte historial de la conquista en Rasis era ya conocida desde antiguo, aunque generalmente poco apreciada hasta que [p. 130] Saavedra mostró cuánto partido podía sacarse de ella para ilustrar las postrimerías del reino visigótico. En la descripción de la batalla ofrece nuevos pormenores que luego se incorporaron en la tradición poética: una descripción muy larga y pomposa del carro de Don Rodrigo, [1] las lamentaciones del rey derrotado, [2] y ciertas dudas acerca de su paradero después del vencimiento.
«Et nunca tanto pudieron catar que catasen parte del rey D. Rodrigo... e diz que fué señor después de villas y castillos, et otros dicen que moriera en el mar, et otros dijeron que moriera fuyendo a las montañas y que lo comieron bestias fieras y más desto no sabemos, et después a cabo de gran tiempo fallaron una sepultura en Viseo en que están escritas letras que decían ansí: «aquí yace el rey don Rodrigo reey de Godos, que se perdió en la batalla de Saguyue.» [3]
Esta noticia del hallazgo del sepulcro consta desde el siglo IX [p. 131] en los cronicones cristianos, como veremos inmediatamente, y no es verosímil que la tomasen de Rasis ni al contrario: debe tener, por consiguiente, valor histórico, lo cual se confirma por otros indicios. Pero tampoco es imposible que los traductores de Rasis añadieran tal especie y sospecho que no fué ésta la principal ni la más grave de sus intercalaciones. Antes de tocar este punto, que considero muy capital en el proceso de la leyenda, conviene indagar cómo penetró ésta entre los españoles de la Reconquista, sin detenernos a apurar el valor histórico de todas estas tradiciones, que no es mayor ni menor por hallarse en tantos libros diversos, dada la costumbre que los árabes tenían de copiarse ciegamente unos a otros. De la existencia de Julián y de la parte que tuvo en la invasión, no hay que dudar, puesto que no sólo la afirman todos los cronistas árabes, sino también el Pacense (o sea, el anónimo de Córdoba o el anónimo de Toledo, o como quiera llamársele), dando a Julián el nombre de Urbano: nobilis viri Urbani africanae regionis sub dogmate catholicae fidei exorti. Pero sobre su nacionalidad y raza se disputa mucho, pues aunque ya está abandonada la opinión que le tenía por visigodo, Dozy le supone exarca bizantino y súbdito del Imperio por consiguiente; Saavedra se inclina a tenerle por persa o armenio, y Codera, en un recientísimo trabajo no publicado aún del todo [1] presenta fuertes argumentos para demostrar que era un jefe bereber de la tribu de los Gomeres, adversario primero y después aliado de los musulmanes. Ya en siglo XIV había dudas sobre este particular, puesto que el Canciller Ayala en la Crónica de D. Pedro (año segundo, cap. XVIII), escribe: «Este conde D. Ilián no era de linaje godo, sino de linaje de los Césares, que quiere decir de los romanos.»
La violencia hecha a la hija de Julián (o a su mujer, según otros textos) que, aun suponiéndola cierta, sería pequeña explicación para tan gran catástrofe (habiéndolas tan a la mano como la discordia civil que estalló después de la muerte de Witiza y de la elección tumultuaria de Rodrigo), tiene en su apoyo la constante [p. 132] tradición de los árabes, y ninguna inverosimilitud encierra, aunque recuerde demasiado otros temas épicos (incluso el del rapto de Helena) y pueda estimarse por un lugar común del género. Pero si la historia se repite, no es maravilla que se repita la epopeya, que es su imagen idealizada. Y muy racional parece que alguna gravísima ofensa privada (como ésta que implicaba el quebrantamiento de los vínculos de hospitalidad) estimulase el ánimo de Julián para convertirse primero en armador, y luego en guia y consejero de los invasores, aprovechando el conocimiento que de España tenía; si es que no bastaron para llevarle por tal camino su propia inclinación de aventurero y soldado mercenario, su adhesión personal a los hijos de Witiza, y la esperanza que al parecer logró, de tener crecidísima parte en los provecho, y beneficios de la campaña de intervención, a la cual tanto constribuyó con sus barcos y con sus clientes armados. [1] De la costumbre de educarse en el aula regia los mancebos y doncella-nobles no se encuentra vestigio, que yo sepa, en las leyes y docusmentos históricos y literarios de la monarquía visigótica, pero no hay duda que tal costumbre existió en los reinos españoles de la Edad Media, y debía venir de muy antiguo, como tantas otras heredadas de la corte de Toledo.
Fábula o historia la de la Cava, [2] no siempre fué referida del mismo modo por los musulmanes. Historiador arábigo hay, y por cierto el más crítico y famoso de todos ellos, Aben Jaldún (siglo XIV), que con extraña concisión atribuye el desafuero, no a Don Rodrigo, sino a su inmediato predecesor Witiza: «Después [p. 133] de Egica vino a reinar Witiza catorce años, y le pasó lo que le pasó con la hija de Julián, gobernador de Ceuta.» [1]
Nada hay que añadir respecto de la casa encantada de Toledo, a lo que con tanta erudición e ingenio acaba de escribir el señor don Juan Menéndez Pidal, a cuyo trabajo me remito. Mézclanse en esta leyenda elementos de muy varias procedencias, y es fácil notar en ella diversos estados sucesivos. A primera vista inclinaríase uno a tenerla por enteramente oriental, considerando sólo la extraña analogía que muestra con la del sepulcro de la reina Nitocris violado por Darío, con la esperanza de encontrar grandes tesoros, según puede leerse en el primer libro de las Historias de Herodoto. Nada falta para la perfecta semejanza, ni siquiera las inscripciones grabadas en la puerta del monumento fúnebre, y en el sepulcro mismo. Natural parecía que esta conseja, transmitida por los persas o los egipcios a los árabes, y enriquecida por ellos con nuevas fábulas, tal como la vemos en el cuento de los palacios de Daluca la vieja (que entró con otras narraciones de la misma procedencia en la «Grande et General Estoria», compilada por orden de Alfonso X) fuese el único fundamento de todo el mito, puesto que de la anciana reina de Egipto se cuenta, como aquí de Hércules, que estaba iniciada en el arte mágica, que fabricó los sortilegios de su palacio en el instante propicio de la revolución de los astros, y que puso en sus templos las imágenes de todos los pueblos vecinos a Egipto, con sus caballos y camellos.
Pero hay en la leyenda toledana reminiscencias históricas y topográficas que no pueden explicarse de ningún modo, por la transplantación pura y simple de una novela oriental. La mesa de Salomón existía realmente y formó parte del botín de los invasores: nadie duda hoy que con ese nombre se designó el arca preciosa que servía para sacar en procesión los Santos Evangelios. También es seguro que las coronas votivas de los reyes [p. 134] estaban suspendidas en alguna de las iglesias de Toledo, y el hallazgo de las de Suintila y Recesvinto en Guarrazar ha venido a comprobarlo. El nombre de Hércules, como el de Hispán (Ixban), figuraba en las más antiguas y clásicas tradiciones de la Peninsula, y aquí seguramente le aprendieron los conquistadores. La Crónica General, que en esta parte no siguió textos árabes, sino fábulas mucho más viejas y de origen oscuro, habla de dos torres que levantaron en Toledo sobre cuevas los dos hijos del fabuloso y prehistórico rey Rocas, y hasta determina su emplazamiento: la una estaba do es agora el alcázar, la otra do agora es la iglesia de San Román. A estas torres se añadieron luego otras dos levantadas por otro rey pagano que la General llama Pirrus, y la Crónica de 1344, influída ya por la de Rasis, Hércules. ¿No parece natural ver aquí, como ha visto el Sr. Menéndez Pidal, aunque nadie hubiera caído antes en la cuenta, verdaderos monumentos prehistóricos a estilo de los Talayots de Menorca, «recintos de planta circular destinados a sepulturas, levantados algunos en cerros sobre cuevas naturales, y en grupos de tres y de cuatro?» Ayuda a esta interpretación el antiguo emplazamiento que ya en el siglo XV, según consta por el biógrafo de don Pedro Niño y por el Arcipreste de Talavera, se daba a la cueva de Hércules, en el ya citado Cerro de San Román, en la famosa cueva o cripta de San Ginés, «labrada de muy fuerte labor, de cantos labrados, de dos naves». En aquella cueva supone el historiador toledano Pedro de Alcocer que vivió en tiempos remotísimos, en compañía de un dragón, el griego Ferecio, grande astrólogo y nigromante, [1] [p. 135] que enseñó a las gentes de la comarca a hacer sacrificios a los dioses, y especialmente a Hércules. Sin detenernos en otros pormenores, que importan al estudio de la leyenda en general más que a la de los romances que procedieron de ella, baste decir, por resumen, que la fábula de la cueva de Hércules nació de los cuentos orientales del sepulcro de Nitocris y de los palacios de Daluca, combinados en memorias locales, con tradiciones oscuras, pero antiquísimas, y con objetos de arte que realmente encontraron los árabes en las iglesias de Toledo y cuyo verdadero sentido y aplicación debió de ser un arcano para ellos; relicarios y andas portátiles, coronas votivas, estatuas y pinturas, que les parecieron, sin duda, sortilegios y talismanes. De este modo, la misma mesa de Salomón llegó a convertirse en las últimas y degeneradas versiones, por ejemplo la ciudad de Alatón, en una vasija llena de diablos.
Si hemos de juzgar por los textos históricos existentes, habrá que decir que las tradiciones árabes acerca de la conquista permanecieron ignoradas de los cronistas latinos hasta el siglo XI. El Albeldense y Alfonso III el Magno ni siquiera nombran a D. Julián, cuanto menos a su hija, y en uno y otro continúa la misma incertidumbre que en los relatos arábigos acerca del paradero de Don Rodrigo, si bien el segundo consigna la especie de la sepultura hallada en Viseo con la inscripción: Hic requiescit Rodericus rex Gothorum, lo cual parece indicio de una tradición local bastante antigua. [1]
Donde por primera vez apunta la leyenda arábiga tomada, no de los libros, según creemos, sino de alguna versión oral, es [p. 136] en el Monje de Silos, que escribía en tiempo de Alfonso VI: «Praeterea furor violatae filiae ad hoc facinus peragendum Julianum incitabat, quam Rodericus Rex non pro uxore, sed eo quod sibi pulchra pro concubina videbatur eidem callide subripuerat.» [1]
Al Silense copió casi literalmente D. Lucas de Tuy, que tampoco creo que consultase fuentes árabes: «Quod Rodericus Rex filiam ipsius non per uxorem, sed quod sibi pulchra videbatur utebatur, pro concubina.» [2]
El que tuvo directo acceso a aquellas fuentes, y las siguió con una puntualidad que hoy es fácil comprobar, fué el insigne arzobispo de Toledo D. Rodrigo Ximénez de Rada, príncipe de nuestros historiadores de la Edad Media. Su narración de la pérdida de España (lib. III De Rebus Hispaniae, cap. XVIII y ss.), es la misma que, traducida al castellano, pasó a la Crónica General en todas sus distintas redacciones. Es patente su analogía con otras versiones árabes, especialmente con la del Ajbar-Machmua, pero no parece transcripción literal de ninguna de ellas, sino resumen muy sucinto. Como principales novedades hallamos: el origen gótico asignado a D. Julián y el cargo que se le atribuye de comes spathariorum, es decir, capitán de los espatarios de la guardia de Don Rodrigo; [3] los bienes y heredamientos que se le suponen en el castillo de Consuegra [4] y en la tierra de las marismas; el gobierno o tenencia que se le atribuye en la Isla Verde (Algeciras «a la que agora dicen en arábigo Algezirat-alhadra»); la incertidumbre sobre si fué la hija o la mujer de D. Julián la deshonrada por Don Rodrigo; el falso emplazamiento de la batalla, nacido de un error geográfico sobre la situación de la antigua Asido; [p. 137] el nombre del caballo de Don Rodrigo (Orelia), que fué hallado entre los despojos del combate, y la amplificación del sencillo epitafio de Viseo convirtiéndole en una vehemente diatriba contra el último rey visigodo. (V. Ad. 9).
Pero ¿no habría en los siglos XII y XIII otra manifestación de la leyenda que los concisos y severos epítomes de los analistas eclesiásticos? ¿Fué posible que de ellos se pasase sin transición alguna a la monstruosa eflorescencia poética que logran los lances de amor y fortuna del rey Don Rodrigo en la Crónica de Pedro del Corral y en los romances que se derivaron de ella? Antes del hallazgo de la parte perdida de la Crónica llamada del moro Rasis, fué lícito y prudente el dudarlo y aun el negarlo. Hoy me parece que debe admitirse como muy verosímil, ya que no como enteramente probada, la existencia, no sólo de uno, sino de varios cantares de gesta concernientes a Don Rodrigo, cuya antigüedad y carácter puede rastrearse por varios indicios.
El primero, aunque acaso no el principal, es la aparición en el siglo XIII de un poema francés titulado Anséis de Cartago, que en su primera parte no es más que una versión de la historia de Don Rodrigo y la Cava, pero con variantes muy substanciales que no se hallan en los libros de historia, ni parecen tampoco invención del juglar francés, que seguramente recogió la leyenda en España, no sabemos si de la tradición oral o de la escrita. Refiere, en substancia, que Carlomagno, después de haber conquistado España, dejó al lado del joven rey Anséis, para ayudarle en su gobierno, a un sabio y poderoso barón, Isoré de Conimbra. Éste habla de la belleza y del valor de Anséis a su hija, que se enamora de él en seguida con pasión frenética y brutal. Anséis envía a Isoré como embajador a la corte africana de Marsilio: durante su ausencia, su hija Lutisa se introduce por la noche en el lecho de Anséis, que la deshonra sin conocerla. Cuando Isoré vuelve de su misión, averigua que su hija ha sido violada por el rey, se enciende en furor, reniega de la fe cristiana, vuelve a embarcarse para África, ofrece a Marsilio su alianza, y le trae a España, con inmenso ejército de sarracenos, para vengarse del ultraje. El resto de las aventuras narradas en el poema es mucho menos original. El joven rey cristiano se ve reducido a la última extremidad, e implora el auxilio del viejo Carlomagno que vuelve a España, [p. 138] alcanza nuevas victorias y deja en tranquila posesión de su reino a Anséis. Isoré es ahorcado y Marsilio decapitado. [1]
Prescindiendo del final, que es uno de los lugares comunes de la epopeya carolingia, no hay duda que lo restante es un trasunto bastante fiel de la leyenda española. El rey Anséis es Don Rodrigo: el conde D. Julián es Isoré; y el moro Marsilio es Muza. Todo es igual, salvo el liviano carácter de la heroína, que no es seducida, sino seductora, como acontece en otros muchos relatos caballerescos de época tardía, en que la decadencia del sentido moral acompaña a la del sentido estético.
«No se puede desconocer (dice Gastón Paris en su memorable Historia poética de Carlomagno) el parentesco de este relato con la célebre tradición de Don Rodrigo y la Cava. Julián está de embajador en África como Isoré, cuando el rey seduce a su hija. Vuelve de la misma manera, averigua el insulto que se le ha hecho, y parte nuevamente a buscar en la opuesta orilla del Mediterráneo vengadores entre los infieles. La principal diferencia está en el carácter de la hija del conde: la mayor parte de las tradiciones españolas suponen que fué forzada: sin embargo, el nombre injurioso que se le ha dado parece indicar otra versión en que era más culpable, y hay en efecto romances en que se deja seducir muy fácilmente.
Lo del apelativo injurioso tiene ahora poca fuerza, puesto que los arabistas rechazan la etimología antigua y suponen que se trata de un nombre propio degenerado. Pero la cita de los romances (o más bien de la Crónica de Pedro del Corral, de quien proceden) es muy pertinente, pues aunque en ellos se consigne que el rey cumplió su voluntad «más por fuerza que por grado», los preliminares de la seducción, en cuya pintura se recrea morosamente el autor de la Crónica, muestran a la Cava como mujer fácil y liviana, o a lo menos muy descuidada, como dice candorosamente el romance. Tal descuido hace menos verosímil la indignación posterior y la carta fulminante a su padre. El relato de los [p. 139] historiadores árabes es mucho más natural y lógico: el del Anséis de Cartago debe de ser una variante tardía, y, sin embargo, aparece ya en un poema del siglo XIII. ¿Qué antiguedad hemos de suponer a la tradición española de que seguramente emana?
Otro indicio de narraciones poéticas tenemos, a mi ver, en la parte inédita de la Crónica del moro Rasis, publicada por don R. Menéndez Pidal. Me rindo ante la opinión de los arabistas que en otras partes, geográficas e históricas, de este libro, han visto una fiel traducción de las obras perdidas del historiador Ahmed ar Razi. El estilo mismo parece que lo comprueba. La narración de la conquista, la historia del palacio encantado de Toledo, tienen un sello oriental innegable, aun en la sintaxis. Además, los nombres propios latinos y visigóticos están transcritos del modo que de un árabe pudiera esperarse: Wamba se convierte en Benete, Ervigio en Eranto, Egica en Abarca, Witiza en Acosta. El autor además, según costumbre de los historiadores de su raza, gusta de apoyarse en testimonios tradicionales: «E dixo Brafoma, el fijo de Mudir, que fué siempre en esta guerra»...; y aun llega a invocar el testimonio de un espía de D. Julián: «E dixo Afia, el fijo de Josefee, que andaba en la compaña del rey Rodrigo en talle de christiano»...
Pero hay una parte considerable del fragmento de Rasis, en que no se encuentran tales referencias; en que los nombres están transcritos con entera fidelidad y son de lo menos árabe que puede imaginarse: D. Ximon, Rricaldo o Ricardo, Enrique; y en que la sintaxis, a lo menos para nuestros oídos y corta pericia lingüística, nada tiene de semítico. Me refiero al larguísimo pasaje relativo a los amores de Don Rodrigo y la Cava, y especialmente al consejo y deliberación que D. Julián, después de su vuelta a África, celebra con sus parciales. Todo lo que el conde y su mujer y sus amigos dicen en este consejo tiene un sabor muy pronunciado de cantar de gesta, y aun me parece notar en algunos puntos rastros de versificación asonantada. Pero como tengo experiencia de cuán falibles son estas conjeturas, no doy a esta observación más valor del que pueda tener, fijándome sólo en la impresión general que deja este trozo. Compárese con todos los textos árabes que en tan gran número conocemos relativos a la conquista, y creo que se palpará la diferencia.
[p. 140] Téngase en cuenta, por otra parte, que este episodio falta en la mayor parte de los manuscritos de Rasis. [1] Hemos de presumir que éste contaría la historia de la Cava en términos análogos a los que emplean los demás historiadores muslimes, pero acaso la laguna que advertimos proceda de haberse perdido o de no haber sido traducida esta parte de su Crónica, lo cual fué causa de que se interpolara en ella una narración de distinto origen. Nada es inverosímil tratándose de un texto tan destartalado y que había pasado por una versión oral y dos escritas, sin contar con las alteraciones de los copistas. Aumenta las sospechas de interpolación el ver de cuán rara manera viene a cortar e interrumpir este episodio el cuento ya comenzado de la casa de Toledo. Esta falta de orden y preparación no debió de ocultársele al mismo compaginador del Rasis, puesto que candorosamente exclama al reanudar el roto hilo de su exposición: «E quantos hy avía todos eran maravillados qué le podría acontecer al rrei don rrodrigo que ansí se le escaesçió el fecho de la casa que le dixeron los de Toledo.»
Corrobora, finalmente, estas presunciones (que sólo por tales pueden darse), la existencia en las crónicas españolas de un cierto número de pormenores más o menos poéticos que hasta ahora no han parecido en las arábigas. Cuento entre ellas la especie consignada por el Silense de que la hija de Julián había sido prometida a Rodrigo, consistiendo la injuria del rey en haberla tomado por concubina y no por esposa; el proyecto de desarme general, convirtiendo las armas en instrumentos de labranza, que el autor del Poema de Fernán González supone cautelosamente sugerido por el Conde a Don Rodrigo, aunque el Tudense y la mayor parte de los cronistas posteriores le atribuyen a Witiza; la activa y eficaz intervención de la mujer de D. Julián en su venganza, y el nombre y parentela que la asigna el canciller Ayala «doña Faldrina, que era hermana del Arzobispo don Opas e fija del rey Vitiza»; la variante ya conocida por el Toledano, según la cual fué la mujer y no la hija del Conde la deshonrada; el [p. 141] nombre del caballo de Don Rodrigo (Orelia); y quizá algunos de los últimos retoques y aliños que recibió la fábula de la cueva de Hércules en los escritores castellanos del siglo XV. Así Gutierre Díaz de Gámez, que se apoya en un autor innominado, que muy bien pudo ser un texto poético, cuenta que Don Rodrigo halló dentro del arca famosa, no las figuras consabidas, sino tres redomas, «y que en la una estaba una cabeza de un moro, y en la otra una culebra, y en la otra una langosta». [1] Pero atendiendo a la parquedad de pormenores maravillosos en nuestra poesía épica, no me decido a atribuir el mismo origen a la leyenda del incendio del encantado palacio, tal como la refirieron acaso simultáneamente el Arcipreste de Talavera Alfonso Martínez en su Atalaya de Crónicas y Pedro del Corral en su famosa novela. (V. Ad. 10) .
«Y desta guisa salieron fuera de la casa... et non eran bien acabadas de cerrar (las puertas) quando vieron un águila caer de suso del ayre que parescía que descendía del cielo, e traya un tizón de fuego ardiendo et púsolo de suso de la casa e comenzó de alear con las alas, y el tizón con el aire quel águila fazía con sus alas comenzó de arder, y la casa se encendió de tal manera como si fuera hecha de resina, así vivas llamas y tan altas que esto era gran maravilla, e tanto quemó que en toda ella no quedó señal de piedra, y toda fué fecha ceniza. É a poca de hora llegaron unas avecillas negras, e anduvieron por suso de la ceniza: e tantas eran que davan tan grande viento de su vuelo, que se levantó toda la ceniza y esparzióse por España toda quanta el su señorío era, et muy muchas gentes sobre quien cayó los tornava tales como si los untasen con sangre... Y éste fué el primero signo de la destruyción de España.» [2]
[p. 142] Supuesta la existencia de estos cantares, que hubieron de ser varios, como parece que lo exige por una parte la extensión y complejidad de la materia épica, y por otra la divergencia de los datos tradicionales, correspondientes sin duda a versiones diversas, fácilmente se explica el hecho de su desaparición y el que no dejasen rastro en los romances, si se reflexiona que entre una y otra forma épica se interpuso otra más degenerada, la forma novelesca en prosa, cuando por los años de 1443 «un liviano y presuncioso hombre llamado Pedro del Corral hizo una que llamó Crónica Sarracina, que más propiamente se puede llamar trufa o mentira paladina», según expresión de Fernán Pérez de Guzmán en el prólogo de sus Generaciones y Semblanzas. Es, en efecto, la llamada Crónica del rey don Rodrigo con la destruyción de España, [1] un verdadero libro de caballerías, y no de los menos agradables e ingeniosos, a la vez que la más antigua novela histórica de argumento nacional que posee nuestra literatura. Pedro del Corral, siguiendo la costumbre de los autores de libros de este jaez, atribuyó su relación a los fabulosos historiadores Eleastras, Alanzari y Carestes; pero no hay duda que tuvo a la vista la Crónica general, y sobre todo la del moro Rasis, que embutió casi totalmente en la suya con pequeña alteración de palabras. Todo lo demás de este libro es de pura fantasía del autor, que le compaginó con los lugares comunes del género caballeresco, llenándole de torneos, justas, desafíos y combates singulares, festines suntuosos, pompas y cabalgatas; convirtiendo a Don Rodrigo en un paladín andante que ampara a la Duquesa de Lorena (como en la leyenda de Desclot lo hace el Conde de Barcelona con la Emperatriz de Alemania), celebra Cortes en Toledo, se casa con Eliaca, hija del rey de África, y ve concurrida su corte por los más bizarros aventureros de Inglaterra, Francia y Polonia.
Abundan en la novela los nombres menos visigóticos que pueden imaginarse: Sacarus, Acrasus, Arditus, Arcanus, Tibres, Lembrot, Agresses, Beliarte, Lucena, Medea, Tarsides, Polus, [p. 143] Abistalus, tomados algunos de ellos de la Crónica Troyana, que fué evidente prototipo de este libro español en la parte novelesca. Las fábulas ya conocidas logran exuberante desarrollo bajo la pluma de Pedro del Corral, pero en realidad inventa muy poco. Ni siquiera el nombre de la Cava le pertenece, ni tampoco el nombre de la mujer de D. Julián, en que coincide con el canciller Ayala: coincidencia que en autores de tan diversos estudios y carácter como el severo analista de D. Pedro y el liviano fabulador de la destruyción de España, sólo puede explicarse por la presencia de un texto común que desconocemos.
Lo que hizo Corral, que era un hombre de ingenio y de cierta amenidad de estilo, fué aderezar el cuento de los amores de la Cava con todo género de atavíos novelescos: coloquios, razonamientos, mensajes, cartas y papeles, que fueron después brava mina para los autores de romances y aun para los historiadores graves. No es posible extractar tan larga narración, pero no queremos omitir la primera escena del enamoramiento:
«E un día el rey se fué a los palacios del mirador que avía fecho, e anduvo por la sala solo sobre las huertas e vió a la Cava, fija del conde D. Julián, que estava en las huertas bailando con algunas donzellas: y ellas no sabían parte del rey cá bien se cuydavan que dormía, e como la Cava era la más fermosa donzella de su casa, e la más amorosa en todos sus fechos, y el rey le avía buena voluntad, assí como la vió echó los ojos en ella, e como ella e otras doncellas jugaban, alzó las faldas pensando que no la veya ninguno... E como la huerta era muy guardosa e cercada de grandes tapias, e allí do ellas andavan no las podían ver sino de la cámara del rey, no se guardavan, más fazían lo que en plazer les venía assí como si fuessen en sus cámaras. E creció porfía entrellas desque una vez gran pieza ovieron jugado, de quién tenía más gentil cuerpo, e oviéronse a desnudar e quedar en pellotes apretados que tenían de fina escarlata, e parescíansele los pechos y lo más de las tetillas: e como el rey la miraba, cada vegada le parescía mejor e decía que no avia en todo el mundo donzella ninguna ni dueña que ygualar se pudiese a la su fermosura ni su gracia: el enemigo no esperaba otra cosa sino esto, e vió que el rey era encendido en su [p. 144] amor: andávale todavía al oreja que una vegada cumpliese su voluntad con ella.» [1]
Viene a continuación una escena de galantería harto extraña, que pasó íntegra a los romances: «E así como ovieron comido, el rey se levantó y assentóse a una ventana. Y antes que se levantase de taula, comenzó de meter a la reyna e a las donzellas en juego. E como las vió que jugaban, llamó a la Cava, e díxole que sacase aradores de las sus manos. E la Cava fué luego a la ventana do el rey estava e hincó las rodillas en el suelo, y catávale las manos; y él como estava ya enamorado y en ardor, como le fallava las manos blandas y blancas, y tales que él nunca viera a mujer, encendíase cada hora más en su amor.» [2]
La Cava no opone gran resistencia al Rey, pero después de violada y escarnecida se aflige y avergüenza mucho, y comienza a perder su hermosura, con gran pasmo de todos, especialmente de su doncella Alquifa, a quien finalmente confía su secreto, y por consejo de la cual escribe a su padre. El Conde jura vengarse, y urde su traición de concierto con el obispo D. Opas, hermano de su mujer D.ª Francina, y señor de Consuegra. La parte que [p. 145] pudiéramos llamar historial de la conquista prosigue bastante ceñida al moro Rasis, si bien con grandes amplificaciones. Lo más original que la Crónica de D. Rodrigo contiene, es todo lo que se refiere a la suerte del Rey después de la batalla, de la cual sale «bien tinto de sangre y las armas todas abolladas de los grandes golpes que había recebido»; sus lamentaciones confusas y pedantescas, que no tienen la vivacidad que luego cobraron en el romance; su romántico encuentro con un ermitaño, y la áspera penitencia que hizo de sus pecados, conforme a la regla que aquel santo varón le dejó escrita al morir tres días después de recibirle en su ermita; y cómo resistió a las repetidas tentaciones del diablo, que en varias figuras se le aparecía, tomando en una de estas apariciones el semblante de la Cava, y en otra el del conde D. Julián rodeado de gran compañía de muertos en batalla (¿la hueste de las supersticiones asturianas?); y cómo, finalmente, rescata todas sus culpas con el horrible martirio de ser enterrado vivo en un lucillo o sepultura en compañía de una culebra de dos cabezas, que le va comiendo por el corazón e por la natura. Cuando al tercer día sucumbe, las campanas del lugar inmediato suenan por sí mismas, anunciando la salvación de su alma. [1]
[p. 146] Divídese la llamada Crónica de D. Rodrigo en dos partes, pero, en rigor, sólo la primera y los últimos capítulos de la segunda tienen relación con aquel monarca. El protagonista de la segunda es el infante D. Pelayo, y en esta Crónica es donde se encuentran por primera vez, y muy prolijamente narrados, la fabulosa historia de su infancia; los amores de su padre Favila con la princesa D.ª Luz; el secreto nacimiento del futuro restaurador de España, expuesto a la corriente del Tajo como nuevo Moisés, nuevo Rómulo o nuevo Amadís; el juicio de Dios, en que el encubierto esposo de D.ª Luz defiende su inocencia; y todo lo demás de esta sabrosa, aunque nada popular y nada original leyenda, a la cual dió nuevo realce en las postrimerías del siglo XVII la pintoresca pluma del Dr. Lozano en su libro vulgarísimo de los Reyes Nuevos de Toledo, del cual tomaron este argumento, Zorrilla, para la leyenda de La Princesa D.ª Luz, que es de las mejores suyas, y Hartzenbusch, para aquella transformación castellana del asunto trágico de Mérope, que llamó La Madre de Pelayo, drama menos conocido y celebrado de lo que merece.
No pueden, en rigor, calificarse de viejos los romances acerca de la pérdida de España. Los seis que admitió Wolf en su Primavera están tomados de la Crónica de D. Rodrigo, [1] y , por consiguiente, no pueden ser anteriores a la segunda mitad del siglo XV. Pero seguramente ninguno alcanza tal antigüedad. Por el estilo pertenecen todos al siglo XVI, pero unos parecen juglarescos [2] y otros de poeta algo letrado. [3] Muy rara vez añaden [p. 147] circunstancias poéticas al texto en prosa que van siguiendo, pero debe hacerse una excepción en favor del que comienza
Las huestes de Don Rodrigo—desmayaban y huían...
donde, en vez de las fastidiosas declamaciones que la Crónica de Pedro del Corral pone en boca del rey vencido, se leen estos animados y valientes versos:
Ayer
era Rey de España,—y hoy no lo soy de una villa,
ayer villas y
castillos,—hoy ninguno poseía,
ayer tenía
criados,—hoy ninguno me servía,
hoy no tengo una
almena—que pueda decir que es mía...
La concentración lírica de este pasaje, así como la rapidez descriptiva de aquel otro fragmento del mismo romance:
Iba
tan tinto de sangre—que una brasa parecía;
las armas lleva
abolladas—que eran de gran pedrería;
la espada lleva
hecha sierra—de los golpes que tenía;
el almete, de
abollado,—en la cabeza se hundía...
muestra el partido que podían haber sacado los poetas del material informe que el libro de Pedro del Corral les ofrecía; pero fuera de estos felices rasgos y de algún otro, como el famoso «ya me comen, ya me comen», que debe su principal celebridad a la cita de Cervantes, la poesía adelantó poco sobre la Crónica, o más bien fué un mero eco de ella, si bien los autores de romances tuvieron el talento de simplificarla, de condensar sus rasgos más expresivos y por consiguiente de mejorarla. [1]
[p. 148] En el Romancero de Durán, donde, como es sabido, no se guarda más orden que el de géneros y asuntos, apareciendo mezclados lo popular, lo juglaresco, lo erudito y lo artístico, llegan a veinticinco los romances de Don Rodrigo, incluyendo los de fines del siglo XVII, algunos de los cuales tienen autor conocido; por ejemplo, los de Gabriel Lobo Laso de la Vega. Estos romances, cuando no proceden de una u otra de las dos crónicas mencionadas, son puras ampliaciones líricas, a veces de notable mérito, como el que empieza Cuando las pintadas aves; y todavía más este brillante principio de uno que figura en la Rosa Española de Timoneda:
Los vientos eran
contrarios,—la luna estaba crecida,
Los peces daban
gemidos—por el tiempo que hacía,
Cuando el rey Don
Rodrigo—junto á la Cava dormía,
Dentro de una rica
tienda—de oro bien guarnecida.
Trescientas cuerdas
de plata—la su tienda sostenían;
Dentro había cien
doncellas—vestidas á maravilla;
Las cincuenta están
tañendo—con muy extraña armonía,
Las cincuenta están
cantando—con muy dulce melodía;
Allí hablaba una
doncella—que Fortuna se decía...
Para explicar la generación de alguno de los romances del último tiempo, debe tenerse en cuenta la aparición de un libro que a fines del siglo XVI vino a suplantar a la vieja Crónica de D. Rodrigo, cuyo lenguaje empezaba a parecer arcaico, y que además pertenecía a la desacreditada familia de los libros de caballerías, próximos a sucumbir bajo la sátira de Cervantes. No faltó, pues, quien tratase de sustituir aquella leyenda con otra de más pretensiones históricas y más acomodada al gusto de la época. Esta nueva ficción tuvo un carácter de mala fe y de [p. 149] impudencia que no había tenido la primera. Un morisco de Granada, llamado Miguel de Luna, intérprete oficial de lengua arábiga (lo cual agrava su culpa, a la vez que da indicio de la postración en que habían caido los estudios orientales en España), hombre avezado a este género de fraudes, y de quien se sospecha por vehementes indicios que tuvo parte en la invención de los libros plúmbeos del Sacro Monte, fingió haber descubierto en la biblioteca del Escorial una que llamó Historia verdadera del rey D. Rodrigo y de la pérdida de España... «compuesta por el sabio alcayde Abulcacim Tarif Abentarique, natural de la ciudad de Almedina en la Arabia Petrea», [1] y publicó esta supuesta traducción, haciendo alarde de sacar al margen algunos vocablos arábigos para mayor testimonio de su fidelidad. Este libro, disparatado e insulso, que como novela está a cien leguas de la Crónica Sarracina, cuanto más de las deliciosas Guerras de Granada, que quizá el autor se propuso remedar, logró, sin embargo, una celebridad escandalosa, teniéndole muchos por verdadera historia, y utilizándole otros como fuente poética. De Luna procede el nombre de Florinda, no oído hasta entonces en España. Y nada gótico ni musulmán tampoco, sino aprendido en algún poema italiano. Entre los romances artísticos recogidos por Durán, hay uno (el 586) que seguramente tiene este origen, [2] y que, por tanto, no puede ser anterior a 1592, fecha de la primera edición del libro de Luna. Éste influyó grandemente en la comedia de Lope de Vega El Postrer Godo de España (1617) y en los numerosos poemas épicos y dramáticos que llevan los preclaros nombres de [p. 150] Walter Scott, [1] Southey, [2] W. Irving, [3] el Duque de Rivas, [4] Mora, [5] Espronceda [6] y Zorrilla. [7]
De estas remotas derivaciones literarias no nos incumbe tratar aquí, pero sí consignar el hecho muy importante de que todavía el tema épico de la penitencia de Don Rodrigo continúa vivo en la tradición popular, como lo prueban los romances que se cantan en Asturias. En dos de ellos, publicados por el Sr. Menéndez Pidal, [8] falta el nombre del rey, pero consta en otro recogido en la parte occidental de la provincia por el erudito escandinavo Munthe. [9] Todos tres siguen el mismo asonante y coinciden en él con el numero 7 de la Primavera, habiendo además [p. 151] bastantes versos que con leve diferencia son comunes a todas las lecciones. La supresión del nombre del héroe marca el tránsito de los romances históricos a los novelescos, y es fenómeno importante que hemos de ver repetido en otros ciclos. Pero las versiones asturianas, aun en su estado actual, aventajan en gran manera al prosaico romance impreso en el siglo XVI, y conservan interesantes pormenores poéticos que faltan en aquel texto, aunque ya estaban en la Crónica de Pedro del Corral, tales como el de tañerse las campanas por sí solas en la muerte de Don Rodrigo, y el valor simbólico y supersticioso atribuído al número siete:
Metiéralo en una
tumba—donde unna serpiente había,
Que daba espanto de
verla,—siete cabezas tenía:
Por todas las siete
come,—por todas las siete oía.
.......................................................................................
Encerráronlo en una
arca—con una culebra viva.
La culebra era
serpiente—que siete bocas tenía...
Es también nota peculiar de los tres romances asturianos la calidad del pecado que se atribuye a Don Rodrigo:
Yo traté con una
hermana—y también con una prima,
Y para mayor (?)
pecado—con una cuñada mía...
........................................................................................
Yo pequey con una
hermana—y tambien con una prima,
Y para mejor
deci,—con una sobrina mía.
..........................................................................................
[p. 152] En ninguna de las formas conocidas de la leyenda se atribuye a la Cava parentesco alguno con Don Rodrigo. ¿Serán, por ventura, estos romances eco remoto y confuso de aquella tradición que comenzando por mostrar incertidumbre entre la hija y la mujer de D. Julián, acabó por suponer que madre e hija habían sido víctimas de la incontinencia del rey? Tal era la versión consignada en el apócrifo Cronicón gallego de D. Servando, no tan moderno acaso como generalmente se le estima. [1]
En cuanto al romance de Algarbe, publicado por Estacio da Veiga, ya indiqué en otra parte que me parece composición apócrifa y moderna de cualquier poeta lírico, teniendo a la vista el romance castellano «En Cepta está D. Julián». Si en la tradición popular portuguesa existen, como es de creer, romances sobre el último rey godo, habrán de parecerse a los de Asturias, como se parecen casi todos los que hasta ahora se han recogido en el [p. 153] Occidente de la Península. Y puede asegurarse que en ellos se cantará el episodio de la penitencia de Don Rodrigo, tan enlazado con tradiciones locales portuguesas (Viseo, Pederneira, supuesta donación de D. Fuas Roupinho...). [1]
[p. 117]. [1] . Leyendas del último rey godo. (En la Revista de archivos, Bibliotecas y Museos, Diciembre de 1901.)
[p. 117]. [2] . Son libros indispensables sobre este argumento:
Dozy, Recherches sur l'histoire et la littérature de l'Espagne pendant le moyen âge, Leyde, 1881. (Tercera y definitiva edición.) La primera monografía del tomo primero versa sobre la conquista de España por los árabes. Lafuente Alcántara (E.) Ajbar-Machmuâ (colección de tradiciones): crónica anónima de siglo XI, dada a luz por primera vez, traducida y anotada. .. (Es el primer tomo, y hasta la fecha único, de la Colección de obras arábigas de historia y geografía que publica la Real Academia de la Historia). Madrid, 1867.
Fernández Guerra (D. Aureliano), Caída y ruina del imperio visigótico español. (Madrid, 1883.)
Tailhan (R. P. J... S. J.) , L'Anonyme de Cordoue. Chronique rimée des derniers rois de Tolède et de la conquête de l'Espagne par les arabes, èditèe et annotèe... (París, 1885.)
Saavedra (D. Eduardo), Estudio sobre la invasión de los árades en España... (Madrid, 1892.)
[p. 119]. [1] . Apud Menéndez Pidal (J.), estudio ya citado.
La obra inédita de Abdelmelic ben Habib se conserva en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, y es, según el testimonio de los que la han examinado, una silva de varia lección, de cuyo contenido puede dar idea el título difuso y pomposo, según costumbre de los orientales:
«Libro del principio de la creación del mundo, de las cosas que en él creó Dios, desde el principio de la creación de los cielos, mares, montes, paraíso e infierno, y de la creación de Adán y Eva; de lo que hubo entre éstos y Eblis (el demonio); de cada uno de los profetas por su orden hasta Mahoma... de cada uno de los califas hasta la conquista de España; del oro, plata, margaritas (perlas), jacintos, esmeraldas y otras riquezas que se encontraron en ella; de lo que de ella se extrajo; de sus reyes y de los gobernadores que intervinieron en ella; de las tradiciones... sobre algunas comarcas... etc.
(Pons Y Boigues, Historiadores y Geógrafos Arábigo-Españoles, Madrid, 1898, pág. 33)
[p. 120]. [1] . En la parte sexta de la Bibliotheca geographorum arabicorum, edidit M. J. Goeje. (Leyde, 1889.)
[p. 121]. [1] . Ibn Abdel Haquem's history of the conquest of Spain..., Gottinga, 1858.
[p. 121]. [2] . En los apéndices a su edición del Ajbar Machmuâ, págs. 208 y 55.
[p. 122]. [1] . El texto de la Crónica de Aben Alkutiya, acompañado de traducción castellana, está impreso hace años por nuestra Academia de la Historia, pero todavía no es del dominio público. Alguna parte de esta Crónica fué traducida al francés por Cherbonneau, y se halla en el Journal Asiatique (1853).
[p. 123]. [1] . En uno de los apéndices a su traducción inglesa de Al-Makkari , The history ot the mohammedan dynasties in Spain... Translated by Pascual de Gayangos... Londres, 1840. Tomo I. Appendix D.
[p. 124]. [1] . Historias de Al-Andalus, por Aben Adhari, de Marruecos, traducidas directamente al castellano por el Dr. D. Francisco Fernández y González. Granada, 1862. Tomo 1.º, único publicado. El texto árabe de esta Crónica había sido impreso en Leyden por Dozy, 1848-1851.
[p. 125]. [1] . En la Crónica de Rasis usa también D. Julián una frase misteriosa y amenazadora, dirigiéndose al rey que le suplicaba que volviese a enviar su hija a la Corte: «Señor, quando Dios quisiere que ella acá venga, yo vos la faré venir con tal conpaña e tan bien guardada como nunca donzella entró en España».
[p. 127]. [1] . Memoria sobre la autenticidad de la Crónica denominada del moro Rasis (en el tomo VIII de Memorias de la Real Academia de la Historia, 1850).
[p. 127]. [2] . Catálogo de la Real Biblioteca. Manuscritos. Crónicas generales de España, descritas por Ramón Menendez Pidal, Madrid, 1898. Hállase impreso el texto de Rasis desde la pág. 26 a la 49.
[p. 128]. [1] . «E él sin guna detenencia fué á las puertas de la casa é fizo las quebrantar, más esto fué por muy gran afán, é tantas eran las llaves é los canados que era maravilla. É después que fué abierta, entró él dentro... é fallaron un palacio en quadra tanto de una parte como de la otra, tan maravilloso que non ha onbre que lo puediese dezir; que la una parte del palacio era tan blanca como es hoy la nieve, que non puede más ser; é la otra parte del palacio, derecho ella, era tan negra como la cosa más negra que en el mundo ha, é de dentro non podía ser más; é la otra parte del palacio era tan verde como es el limón ó como de una cosa que de su natura fuese muy verde; é de la otra parte era tan bermejo como una sangre. É todo el palacio era tan claro como un cristal, nin viera onbre en el mundo cosa tan clara, é semejaba que en cada una de aquellas partes del palacio non avía más de sendas puertas, é de quantos entraron que lo vieron non ovo ay atal que sopiese dezir que piedra con piedra hi avía juntada, nin que lo podiese partir é todos tovieron aquel palacio por el más maravilloso que nunca vieron... É en el palacio non avía madero nin clavo nenguno... é avía hi finestras por do entraba toda la lunbre, por do podían ver quanto hy avía; é después cataron como el palacio era fecho, é tovieron mientes, é nunca pudieron veer nin asmar sino lo mejor que vieron: estar un esteo (poste ó pilar) non muy grueso, é era todo rredondo é era tan alto como un onbre, é avía hy en él una puerta muy sotilmente fecha é asáz pequeña é encima della letras gruesas que dezían en esta guisa: quando Ércoles fizo esta casa andava la era de Adam en quatro mili é seis años. É después que la puerta abrieron, fallaron dentro letras abiertas que dezían: «esta casa es una de las maravillas de Ércoles». É después que estas letras leyeron, vieron en el esteo una casa fecha en que estaba una arca de plata, é esta era muy bien fecha é era labrada de oro é de plata é con piedras preciosas é tenía un canado de aljofar tan noble que maravilla es, é avía en él letras griegas que dezían: «ó rrey en su tiempo esta arca fuere abierta, non puede ser que no verá maravillas ante que muera. É ese Yércoles, el señor de Grecia, supo alguna cosa de lo que avía de venir.»
Lo restante del cuento va conforme á los demás textos árabes que conocemos.
[p. 129]. [1] . Fué inventor de esta etimología el falsario Miguel de Luna, en la supuesta Crónica de Abentarique (1589): «Esta dama Florinda, así llamada por propio nombre, nombraron los árabes la Cava, es decir, la mala mujer». Existe, en efecto, la palabra cahba en el sentido de manceba o prostituta, pero sólo cuadraría a la heroína del Anseis de Cartago, de ningún modo a la desdichada hija de Julián, tal como aparece en las leyendas musulmanas.
[p. 129]. [2] . «Avía en Cepta un conde que era señor de los puertos de allen mar é de aquen mar é avía nonbre Don Juliano, é avía una fija muy fermosa é muy buena donzella é que avía muy gran sabor de seer muy buena muger; é tanto que esto supo el rrey Rrodrigo, mandó dezir al conde don Juliano que le mandase traer su fija á Toledo, quél non quería que la donzella de que tanto bien dezían estuviese sino con su mujer, é que de allí le daría mejor casamiento que otro onbre en el mundo. É quando el conde le vino este mandado fué muy ledo é pagado, é mandó luego llevar su fija é mandole dezir quél que le agradescía mucho quanto bien é quanta merçed hazía á él é á su hija....»
En boca del mismo D. Julián, enumerando sus servicios, se ponen estas palabras: «é mis amigos é mis parientes muchos que avía en España, dellos por lo mío, é dellos por lo de mi mujer, que es pariente dellos».
Uno de sus consejeros y clientes le dice, para apartarle de sus proyectos de venganza: «el rey don Rodrigo es tu señor, é as le hecho omenaje, como quier que dél no tengas tierra».
[p. 129]. [3] . Esta carta comienza así:
«Al honrrado, sesudo é presciado é temido señor padre, conde don Juliano é señor de Çebta, yo la Taba vuestra desonrrada fija, me enbio encomendar» ...
En esta carta está calcada la de Pedro del Corral, que luego fué parafraseada y amplificada de mil modos.
El detalle de haber comenzado a perder la Cava su hermosura inmediatamente después de la deshonra, es también común a los dos autores.
[p. 130]. [1] . «Et ¿qué vos contaremos del Rey de cómo venía para la batalla, y de las vestiduras que trahia, y qué eran las noblezas que trahía, y non creo que ha home que las pudiese contar, ca él iba vestido de una arfolla que en esse tiempo decían púrpura que estonces traían los Reyes por costumbre, et según asinamiento de los que la vieron, que bien valía mil marcos de oro, y las piedras y los adobos en esto no ha home que lo pudiese decir que tales eran, ca él venía en un carro de oro que tiraban dos mulas; éstas eran las más fermosas y las mejores que nunca ome vió, et el carro era tan noblemente fecho que non havía en él fuste ni fierro, mas non era otra cosa sinon oro y plata y piedras preciosas, et era tan sotilmente labrado que maravilla era, y encima del carro había un paño de oro tendido, y este paño non ha home en el mundo que le pudiese poner precio, et dentro, so este paño estaba una silla tan rica que nunca ome vió otra tal que le semejase; et aquella silla era tan noble y tan alta que el menor home que havía en la puerta, la podía bien veer; et ¿qué vos podía home decir que desde que Hispan, el primero poblador que vino á España, fasta en aquel tiempo que el rey D. Rodrigo vino á aquella batalla, nunca fallamos de rey ninguno nin de otro home que saliese tan bien guisado nin con tanta gente como éste salió contra Tarife?»
[p. 130]. [2] . Estas lamentaciones, en Rasis, se ponen, no después de la catástrofe del lago de la Janda, sino después de la muerte de D. Sancho, sobrino del rey. Adelante insistiremos sobre ellas.
[p. 130]. [3] . Otros códices dicen de la Sigonera (Sangonera, en el Poema de Fernán González). Es la batalla que Saavedra llama de Segoyuela, cerca de Tamames, en tierra de Salamanca. Andando el tiempo esta batalla se confundió con la del río Barbate, erróneamente llamada del Guadalete.
[p. 131]. [1] . El llamado conde D. Julián, en la Revista de Aragón (marzo de 1902). Sostiene Codera que el verdadero nombre de D. Julián era Urbán (como le llama el Pacense) o más bien Olbán. (V. Ad. 7).
[p. 132]. [1] . Consta que se estableció en Córdoba, donde su hijo Balacayas renegó de la fe cristiana (vid. Saavedra, Estudio, pág. 51). Creemos que los compañeros de Julián, tantas veces mencionados en las relaciones árabes de la conquista, no son precisamente los witizanos, sino sus propios clientes de África y los deudos que su mujer tenía en España, si hemos de dar algún crédito al texto de Rasis.
[p. 132]. [2] . Creo que el primer crítico que negó la tradición de la Cava fué Pedro Mantuano en sus Advertencias a la Historia del P. Mariana (Milán, 1611), pág. 98: «Probaré como no hubo Cava, y quién fué la causa de la destruición de España (los hijos de Witiza)». Del capítulo del P. Mariana dice que «parece sacado de algún libro de Caballerías», y realmente lo está de Pedro del Corral. (V. Ad. 8).
[p. 133]. [1] . Esta versión debía de correr entre los árabes antes de Aben Jaldún, puesto que San Pedro Pascual, obispo de Jaén, que escribía antes de 1300, cautivo en Granada, su Libro contra la seta de Mahomath, atribuye al rey Witiza la ofensa hecha a la hija del conde don Illane; y no puede dudarse que sus noticias sobre la conquista son de procedencia arábiga, puesto que narra la estratagema de los infieles, fingiéndose antropófagos para aterrar a los cristianos, especie que se halla en Abdelháquem y otros.
[p. 134]. [1] . La enseñanza de artes mágicas en la cueva por Hércules o por Ferecio debe de ser leyenda sobrepuesta, nacida de la celebridad que desde el siglo XII tuvo Toledo como escuela de nigromancia, celebridad que a su vez era consecuencia del gran movimiento intelectual promovido en aquella ciudad bajo los auspicios del arzobispo D. Raimundo, por su famosa escuela de traductores de libros orientales, entre los que había algunos de astrología y otras ciencias misteriosas o poco sabidas en Occidente. La imaginación popular, que siempre había considerado las cavernas como teatro de evocaciones goéticas (recuérdese la cueva de la Sibila, el antro de Trofonio, etc.), localizó esta enseñanza en un subterráneo («nefando gimnasio» que dice el P. Martín del Río hablando del cuento muy análogo de la cueva de Salamanca). De la de Toledo hay vestigio en el bellísimo apólogo de D. Illán y el Deán de Santiago, que trae D. Juan Manuel en El Conde Lucanor: «Tenía el Deán muy gran voluntad de saber el arte do la nigromancia, y vínose ende a Toledo para aprender con D. Illán. Don Illán, después que mandó a su criada aderezar unas perdices, llamó al Deán, é entraron amos por una escalera de piedra muy bien labrada, y fueron descendiendo por ella muy grand pieza en guisa que parecían tan bajos que pasaba el río Tajo sobre ellos. É desque fueron en cabo de la escalera, fallaron una posada muy buena en una cámara mucho apuesta que ahí avía, do estaban los libros y el estudio en que avían de leer».
[p. 135]. [1] . De Ruderico rege nulli cognita manet causa interitus ejus; rudis namque nostris temporibus, cum Viseo civitas et suburbana ejus a nobis populata essent, in quadam Basilica monumentum est inventum ubi desuper epitaphium sculptum sic dicit: Hic requiescit, etc . (España Sagrada, XIII, 478).
[p. 136]. [1] . Tomo XVII de la España Sagrada (2.ª edición), pág. 270.
[p. 136]. [2] . En el tomo 4.º de la Hispania Illustrata de Andrés Scoto, fol. 70.
[p. 136]. [3] . La Crónica General, a lo menos en el texto impreso por Ocampo, cambió espaderos en esparteros; y el Canciller Ayala (Crónica de D. Pedro, año, 2.º, cap. XVIII), agravando el error con una falsa interpretación, llamó a D. Illán «conde de Espartaria, que quiere decir de la Mancha».
[p. 136]. [4] . La introducción del nombre de Consuegra (que por primera vez aparece en el Arzobispo D. Rodrigo) puede proceder de la mala lectura de otro nombre geográfico en algún texto árabe. En la Crónica de Rasis, dice la mujer de D. Julián: «yrme he para Caspique mi eredat, é por otros mis castillos que tengo de mi padre».
[p. 138]. [1] . El Anséis de Cartago esta inédito todavía. Me valgo de los extractos y análisis que hay en la Histoire Littéraire de la France, XIX (648-654), G. París (Histoire poétique de Charlemagne, 494) , y L. Gautier (Les Épopées Françaises, III, 637 y ss.).
[p. 140]. [1] . De seguro que el episodio del consejo faltaba también en el Códice que tuvo Pedro del Corral, pues de otro modo le hubiera reproducido, como reprodujo todo lo demás.
[p. 141]. [1] . Este pasaje es uno de los muchos que faltan en la mutilada edición que de la Crónica de D. Pedro Niño hizo Llaguno, pero se halla en los dos códices que hemos manejado de esta obra, y puede leerse también en la traducción francesa de Circourt y Puymaigre (Les Victorial... traduit de l´espagnol d'aprés le manuscrit. París, V. Palmé, 1867, p. 41).
[p. 141]. [2] . Esta águila incendiaria y fatídica ha sugerido al señor Menéndez Pidal (artículo citado) el recuerdo muy oportuno de la que en los romances de Montesinos predice a Grimaltos su desventura:
encima de una alta
torre—allí se fuera a asentar;
por el pico echaba
fuego—por las alas alquitrán;
el fuego que d'ella
sale—la ciudad hace quemar ...
[p. 142]. [1] . La edición que tengo es de Sevilla, 1527. Anteriores a ésta hay las de 1511 y 1522, también sevillanas; y posteriores la de Valladolid, 1527; Toledo, 1549; Alcalá de Henares, 1587; Sevilla, del mismo año, y seguramente otras, porque fué uno de los libros más leídos de su género.
[p. 144]. [1] . Un pasaje de Ausias March, citado muy a cuento por D. Manuel Milá, alude a esta escena de la Crónica, y prueba su rápida difusión fuera de Castilla:
Per lo garró—que
lo rey veu de Cava
se mostra
Amor—que tot quant vol acaba.
[p. 144]. [2] . Compárese con el romance de la Primavera (tres variantes). «Amores trata Rodrigo». Ninguna de ellas ha de ser muy vieja, puesto que no aparecen en las primitivas ediciones de la Silva, ni del Cancionero de Romances. Atendiendo a esto y a su versificación en consonantes casi perfectos en ado, Milá tuvo este romance por obra de cualquier poeta galante de mediados del siglo XVI, y creo que su opinión ha de ser la de todo el mundo. El pormenor de los aradores no aparece en la variante que al parecer es más antigua, la de la Silva de Barcelona, de 1557 , pero está en las otras dos, y fué tomado indudablemente de la Crónica, si bien los romancistas encon raron más pulcro y galante que fuese D. Rodrigo el que «sacase los aradores» a la Cava, y no al contrario:
Ella
hincada de rodillas,—él la estaba enamorando:
sacándole está
aradores—de su odorífera mano...
.................................................................................
sacándole está
aradores—en sus haldas reclinado.
[p. 145]. [1] .En un ingenioso estúdio sobre la Penitencia del rey Don Rodrigo (Revista Crítica de Historia y Literatura Española, enero de 1897), opina D. Ramón Menéndez Pidal que de la negligencia o discordancia de los copistas de la Crónica del moro Rasis nació la fábula de la penitencia de Don Rodrigo, monstruosamente amplificada luego por Pedro del Corral. Entre otros errores, en vez de «Fue fallado un sepulcro en viseo», se escribió en algunos manuscritos «Fué fallado un sepulcro en que visco» (vivió), lo cual bastó para engendrar en la novelesca fantasía de Pedro del Corran la fábula del enterramiento en vida, desarrollada por él con todos los lugares comunes de esta leyenda, que ya aparece en el Edda escandinavo, donde Gúnar es arrojado por orden de Atila a una fosa llena de serpientes, una de las cuales le muerde el corazón. Pero la fuente inmediata de Pedro del Corral parece haber sido un libro de ejemplos piadosos, de los que tanto abundan en las literaturas de la Edad Media.
Con parecer tan atinada y plausible esta interpretación del Sr. Menéndez Pidal, no participa de ella su hermano D. Juan, que cree haber encontrado vestigios de la penitencia de Don Rodrigo antes de Pedro del Corral, y se propone tratar extensamente de ella en el tercer capítulo de la monografía que está publicando. (V. Ad. II).
[p. 146]. [1] . Hay que admitir, sin embargo, en uno de ellos, el número 4 de la Primavera «En Cepta está Julián», conocimento de la Crónica General, puesto que recuerda el famoso Llanto de España en estos versos:
Madre España, ¡ay de
ti!—en el mundo tan nombrada,
......................................................................................
donde nace el fino
oro—y la plata no faltaba.
........................................................................................
[p. 146]. [2] . Sobre todo el primero (núm. 2 de la Primavera «Don Rodrigo rey de España», compuesto en asonantes agudos (casi siempre consonantes en ar), lo cual es práctica habitual en esta clase de romances.
[p. 146]. [3] . Me refiero especialmente al 3 y al 4 de la Primavera, que no figuran aún en las colecciones de 1550.
[p. 147]. [1] . Completan la serie de los romances viejos de Don Rodrigo, aunque nada valen como poesía, tres que he reimpreso en el tomo 2.º de esta colección (apendice 1.º, núms. 1, 2 y 3) [Ed. Nac. Antolog. Vol. IX] tomándolos de la Tercera Parte de la Silva de Romances de Zaragoza, 1551. Los dos primeros fueron desconocidos para Wolf: no así el último, que se lee también en un pliego suelto de la biblioteca de Praga. El primero, que está en asonantes agudos (tipo juglaresco)
Ya se sale de Toledo—el conde Don Julián...
es el único que se refiere al proyecto de desarme sugerido por el vengativo conde a Don Rodrigo:
Todos
deshacen las armas—nadie las osa guardar,
las espadas hacen
sierras—para madera cortar;
los yelmos y los
escudos—hacen rejas para arar,
de las otras armas
hacen—azadas para cavar,
unas echan en los
pozos—otras lanzan en la mar...
Los otros dos son puras declamaciones sin valor alguno, y no parecen muy anteriores a la fecha de su publicación. El último está, en consonantes perfectos.
[p. 149]. [1] . La primera edición es de Granada, por René Rabut, 1592. Hay por lo menos otras diez de este libro, que todavía es muy vulgar en España.
[p. 149]. [2] . Es el que termina con aquellos versos tan sabidos:
Si dicen quien de los
dos—la mayor culpa ha tenido,
Digan los hombres
«La Cava»—y las mujeres Rodrigo...
El nombre de Florinda sirve al autor de este romance para un detestable juego de palabras: «Florinda perdió su flor...», etc.
[p. 150]. [1] . The Vision of Don Roderik, 1811.
[p. 150]. [2] . Roderick the last of the Goths (poema en verso suelto y en 25 cantos) , 1815.
[p. 150]. [3] . Legends of the conquest of Spain, 1823. Es un agradable extracto de las obras de Corral (a quien confunde con Rasis) y de Miguel de Luna.
[p. 150]. [4] . Florinda, por D. Ángel de Saavedra, poema compuesto en Malta en 1826, pero no impreso hasta 1832.
[p. 150]. [5] . Don Opas, poema humorístico de D. José Joaquín de Mora (en sus Leyendas Españolas, 1840).
[p. 150]. [6] . Fragmentos del poema Pelayo, 1840.
[p. 150]. [7] . El puñal del Godo (1842).— La Calentura (1847). Estos dos cuadros dramáticos se fundan, a lo menos en parte, en el poema de Southey.
Anteriores y posteriores a todas estas obras hubo otras menos conocidas, pero sumamente curiosas, como la tragedia latina Rodericus fatalis de Fr. Manuel Rodríguez (1631); el poema portugués de Andrés de Silva Mascarenhas A destruiçao de Hespanha (1617) aprovechado por Southey; el Rodrigo, novela histórica del ex-jesuita D. Pedro Montengón, que la llamó romance épico (1793); las leyendas anglo-hispanas del santanderino Trueba y Cosío (The Romance of history of Spain) (1830); el extraño drama que en vindicación del Conde D. Julián escribió D. Miguel Agustín Príncipe (1839), y hasta cierto punto la famosa novela de Alejandro Herculano Eurico el Presbítero (1843). Sobre todas estas composiciones y otras varias puede verse lo que largamente expuse en los prolegómenos del tomo séptimo de las Comedias de Lope de Vega, publicadas por la Academia Española.
[p. 150]. [8] . Véase el tomo tercero de la presente colección de romances. [Ed. Nac. Vol. IX].
[p. 150].
[9]
. Don
Rodrigo fué á caza,—a caza como solía.
Non encontró cosa muerta—nin tampoco cosa biba.
La traidora de la muerte—'nel camino le salía.
—¡Ay de mí, triste isgraciado!—Yo confesarme
quería.
Bajara una voz del cielo,—desta manera dicía:
—Confiéselo el ermitaño,—confiéselo por su bida.
—Yo piquey con una hermana—y también con una
prima,
y para mejor decir—con una sobrina mia.
Le
dieron de penitencia —[....................]
encerráronlo en una arca—con una culebra biba.
La culebra era serpiente—ya siete bocas tenía.
El ermitaño era bueno—iba á verlo cada día.
—¿Cómo le va, Don Rodrigo,—con su mala compañía?
—La compañía buena era,—así yo la merecía.
De medio cuerpo por bajo—ya todo comido yba:
Agora ba en las entrañas,—es donde más me dolía.
Al
cabo de los tres días—Don Rodrigo fenecía.
Las campanas se tocaban,—naidi las detenía.
Las ceras de los altares—ellas solas se encendían.
¡Dichoso de Don Rodrigo —que pa lus cielus camina!
Munthe: «Folkpoesí fran Asturien»
(Uppsala, 1888).
[p. 152]. [1] . «Don Rodrico querie moito a o conde don Juliao, e a la condiesa Fandina, que era moito fermosa. E don Rodrico facía pecado co ela e a tinha a mandar. E o proprio con unha filha sua chamada Cava Florinda, que era de estreimada fermosura. E o Rey a persuadeu a seu amor. E non contento o que tinha com a may se deytou co ela, e fez nela vn fillo que se criou en Evora de Lusitania, chamado Alterico». (Historia de D. Servando... apud Godoy Alcántara, Historia de los falsos cronicones, 287).
Este falso cronicón, cuyo autor se titula nada menos que «confesor de los reyes Don Rodrigo y Don Pelayo» (testimonio digno de ponerse al lado del «espía de D. Julián» citado por el moro Rasis) anda de letra de mano, traducido al gallego, con nombre de D. Pedro Seguino, obispo del siglo XII. Generalmente se cree que todo ello es pura patraña inventada en el siglo XVII por dos hidalgos Boanes de la ciudad de Orense muy picados de la vanidad linajuda, y acrecentado y prohijado por el gran falsario Pellicer, pero acaso lo que hicieron unos y otros fué interpolar o adicionar la parte genealógica, que era lo que cuadraba a sus intentos. No creo inverosímil, por consiguiente, que existiera un texto de relativa antigüedad (acaso del siglo XV) al cual puedan referirse los trozos del Cronicón en que no se percibe mira interesada. El carácter de la lengua no parece que indica mayor antigüedad.
De este seudo-cronicón hicieron bastante uso los historiadores de Galicia y Asturias . Vease entre los primeros al P. Gándara, y entre los segundos al laborioso y crédulo genealogista Trelles y Villademoros, que todavía en 1736, fecha del primer tomo de su Asturias Ilustrada, tiene la candidez de apoyarse en el testimonio del «confesor de Don Pelayo», no menos que en el de Abentarique.
[p. 153]. [1] . Estas tradiciones fueron críticamente analizadas por el cisterciense Fr. Manuel de Figueiredo en dos Memorias muy eruditas y dignas de leerse:
Dissertaçao historica-crítica em que claramente s mostran fabulosos os factos con que está enredada a vida de Rodrigo Rey dos Godos: que este mónarca na batalha de Guadalete morreo: que sao apócrifas as peregrinaçoes da Imagen milagrosa de N. Senhora venerada no termo da villa da Pederneira: que nao he verdadeira a Doaçao, que muitos crêm fez à mesma Senhora D. Fuas Roupinho, Governador de Porto de Mós... Lisboa , 1786.
— Segunda dissertaçao historica e critica, em que se mostra morreu na batalha de Guadalete Rodrigo rei dos Godos, e ultimo dos que reinarao na Hespanha... Lisboa, 1793.