Los Reyes de Asturias y León, aun los más gloriosos, han dejado muy poca huella en nuestra poesía épica, que debe llamarse castellana en el más riguroso sentido de la palabra. Las tradiciones locales sobre el restaurador Don Pelayo no han sido cantadas, ni aun dentro de Asturias, y alguna de ellas es de origen evidentemente erudito. [1] Ni Alfonso I «el matador de hombres, el hijo de [p. 156] la espada», llevando sus armas vencedoras más allá de la línea del Duero, e invadiendo la del Mondego y aun la del Tajo; ni Alfonso II el Casto, vencedor de innumerable morisma en Lutos y conquistador de Lisboa; ni Ramiro I, quemando y echando a pique las barcas de los piratas normandos; ni Alfonso III el Magno, cuyos años de reinado se cuentan por campañas; ni Ramiro II, exterminando en Simancas y en Alhandega el inmenso ejército de Abderrahmán III, con victoria tan espléndida, que resonó en Bagdad y en el centro de Alemania, han sido nunca héroes de cantares de gesta, ni siquiera de romances. Para que llegasen a serlo faltó en el incipiente reino del Noroeste la plenitud de la conciencia histórica: faltó también el necesario instrumento de una lengua llegada a relativa madurez, y capaz de ajustarse a las exigencias del metro épico, por rudo y bárbaro que le supongamos. Tiene, además, la poesía sus predilecciones, que muchas veces no concuerdan con las de la historia, aunque ambos géneros se confundan tanto en sus orígenes. Lo que es accidental, episódico y secundario en la una, es materia principal en la otra, y viceversa. Pero sobre todo hay que tener en cuenta, como explicación del caso actual, que la epopeya castellana nació por un proceso de desintegración análogo al que determinó la independencia del Condado y el predominio de la legislación foral sobre el Código visigótico; y buscó naturalmente sus héroes, no entre los monarcas leoneses, sino entre los grandes vasallos, rebeldes, turbulentos o díscolos, de Burgos y su tierra.
No hay más que una excepción a esta ley, la de Bernardo del Carpio, leonés y sobrino del Rey Casto; pero excepción más aparente que real, porque se trata del único héroe fabuloso que en nuestras canciones aparece; creación libre de la fantasía de los juglares, y que en su doble aspecto simbólico de súbdito ofendido y malcontento con su Rey, y de campeón de la independencia nacional contra el gran Emperador de los francos, no sólo no desmiente las aspiraciones de la poesía castellana, sino que en algún modo se levanta sobre ellas, y las engrandece en el sentido de la patria española, haciendo combatir mezclados, bajo la enseña de Bernardo, a castellanos y leoneses, navarros y vascones, y aun a los moros de Zaragoza: a infieles y cristianos juntamente.
Ejemplo singular de la transformación que los grandes [p. 157] sucesos históricos experimentan en la fantasía de los pueblos nos ofrece el tema celebérrimo de la batalla de Roncesvalles, asunto capital de la poesía épica francesa de los tiempos medios, hondamente modificado luego en la nuestra. Las narraciones históricas, harto sucintas y no fáciles de conciliar, sobre este suceso, proceden de dos orígenes diversos. Tenemos ante todo, y son algo más extensas y circunstanciadas, las de fuente arábiga; tenemos después la de origen franco. Ha recopilado y discutido las primeras, con su habitual rigidez crítica, el docto catedrático de árabe de nuestra Universidad de Madrid, D. Francisco Codera, en su importante discurso sobre el primer siglo de la historia de Aragón y Navarra. [1] Sus conclusiones, que difieren en gran manera de las de Dozy, se fundan principalmente en el texto del historiador que más pormenores da sobre estos acontecimientos, y es Aben al-Atsir, en su gran compilación llamada Crónica perfectísima. [2] De su relato, cotejado con el de Aben Adhari (o Adzari, como prefiere escribir el Sr. Codera) [3] y con las Analectas de Almakkari, [4] resulta que en el año 777 de nuestra vulgar cronología, el gobernador de Zaragoza Suleimán ben Jaktán ben al-Arabí, deseoso de sacudir la obediencia que debía a Abderrahmán I, indujo al Rey de Afranch (Carlomagno) a hacer una expedición contra los muslimes de Al-Andalus, prometiéndole su ayuda. Aceptó la oferta el Emperador, pasó los puertos con numeroso ejército, y uniéndosele en el camino Suleimán, avanzó hasta Zaragoza, que le cerró sus puertas. Carlomagno entró en sospechas del gobernador, y reteniéndole prisionero, se alejó del territorio de los muslimes; pero en la retirada cayeron sobre él, con sus ejércitos, [p. 158] Matruch y Ayxón, hijos de Suleimán, y poniendo en libertad a su padre, se volvieron a Zaragoza, donde perseveraron por cuenta propia en su rebelión contra Abderrahmán, la cual con ellos sostuvo Al Hosain ben Yahya el Ansarí, obligando al emir cordobés a ir en persona a sitiar la ciudad, que al fin se le entregó con pactos, sometiéndose por entonces los rebeldes (780-781). Con las fuerzas que había reunido para esta empresa hizo Abderrahmán una incursión por el país de los vascones y de los francos, destruyendo varias fortalezas, entre ellas la de Calahorra, y llevándose en rehenes al hijo de Aben Belascot, que era probablemente un caudillo cristiano, a quien Dozy quiere identificar con el conde Galindo de Cerdeña. Hay que advertir que la fecha de estos sucesos no está conforme en los historiadores árabes, ni aun en el mismo Aben al Atsir, que cuenta dos veces y en dos años distintos (el 157 y el 163 de la hégira) la expedición de Carlomagno, debiendo preferirse la segunda de estas fechas por convenir con la que ponen los cronistas francos.
Nada más que eso dicen los árabes sobre la decantada expedición de Carlomagno, a la cual seguramente dieron poca importancia. Pero Dozy, influído aún por el prestigio de la tradición épica, y deseoso de concordar las relaciones árabes con las cristianas, quiere suplir con ingeniosas y atrevidas conjeturas este vacío, llegando a dar por cierto que Carlomagno vino a España traído por una verdadera coalición formada por todos los descontentos contra Abderrahmán; el Kelbí el Arabí, gobernador de Barcelona; el Fihrí Abderrahmán ben Habib, partidario de los Abasidas, apodado el Eslavo o el Siklabí por lo azul de sus ojos y lo rubio de su pelo; y, finalmente, Abul Asguad, hijo de Yusuf que para burlar la vigilancia de sus carceleros se fingió ciego. Estos tres caudillos se presentaron a Carlomagno cuando en Paderborn celebraba la dieta o Campo de Mayo, y le ofrecieron su alianza contra el emir de Córdoba. Carlomagno, que acababa entonces de domar, aunque no definitivamente, a los sajones, aceptó la propuesta, comprometiéndose el Arabí y sus parciales de la ribera del Ebro a reconocerle por señor, y prometiendo el Siklabí que haría una invasión en el reino de Todmir (Murcia) con tropas berberiscas reclutadas en África. Esta combinación fracasó por haberse adelantado el Siklabí a levantar el pendón de la [p. 159] revuelta cuando Carlomagno no había pasado aún el Pirineo, desaviniéndose luego con el Arabí y siendo, por último, vencido y muerto. Por su parte Al Arabí no pudo cumplir la promesa que había hecho a Carlomagno, a causa de que los moros de Zaragoza, acaudillados por el defensor Hosain ben Yahia, se negaron a recibirle en la ciudad. Al Arabí, después de agotar inútilmente todos los medios de persuasión con sus correligionarios, entregó su propia persona al Rey franco, y éste tuvo que abandonar al poco tiempo el sitio de Zaragoza y emprender la retirada, llamado a las orillas del Rhin por una nueva y terrible invasión de los sajones. Al desfilar su retaguardia por Roncesvalles, los vascos se precipitaron sobre ella, la exterminaron por completo y se apoderaron de un rico botín.
Esta narración, tan bien concertada, tan satisfactoria a primera vista, resulta hoy novelesca en muchas de sus partes. Según afirma el Sr. Codera, ninguno de los historiadores árabes conocidos hasta hoy dice una palabra de semejante conjura, ni de la presencia del Siklabi y del falso ciego en Paderborn: todos refieren contestes que Carlomagno fué llamado única y exclusivamente por el emir de Zaragoza, y que aquella ciudad le cerró sus puertas. Tampoco hacen mención de los vascos, y en esto concuerdan de una manera admirable con el testimonio de la poesía épica francesa, que sólo por incidencia los nombra, y atribuye la victoria a los moros de Zaragoza con el llamado rey Marsilio.
Pero enfrente de esta versión, que por su doble origen pudiera creerse la más autorizada, se levanta la del historiador franco Eginhardo, que en su Vida de Carlomagno atribuye el fracaso del Emperador a la perfidia de los vascones, y dando curiosos pormenores de la batalla, cuenta entre los muertos a Eggihardo, prepósito de la Real mesa; al conde palatino Anselmo y al prefecto de la Marca de Bretaña, Rolando; y añade que aquel descalabro no pudo ser vengado, y que había anublado para siempre el corazón de Carlomagno. Idéntica es en el fondo la narración de los Anales (mal atribuídos al mismo Eginhardo, puesto que parecen ser de Angilberto) y versificados por el poeta sajón. [1] Entre [p. 160] tan opuestos relatos hay que suspender el juicio, y hoy por hoy continúa siendo un problema si fueron árabes o vascones los [p. 161] vencedores de Roscesvalles. Unos y otros olvidaron por completo tal historia, [1] la cual sólo penetró en España traída en alas de la poesía épica de los vencidos franceses, que en ella encontró su primer tema de inspiración y el manantial de sus más admirables y genuinas bellezas.
El recuerdo de Roncesvalles, idealizado como un martirio militar terrible y glorioso, tuvo más eficacia poética que todos los triunfos y esplendores del imperio carolingio; y una nueva poesía, germánica por sus orígenes, francesa por la lengua, universal por su espíritu, que es el de todo el mundo heroico bárbaro, poesía la más profundamente épica que hubiese aparecido después de Homero, se nutrió y fortificó por la saludable virtud [p. 162] de aquel gran desastre, y creció en breve tiempo, y se hizo adulta, y dilató sus ramas por toda Europa con prolífica y exuberante vegetación, a cuya sombra empezaron a germinar otras epopeyas nacionales. El descubrimiento y la justa estimación de esta inmensa y enmarañada selva de poemas, y de sus múltiples transformaciones, enlaces y degeneraciones, es uno de los grandes triunfos de la erudición moderna; ha ejercitado y ejercita el ingenio y la sagacidad de escuelas enteras de filología; tiene revistas y publicaciones especiales para su estudio; ha producido libros bastantes para llenar una biblioteca. Fuera irreverencia y pedantería desflorar aquí tal materia, mucho más cuando nuestro argumento no lo exige, puesto que ni nació en Francia la fábula de Bernardo, ni fué conocida nunca allí. Basta, pues, remitir al lector deseoso de instruirse en tan rica materia, a las obras magistrales que sobre ella existen, y en particular a la admirable Historia poética de Carlomagno, de Gastón París (1865), modelo de sólida y severa ciencia literaria que a pesar de su fecha, no ha envejecido en lo substancial, porque se acerca a la perfección cuanto es dado a la flaqueza humana en tareas de investigación y de crítica; y a la voluminosa y útil compilación que con el título de Las Epopeyas francesas publicó el laboriosísimo León Gautier, profundo conocedor de la materia y lleno del mejor espíritu, pero más enfático, verboso y apasionado que lo que hoy se tolera en libros de ciencia. [1]
Centro no ya sólo del llamado ciclo del Rey, sino de toda la epopeya francesa, es la Chanson de Rollans, perteneciente al siglo XI. Su fondo es muy histórico, y ya hemos visto que coincide de extraña manera con los relatos árabes. No hay más alusión a los vascos (si es que verdaderamente se refiere a ellos) que la contenida en estos versos al enumerar las huestes auxiliares del ejército infiel:
Ki
puis véist li chevaler d'Arabe
Cil d'Ociant e
d'Argoille e de Bascle.
[p. 163] El emir de Zaragoza, a quien se llama aquí Marsilio (¿ Omaris filius?) tiene la misma importancia que en la historia, y aunque la geografía es algo fantástica, [1] todavía se pueden concordar la mayor parte de los nombres topográficos con los que realmente llevan comarcas o lugares de nuestra Península. Las principales alteraciones históricas se deben seguramente al patriotismo del poeta, que supone a Carlomagno conquistador en siete años de la mayor parte de España, y explica su derrota por la traición de Ganelón, enemistado con Roldán y seducido por los parientes de Marsilio, y, finalmente, imagina un victorioso desquite con que Carlos no sólo se apodera de Zaragoza, y vence y mata al Rey Marsilio, sino también a su aliado Baligant, emir de Babilonia. El Hrolandus, prefecto de la Marca de Bretaña, ligeramente indicado en uno de los textos de Eginhardo, cobra las proporciones de Aquiles de esta epopeya. Él, con los Doce Pares, acaudilla la retaguardia del ejército de Carlomagno, compuesto de 20.000 hombres; él es el mártir de la cristiandad en aquella sangrienta rota; y serán para siempre inmortales, mientras haya espíritus capaces de sentir la poesía ingenua, viril y humana (aunque se presente revestida de formas anticuadas y toscas), sus solemnes palabras a Turpín y a Oliveros, el toque tardío y desesperado de su cuerno de marfil, la tierna despedida que dirige, como a ser animado, a su fiel espada Durenda, cuando por tres veces intenta en vano estrellarla contra la roca.
La Chanson de Rollans, cuyo texto, aun en el manuscrito de Oxford, que es el más antiguo conocido, presenta huellas de refundición, fué a su vez refundida innumerables veces en francés, en alemán, en latín y hasta en las sagas islandesas. Los nombres de Zaragoza, Pamplona y Roncesvalles continuaron resonando en boca de los juglares hasta las postrimerías del género, que todavía en el siglo XIV produjo las compilaciones franco-itálicas de L'Entrée en Espagne y La Prise de Pampelune, las cuales [p. 164] sirven de transición a los primeros poemas italianos sobre este argumento, conocidos con el nombre genérico de La Spagna. [1]
Ya hemos indicado en otro lugar del presente libro la capital influencia que la peregrinación compostelana tuvo en el proceso y divulgación de estas leyendas épicas. El sagacísimo Rajna se inclina a creer en la posibilidad de que la Canción de Rolando (que supone derivada por tradición no interrumpida de cantos muy inmediatos al hecho de la batalla) fuese compuesta o refundida en su forma actual por uno de tantos juglares franceses que yendo en romería a Santiago o volviendo de visitar las cortes españolas tenían que pasar forzosamente por Roncesvalles; y la exactitud topográfica que en esta parte muestra el poema da mucha fuerza a esta conjetura. Aquel gran río que periódicamente se desbordaba sobre España tenía en Galicia su natural desembocadura, y en Galicia hemos de buscar los primeros indicios de la tradición épica francesa, algo españolizada ya, aunque más en los accidentes que en la substancia.
La tarea no es difícil, puesto que nadie duda que en Santiago fué compuesta, por lo menos, la primera parte de la Crónica de Turpín, y que la segunda tampoco es ajena a las tradiciones compostelanas. Los dos sabios críticos, que de un modo más cabal y satisfactorio han tratado de este libro, [2] convienen aunque [p. 165] en otras cosas estén discordes, en distinguir en él dos partes de muy diverso contenido y carácter, ninguna de las cuales, por supuesto, puede ni remotamente ser atribuída al Arzobispo de Reims, Turpín, muerto hacia el año 800, sino a dos falsarios muy posteriores. Los cinco primeros capítulos poco o nada tienen que ver con las narraciones épicas: es cierto que hablan del sitio de Pamplona, cuyos muros se derrumban ante Carlomagno como los de Jericó al son de las trompetas de Josué; pero el Emperador, más bien que como guerrero, aparece con el carácter de pío y devoto patrono de la iglesia de Santiago, cuyo camino abre y desembaraza de paganos, movido a tal empresa por la visión de la Vía Láctea tendida desde el mar de Frisia hasta Galicia, y por sucesivas apariciones del mismo Apóstol. El autor insiste mucho en las iglesias que Carlos fundó y dotó, en los infieles que hizo bautizar, en los ídolos que derribó, dando sobre el de Cádiz noticias que concuerdan, como ha advertido Dozy, con las de los escritores árabes. Fundándose en los conocimientos geográficos, bastante extensos, aunque no muy precisos, que el autor demuestra de la Península, creyó Gastón París que estos capítulos podían ser de un monje compostelano del siglo XI; pero Dozy, no sólo los juzga posteriores en más de ochenta años a tal fecha, fundándose en varias circunstancias históricas, y entre ellas en la frecuente mención de los almoravides con el nombre de moabitas, sino que tiene por imposible que el autor fuese español, en vista del desprecio que manifiesta por todas las cosas del país y los vituperios que dice de los naturales, hasta contar, entre otras fábulas no menos absurdas, que casi todos los gallegos habían renegado, y que tuvo que rebautizarlos el Arzobispo Turpín, a excepción de los contumaces, que fueron decapitados o reducidos a esclavitud. Si con esta denigración se compara el entusiasmo ciego del autor por la gente francesa, «optimam scilicet, et bene indutam, et facie elegantem», resulta más y más confirmado el parecer de Dozy, es a saber: que los primeros capítulos del Turpín fueron compuestos por un monje o clérigo francés [p. 166] residente en Compostela, y que formaba de la rudeza española el mismo petulante juicio que los tres canónigos biógrafos de Gelmirez, por ejemplo.
Desde el capítulo sexto en adelante, la Crónica de Turpín cambia de aspecto. No faltan en ella reminiscencias de los libros históricos de la Biblia, y hasta una controversia teológica en forma entre Roldán y el gigante Ferragut; no falta tampoco el obligado panegírico de la Iglesia de Compostela, para la cual el osado falsario reclama la primacía de las Españas, que le supone otorgada por Carlomagno en un Concilio. Pero lo que predomina es el elemento épico, derivado de las gestas francesas, aunque transformado conforme al gusto de la literatura latino-eclesiástica. Reaparecen, pues, en el Pseudo Turpín, y le debieron su crédito entre los letrados, la traición del rey Marsilio y de Ganelón; la sorpresa de los 20.000 hombres de la retaguardia «por haberse entregado al vino y a las mujeres»; el cuerno de Roldán; la roca hendida por su espada Durenda; la muerte de Roldán y su apoteosis, celebrada por coros de ángeles que conducen al Paraíso su alma; el sangriento desquite de la derrota, con tres días de matanza, en que el sol permanece inmóvil; el castigo de Ganelón...., y, en suma, casi toda la materia de la Chanson de Rollans, o de una muy parecida a ella; exornándola, además, con ciertas tradiciones locales relativas a las sepulturas de los héroes en varias ciudades del Mediodía de Francia, y con la mención del sitio llamado hoy Valcarlos (límite de España con la Navarra francesa), lo cual hace presumir que el autor había recorrido los parajes que fueron teatro de la derrota.
¿Quién fué este segundo e impudente falsario, que llega a tomar el nombre de Turpín y poner en su boca la narración, lo cual nunca hace el primero? Gastón París atribuyó estos capítulos a un monje de Viena del Delfinado; pero Dozy manifiesta opinión muy contraria. Que este nuevo Turpín era también francés, no tiene duda, como tampoco que le interesaban mucho las pretensiones de Compostela, donde probablemente escribía, y donde se ha conservado su libro formando parte del célebre Códice Calixtino; pues por una superchería todavía más grave que la del Turpín, se pusieron a nombre del gran pontífice Calixto II una colección de milagros de Santiago, una historia de su [p. 167] traslación, y otras piezas más o menos apócrifas o sospechosas, aunque todas sean hoy de inestimable valor para la crítica de las leyendas. [1] Esta compilación, dividida en cinco libros (de los cuales el último era como el manual o guía del peregrino en Santiago) fué donada por Aimerico Picaud del Poitou a la Iglesia de Santiago por los años de 1140 (fecha que no puede ser muy posterior a la de su primitiva redacción, en que acaso intervino el mismo Aimerico), y copiada luego en todo o en parte por los peregrinos, es la que mayormente extendió por Europa el conocimiento del Pseudo Turpín, a la vez que entre los clérigos espadoles autorizó el principal tema de la epopeya Carolingia.
Pero fuera del círculo en que imperaban las ideas galicanas y cluniacenses, no podían ser recibidas de buen grado, sino con vehemente protesta del sentimiento nacional, las fabulosas conquistas de Carlomagno en España, como tampoco los homenajes que los cronistas francos (Eginhardo, el poeta sajón, el astrónomo lemosín, los Anales de Metz, de Fulda, de Tillí; los Bertinianos, Loiselianos, Laureshamenses, Reginón y otros) referían haber hecho Alfonso II el Casto a Carlomagno por medio de sus embajadores Froia y Basilisco, portadores de riquísimos presentes: embajada honorífica que Eginhardo interpreta como acto de formal sumisión. [2]
Nuestros exiguos cronicones de los primeros siglos de la Reconquista nada dijeron de estas embajadas, lo cual no es razón suficiente para negarlas. De la expedición de Carlomagno a España habló por primera vez el monje de Silos a fines del siglo XI o pnncipios del XII, para protestar con indignación patriótica contra la idea de que ninguna gente extraña hubiese ayudado a los españoles en la empresa de su reconquista. Muéstrase enterado de las narraciones de los historiadores francos, especialmente de Eginhardo, pero niega en redondo que Carlomagno conquistase [p. 168] ciudad alguna de este lado de los Pirineos; y después de referir el llamamiento del moro Hibinnalarabi, gobernador de Zaragoza, atribuye la retirada de Carlomagno a haberse dejado seducir por el oro de los infieles, añadiendo con profundo desdén y gran injusticia que Carlos prefería a las fatigas de la guerra el deleitarse en las termas de Aquisgrán y que la belicosa España no es para domada fácilmente por mílites togados. [1] En cuanto a Roncesvalles, copia el segundo relato de Eginhardo, y trae, por consiguiente. el nombre de Roldán (Rotholandus Britannicus Praefectas).
A mediados del siglo XII los relatos poéticos franceses estaban tan vulgarizados, que el cantor del sitio de Almería, y cronista del Emperador Alfonso VII, los recordaba como cosa notoria a todos, para sacar de ellos comparaciones en honor de su héroe favorito, Alvar Fáñez:
Tempore Roldani si
tertius Alvarus esset,
Post Oliverum,
fateor sine crimine verum,
Sub juga Francorum
fuerat gens Agarenorum,
Nec socii chari
jacuissent morte perempti.
Sagazmente nota Gastón París sobre este pasaje que la forma popular y no erudita del nombre de Roldán, y la asociación de su [p. 169] nombre con el de Oliveros, apenas mencionado en el Turpín, son indicios de que el anónimo poeta latino conocía alguna canción de gesta análoga al Rollans, si no era el Rollans mismo, cuya divulgación en España puede remontarse al mismo siglo XI.
Pero al pasar la leyenda de Roncesvalles de los juglares franceses a los castellanos, comenzó a españolizarse en términos tales, que más que imitación o continuación, fué protesta viva del sentimiento nacional contra todo invasor extraño. Un personaje enteramente fabuloso, pero en cuya fisonomía pueden encontrarse rasgos de otros personajes históricos, apareció primero como sobrino de Carlomagno y asociado a sus triunfos después como sobrino del Rey Casto, y como único vencedor de Roncesvalles. Luego apuntaremos lo que con más verosimilitud conjetura la crítica sobre los diversos estados de formación de esta leyenda. Antes conviene presentar los principales datos de ella, tal como estaba ya enteramente formada en el siglo XIII, tal como la leemos en los más antiguos textos, que no son, por desgracia, los primitivos Cantares de gesta, sino los extractos que de ellos hicieron los cronistas eruditos, el Tudense, el Toledano [1] y la Crónica General. La caprichosa invención de los juglares se había incorporado ya en la historia, y la historia hundió en el olvido los anteriores monumentos poéticos.
Convienen en muchas cosas substanciales D. Lucas de Túy y el arzobispo D. Rodrigo; pero en otras profundamente difieren, lo cual prueba que tenían diversas fuentes o que las interpretaban con diverso espíritu. En uno y otro, Bernardo es ya leonés por ambas líneas, nacido, según el Tudense, de ilícitos amores; según el Toledano, de secreto matrimonio (furtivo connubio) del conde D. Sancho con la hermana del Rey Casto, Doña Ximena (Scemena). En uno y otro, este ayuntamiento es castigado con prisión del Conde en un castillo (que el Tudense dice ser el de Luna), y encierro de Doña Ximena en un monasterio. En uno y otro, el [p. 170] Rey, que no tenía hijos, educa con gran esmero a Bernardo, que en su adolescencia sobresalía entre todos por su aventajada estatura, gallardo aspecto, elocuencia, ingenio y destreza en las armas. Cuando Carlomagno, envanecido con sus triunfos en Cataluña y en Vasconia, escribe al rey Alfonso para que se haga vasallo o súbdito suyo, Bernardo, lleno de ira, presta auxilio a los sarracenos. Obsérvase aquí una variante notable: en la narración de D. Rodrigo, Alfonso el Casto aparece en connivencia con el Emperador, a quien secretamente llama a España, ofreciéndole la sucesión de sus reinos, por carecer de hijos. Los magnates de Alfonso, al enterarse de tal embajada, estallan en indignación, y Llevando Bernardo la voz de todos, obligan al Rey a revocar su promesa, anenazándole, si no, con arrojarle del reino y romper toda fidelidad, porque (añade el cronista) «querian más morir libres que vivir en la servidumbre de los Francos». El rey, aterrado con las amenazas, envía nueva embajada a Carlos, volviéndose atrás de lo prometido. Carlos, sediento de venganza, traspasa los Pirineos y es derrotado en Roncesvalles, no a la vuelta, sino a la ida; no en su retaguardia, sino en su vanguardia; no por los moros de Zaragoza, sino por el rey Alfonso el Casto con un ejército de cristianos de Asturias; Álava, Vizcaya, Navarra, la Rioja y Aragón. Bernardo estuvo siempre al lado de Alfonso, aunque corrió falsa voz de que venía por los puertos de Aspa con un ejército de sarracenos. El toque de la bocina de Roldán se atribuye aquí a Carlomagno, que con su tañido congrega a los dispersos, para emprender su retirada. Carlos muere en Aquisgrán aquejado por el pesar de la derrota, y manda que en su epitafio quede en blanco la parte correspondiente a la guerra de España, de donde volvía sin gloria y sin venganza.
Para el Arzobispo D. Rodrigo, por consiguiente, Roncesvalles fué uná victoria nacional, una victoria de todos los pueblos cristianos de España, acaudillados por el Rey de León. Este ardiente españolismo suyo, tan raro en la Edad Media; este sentido de la unidad nacional, que es el gran timbre de su obra histórica, le hace protestar malhumorado contra las fábulas de los juglares franceses y contra los que les daban crédito (nonnulli histrionum fabulis inhaerentes), y negar con el mismo vigor que el Silense, que el Emperador hubiera conquistado ciudades y castillos en [p. 171] España, ni ganado batallas contra los árabes, añadiendo que tampoco era verdad que hubiese abierto el camino de Santiago: en lo cual se ve una clara alusión contra el falso Turpín, principal propagador de esta patraña. Dedica un capítulo entero a enumerar los verdaderos conquistadores de las ciudades de España, para rendir con el peso de la evidencia a los que estuviesen preocupados por fabulosas narraciones.
De muy distinto modo veía las cosas el Tudense, o por ser su patriotismo menos ardiente que el de D. Rodrigo, o porque conociese la leyenda en una forma más antigua y menos españolizada. Atribuye el triunfo al rey Marsilio, entre cuyos auxiliares figuran algunos navarros (los vascones de Eginhardo) y también Bernardo, que, al parecer, pelea por su cuenta y riesgo, y pospuesto el temor de Dios, ayuda a los sarracenos en la matanza. Tampoco era natural que el obispo de Túy rechazase las tradiciones compostelanas acerca de Carlomagno; y aunque no le concede la gloria de haber abierto el camino de Santiago, le hace venir como peregrino a visitar el sepulcro del Apóstol, y a erigir en metropolitana aquella iglesia, estableciendo la vida claustral conforme a la regla de San Isidoro: todo según en la Crónica de Turpín se relata.
En cuanto a las sucesivas andanzas de Bernardo, concuerdan muy poco ambos prelados. El Bernardo medio Carolingio del Tudense se reconcilia con el Emperador, obtiene de él grandes honores, se hace glorioso entre los romanos, galos y germanos, y pelea con irresistible esfuerzo contra los enemigos del Imperio. Vuelto a España cuando ya reinaba Alfonso III el Magno, le asiste en sus victorias contra los moros, puebla el Castillo del Carpio, cerca de Salamanca, y desde allí solicita, en son de guerra, la libertad de su padre, que el Rey le promete, aunque no declara el historiador si la promesa fué cumplida. Por entonces Carlos el Calvo hace una invasión en España, y Bernardo, con ayuda del renegado Muza, rey de Zaragoza, le derrota en las gargantas del Pirineo.
Mucho más sencilla es aquí la narración del Toledano, que nada dice de esta nueva victoria contra los francos, ni tampoco de las empresas de Bernardo fuera de España; pero sí de sus hazañas contra los moros en tiempo de Alfonso III, de la [p. 172] fundación del Carpio y de la rebeldía contra Alfonso el Magno, en la cual Bernardo, aliado con los árabes, devasta las fronteras del reino hasta que el Rey le otorga la libertad de su padre, ciego y decrépito. Lo de la ceguera falta en el Tudense.
No parecía cosa muy fácil concordar estas dos versiones, que seguramente corresponden a dos momentos en la evolución de la leyenda; pero todo era posible con el sistema adoptado por los compiladores históricos de los tiempos medios. Cuando Alfonso el Sabio hizo escribir en lengua castellana nuestra primera historia general, dos libros sirvieron principalmente de base y entraron íntegros en ella: el de D. Lucas de Túy y el del arzobispo don Rodrigo. Las diferencias entre ambos textos se arreglaron de cualquier modo o de ninguno, y para completarlos se acudió a los Cantares de gesta, disolviendo en prosa su holgada metrificación, pero no de tal suerte que desapareciesen las huellas de su origen. La invasión de este elemento épico en la Crónica General empieza con la leyenda de Bernardo, que se presenta allí rica de pormenores dramáticos, los cuales había desechado antes la severidad de D. Lucas y de D. Rodrigo. Si los vestigios del primitivo cantar, o Estoria de Bernaldo, están en alguna parte, allí es donde deben buscarse.
En 1897 tuve la fortuna de publicar por primera vez [1] el texto primitivo de esta leyenda, tal como aparece en la genuina Crónica General, valiéndome para ello de un códice del siglo XIV que poseo, y que pertenece a la misma familia que el célebre manuscrito escurialense, tenido como prototipo de la versión matriz. En él, y no en el texto abreviadísimo y desconcertado de uno de los compendios de la Crónica que en 1547 imprimió Florián de Ocampo, debe leerse esta larga e interesante narración, donde es fácil separar la parte tomada de D. Lucas y de D. Rodrigo, de lo que procede directamente de la tradición poética. No un solo cantar de gesta, sino varios, y nada conformes entre sí, habían corrido sobre las aventuras del héroe. La General prefiere uno, que es el que por excelencia llama Estoria de Bernaldo (acaso fuera ya una transcripción en prosa), pero se hace cargo de las [p. 173] variantes de los demás, aunque sea para rechazarlas como menos autorizadas. Había cantares, por ventura los más antiguos, en que Bernardo estaba entroncado con la familia carolingia a la vez que con la de León, y en que se le daba por madre a Doña Tíber, hermana de Carlomagno, la cual, viniendo en romería a Santiago, se había rendido al amor del Conde de Saldaña. «Et algunos disen en sos cantares et en sos fablas que fué este Bernaldo fijo de Doña Thiber, hermana de Carlos rey de Francia e que la llevó para Saldaña e que ovo este fijo en ella, e quél rescibió el rey Don Alonso por fijo pues que otro non avíe empós él...» (cap. VI del reinado de Alfonso el Casto). Y más adelante, en el capítulo XIII del reinado de Alfonso el Magno, hablando de un supuesto viaje de Bernardo a París: «É disen en los cantares quél dixo allí que era sobrino del rey Carlos el Grande, e fijo de Doña Timbor su hermana, e quél dixo Carlos que le prasie mucho con él. En la corte estava entonces un fijo de Doña Timbor, a quien dixo el rey sil querie rescebir por hermano, e él dixo que non, ca lo non era. Bernaldo quando lo oyó pesol mucho de corazón, e desafiol ante el rey e salliose del palacio e fuesse para su posada. El rey Carlos enbiol estonces grant aver e cavallos e armas. Otro día mañana salliose Bernaldo de París e fué andar por la vía e comenzó a fazer mucho mal por todos los lugares do andava.»
En otras gestas, o en estas mismas, se atribuían a Bernardo grandes empresas en Francia; y no faltaban juglares que diesen por principal campo de sus triunfos el Pirineo aragonés, atribuyéndole la población del Canal de Jaca y la conquista de Ribagorza: «E andando de la una e de la otra parte corriendo e robando quanto fallava, llegó a los puertos de Aspa e pobló y la canal que disen de Iaca. E tan grand era el miedo et el espanto que dél avien las yentes, que non sabien qué se faser antél, et él andando en esto ovo tres veses batalla con moros e siempre los venció e ganó dellos grandes riquezas además. Et con estos averes gano él después dende el Aynsa fasta Berbegal e Barvastro, e Sobrarve, e Monte Blanco: todas estas fronteras manteníe él bien e esforçadamente. Después desto casó con una dueña que avie nombre Doña Galiana, fija del conde Alardos de Latre, e ovo en ella un fijo a quien dixeron Galín Galindes que [p. 174] fué después mucho esforzado cavallero...» A lo cual añade la Crónica impresa por Ocampo: «Mas porque non fallamos nada de todo lo que aquí havemos dicho de Bernaldo desde la muerte del conde D. Sandías, fasta en este logar, en las estorias que ficieron é compusieron los omes sabios, por ende non afirmamos nos, nin dezimos que assí fuesse ca non lo sabemos por cierto, sinon quanto oimos dezir á los juglares en sus cantares».
Precisamente en esta familia de cantares desdeñados por la General, estaban los únicos elementos históricos de la leyenda, ya se refieran al Bernardo nieto de Carlomagno y rey de Italia, ya más bien al Bernardo, hijo de Ramón, conde de Ribagorza y de Pallars, casado con Doña Teuda o Toda, hija del conde Galindo de Jaca, y fundador del monasterio de Ovarra, en la Noguera Pallaresa; personaje que ha yacido olvidado en las doctas páginas de Zurita, Pujades, Pellicer y Traggia, hasta que Milá y Fontanals le concedió los honores de la inmortalidad poética, haciéndole héroe de un cantar de gesta, que llamó La Causó del Pros Bernart, que es de lo poco verdaderamente épico que hay en nuestra literatura contemporánea.
La identificación de este Bernardo con el del Carpio fué ya propuesta en el siglo XVII por Pellicer, y las palabras explícitas de la General no dejan duda de que los juglares habían hecho de ellos un mismo personaje. Quizá el Bernardo ribagorzano habría dado asunto a alguna rapsodia fronteriza o franco-hispana, que fuese como el germen de la tradición relativa a las hazañas de Bernardo en el Alto Aragón. Pero con este solo dato, aun reconociendo todo su valor, no se explica íntegramente el proceso de la leyenda, puesto que los cantares (si los hubo) que celebrasen al primer Conde de Ribagorza, no es verosímil que dijeran nada de Roncesvalles, ni mucho menos de la historia doméstica de Bernardo del Carpio, que es la parte verdaderamente humana y dramática de esta fábula. Todo ello debió de inventarse por grados, pero no a merced de una fantasía arbitraria. De los dos Bernardos históricos, el rey de Italia y el hijo de Ramón, o quizá sólo del último, que por más cercano y más épico nos interesaba más, se tomó el nombre, que no es español, sino franco; y se tomó además el recuerdo de sus hazañas libertadoras contra moros y de su parentesco más o menos remoto con la familia carolingia. [p. 175] Por eso en los cantares que tenemos por más antiguos, Bernardo aparece como hijo ilegítimo de una hermana de Carlomagno. Fácil fué transportarle de los montes de Aragón a los de Navarra, y hacerle tomar parte en la jornada de Roncesvalles; al principio, acaso, como auxiliar, y después como vencedor de los paladines francos; pero todavía sin determinar concretamente ningún lance personal suyo, puesto que la lucha con Roldán es invención de poetas eruditos del siglo XVI, de la cual no hay rastro en la Edad Media. ¿Cuándo empezó Bernardo a convertirse en héroe leonés? No creemos que antes de la unión de Navarra y Castilla en la persona de Don Sancho el Mayor. Entonces sería cuando la oscura leyenda de Ribagorza, encerrada hasta entonces en los valles del Pírineo, penetrase en la tierra llana, en la región épica por excelencia, y fuese recogida y transformada por el sentimiento patriótico de los juglares castellanos, que convirtieron en protesta lo que hasta entonces había sido remedo. Conservábase memoria, sin duda, de los homenajes de Alfonso el Casto a Carlomagno, aunque nada hubiesen querido decir de ellos nuestros cronistas; se tenía tal sumisión por vergonzosa, y agrandábase la falta del Rey hasta suponer que había hecho expreso pacto con el Emperador de los francos ofreciéndole entregarle su reino o designarle por sucesor en él Como desquite de tal flaqueza se consideró la victoria de Roncesvalles, en que se hizo intervenir al mismo rey Alfonso, arrastrado por la voluntad unánime de sus ricos hombres. Pero no suelen ser los reyes los favoritos de la poesía épica, y así como el héroe de las canciones francesas de Roncesvalles no es Carlos, sino Roldán, así también el vengador de la honra española no es Alfonso, sino Bernardo, personaje castizo y definitivo, leonés ya por ambas líneas, que hunde en el olvido al hijo de Ramón y al hijo de Doña Tíber. ¿Cuándo empezó a sonar en los cantares el nombre del Conde de Saldaña? No antes de la segunda mitad del siglo XI, puesto que todavía en 1031 no estaba aquella villa regida por condes. [1] Todavía hay que [p. 176] conceder mayor espacio para la transformación de Doña Tíber en Doña Ximena; mucho más si se tiene en cuenta que el nacimiento ilegítimo de Bernardo parece calcado sobre la historia de la ilegitimidad de Roldán, que no suena hasta muy tarde en poemas franceses o franco-itálicos, si bien fundados probablemente en otros que se habrán perdido (V. Ad. 12) . De todos modos, el tema no pertenece a la primitiva epopeya carolingia, y es, por otra parte, bien sabido que lo último que se canta de un héroe son sus mocedades. Atendiendo a todas estas circunstancias, puede, aproximadamente, fijarse la redacción de la Estoria de Bernaldo en la segunda mitad del siglo XII, que es la misma época que generalmente se asigna al Poema del Cid, y que fué, según todos los indicios, la edad de oro de nuestra poesía histórica. Aun el nombre de don Bueso, que llevó un merino de Saldaña, en tiempo de Don Sancho III el Deseado, parece nuevo indicio en favor de esta cronología, si bien no carece de dificultad para identificarle con el primo cormano de Bernardo, el origen francés que en nuestros cantares se le asignaba y que parece retrotraernos a tiempos muy remotos. Así la General, en el capítulo VIII de Alfonso el Magno: «Llegáronle nuevas de commo un alto ome de Francia que avie nombre Buesso le era entrado en la tierra con grand hueste et que ge la andava destruyendo quanto más podíe. El rey fué entonces contra él con grant poder et ovo con él su batalla en Carrión, que es en la tierra de Castilla e murieron y muchos de cada parte. Et algunos disen en sus cantares que este Buesso era primo cormano de Bernaldo. E lidiando assi unos con otros oviéronse de fallar aquel Buesso e Bernaldo, e fuéronse ferir uno a otro tan de resio que las lanzas fizieron quebrar por medio. Desi metieron mano a las espadas, e dávanse grandes golpes con ellas, pero al cabo venció Bernaldo e mató y a D. Bueso». No es aventurado suponer que de este combate personal de Bernardo con un alto ome de Francia (por otra parte desconocido en la poesía de nuestros vecinos) naciese andando el tiempo el episodio de la lucha cuerpo a cuerpo entre Bernardo y Roldán.
Digamos, pues, con Milá y Fontanals, a cuyo talento analítico y docta sagacidad se debe la más plausible solución de este intrincado problema de historia literaria que «el presente ciclo se formó, con el apoyo del Bernardo de Ribagorza, por influencia, [p. 177] por remedo, y pudiéramos decir por emulación de los cantares franceses». Y puede añadirse que suplantó a estos cantares, y que con ser una ficción enteramente poética y antihistórica, penetró con facilidad en las historias latinas y castellanas, y reinó sin contradicción en ellas hasta fines del siglo XVI: lo cual prueba que Bernardo, aunque materialmente no existió, a lo menos en el tiempo y en los lugares que se suponen, debió haber existido, y fué engendrado por una necesidad moral y patriótica, sin lo cual hubiera vuelto muy pronto al limbo de la oscuridad, como tantos otros hijos de la fantasía poética que nada vivo ni actual representan.
Imposible es hoy determinar cuál sería el contenido de la Estoria de Bernaldo, tal como se cantaba o leía en el siglo XIII, purgada ya de los resabios afrancesados que tuvo en su origen. Hemos visto que el Tudense y el Toledano no concuerdan entre sí, ya porque se valieron de textos diversos, ya principalmente por la mexcla de especies históricas y eruditas, que ellos se afanan por conciliar con la tradición popular. Además, uno y otro, sin duda por la severidad histórica que cuadraba a su intento prescinden de la parte dramática de la leyenda; y otro tanto hace el autor del Poema de Fernán González, que precedió, como es sabido, a la Crónica general. Bernardo, en el proemio histórico de este poema, no es más que el vencedor de Roncesvalles con gentes españolas, pero aliado con el rey Marsilio, sobre cuya alianza hace el poeta cristianas salvedades, lo mismo que don Lucas de Túy, a quien generalmente sigue, [1]
[p. 178] Pero ni el Tudense, ni el Toledano, ni el monje de Arlanza nos dan más que el esqueleto de la parte histórica de la leyenda. No tenemos un Roncesvalles castellano. Mucho mejor conocemos la parte novelesca, gracias a la feliz ocurrencia que los redactores de la General tuvieron de suplir con los textos poéticos los vacíos a las crónicas latinas. La transcripción debió de ser bastante fiel, puesto que en algunos pasajes se descubren todavía rastros de versificación, y en muchos persiste el diálogo. Pertenecen, pues, al género de escenas épicas derivadas inmediatamente de los cantares, la prisión del Conde de Saldaña, la revelación que dos dueñas fijasdalgo hacen a Bernardo del secreto de su nacimiento, las sucesivas peticiones que dirige al Rey sobre la libertad de su padre, y la sublime escena final, en que llega a tocar su mano helada por la muerte. Copiaremos algunos de estos trozos para que se vea con cuánta fidelidad fueron convertidos en romances andando el tiempo.
Cap. X (del reinado de Alfonso el Casto): De commo Bernaldo sopo commo era presso su padre.
«Cuenta en la Estoria de Bernaldo que en aquel XXVII año del regnado... dos altos omes que eran en la corte desse rey don Alonso, avie el uno nombre Blasco Melendes et el otro Suero Blasques, que seyendo parientes de Bernaldo e pesándoles mucho de la prisión del conde Sandías, que ovieron su conseio amos en uno, de commo faríen saber á Bernaldo que su padre era preso, ca non lo osavan desir en otra guisa, e fué en esta manera. Metieron en su conseio a dos dueñas fijasdalgo, que avíe nombre el una María Melendes e el otra Urraca Sanches, e dixeronles assí: «Dueñas, non vos es mester que vos desabrades de lo que vos queremos desir: vos sabedes bien jugar las tablas e nos darvos hemos un grand aver que paredes al tablero. Et cridat muy de resio a quien quisiere iugar, e si alguno por aventura se quisiere [p. 179] posar con vusco al tablero, desilde que non jugaredes con otro ome del mundo si non con Bernaldo, e Bernaldo quando lo sopiere verná luego a iugar con vusco, e vos dexat vos le perder, et él con la cobdicia del aver, querer se ha levantar e yrse so via, e vos desirle edes que vos dé ende alguna cosa. Et si vos lo non diere, desirle por saña, que, pues que a vos non lo da, que lo dé a su padre que yase preso en las cadenas et en las torres de Luna». A las dueñas plogo mucho de aquesto e fisieron, bien assi como ellos les avían dicho. Bernaldo quando sopo las nuevas del padre commo era preso, pesól muy de corazón e bolviósele toda la sangre del cuerpo, e dexó el aver que non lo quiso tomar, e fuesse para su posada fasiendo el mayor duelo del mundo, e vistiosse luego paños de duelo e fuesse para la corte. Et el rey quando assi vio pesol mucho e díxole: «¿Qué es esso, Bernaldo? ¿Por aventura cobdicias y mi muerte?» E dixol Bernaldo: «Señor, non es assi, mas ruego vos e pidoos por merced que me dedes mio padre que me tenedes presso en las torres de Luna». El rey quando aquello oyó, calló una grand pieza del día que no fabló: despues dixo: «Agora veo et entiendo que las palabras antiguas son verdaderas, que nunca se puede ome guardar de traydores ni de mestureros». Dessi tornosse contra Bernaldo e dixole: «Partit me vos e nunca jamás seades osado de desir esto, ca yo vos prometo que nunca veredes a vuestro padre, ni saldrá de las torres mientras yo biva». Bernaldo dixo: «Rey sodes e señor: faredes y lo que vos toviéredes por bien, e ruego á Dios que vos meta en corazón de sacarle ende. Ca, señor, non dexaré yo por esso de serviros quanto más pudiere...»
De este trozo de la Crónica es transcripción, poco menos que a la letra, el segundo de los romances de Bernardo «En corte del casto Alfonso» (núm. 10 de nuestra colección), como puede juzgarse por algunos versos del final:
Cuando
Bernaldo lo supo—pesóle a gran demasía,
Tanto que dentro en
el cuerpo—la sangre se le volvía.
Yendo para su
posada—muy grande llanto hacía;
Vestióse paños de
duelo,—y delante el rey se iba.
El rey, cuando asi
lo vido,—de esta suerte le decía:
—Bernaldo,
¿por aventura—cobdicias la muerte mía?
Bernaldo dijo:
Señor,—vuestra muerte no quería,
Mas duéleme que
está preso—mí padre gran tiempo había, etc.
[p. 180] Igual comprobación puede hacerse en los romances Andados treinta y seis años y En gran pesar y tristeza (núms. 10 y 11 de la Primavera), cuyo giro prosaico y locución desmayada tanto contrastan con la manera grande y briosa del cantar primitivo, aun visto a través de la prosa de la General. Compárese, por ejemplo, en el último de los romances citados, el desafío de Bernardo al rey con el trozo correspondiente de la Crónica.
«Et dixol Bernaldo: «Señor, por quantos servicios vos yo fis, bien me devedes vos dar mio padre, ca bien sabedes vos de commo vos yo acorrí con el mio cavallo en venavente quando vos mataron el vuestro e la batalla que ovistes con el moro Ores, e dexistes me que vos pidiesse un don e vos que me lo daríedes. Et yo pedivos mio padre, e vos otorgastes de me le dar. Otrossi quando fuistes desa ves lidiar con el moro Alchaman que yasie sobre Zamora, bien sabedes lo que yo y fiz por vuestro amor. Et pues que la batalla fue vencida prometistes me otrossi que me dariedes mio padre. Agora pues que veo que lo non queredes fazer, riepto vos por ende a vos e a todo vuestro linatje e a todos los que de vuestra parte son. Ca, señor, membrar vos devíades otrossí de commo vos yo acorrí cerca el río de Orvego quando estávades cercado de moros e vos tenían en cueyta de muerte». Quando aquello le oyó dezir el Rey, fue irado contra él e dixol: «D. Bernaldo, pues que assi es, mando vos yo que me salgades de todo el regno e non vos do de plazo más de IX días. E digo vos que si dallí adelante vos fallare en toda mi tierra, que vos yo mandaré echar allí do vuestro padre yaze, quél tengades y compaña». Bernaldo, quando aquello oyó, ovo ende gran pessar, e dixo: «Rey, pues que vos dades IX días de plazo que vos salga del regno, yo fazer lo he. Mas digo vos que si dallí adelant vos yo fallare otrossí en yermo o en poblado, que bien fio en Dios que me darédes al conde Sandías si vos le yo quisiere tomar». Et pues que esto ovo dicho fuesse su via.»
Es singular que entre los romances calificados de viejos, ninguno refiera el encuentro de Bernardo con su padre muerto, y eso que la Crónica daba hecho este soberbio cuadro trágico. «El Rey mandó entonces á Orios Godos et al conde Thiobalt, e a XII cavalleros de su mesnada que fuessen por el conde Sandías, et ellos fuéronse luego, et quando llegaron á León fallaron por [p. 181] nuevas que tres dias avia ya que era muerto. Ellos ovieron entonces su acuerdo et embiaronlo desir al rey en poridat que lo mandava y faser. Algunos disen en sus rrazones e en sus cantares que el rey quando lo sopo mandoles que le fiziesen bannos e quél bannasen ellos porquél emblandesciesse la carne e quél vistiesen de buenos pannos, e quél pusiesen en su cavallo, vestido de una capa piel de escarlata e un escudo empos él quél toviesse que non cayesse e que lo enbiassen dezir quando fuessen acerca de la cibdad e sallir le yen a rrecebir, e ellos fiziéronlo assí. Et quando fueron acerca de Salamanca, sallió el rey e Bernaldo a recebirlos: el conde vinie bien acompañado de cavallos de cada parte, assi commo el rey mandara. Et pues que se allegaron a él, comenzó Bernaldo de dar vozes e a decir: «Por Dios, ¿dó viene aquí el conde Sandías?» Et el rey demostrógelo. Bernaldo fue entonces para él e besol la mano, mas quando ge la falló fría e le cató la faz, vió que era muerto, e comenzó a meter muy grandes bozes e a fazer el mayor duelo del mundo, disiendo: «¡Ay, conde Sandías, en qué mala ora me engendrastes, ca nunca omme assi fue desterrado commo yo lo só agora! Et pues vos sodes muerto et el castiello es perdudo, non sé conseio del mundo que faga». E disen que dixo entonces el rey: «Don Bernaldo, non es tiempo de mucho fablar; mas digo vos que me salgades luego de toda la tierra, que non estedes y más». [1]
¿Podemos suponer que hubo sobre Bernardo del Carpio uno o más Mesteres de juglaría posteriores a la General e independientes de su texto, pero que a su vez influyeron en algunas de las refundiciónes de la Crónica, que nunca dejó de repetir el eco de la poesía popular mientras ésta conservó vida? El hecho me parece casi indudable, y tengo esperanza de que nuevas investigaciones han de venir a confirmarlo. Sin él no se explicaría el origen del único romance que legítimamente puede llamarse viejo entre los de Bernardo, del único que conserva todo el aliento [p. 182] de la musa heroica. Es el que comienza en una de las versiones (núm. 13 de la Primavera):
Las cartas y mensajeros—del Rey a Bernaldo van;
y en otra que, por el cambio de asonante, parece más antigua (núm. 14):
Con cartas y mensajeros—el rey al Carpio envió...
No se puede decir que este vigoroso fragmento sea de todo punto independiente de la Crónica, puesto que también en ésta se encuentran las recriminaciones de Bernardo al Rey; pero la situación está tratada de un modo tan diverso, que hay que suponer una nueva fuente poética o una libre y genial elaboración del tema primitivo. El espíritu del romance tiene algo de anárquico y feudal, como sucede en todas las gestas de decadencia, por ejemplo, la Crónica Rimada. Bernardo del Carpio aparece como un prepotente señor de vasallos, que, apoyado en su clientela armada, ofende, desacata y humilla la majestad real, con todo género de desgarros y fierezas:
Cuatrocientos
soys los míos,—los que coméis el mi pan:
..................................................................................................
En el Carpio queden
ciento—para el castillo guardar;
Y ciento por los
caminos—que a nadie dejéis pasar;
Doscientos iréis
conmigo—para con el rey hablar.
Si mala me la
dijere,—peor se la entiendo tornar.
No se dice una palabra del padre de Bernardo: la rebeldía de éste no se funda en razones de ternura filial, sino en impulsos de soberbia y de interés propio: el Rey le dió el castillo del Carpio en tenencia, y él se lo ha tomado en heredad:
«El
castillo está por mí,—nadie me lo puede dar;
Quien quitármele
quisiere,—procurarle he de guardar».
El Rey hace una tristísima figura, se abate y pasa por todo a trueque de tener paz. Bernardo, desmintiendo al Rey, sacando la espada contra él, recordándole con altiva insolencia los trances de guerra en que le ha salvado, asume la misma [p. 183] representación de los ricos hombres turbulentos que tiene el Rodrigo de la Rimada, y los romances que procedieron de ella (v. gr., el Cabalga Diego Láinez):
«Mentides,
buen Rey, mentides;—que no decides verdad,
Que nunca yo fuí
traidor,—ni lo hubo en mi linaje.
Acordárseos
debiera—de aquella del Romeral,
Cuando gentes
extrangeras—a vos querian matar.
Mataron vos el
caballo,—a pie vos vide yo andar;
Bernaldo como
traidor, el suyo vos fuera a dar,
Con una lanza y
adarga—ante vos fué a pelear...»
.......................................................................................................
—«Prendeldo,
mis caballeros,—que atrevido se me ha».
Todos le estaban
mirando,—nadie se le osa llegar;
Revolviendo el
manto al brazo—la espada fuera á sacar.
«Aquí, aquí, los
mis doscientos,—los que coméis el mi pan,
Que hoy es venido
el día—que honra habéis de ganar».
El rey como aquesto
vido—procuróle de amansar.
Al mismo tiempo la bizarría del héroe se exagera hasta la fanfarronada, y extraviado el juglar por la bárbara hipérbole, que es característica de las epopeyas decadentes, cree enaltecer a su héroe, atribuyéndole verdaderas atrocidades, como la muerte de dos hermanos suyos:
Allí
maté a dos hermanos,—ambos hijos de mi padre,
Que obispos ni
arzobispos —no me quieren perdonar...
El arranque, la rapidez del diálogo, el fogoso empuje de este romance, el admirable partido que su autor saca de las repeticiones épicas («los que coméis el mi pan») y de la cuenta y distribución de los compañeros de Bernardo, hacen de él sin duda una de las más bellas páginas, aunque no de las más conocidas y famosas, de nuestro Romancero. Pero la inferioridad del sentido moral y político, la falta de elevación en los motivos y de mesura y delicadeza en las palabras, no consienten atribuirle mucha antigüedad. Si, como todo induce a creer, es resto modernizado de un cantar perdido, este cantar databa probablemente del siglo XIV, al cual pertenecen las demás manifestaciones que conocemos de esta fase épica secundaria.
De los demás romances de este ciclo que admitió Wolf en la Primavera, ya queda dicho que tres son mera versificación del [p. 184] texto de la Crónica; otro es una somera indicación del nacimiento y padres de Bernardo, sin color poético alguno; y finalmente, el que comienza Por las riberas de Arlanza, del cual, sin fundamento, dicen Durán y otros que Lope le tuvo muy presente en la segunda de sus comedias sobre Bernardo, está tomado de la Rosa Española de Timoneda, y puede ser del mismo Timoneda o de otro poeta no muy anterior, como lo indica su estilo, en que hay más elegancia que nervio; impropiedades tales como llevar la acción a Burgos y a las riberas de Arlanza; y frases de sabor tan moderno como la de morir por la república.
También incluyó Wolf, y con menos razón todavía, el que principia En las Cortes de León (núm. 14), romance caballeresco que no tiene de Bernardo más que el nombre, a no ser que en su desafío con D. Urgel, uno de los doce pares, quiera verse una reminiscencia del vencimiento de D. Bueso.
Hasta cuarenta y seis romances de Bernardo trae Durán, todos, menos uno, eruditos y artísticos; y aun debió de haber más, puesto que este asunto fué de los más decantados en el siglo XVI, «en noches no áticas, sino de invierno, entretenidas al son de las tijeretas de los barberos, al fin en cuentos de mujercillas», según dice el cronista catalán Pujades. Poco hay que decir de estos novísimos romances, puesto que su calidad no está en relación con su número. Algunos de ellos tienen autor conocido: así Lorenzo de Sepúlveda, que no hizo más que extractar en verso la Crónica General publicada por Ocampo, lo cual antes y después de él ejecutaron otros varios ingenios. Por el contrario, Lucas Rodríguez trató el asunto a guisa de libro de caballerías, inventando para Bernardo nuevas aventuras, a ejemplo de los poemas italianos y de los que en España se componían imitándolos. Por ejemplo: en uno de estos romances Bernardo liberta a su amada Estela de los moros que tenían cercado el castillo del Carpio; en otro, por vengar a unas doncellas desvalidas, mata en duelo al caballero Lepolemo. Así como el hinchado y pedantesco Lucas Rodríguez falsea la tradición épica, tomando por prototipo los Amadises, así Gabriel Lobo y Laso de la Vega, mucho mejor poeta que él, sufre el contagio de los amanerados romances moriscos, que lleva a otro romancerista anónimo a hacer amistades entre Bernardo y Muza el de Granada.
[p. 185] Pero aun en medio de tan visible degeneración no deja de palpitar en algunas de estas composiciones el espíritu patriótico, expresándose bien el nativo sentimiento de hostilidad contra los franceses, avivado sin duda por las guerras del siglo XVI. Bajo tal aspecto son muy significativos algunos de los romances que se incluyeron en el Romancero General de 1604, especialmente los que comienzan:
Retirado
en su palacio—está con sus ricos homes...
Con tres mil y más
leoneses—deja la cibdad Bernardo...
Con los mejores de
Asturias—deja la ciudad Bernardo...
Los dos últimos, especialmente, son buenos, aunque no sean viejos ni populares, y honran a los anónimos poetas que los compusieron, todos del tiempo y de la escuela de Lope de Vega. El sentimiento nacional los inspiraba con no menos intensidad que en otros tiempos, y quizá con más reflexiva conciencia histórica. ¡Qué gratamente han sonado siempre en oídos españoles estos versos, que no faltó quien recordase en tiempo de la guerra de la Independencia! [1]
Los
labradores arrojan—de las manos los arados,
Las hoces, los
azadones;—los pastores los cayados;
Los jóvenes se
alborozan;—fíngense fuertes los flacos;
Todos á Bernardo
acuden,—libertad apellidando:
..........................................................................................................
«Libres
(gritaban) nacimos,—y a nuestro rey soberano
Pagamos lo que
debemos—por el divino mandato.
No permita Dios, ni
ordene—que a los decretos de extraños
Obliguemos nuestros
hijos,—gloria de nuestros pasados:
No están tan flacos
los pechos,—ni tan sin vigor los brazos,
Ni tan sin sangre
las venas—que consientan tal agravio.
[p. 186] ¿El francés ha, por ventura,—esta
tierra conquistado?
¿Victoria sin
sangre quiere?—No, mientras tengamos manos.
.....................................................................................................
Deles el rey sus
haberes,—mas no les dé sus vasallos;
Que en someter
voluntades—no tienen los reyes mando.
Bernardo disfruta, juntamente con el rey Don Rodrigo y el conde Fernán González, el privilegio de ser cantado todavía por nuestro pueblo. Así lo prueban tres curiosísimos romances recogidos de la tradición oral de Asturias por D. Juan Menéndez Pidal. Estos romances, que no se parecen a ninguno de los que hay en las colecciones impresas, conservan un lejano recuerdo de la antiquísima tradición relativa a D.ª Tíber, la romera de Santiago:
Preso
va el Conde, preso,—preso y muy bien amarrado
Por encintar una
niña—n'el camino de Santiago.
Por castigo le
pusieron—que habrá de morir ahorcado.
Cercáronle en una
torre,—tiénenle bien custodiado;
De día le ponen
cien hombres,—y de noche ciento cuatro...
.....................................................................................................
Al Conde le llevan
preso,—al Conde Miguel del Prado;
No le llevan por
ladrón,—tampoco porque ha matado;
Le llevan porque
forzó—n'el camino de Santiago
Una niña muy
hermosa,—cogiérala sin reparo.
Era sobrina del
Rey—y nieta del Padre Santo...
En dos de estos romances, Bernardo no es más que primo del Conde; pero en el otro se declara el verdadero parentesco:
Íbase
por un camino—el valiente don Bernaldo,
Todo vestido de
luto,—negro también el caballo:
Por los cascos echa
sangre—y sangre por el bocado.
.............................................................................................
«Voy libertar a mi
padre,—que dicen que van a ahorcarlo».
En todos ellos, Bernardo derriba con el pie la horca levantada para el Conde:
Ciñó
Bernaldo la espada—y montóse en un caballo;
Por las plazas
donde pasa—las piedras quedan temblando.
Sus ojos echaban
fuego—y espuma echaban sus labios;
Por donde quiera
que pasa—todos se quedan mirando.
Llegóse al medio la
plaza—y apeóse del caballo;
Diera un puntapié á
la horca—y en el suelo la ha tirado.
[p. 187] La inesperada aparición de estos romances tradicionales ha venido a aclarar el origen y el sentido del fragmento que con el título de Romance del Conde Lombardo figura entre los novelescos y caballerescos sueltos de la Primavera (núm. 137):
En
aquellas peñas pardas,—en las sierras de Moncayo,
Fué do el rey mandó
prender—al Conde Grifos Lombardo,
Porque forzó una doncella —
camino de Santiago,
La cual era hija de un Duque, —
sobrina del Padre Santo.
Quejábase ella del
fuerzo,—quéjase el Conde del grado;
Allá van á tener
pleito—
delante de Carlomagno,
Y mientras que el
pleito dura,—al Conde han encarcelado ...
Son ecos de este romance los que andan en la tradición portuguesa de Tras-os- Montes y las dos Beiras, y han sido publicados por Almeida-Garrett y T. Braga con los títulos de Justiça de Deus y O Conde preso, y aunque están muy ataviadas con circunstancias novelescas (lo cual prueba su menor antigüedad), todavía se percibe en ellos la degeneración del tipo épico, al cual parecen mucho más próximos los romances asturianos.
En otro trabajo nuestro más extenso (del cual, en parte, es extracto el capítulo presente) hemos seguido paso a paso las vicisitudes del fantástico héroe leonés en la épica erudita y en el teatro. [1] Cinco larguísimos poemas (uno de ellos el mejor de su género en castellano, y quizá la mejor imitación del Ariosto en cualquier lugar y tiempo), le dedicaron Nicolás de Espinosa, [2] Francisco Garrido de Villena, [3] Agustín Alonso, [4] Cristóbal Suárez de Figueroa [5] y el Dr. Bernardo de Valbuena, [6] cuyo Bernardo hundió en el olvido todos los anteriores. El mérito de haber [p. 188] llevado a las tablas por primera vez esta figura épica (como llevo también a los Infantes de Lara y a D. Sancho el de Zamora) corresponde al sevillano Juan de la Cueva, el primero que hizo resonar en la escena la cadencia siempre grata de los romances viejos. [1] Siguióle muy pronto, aunque con infeliz éxito, nada menos que Miguel de Cervantes, [2] y después de él se apoderó del asunto el gran Lope de Vega, en dos comedias sucesivas, las mocedades de Bernardo y El casamiento en la muerte, obra esta última llena de soberbios rasgos de inspiración poética, y cuyo desenlace raya en lo sublime. A Lope le pareció incompleta la leyenda tal como estaba en la Crónica General y en los romances derivados de ella, y la dió un final de su propia invención; haciendo que Bernardo se legitime a sí mismo, juntando con la mano de su madre la de su padre, helada por la muerte. Después de Lope, pero ninguno con tal osadía y grandeza, trataron el mismo argumento otros poetas dramáticos antiguos y modernos, siendo los más afortunados D. Álvaro Cubillo de Aragón en El Conde de Saldaña, y don Juan Eugenio Hartzenbusch en Alfonso el Casto.
No cuadra a nuestro propósito el examen de estos productos de la actividad artística, ni siquiera de la relación que tienen con los romances; pero no debemos omitir que Bernardo, proscrito de las historias etuditas y reducido a la categoría de mito desde los tiempos del agudo y escéptico Pedro Mantuano, [3] se ha refugiado en la memoria del pueblo, que continúa leyendo sus hazañas en libros de cordel, último refugio de la epopeya degenerada. [p. 189] Aunque menos popular que el libro de Carlomagno y sus doce pares (versión española del Fierabrás), lo fué mucho, y todavía entretiene los ocios de nuestros campesinos, y se reimprime y vende en plazas y ferias, la Historia fiel y verdadera de Bernardo del Carpio, compilada y modernizada por un librero del siglo XVIII, Manuel José Martín.
Pero aún es más curioso el hecho de haber aparecido en 1745, y en lengua portuguesa, un nuevo y formal libro de caballerías sobre Bernardo, [1] escrito para servir de divertimento e diversao do somno nas compridas noites do inverno, como dice su autor, que fué el presbítero Alejandro Caetano Gomes, flaviense, o sea natural de Chaves. Es cosa digna de notarse que en esta rapsodia tan tardía, y en que se amplifican monstruosamente las fabulosas hazañas del héroe del Carpio, se conserven algunos de los incidentes más antiguos de la leyenda, aunque fueron después de los más olvidados, como la muerte de D. Bueso (a quien se llama duque de Guiana), y las conquistas de Bernardo en Aragón, auxiliando a Íñigo Arista; a la vez que se consignan también algunas tradiciones muy locales, como la del enterramiento en Aguilar de Campóo, y se admite la identificación propuesta por Mantuano y otros eruditos con el Bernardo, Conde de la Marca Hispánica.
[p. 155]. [1] . Falta todavía un estudio sobre estas tradiciones orales de Covadonga, que ya en el siglo XVI llamaron la atención de Ambrosio de Morales y del P. Carballo, y de las cuales hablan más o menos extensamente Quadrado y otros viajeros. Sobre el primer rey de Asturias no hay más que romances eruditos y muy tardíos, como son (aparte de los que ya insertó Durán) el de la elección del rey Don Pelayo, impreso en Alcalá, 1607, con otros dos de su autor Diego Suárez, soldado asturiano y vecino de la plaza de Orán; y el que trae Luis Alfonso de Carballo en su Cisne de Apolo (1602) , afectando lenguaje antiguo, con poca habilidad por cierto.
La leyenda de Munuza y Hormesinda procede de las crónicas latinas. El personaje del gobernador de Gijón es histórico, puesto que su nombre y su derrota y muerte constan en los Cronicones de Alfonso el Magno y del monje de Albelda; pero el cuento fabuloso de sus amores no aparece sino muy tardiamente en las páginas de D. Lucas de Túy y del arzobispo D. Rodrigo; y probablemente nació de algún recuerdo confuso de la trágica historia que el Pacense nos cuenta del otro Munuza, gobernador de la Septimania, y de su amada Lampegia, hija de Eudón, duque de Aquitania.
Don José Caveda, en su apreciable Examen crítico de la restauración de la monarquía visigoda en el siglo VIII (Memorias de la Academia de la Historia, tomo IX), fija con acierto el origen de esta leyenda, pero se equivoca a mi juicio identificando ambos Munuzas.
[p. 157]. [1] . Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia, en la recepción pública de D. Francisco Codera y Zaidín, el día 20 de abril de 1879.
[p. 157]. [2] . Ibn el Athiri: Chronicon quod perfectissimum inscribitur: edidit Carolus Johannes Tornberg., Leyden, 1867-75, t. VI.
[p. 157]. [3] . Histoire de l'Afrique et de l'Espagne, intitulé «Al Bayano l'Mogrib, par Ibn Adhari de Maroc... publiée por R. P. A. Dozy (Leyden, 1848-51), tomo II.
[p. 157]. [4] . Al Makkari: Analectes sur l'histoire et la littérature des arabes d'Espagne... publiés par MM. R. Dozy, L. Krehl et W. Wright (Leyden, 1855-1861). Texto árabe solamente. Ya se ha hecho mérito de la traducción inglesa, no completa, de D. Pascual de Gayangos, única accesible al no arabista.
[p. 159]. [1] . Venit in eodem loco oc tempore ad Regis praesentiam de Hispania sarracenus quidam nomine Ibinalarabi cum aliis sarracenis sociis suis, dedens se ac civitates quibus eum Rex Sarracenorum praefecerat.
A. 778. Tunc ex persuasione praedicti Sarraceni spem capiendarum quarundam in Hispania civitatum haud frustra concipiens, congregato exercitu, profectus est, superatoque in regione Wasconum Pyrinei jugo, primo Pompelonem Navarrorum oppidum adgressus in deditionem accepit. Inde Hiberum amnem vado trajiciens, Caesaraugustam praecipuam illarum partium civitatem accessit, acceptisque quos Ibinalarabi et Abuthaur, quosque alii quidam Sarraceni obtulerunt obsidibus, Pompelonem revertitur. Cujus muros, ne rebellare posset, ad solum usque destruxit, ac regredi statuens, Pyrinei saltum ingressus est. In cuius summitate Wascones, insidiis conlocatis, extremum agmen adorti, totum exercitum magno tumultu perturbant, Et licet Franci Wasconibus tam armis quam animis praestare viderentur, tamen et iniquitate locorum et genere imparis pugnae inferiores effecti sunt. In hoc certamine plerique aulicorum, quos rex copiis praefecerat, interfecti sunt, direpta impedimenta, et hostis propter notitiam locorum statim in diversa dilapsus est. Cuius vulneris acceptio magnam partem rerum feliciter in Hispania gestarum in corde Regis obnubilavit (Einhardi Annales, en Pertz, Monumenta Germaniae Historica, I, 159).
«Cum enim assiduo ac pene continuo cum Saxonibus bello certaretur, dispositis per congrua confiniorum loca praesidiis, Hispaniam quam maximo poterat belli adparatu adgreditur, saltuque Pyrinei superato, omnibus quae adierat oppidis atque castellis in deditionem acceptis, salvo et incolumi exercitu revertitur, praeter quod in ipso Pyrinei jugo Wasconicam perfidiam parumper in redeundo contigit experiri. Nam cum agmine longo, ut loci et angustiarum situs permittebat, porrectus iret exercitus, Wascones, in summi montis vertice positis insidiis (est enim locus ex opacitate silvarum, quarum ibi maxima est copia, insidiis ponendis opportunus) extremam impedimentorum partem, et eos, qui novissimi agminis incedentes subsidio praecedentes tuebantur, desuper incursantes, in subjectam vallem deficiunt, consertoque cum eis proelio, usque ad unum omnes interficiunt, ac direptis impedimentis, noctis beneficio, quae iam instabat, protecti, summa cum celeritate in diversa disperguntur. Adjuvabat in hoc facto Wascones et levitas armorum, et loci in quo res gerebatur situs; e contra Francos et armorum gravitas et loci iniquitas per omnia Wasconibus reddidit impares. In quo proelio Eggihardus, et Hrholdlandus Britannici limitis praefectus cum aliis compluribus interficiuntur. Neque hoc factum ad praesens vindicari poterat, quia hostis, re perpetrata, ita dispersus est ut ne fama quidem remaneret, ubinam gentium quaeri potuisset (Einhardi Vita Caroli Magni. Edidit Philippus Jaffé: Editio in scholarum usu repetita, ex Biblioteca Rerum Germanicarum. Berolini, apud Weidmannos, 1867, págs. 33 Y 34).»
El anónimo poeta sajón (en Pertz, I, 234-235) no hace más que versificar el texto de los Anales atribuídos a Eginhardo, y, por consiguiente, no debe contarse como un texto diverso.
No así el astrónomo lemosín, biógrafo de Ludovico Pío, cuyo texto indica ya la celebridad popular que había alcanzado la derrota: «Carolus... statuit, Pyrenei montis superata difficultate, ad Hispaniam pergere, laborantique Ecclessiae sub Sarracenorum acerbissimo jugo, Christifautore, suffragari. Qui mons cum altitudine coelum contingat, asperitate cautium horreat, opacitate silvarum tenebrescat, angustia viae vel potius semitae commeatum non modo tanto exercitui, sed paucis admodum pene intercludat, Christo tamen favente, prospero emensus est itinere... Sed hanc felicitatem transitus, si dici fas est, foedavit infidus incertusque fortunae ac vtertibilis successus. Dum enim quae agi potuerant in Hispania peracta essent e prospero itinere redditum esset, infortunio obviante, extremi quidan in eodem monte regii caesi sunt agminis. Quorum, quia vulgata sunt, nomina dicere supersedi.» (Vita Hludovici , en Pertz, Scriptores, II, 608.)
Por un epitafio (modernamente descubierto) de Eginardo, uno de los que murieron en Roncesvalles, se ha podido fijar con exactitud el día de la batalla, que fué el 15 de agosto del año 778. (Romania, II, 146-148.)
[p. 161]. [1] . No hay para qué traer a colación en un trabajo serio el tan apócrifo como famoso Canto de Altabiscar, compuesto en francés por Mr. Garay de Monglave , puesto en prosa vascuence por Luis Duhalde d'Espelette, y publicado en 1834 en el Journal de l'Institut Historique, de que el mismo Garay era secretario. El éxito verdaderamente increíble y escandaloso que esta mediana falsificación ossiánica (la cual fué en su principio una inocente broma de algunos alumnos de la Escuela Politécnica de París) obtuvo, no ya sólo entre los vascófilos españoles y franceses, que han solido brillar más por el entusiasmo que por el sentido crítico, sino en conocedores tan avisados de la poesía popular como Fauriel, y en historiadores literarios de tanto crédito como Amador de los Ríos, muestra una vez más los peligros a que arrastra el inmoderado afán de querer encontrar reliquias de la tradición poética en todos los pueblos y en todas las razas. (Véase, sobre el Altabiskarco Cantúa, un artículo definitivo del docto vascófilo inglés Mr. Wenthworth Webster en el tomo III del Boletín de nuestra Academia de la Historia.)
[p. 162]. [1] . G. París: Histoire poétique de Charlemagne. París, ed. A. Franck, 1865. Vid. especialmente la segunda sección del libro II.
L. Gautier: Les Épopèes françaises. Étude sur les origines et l'histoire de la littèrature nationale, III, caps. XVIII a XXIV.
[p. 163]. [1] . En la topografía del campo de batalla hay exactitud grande, como lo ha comprobado sobre los lugares mismos el eminente Rajna (A Roncisvalle. Alcune osservazioni topografiche in servizío della Chanson de Roland. En el Homenaje á Menéndez y Pelayo, II, 383-395).
[p. 164]. [1] . Véase, sobre el desarrollo de la leyenda en Italia, el bello estudio de Pío Rajna, La Rotta di Roncisvalle nella letteratura cavalleresca italiana (Bologna, tipi Fava e Garagnani, 1871). Estas Españas son unas en verso y otras en prosa, y más antiguas, según prueba Rajna, y según es conforme al natural proceso épico, las primeras que las segundas.
[p. 164]. [2] . De Pseudo-Turpino (tesis latina de Gastón París). París, Franck, 1865.—Dozy: Le Faux Turpin (en el tomo II, tercera edición de los Recherches, 1881, págs. 372-431 y XCVIII y CVIII).
En desagravio de la verdad y en honra de un filólogo de nuestra lengua y raza, conviene advertir que buena parte de los argumentos de Dozy en esta disertación (prescindiendo de la parte de erudición arábiga, en que era consumado maestro) se encuentran ya en un importante estudio de D. Andrés Bello, inserto en los Anales de la Universidad de Chile (1858), aunque Dozy no le cita ni una vez sola. Véase Obras completas de D. Andrés Bello, tomo 6.º; Santiago de Chile, 1883, págs. 357-387 y 423-436. Las conclusiones de Bello difieren poco de las de Dozy, pero se ha de advertir que Bello no distingue las dos partes de la Crónica, y que se aventura demasiado atribuyéndosela a Dalmacio, obispo de Iria, y suponiendo que fué escrita en 1095. De todos modos, el trabajo de Bello es notabilísimo para su tiempo, y no se comprende su omisión tratándose de esta materia, que estudió muy a fondo.
[p. 167]. [1] . A las antiguas ediciones de la Crónica de Turpin, por Sichardo (1566, Francfort) en Germanicarum rerum vetustiores chronographi, y de Ciampi (Florencia, 1822), ha sustituído la de M. Castets, profesor de Montpellier, que pasa por mucho más correcta que todas las precedentes.
[p. 167]. [2] . Adeo namque Hadephonsum Galleciae atque Asturicae regem sibi societate devinxit, ut is, cum ad eorum vel litteras vel legatos mitteret, non aliter se apud illum quam proprium suum apellari juberet (págs. 38-39).
[p. 168]. [1] . España Sagrada, XVII, pág. 280. «Caroli Magni adventus in Hispaniam».
«Ceterum a tanta ruina, praeter Deum patrem, qui a peccatis hominum in virga misericordiae visitat, nemo exterarum gentium Hispaniam sublevasse cognoscitur. Sed neque Carolus quem infra Pyreneos montes quasdam civitates a manibus Paganorum eripuisse Franci falso asserunt... Tunc Carolus rex persuasione praedicti Mauri spem capiendarum civitatum in Hispania mente concipiens, congregato Francorum exercitu per Pyrinea deserta juga iter arripiens ad usque Pampilonensium oppidum incolumis pervenit: quem ubi Pampilonenses vident, magno cum gaudio suspiciunt. Erant enim undique Maurorum rabie coangustati. Inde quum Caesaraugustam civitatem accessisset, more Francorum, auro corruptus, absque ullo sudore pro eripienda a Barbarorum dominatione Sancta Ecclesia, ad propria revertitur. Quippe bellatrix Hispania duro, non togato milite concutitur. Anhelabat etenim Carolus in termis illis citius lavari, quas Grani (a) ad hoc opus deliciose construxerat.»
(a) Gravi dice el texto. del P. Flórez, pero me parece evidente la corrección Grani (Aquisgrán).
[p. 169]. [1] . Lucae Tudensis Chronicon Mundi, lib. IV . (En el tomo IV de la Hispania Illustrata de Scoto, 75-79).
—Roderici Ximenii de Rada, Toletanae Eclesiae Praesulis, De rebus Hispaniae, lib. IV, caps. IX, X, XI, XV, XVI. (En el tomo 3.º de los PP. Toledanos).
[p. 172]. [1] . Puede verse en la introducción al tomo VII de las Obras de Lope de Vega, ed. de la Academia Española, pp. CVI-CXV.
[p. 175]. [1] . Lo estaba ya en 1056. En el Fuero de San Salvador de Cantamuda, publicado por el docto montañés D. Ángel de los Ríos y Ríos en su Noticia histórica de las Behetrías (Madrid, 1876, pág. 161), confirman Comite Assur Didaci et Comite Gomez Didaci in Saldania. Este conde Gómez Díaz fué fundador del Monasterio de San Zoil de Carrión.
[p. 177].
[1]
.
Sopo Bernaldo del
Carpio que franceses passavan,
Que á Fuente Rrabya todos ay arryavan
Por conquerir a Espanna, segun que ellos cuydavan
Que gela conquerirían, mas non lo bien asmavan.
. . . .................................................................
..........................
Movió Bernald del
Carpio con toda su mesnada,
Si
sobre moros fuese era buena provada,
Movyeron para un agua muy fuerte e muy yrada,
Ebro la dixeron, siempre assí es hoy llamada.
Fueron para
çaragoça á los pueblos paganos,
Besó Bernald del Carpio al rey Marsyl las manos,
Que diese delantera á los pueblos castellanos
Contra los doce Pares esos pechos lozanos.
. . . .................................................................
.....
Tovo la delantera
Bernald esa ves,
Con gentes espannones, gentes de muy gran pres;
Vencieron esas oras á los franceses muy de rafés:
Fué esa a los franceses más negra que la primer ves.
[p. 181]. [1] . Con las últimas palabras de este trozo, pueden reconstruirse dos versos, o, si se quiere, líneas asonantadas, de cantar de gesta:
Don Bernaldo, non es
tiempo de mucho fablar,
Mas digo vos que
non estedes y más.
[p. 185]. [1] . Hasta la poesía erudita invocó entonces el nombre del fabuloso héroe de Roncesvalles. En una de sus odas hacia Quintana,
Allá
sobre los altos Pirineos
Del hijo de Ximena
Animarse los
miembros giganteos.
También en 1808 se reimprimió el Bernardo de Valbuena, que Quintana recomendó en el Semanario Patriótico como obra muy acomodada a las circunstancias.
[p. 187]. [1] . Véase la ya citada introducción al tomo VII de las Comedias de Lope.
[p. 187]. [2] . Segunda parte de Orlando, con el verdadero suceso de la famosa batalla de Roncesvalles, fin y muerte de los doce Pares de Francia. Zaragoza, 1555.
[p. 187]. [3] . El verdadero suceso de la famosa batalla de Roncesvalles, con la muerte de los doze Pares de Francia, Valencia, 1555.
[p. 187]. [4] . Historia de las hazañas y hechos del invencible caballero Bernardo del Carpio, compuesto en octavas por Agustín Alonso, vecino de Salamanca. Toledo, 1555.
[p. 187]. [5] . España defendida, poema heroyco. Madrid, 1612.
[p. 187]. [6] . El Bernardo o la victoria de Roncesvalles. Madrid, 1624.
[p. 188]. [1] . Comedia de la libertad de España por Bernardo del Carpio. Representada en las Atarazanas de Sevilla el año 1579 por Pedro de Saldaña. (En el rarísimo libro titulado Primera parte de las comedias y tragedias de Juan de la Cueva. Sevilla, 1558.)
[p. 188]. [2] . La Casa de los celos y selvas de Ardenia. En el tomo de las Comedias y entremeses de Cervantes, 1615.
[p. 188]. [3] . Advertencias a la Historia de Juan de Mariana... En Milán, 1611, pág. 108: «Probaré, lo primero, que no hubo Bernardo del Carpio; lo segundo, de dónde tuvieron origen tantas patrañas que se inventaron de Bernardo del Carpio».
Todavía a principios del siglo XVIII, el sabio y respetable P. Berganza, en su celo de salvar todo lo que podía de nuestras más controvertidas tradiciones, hizo algún tímido conato para defender ésta, si bien confesando que estaba bastante confusa.
[p. 189]. [1] . Verdadeira terceira parte da historia de Carlos-Magno em que se escreven as gloriosas açoes e victorias de Bernardo del Carpio. É de como venceo em batalha os Doze Pares de França, con algunas particularidades dos Principes de Hispanha, seus povoadores è Reís primeiros, escrita por Alexandre Caetano Gomes Flaviense... Lisboa, 1745, 8.º Llámase tercera parte, porque se cuenta como primera la traducción portuguesa del Fierabrás castellano ó Historia de Carlomagno, de Nicolás del Piamonte, y por segunda una continuación muy curiosa del médico Jerónimo Moreira de Carvalho, traductor de la primera. (Véase el Catálogo de Libros de Caballerías, de D. Pascual de Gayangos.)