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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > VI : PARTE SEGUNDA :... > CAPÍTULO XXXIV.—LOS CICLOS HISTÓRICOS:— e) EL CID

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Desde que la crítica de Huber y Dozy disipó las nieblas acumuladas por el escepticismo de Masdeu sobre la Historia latina del Campeador, descubierta en León por el P. Risco; desde que el hallazgo y comparación de las fuentes arábigas demostró la veracidad substancial de las narraciones cristianas, aunque escritas naturalmente con diverso espíritu; y permitió seguir uno a uno los pasos del héroe en la más extraordinaria de sus empresas, la conquista de Valencia, el Cid ha sido, de todos los personajes de nuestra primera Edad Media, el que ha debido a la erudición moderna estudio más predilecto, y el que con más claridad se destaca de los oscuros anales del siglo XI. Sobre ningún personaje de aquella era, sin exceptuar a los reyes mismos, tenemos tal copia de documentos históricos y poéticos, y en medio de la incertidumbre y confusión de algunos relatos, las líneas principales de la vigorosa fisonomía del gran castellano pueden trazarse ya sin recelo, previo el contraste entre los testimonios de amigos y enemigos, y entre la historia y la leyenda, que no deben confundirse jamás, pero que en este caso, como en otros muchos, se aclaran y completan mutuamente. Lo mucho y bueno que se ha escrito sobre este argumento, en que muy pocas novedades podemos ofrecer, y la firme persuasión en que estamos de que muy pronto ha de decir la última palabra el autor de Los Infantes de Lara, nos mueven a proceder con mucha brevedad en este capítulo, fijándonos principalmente en lo que puede servir para [p. 254] explicar el origen y vicisitudes de los numerosos y celebérrimos romances del Cid, que quizá dentro y fuera de España han hecho olvidar otros mejores, de diversos ciclos.

Los relatos históricos concernientes al héroe de Vivar se dividen naturalmente en dos grupos, unos de origen cristiano, otros de origen musulmán, diferencia que se funda no tanto en la lengua cuanto en el contenido, puesto que de indudable origen arábigo es una parte de la Crónica general. Si el vértigo de la paradoja arrastró a Masdeu [1] y a alguno de sus secuaces a dudar que de Rodrigo Díaz pudiera afirmarse otra cosa que el nombre, tal aberración tuvo entonces mismo cumplida respuesta del P. La Canal y otros eruditos, no ya con el texto de la Historia leonesa que Masdeu sistemáticamente rechazaba, ni con la Carta de arras, de que también dudó sin fundamentos, sino con los privilegios y escrituras en que el Cid aparece como testigo y confirmante: con las noticias del Chronicon Malleacense, escrito en Francia, y de los «Anales Toledanos Primeros» , de los «Compostelanos», del Cronión Burgense, del de Cardeña, del Liber Regum, escritos en diversas partes de España, sin contar con el testimonio, algo más tardío, pero autorizado siempre, de los cronistas del siglo XIII, el Tudense y el Toledano.

Pero el documento capital entre los latinos continúa siendo la Gesta Ruderici Campidocti, descubierta y publicada en 1792 [p. 255] por el P. Risco, [1] impugnada en mala hora por Masdeu con argumentos cuya vaciedad demostró Dozy, aunque encarnizándose ferozmente con aquel docto jesuíta; y hoy, restituída a su pristino valor y estimación desde que en hora feliz reapareció el códice extraviado de San Isidoro de León, que puede exminarse en la Academia de la Historia. Nadie duda ya (ni paleográficamente puede dudarse), que tal Crónica fué escrita en el sigloXII, si bien algunos, como Huber, la suponen de los primeros años, y otros, como Dozy, de la segunda mitad de aquella centuria, fundándose en conjeturas históricas más o menos plausibles. El sabio orientalista holandés, a quien es imposible dejar de citar a cada momento en esta materia, aunque no se tenga por dogma todo lo que escribió, fija aproximadamente la redacción de la Gesta en 1170; es decir, setenta años después de la muerte de Rodrigo.

La incertidumbre que el autor manifiesta («haec esse videtur») acerca de la genealogía del Cid, que en su tiempo debía de ser notoria, el temor de que el transcurso de los años sepulte en olvido los hechos del héroe si no acude a salvarlos la escritura, [2] no parecen propios de un contemporáneo, en el sentido riguroso de la palabra. Pero al mismo tiempo, la ausencia de toda ficción poética, el desconocimiento absoluto de la leyenda del héroe, prueban que el cronista es anterior a ella. Y como ya el Cid era cantado en España por lo menos desde la época del Emperador Alfonso VII, según veremos adelante, parece algo tardía la fecha propuesta por Dozy, y puede sin escrúpulo retrotraerse en treinta años.

La Gesta Ruderici Campidocti pertenece, como la Historia Compostelana y la de Alfonso VII, a aquel género de composición retórica que abandonando la seca manera de los primitivos cronicones de la Reconquista, procuró acercarse a los modelos narrativos de la latinidad eclesiástica, y aun de la clásica, si bien imperfectamente conocidos. Tal tendencia, que ya se muestra [p. 256] en el Monje de Silos, coetáneo de Alfonso VI, conduce por sendero cada vez más espacioso a las vastas compilaciones historiales de D. Lucas de Túy y del Arzobispo D. Rodrigo, marcándose los hitos del camino por las tres obras ya citadas y alguna de menor importancia. Tiene, pues, la Gesta, en medio de su aridez habitual, ciertos conatos de narración artística, que no procede de la epopeya, pero que tampoco puede confundirse con la historia rígida y documentada. Nadie tendrá por fidedignas en su tenor literal las cartas que el cronista supone que se cambiaron entre el Cid y el Conde de Barcelona, y, sin embargo, el artificio de estilo es tan leve, que no puede dudarse que fielmente reflejan las opuestas pasiones de los guerreros a quienes se atribuyen, sin que haya que suponer ni aquí ni en otra parte intervención alguna de la poesía épica. Se trata de un procedimiento distinto y cuya filiación es muy conocida: el de las epístolas y discursos imaginarios, elaborados con datos históricos y con cierta psicología elemental y ruda.

El espíritu de la Gesta es de todo punto favorable al héroe burgalés, sin que por eso disimule los hechos que pudieran ser menos conformes al tipo ideal que en nuestra fantasía inevitablemente se engendra después de leído el magnífico y solemne poema de la vejez de Mío Cid. [1] Colocada a medio camino entre las narraciones árabes que desconocía y las poéticas, que acaso desdeñó si algún rudimento de ellas existía, la Historia leonesa, en la cual nada hay de maravilloso e inverosímil fuera de la grandeza misma de los hechos que refiere, es, sin duda, la más completa y verídica que tenemos, y la única que abarca entera la biografía del Campeador, libre de fabulosas mocedades y de tardíos aditamentos. Hay, sin duda, errores de pormenor, como en toda producción de la historiografía antigua o moderna, pero el [p. 257] conjunto tiene un sello de veracidad que Dozy ha hecho resaltar más que nadie. Y si bien se considera, más peca el cronista por seco y árido que por verboso, más por lo que omite o ignora que por lo que pondera o amplifica, sin que valga el argumento negativo de no encontrarse en su libro tal o cual noticia para tenerla por sospechosa, cuando por otra parte la confirman testimonios de moros y cristianos.

Las memorias árabes se refieren casi únicamente a un período de la vida del héroe, el de sus campañas en Aragón y Valencia, y con más extensión al sitio y toma de esta ciudad. La relación más detallada se encuentra en un libro de historia literaria, el Tesoro de Aben Bassan (1109), que trata de los poetas y de los escritores en prosa rimada que florecieron en el siglo V de la Hégira. Uno de estos escritores es Aben Tahir, príncipe murciano, que había asistido a la caída de Valencia; y en su biografía encontró Dozy el largo pasaje sobre el Cid, que publicó, tradujo y comentó con singular esmero, dándole quizá una importancia desmedida, que otros han exagerado todavía más. [1]

Sin querer disminuir en modo alguno el precio singular de este fragmento, anterior en treinta y dos años a la más antigua mención del Cid en las crónicas latinas: posterior en sólo quince a la toma de Valencia y en diez a la muerte del Campeador, y basada en palabras y cartas de un testigo presencial, no ha de olvidarse la discreta prevención que hace Dozy antes de copiar esta ampulosa relación: «Aben Bassan no es un historiador, es un retórico: se engaña algunas veces, sobre todo en las fechas: como escribe en prosa rimada, emplea de vez en cuando frases pomposas que dicen más de lo que el autor ha querido decir: sacrifica algunas veces la verdad histórica a la rima.»

De todo esto inferirá cualquier prudente lector que el Tesoro [p. 258] de Aben Bassan debe explotarse con mucha cautela, aquilatando los hechos y reduciendo a su justo valor las declamaciones y figuras retóricas, propias del extravagante y depravado gusto de Aben Tahir y de su biógrafo. Y, sin embargo, Dozy, que tan bien conocía los puntos flacos de la Dajira que publicaba, funda en ella, más que en ninguna otra escritura, su concepto histórico del Cid, toma al pie de la letra las injurias pomposas que el retórico árabe lanza contra el más formidable enemigo de su raza y de su ley, no duda de ninguna de las acusaciones que el odio de los vencidos acumuló contra él como en todo tiempo y nación se han acumulado sobre todos los conquistadores y domadores de pueblos; se complace, por el contrario, en ennegrecerlas, y parece cerrar los ojos y los oídos a aquellas otras palabras del mismo Aben Bassan, que explícitamente confiesan y reconocen la magnimidad y excelsitud del héroe burgalés.

No puedo creer, como suponen algunos, que en esta posición del orientalista holandés entrase por mucho el sentimiento de animadversión contra las cosas de la España cristiana. Era Dozy harto escéptico para tomar con pasión las querellas de moros y cristianos en el siglo XI. Lo que indudablemente guió su pluma fué ese mismo afán de la paradoja que él con tanta justicia achaca al P. Masdeu; cierta intemperancia agresiva que estaba en el fondo de su temperamento literario y le hacía encarnizarse a la continua con grandes y pequeños, a veces por cosas de mínima entidad; y sobre todo el empeño romántico, muy propio de los años juveniles en que publicó su primer libro, de crear una figura del Cid enteramente nueva, y a sus ojos más novelesca e interesante que la conocida, aunque sólo la aventajase en ser más brutal y truculenta. Así con noticias de varia procedencia, hábilmente agrupadas e interpretadas por la fantasía de un sabio artista que veía muy bien el lado anecdótico y pintoresco de la historia, aunque alguna vez se engañase en la apreciación del conjunto, nació el tipo, en gran parte imaginario, del Cid condottiero y soldado de fortuna, asalariado indistintamente por cristianos y musulmanes, devastador de comarcas enteras y saqueador de iglesias, cruel en sus venganzas y pérfido en sus tratos, medio moro en su vida y hasta en sus vestimentas, salido de la oscuridad más profunda para vencer a casi todos los príncipes de [p. 259] España y conquistar por la pujanza de su brazo y las artes de su política una verdadera soberanía en Valencia, rigiéndola por algunos años a guisa de déspota oriental. No hay duda que el Cid, presentado de este modo, impresiona la imaginación con todos los atributos del poder y de la fuerza, de la astucia y de la osadía triunfante: carece de la belleza moral y patriótica del Cid tradicional, pero tiene cierta grandeza siniestra que fascina cuando se leen las calientes páginas de Dozy y permanece imborrable en la memoria. Falta saber si esta imagen es tan conforme a la realidad como pudiera creerse por el grande aparato erudito de que se presenta escoltada.

Con el énfasis característico de la prosa poética nos cuenta Aben Bassan que Ahmed ben Yusuf ben Hud, rey moro de Zaragoza, viéndose acosado por las tropas del Emir de los Musulmanes (es decir, de Yusuf ben Texufin, caudillo de los Almoravides), «azuzó contra él a un perro gallego llamado Rodrigo y por sobrenombre el Campeador: hombre habituado a encadenar prisioneros, a arrasar fortalezas, a reducir a sus adversarios al último extremo de la ruina. Había dado muchas batallas a los reyezuelos árabes de la Península, causándoles males y quebrantos sin cuento. Los Beni Hud (familia reinante en Zaragoza) le habían hecho salir de la oscuridad, sirviéndose de su apoyo para ejercer violencias excesivas, para ejecutar viles y miserables proyectos; le habían entregado las más bellas provincias, por las cuales había paseado triunfante su bandera, desbaratando cuantos ejércitos se le opusieron. De este modo su poder había crecido sin medida. A la manera de un buitre había saqueado todas las provincias de España. Cuando Ahmed, de la familia de los Beni Hud, temió la caída de su dinastía, y vió que sus negocios se embrollaban, determinó poner al Campeador delante de él como escudo para contrastar la vanguardia del Emir de los Musulmanes. Le proporcionó ocasión de entrar en el territorio valenciano, le dió dinero y le excitó a pisotear y abatir a los guerreros que se le opusiesen enfrente». Es de suponer que para esto último no necesitase el Cid grandes excitaciones.

Prosigue narrando Aben Bassan en el más estrambótico estilo cómo «el tirano que Dios maldiga» puso sitio a Valencia. «Se aferró a esta ciudad como el acreedor se aferra al deudor: la [p. 260] amó como los amantes aman los lugares donde han gustado los placeres del amor. La privó de víveres, mató a sus defensores, la causó todos los males posibles, la amenazó desde todas las colinas próximas. ¡Cuántos misteriosos recintos, donde nadie osaba penetrar ni con el deseo, y cuya belleza eclipsaba a la luna y al sol, fueron profanados por este tirano! ¡Cuántas encantadoras jóvenes, que se lavaban el rostro con leche y cuyos labios rivalizaban con el coral, se desposaron con las puntas de las lanzas de sus mercenarios y fueron holladas por sus pies insolentes como si fuesen hojas secas que arrastra el Otoño!»

Después de esta efusión lírica acusa al Campeador de haber quebrantado la capitulación que le abrió las puertas de Valencia, y narra el hecho espantoso de haber atormentado y hecho quemar vivo al Cadí Aben Chájaf, so pretexto de cierto tesoro que había retenido fraudulentamente.

Imposible es negar esta bárbara ejecución, que subleva la conciencia moral de nuestros tiempos. Afirmada está, en substancia, si no en cuanto a la calidad del suplicio y a los crueles refinamientos que en él supone Aben Bassan, en otro documento de origen musulmán, pero de carácter más histórico y respetable, en la Crónica del sitio de Valencia, que literalmente traducida entró en la General de Alfonso el Sabio, como luego veremos. Pero hay entre los dos relatos árábigos diferencias substanciales, y en el de la General, que parece más coherente y verosímil, las cosas se presentan de tal modo, que la muerte de Aben Chájaf, tanto o más que un acto de tiranía del Cid parece un acto de venganza de los alfaquíes moros, que fueron los que juzgaron y condenaron al Cadí y a sus secuaces en número de veintidós, y los llevaron con gran alboroto a apedrear, no a quemar. Ha de saberse que Aben-Chájaf (el Abenjaf de nuestras Crónicas), era, según confesión del mismo Aben Bassan, un traidor odioso a los dos partidos por sus infamias y perjurios, que había asesinado a su legítimo rey Aben Dínun, por codicia de sus tesoros y que puesto al frente de los valencianos sitiados se había mostrado tan inepto y de pocos ánimos, que no tardó en abandonarle la pequeña tropa almoravide que había tomado a sueldo para consumar su usurpación. Cuando Valencia cayó en poder del Cid, o por capitulación y después de largos tratos, como dicen los árabes, o entrada por [p. 261] fuerza de armas, como afirma la Gesta latina, y no parece inverosímil, dado el extremo de miseria y hambre a que habían llegado los cercados, toda la ira de los vencidos debió de recaer sobre Aben-Chájaf. El Cid, en quien no hemos de suponer una moralidad política que sería difícil descubrir en ningún héroe militar de tiempos tan rudos colocado en circunstancias análogas, se aprovechó de esta exploxión de los odios populares para librarse de un personaje que le era molesto, tendió un lazo a su avaricia y le hizo condenar por regicidio y perjurio conforme a los términos de la ley musulmana: ciertas eran las acusaciones, graves y probados los delitos, feroz la penalidad, a estilo del tiempo, dudosa la capitulación, y, por tanto, su quebrantamiento; sin contar con que todo esto lo sabemos por narraciones de enemigos, que ni siquiera están conformes en cuanto a la manera del suplicio, si bien Dozy por su propia autoridad declara apócrifo este detalle de la General, y supone que Alfonso el Sabio, no encontrando descrita en el libro árabe que traducía la muerte del Cadí, le mató a su manera. Manera es ésta de salvar a poca costa todas las incongruencias y dificultades que los textos históricos ofrecen a cada paso.

Lejos de mí el pueril intento de presentar al Cid de la historia como limpio de las impurezas de la realidad, y perfecto dechado de todas las virtudes cristianas y caballerescas. Si tal hubiera sido, jamás la epopeya se hubiera acordado de él. Para los héroes perfectos están las oraciones fúnebres, el Flos Sanctorum, los discursos académicos, las odas de certamen. La musa popular jamás ha cantado a San Luis ni a San Fernando. Necesita héroes más a su nivel, que participen más de sus debilidades, que hayan pasado por conflictos más dramáticos, que hayan usado y abusado de la fuerza humana en grandes o pequeñas empresas. Cierto grado de brutalidad y fiereza cuadra bien al héroe épico: ciertos rasgos de carácter díscolo y altanero le realzan: parecería achicado si fuese más sumiso y timorato. Las estratagemas y tratos dobles no le deshonran, y son tan primitivos como las grandes hazañas, porque la astucia ha madrugado en el mundo tanto como el valor, y Ulises es tan antiguo como Aquiles. En el mismo poema de Mío Cid, obra de elevación moral incontestable, el episodio de las arcas llenas de arena y dadas en prenda a los judíos [p. 262] de Burgos, debió de parecer a los oyentes treta chistosísima, y sólo en una edad más refinada pudo ocurrírsele a un romancerista culto el sutil recurso de que en aquellas arcas había quedado soterrado el oro de la palabra del Cid. [1] Algún vislumbre de superstición militar atávica e indígena, como la de los agüeros (que hallamos también en la leyenda de los Infantes de Lara y en otras) contribuye al prestigio poético de su fisonomía, [2] sin comprometer la pureza de su fe cristiana, ardiente sin duda, pero sencilla, como de rudo batallador y no de pío anacoreta. La especie de indiferentismo religioso que Dozy le atribuye, es una invención paradójica, basada en meras exterioridades como la de vestir el traje árabe, cosa muy natural en quien vivía entre musulmanes y los tenía por vasallos. Las alianzas con infieles y el militar a sueldo suyo, aun contra príncipes cristianos, eran corrientes en el derecho público de la época, y privilegio inconcuso de los ricos-hombres, según se desprende de la lectura del Fuero Viejo de Castilla, y aun puede añadirse que el Cid no abusó de él como muchos otros, pues no consta que aun en el tiempo de sus mayores agravios con Alfonso VI hiciese acto formal de desnaturamiento. Que en algún apuro de sus campañas aventureras echase mano de la plata de las iglesias y fuese por ello acusado de profanarlas y violarlas sacrílegamente, nada tiene de inverosímil, aunque sólo lo afirme la carta atribuida a su enemigo Ramón [p. 263] Berenguer por el cronista latino. [1] Era acusación vulgar en aquellos tiempos, y los castellanos se la hicieron a Alfonso el Batallador, como vemos en la Crónica del anónimo de Sahagún. Harto ensancharon los dominios de la ley cristiana el conquistador de Valencia y el de Zaragoza, heroico mártir en Fraga, para que aun siendo ciertos, puedan pesar mucho sobre su memoria tales desafueros, propios de la licencia y anarquía de un siglo bárbaro.

Querer juzgar al Cid con el criterio de otras edades puede llevar al historiador, según sea su temple y sus creencias, a dos aberraciones, igualmente lamentables: o a intentar el proceso de canonización del héree, de lo cual dicen que formalmente se trató en tiempo de Felipe II, o a convertirle en un bandido afortunado, que viene a ser la tesis de Dozy y sus numerosos discípulos. El perro gallego de Aben Bassan no nació de la nada, ni necesitó que los Beni Hud le tendiesen la mano protectora cuando ya su nombre corría con gloria por toda España, y ellos y los demás reyezuelos de la morisma temblaban de él y procuraban comprar su apoyo o su neutralidad con dones y homenajes. Descendiente por su padre de los jueces de Castilla, y por su madre de un conde o gobernador de las Asturias, era de calificado linaje ya que no de primera nobleza, y él la acrecentó con sus hechos y pudo darla a los reyes mismos, juntando su sangre con la de las casas soberanas de Navarra y Barcelona. Alférez o jefe de la milicia castellana en tiempo de Don Sancho II, a su esfuerzo y maña se habían debido principalmente las victorias de Llantada y Golpejares. Él había sido uno de los doce compurgatores (y probablemente el principal) que exigieron a Alfonso VI el juramento de no haber tenido parte en la muerte de su hermano: acto de entereza civil, que a los ojos de la leyenda, muy bien inspirada en este caso, tuvo más brillo y resonó más largamente en los cantares que sus triunfos personales contra el valiente navarro Jimen García, contra el sarraceno de Medinaceli y contra los quince zamoranos, aunque de ellos naciera el dictado de Campeador con que muy pronto empezó a designársele. Mucho antes de su primer destierro habían oído con terror su nombre los reyes de Sevilla y de Granada, los condes de Cabra y de Nájera. Cuando [p. 264] en 1081 comenzó a guerrear por su cuenta, ganando su pan a lanzadas, fué árbitro de los destinos de Aragón y no oscuro mercenario a sueldo de los Beni Hud, aunque los explotase como tributarios. Dos veces derrotó y prendió al Conde de Barcelona, y si en estas victorias, como en la que logró sobre el rey de Aragón Sancho Ramírez, pudo regocijarse la morisma de que los cristianos se destrozasen entre sí y por cuenta ajena, ¿quién ha de negar el gran servicio que el Cid prestó al cristianismo y a la civilización de Occidente, conteniendo casi solo el formidable empuje de las fanáticas hordas almoravides, vencedoras de Alfonso VI en Zalaca y en Uclés: nube de langostas que abortaron los arenales de la Libia para abrasar hasta el último retoño de la brillante cultura arábigo-andaluza tan floreciente en los reinos de Almotamid el de Sevilla y de Almotacín el de Almería? Cuando en 1094 el proscrito burgalés, con su hueste allegadiza, entró triunfante en Valencia, en uno de los emporios marítimos de la España musulmana, adelantándose poco menos de siglo y medio al más glorioso de los reyes de la casa de Aragón, puede decirse que la Reconquista española salvó una de las crisis más terribles y decisivas de su historia. Recuérdese que la línea del Ebro estaba en poder de los musulmanes, dueños todavía de Zaragoza, Lérida y Tortosa: que los estados cristianos de Aragón y Barcelona no se habían unido aún y eran pequeños y débiles: que era reciente y no bien afianzada la conquista de Toledo; y que el Cid, ocupando a Valencia y a Murviedro, interponiéndose entre los Beni Hud y los Almoravides, inutilizando a los primeros y venciendo a los segundos, resguardaba no sólo la España oriental, sino la del centro. Las conquistas del Cid duraron lo que su vida: ni él mismo hubiera podido mantenerlas a tal distancia de Castilla y con tantos enemigos diversos; pero el efecto moral fué grandioso y trascendió a toda la cristiandad, [1] como más adelante la conquista de Almería por el Emperador Alfonso VII, aunque fuese [p. 265] igualmente efímera. Fué una toma de posesión anticipada, que marcó el rumbo para la reivindicación definitiva.

Que el Cid tuvo, más o menos claro, el sentido de su misión histórica y providencial, lo declaran, no los cronistas y poetas cristianos, sino el mismo Aben Bassan, cuyo testimonio ha servido para infamarle. Suyo es el espléndido elogio que va a leerse: hombre extraordinario tuvo que ser quien podía arrancarlos tales de sus eremigos: «El poder de este tirano fué creciendo, de suerte que pesó sobre las cimas más altas y sobre los valles más hondos, llenando de terror a nobles y plebeyos. He oído contar que en un momento en que sus deseos eran muy vivos y su ambición extrema, pronunció estas palabras: «si un Rodrigo perdió esta península, otro Rodrigo la reconquistará». ¡Palabra que llenó de espanto los corazones de los creyentes, haciéndoles pensar que lo que temían y recelaban sucedería muy presto! Este hombre, que fué el azote y la plaga de su tiempo, era por su amor a la gloria, por la prudente firmeza de su carácter y por su valor heroico, uno de los milagros del Señor. La victoria siguió siempre la bandera de Rodrigo (¡maldígale Alá!): triunfó de los príncipes de los bárbaros: combatió muchas veces a sus caudillos, tales como García el de la boca tuerta, y el príncipe de los Francos (es decir, el Conde de Barcelona) y el hijo de Ramiro (es decir, el rey de Aragón), y con escaso número de soldados desbarató y puso en fuga sus numerosos ejércitos. Hacía leer en su presencia los libros de las gestas de los Árabes, y cuando llegó a las hazañas de Al-Mo hallab, cayó en éxtasis y se mostró lleno de admiración por este héroe.» Rasgo curioso éste de la afición del Cid a la historiografía musulmana, y del generoso entusiasmo que en él suscitaban los antiguos guerreros del Islam, inflamando su ardor bélico con la lectura de sus proezas.

Además del Tesoro de Aben Bassan, proporcionan interesantes noticias sobre el Cid, una crónica del siglo XII llamada Quitab al ictifá (que antes de Dozy aprovechó Gayangos en las notas de su Al-Makkari) y varios textos árabes posteriores. Pero ninguno iguala en importancia a uno cuyo original se ha perdido, conservándose sólo su versión castellana, sumamente literal al parecer, en la cuarta parte de la Crónica General y en las derivadas de ella, inclusa la particular del Cid. Es un minucioso relato [p. 266] de la conquista de Valencia, atribuído por los redactores de la Crónica a un moro llamado Abenfax o Abenalfange («et dixo Abenfax en su arábigo, onde esta estoria fue sacada») y de todos modos obra personal y auténtica de uno de los sitiados, escrita con espíritu musulmán, desfavorable al héroe, y contrario de todo punto al que reina en los demás capítulos de la extensa biografía que en el gran libro de Alfonso el Sabio se le consagra. La narración del historiador arábigo es tan minuciosa. que llega a dar en varias ocasiones la tarifa de los precios a que llegaron los víveres durante la carestía del cerco. Incluye una elegía sobre la pérdida de la ciudad, [1] acompañada de un comentario alegórico; y varios razonamientos del Cid, extraordinariamente curiosos, porque fijan el carácter de sus relaciones jurídicas con el pueblo vencido, y el modo y forma de su gobierno en Valencia. Tan patente es la discrepancia de estilo e ideas entre esta parte de la General y lo restante; tan visibles las huellas de la sintaxis arábiga torpemente calcada, que ya Huber, sin ser orientalista, adivinó la procedencia de tan raro texto, cuatro años antes que Dozy demostrara la misma tesis con su reconocida pericia de filólogo, haciendo ver que algunas frases de esos capítulos, ininteligibles en castellano por lo servil de la versión y sobre todo por el empleo oscuro y vicioso de los pronombres posesivos, resultan claras volviéndolas a traducir al árabe. En lo que ciertamente se pasó de listo Dozy, según nuestra expresión vulgar, fué en suponer que el Rey Sabio había intercalado en la Crónica este relato hostil al Cid, para infamar y denigrar, por espíritu de oposición monárquica, al gran rebelde de otros tiempos, al héroe predilecto de la turbulenta aristocracia militar. Tan profundo maquiavelismo no se compadece bien con la cándida manera de compilar que tenían el Rey y los auxiliares de su obra histórica, donde hacinaron cuantos [p. 267] materiales estaban a su alcance, prosaicos y poéticos, latinos y castellanos, sin cuidarse de las contradicciones ni siquiera de la unidad de estilo, sobre todo en esta cuarta parte, cuyas desigualdades son tan notables, que ya en tiempo de Florián de Ocampo sospechaban «algunas personas de muy buen entendimiento», que «todo lo que en ella se contiene estaría primero trabajado y escripto a pedazos por otros autores antiguos, y los que la recopilaron no harían más que juntarlos por su orden sin adornarlos ni pulirlos, sin poner en ellos otra diligencia que la que hallaron». También nos parece que Dozy va demasiado lejos por el camino de la fantasía romántica cuando supone que el incógnito cronista hubo de ser uno de los moros que el Cid mandó quemar (?) en 1095 juntamente con el cadí Aben-Chájaf. Como a Dozy le estorbaba el relato de la lapidación del cadí y sus compañeros, en que la General aparece en discordancia con Aben Bassan, no encontró medio más cómodo para desembarazarse de él que quemar vivo al autor, con lo cual es claro que no podo contar la ejecución del cadí y tiene que ser una interpolación apócrifa todo el pasaje. ¡Raro, pero eficaz procedimiento para resolver un problema histórico y eliminar un texto embarazoso! Con toda la reverencia debida al gran orientalista, no puede uno menos de acordarse de aquel gallo pitagórico de uno de los más sabrosos diálogos de Luciano, cuando sostiene que Homero no pudo saber a ciencia cierta lo que pasó en el sitio de Troya, porque en aquel tiempo era camello en la Bactriana.

Si el Cid histórico no tuviera muy positiva grandeza, costaría trabajo explicar que en tan breve lapso de tiempo hubiese sido transformado e idealizado por la musa épica, siendo precisamente los cantos más antiguos los que dan más alta y noble idea de su persona. Dozy, que no dejó de advertir la dificultad, creyó resolverla atribuyendo fabulosa antigüedad a la Crónica Rimada, en que abundan los rasgos atroces y brutales, como en todos los poemas de decadencia. Siguióle, aunque por motivos muy diversos, Amador de los Ríos; y gracias a uno y otro erudito, el Cantar de las mocedades de Rodrigo obtuvo inmerecida representación en el cuadro épico de nuestra Edad Media, confundiéndose la rudeza primitiva con la barbarie degenerada. Milá salvó el escollo con su penetración habitual y restableció en [p. 268] substancia la verdadera cronología, pero no habiendo podido manejar el texto legitimo de la Crónica alfonsina, creyó como todos que en ella estaba el Rodrigo, cuando sólo aparece en la refundición de 1344, sin que por ningún concepto pueda afirmarse su existencia antes del siglo XIV.

Hay que conservar, por tanto, su prioridad al venerable poema de Mío Cid, del cual nadie duda que pertenece al siglo XII. Y es seguro que a este poema habían precedido otros. La existencia de cantos relativos al héroe y en que éste era designado con el mismo apelativo honorífico que en la gesta de Vivar, atribuyéndosele además la calificación de invencible (que por otro lado la historia confirma) está formalmente atestiguada por el autor del poema latino del sitio de Almería unido a la Crónica del Emperador Alfonso VII († 1157). La leyenda épica estaba ya tan adelantada, que hasta comenzaba a levantarse un rival del Cid en la persona de su compañero y lugarteniente Alvar Fáñez. Prescindo por ahora de los muy curiosos versos relativos a este héroe, pero no puedo menos de recordar aquellos otros tan sabidos:

           Ipse Rodericus, mio Cid semper vocatus,
        De quo cantatur, quod ab hostibus haud superatus,
       Qui domuit Mauros, comites quoque domuit nostros...
       Morte Roderici Valentia plangit amici,
       Nec valuit Christi famulus eam plus retinere.

Existe, además, una prueba indirecta de la existencia de tal poesía en la singular canción latina que Du-Méril encontró en un manuscrito de la Biblioteca Nacional de París [1] y es sin disputa la más antigua composición que tenemos en alabanza del Campeador, a quien da constantemente este nombre, y no el de Cid. Ya hemos tenido ocasión de mencionar este notable fragmento, que por el empleo de la estrofa sáfico-adónica se enlaza con la tradición clásica y eclesiástica, pero que por la acentuación rítmica, por la abundancia de rimas perfectas e imperfectas y [p. 269] todavía más por el empleo de fórmulas propias de los cantares que se destinaban a la recitación pública, denuncia el inmediato y evidente influjo de la musa popular. El poeta es culto, sin duda, como lo prueba el mero hecho de escribir en latín. Es probablemente un monje, y de seguro un clérigo, versado en erudición sacra y profana, que sabe los nombres de Paris, Pirro, Eneas y Héctor, que conoce la existencia de Homero y hace de ello alarde al principio de su composición:

           Eia! gestorum possumus referre
       Paris et Pyrrhi, necnon et Æneae,
       Multi poetae plurimum in laude
                    Quae conscripsere.
       Sed paganorum quid iavabunt acta,
       Dum iam vilescant vetustate multa?
       Modo canamus Roderici nova
                    Principis bella.
           Tanti victoris nam si retexere
       Coeperim cuncta, non haec libri mille
       Capere possent, Homero canente,
                    Summo labore.

Pero en esta misma contraposición de la gloria del Campeador a la de los héroes antiguos, se descubre el arranque de un poeta moderno, avezado a escuchar en las plazas y en lengua vulgar las alabanzas del héroe castellano, y que por hábito, o por artificio e imitación deliberada, convoca todavía al pueblo para escucharlas, como si el pueblo pudiera entenderle y él fuese un verdadero y legítimo juglar:

           Eia!... laetando, populi catervae,
       Campidoctoris hoc carmen audite:
        Magis qui eius freti estis Ope,
                    Cuncti venite...

El verso que hemos subrayado prueba la extraordinaria antigüedad de la canción latina, puesto que sedirige a los mismos contemporáneos del Cid, a los que habían estado confiados en su amparo y esfuerzo. Es tan rigurosamente histórica que concuerda en gran manera con la Gesta leonesa. Después de una breve indicación de las primeras hazañas del Cid en tiempo de Don Sancho, de su desgracia y destierro en tiempo de Alfonso VI y de su victoria [p. 270] contra el conde García Ordóñez en Cabra, comienza a tratar, como si hubiera de ser asunto principal del poema, del cerco del castillo de Almenara y de los preparativos del Campeador para salir a pelear contra el Conde de Barcelona y el rey Alfagib de Lérida. Aquí, abandonando el poeta la manera compendiada y lírica con que antes ha procedido, hace una larga y pomposa descripción de la armadura y caballo de Rodrigo, terminando con ella el fragmento, que no pasa de 129 versos. La descripción es de carácter tan épico, que algunos la han supuesto versión o refundición de algún cantar de gesta castellano. Lo que no parece muy verosímil, a pesar de la respetable opinión de Milá, es que el poemita latino se escribiese en Cataluña. [1] Los indicios que se alegan, tales como el haberse encontrado en un manuscrito de indudable procedencia catalana, el nombre de Hispania dado a la tierra de moros, según costumbre de aquella región y los epítetos honoríficos que se aplican al Conde de Barcelona, y que parecen inoportunos tratándose de un vencido, son de muy poca fuerza. El primero nada prueba en cuanto a la composición del cantar, sino en cuanto al origen de la copia parisiense. El nombre de Hispania parece empleado en su sentido recto y genérico, comprendiendo lo mismo los reinos moros que los cristianos, puesto que unos y otros sintieron el peso de las armas del Cid, y cabalmente en lo que insiste más el poeta es en las derrotas del Conde de Cabra y el de Barcelona:

           Iubet e terra virum exulare:
       Hinc coepit ipse Mauros debellare,
       Hispaniarum patrias vastare,
                Urbes delere...
       ........................................................
           Unde per cunctas Hispaniae partes,
       Celebre nomen eius inter omnes
       Reges habetur, pariter timentes,
                Munus solventes...

[p. 271] El elogio del Conde de Barcelona es harto exiguo, pues se reduce a decir que le rendían parias los Madianitas, es a saber: que algunos príncipes moros eran tributarios suyos. Compárese esto con la efusión que hay en las estrofas dedicadas al Cid, «cuyas hazañas no cabrían en cien libros, aunque el mismo Homero los escribiese», y no se dudará que el autor del poema tuvo que ser un castellano. Caso muy singular hubiera sido que con tanto entusiasmo se cantasen en Cataluña las hazañas del que tan duramente escarmentó dos veces al Conde soberano de Barcelona, haciéndole prisionero y poniéndole a rescate; y que precisamente una de estas derrotas se tomase por tema, al parecer principal, de un poema escrito en la antigua Marca Hispánica.

Dejando aparte este curioso rudimento de una epopeya erudita, que al parecer quedó aislado y sin derivaciones, convirtamos los ojos un momento al que por excelencia se llama Poema del Cid, obra del siglo XII sin disputa, aunque más bien de su segunda mitad que de la primera, pues no parece que puede admitirse menor lapso de tiempo para que la historia se transformase en poesía, modificándose las circunstancias de hechos muy capitales, introduciéndose otros enteramente fabulosos, y depurándose el carácter del héroe hasta un grado de idealidad moral rarísimo en la poesía heroica. Si en esto último pudo tener mucha parte el genio puro y delicado a la par que varonil y austero del gran poeta anónimo, en la alteración de la historia nos inclinamos a creer que está exento de culpa, y que la leyenda estaba formada antes de él. Nos lo persuaden el mismo candor y sencillez de su narración, propios de quien cuenta cosas sabidas de todo el mundo y tenidas por verdaderas, la ausencia de todo artificio y combinación arbitraria de la fantasía, que tanto contrasta con las monstruosas invenciones que luego veremos en la Crónica Rimada. El Poema del Cid no es histórico en gran parte de su contenido, pero nunca es antihistórico, como a la continua lo son esos fabulosos engendros. Tiene no sólo profunda verdad moral, sino un sello de gravedad y buena fe que excluye toda impostura artística y nos mueve a pensar que en la mente del poeta y en la de sus coetáneos estaba ya realizada la confusión entre la historia y la leyenda. De la primera conserva rastros en pormenores que no han de rechazarse ligeramente aunque no se hallen en la Crónica [p. 272] latina y en los demás textos históricos, pues nada tienen de inverosímiles en sí mismos, y es patente la exactitud geográfica y la coherencia del relato. A veces puede acertar el Poema y no la Gesta, puesto que ambos documento se fundan en tradiciones orales, y el historiador latino dice expresamente que omite muchas cosas quizá porque no las sabía a ciencia cierta. (Bella autem et opiniones bellorum quae fecit Rodericus cum militibus suis et sociis non sunt omnia scripta in hoc libro.) A este número pueden pertenecer las correrias victoriosas del Cid en Alcocer, Daroca y Molina, que el Poema refiere y la Crónica omite; y aun el lance de los judíos, que tiene todas las trazas de anécdota verdadera. Pero en otras muchas cosas, es evidente que el autor del Poema, o por razones de composición, o por mera ignorancia de los hechos, se aparta de la puntualidad histórica, reduciendo, por ejemplo, a una las dos prisiones del Conde de Barcelona, confundiendo a Garci Ordóñez el de Cabra con el de Nájera, alargando tres años el sitio de Valencia, que no pasó de veinte meses, anteponiendo la toma de Murviedro y la batalla de Játiba a la conquista de Valencia, y omitiendo en ésta toda la variedad y riqueza de pormenores que sobre las divisiones y bandos de los sitiados y sobre la espantosa hambre que padecieron, consigna la Crónica árabe intercalada en la General. El ambiente del Poema es francamente histórico, e históricos son también muchos de los nombres, pero en otros, de los más importantes, sigue el cantor épico una tradición alterada: llama D.ª Elvira y D.ª Sol a las hijas del Cid, que realmente se nombraban Cristina y María, y las casa en segundas nupcias con un Infante de Navarra y otro de Aragón, siendo así que el marido de la segunda fué Berenguer Ramón III, Conde de Barcelona.

Aun con todas estas alteraciones y confusiones tendría el Poema del Cid más de histórico que de fabuloso, si no perteneciese enteramente a la leyenda el hecho capital al que parece concurrir toda la acción, el drama doméstico y heroico que con tanta grandeza y sencillez se desenvuelve en el último de los tres cantares que en su estado actual integran el poema. En vano el doctisimo P. Berganza, [1] que hizo esfuerzos tan desesperados como [p. 273] ingeniosos para salvar al pie de la letra la tradición épica, defendió todavía como histórico el primer casamiento de las hijas del Cid con los Infantes de Carrión; contradicho no solamente por el silencio de todos los documentos anteriores al Poema y a la Crónica General, que en esta parte le sigue, sino por el epitafio de uno de los tales Infantes, el llamado Fernando Gómez, donde se declara que había muerto en 1083, nueve años después del matrimonio del Cid con D.ª Jimena y once años antes de la toma de Valencia; constando por otra parte que desde 1077 no poseía en tenencia el condado de Carrión ningún individuo de la familia de los Vani-Gómez o Beni-Gómez, sino el bien conocido Pedro Ansúrez. No están muy claros los motivos que pudo tener la poesía épica para inmolar tan fieramente a esta familia histórica. Dozy creyó ver en ello un rastro de la antigua enemistad de los castellanos contra los leoneses: hipótesis plausible, aunque acaso demasiado sutil. Más sencillamente se puede explicar por la confusión entre los Vani-Gómez, y otros Infantes de Carrión, descendientes de Ordoño el ciego y de la hija de Bermudo II D.ª Cristina, y emparentados con los García Ordóñez de Cabra y de Nájera, grandes enemigos del Cid. Con el segundo de estos Condes asistieron ala infeliz jornada de Salatrices junto a Calatrava (1106) sus sobrinos los Infantes de Carrión, y tanto ellos como el tío, no sólo mostraron escaso valor en la pelea contra los Almoravides, sino que luego cometieron la felonía de pasarse a los Musulmanes. Del recuerdo de tan fea traición, confundidas ya las varias personas que simultánea o sucesivamente llevaron el título de Infantes de Carrión, nació la leyenda épica, en que también se confunde a los dos García Ordóñez y se inmola toda su parentela a la gloria del Campeador.

Sería temerario e inoportuno emprender aquí el estudio del Poema del Cid, cuando no lo exige nuestro asunto, que sólo trae a consideración la venerable gesta en cuanto es origen y fuente de varios romances, como adelante veremos. Pero es imposible dejar de saludar de pasada este singular monumento de nuestra poesía heroica, el más puro y genuino de toda ella, y una de las obras más profundamente homéricas que en la literatura de ningún pueblo pueden encontrarse. Agotados parecen en obsequio suyo los términos de la alabanza desde que en 1779 tuvo la [p. 274] fortuna y la honra de publicarle el erudito D. Tomás Antonio Sánchez, medio siglo antes de que empezasen a salir del polvo las innumerables canciones de gesta francesas. [1] A ninguna de ellas, incluso el Rollans, cede la de Mío Cid la palma épica; y en la general literatura de Europa no encuentra más rival que los Nibelungen, aun con la desventaja de ser nuestro poema trasunto de la vida histórica y carecer del fondo mítico y tradicional propio de la epopeya germánica. A los ojos de la crítica moderna, poco importa la tosquedad y rudeza de las formas lingüísticas y métricas, que tanto ofendía a los críticos académicos de otros tiempos. Nadie cae hoy en la insensatez de regular los productos de la inspiración primitiva con el canon de las escuelas clásicas. Sólo a los griegos fué concedido, por especial privilegio de su índole estética, lograr a un tiempo la espontaneidad de la infancia y la perfección de la edad madura. En las demás literaturas, cuando la reflexión artística llega, el genio épico huye o se transforma en lírico. Lo que constituye el mayor encanto del Poema del Cid y de canciones tales, es que parecen poesía vivida y no cantada, producto de una misteriosa fuerza que se confunde con la naturaleza misma, y cuyo secreto hemos perdido los hombres cultos. La persona del poeta, juglar o rapsoda, nada importa, y por lo común es desconocida. Su asunto le domina, le arrastra, le posee enteramente, y pone en sus labios el canto no aprendido, indócil muchas veces a la ley del metro y al yugo de la rima. Ve la realidad como quien está dentro de ella, la traslada íntegra, no por vía de representación, sino por vía de compenetración con ella, y alcanza así la plena efusión de la vida guerrera o patriarcal, tanto más sana y robusta cuanto más se ignora a sí propia.

Además de las condiciones universales del género, tiene nuestro poema otras peculiares suyas que le dan puesto muy alto entre los productos de la musa épica. Una es el ardiente sentido nacional, que sin estar expreso en ninguna parte, vivifica el [p. 275] conjunto con tal energía, que la figura del héroe, tal como el poeta la trazó, es para nosotros símbolo de nacionalidad, y fuera de España se confunde con el nombre mismo de nuestra patria. Débese tan privilegiado destino, no precisamente a la grandeza de los hechos narrados, puesto que mucho mayores los hay en nuestra historia y nunca volaron en alas del canto, sino al temple moral del héroe, en quien se juntan los más nobles atributos del alma castellana, la gravedad en los propósitos y en los discursos, la familiar y noble llaneza, la cortesía ingenua y reposada, la grandeza sin énfasis, la imaginación más sólida que brillante, la piedad más activa que contemplativa, el sentimiento sobriamente recatado y limpio de toda mácula de sofistería o de bastardos afectos, la ternura conyugal más honda que expansiva, el prestigio de la autoridad doméstica y del vínculo militar libremente aceptado, la noción clara y limpia de la justicia, la lealtad al monarca y la entereza para querellarse de sus desafueros, una mezcla extraña y simpática de espíritu caballeresco y de rudeza popular, una honradez nativa, llena de viril y austero candor. Si algunas de estas cualidades llevan consigo su propia limitación; si el sentido realista de la vida degenera alguna vez en prosaico y utilitario; si la templanza y reposo de la fantasía engendra cierta sequedad; si falta casi totalmente en el poema la divina (aunque no única) poesía del ensueño y de la visión mística, reflexiónese que otro tanto acontece en casi todos los poemas heroicos, y que a la mayor parte de ellos supera el Mío Cid en humanidad de sentimientos y de costumbres, en dignidad moral y hasta en cierta delicadeza afectuosa que se siente más bien que se explica con palabras, y que suele ser patrimonio de los hombres fuertes y de las razas sanas. No debía de ser muy bajo el nivel del pueblo que en pleno siglo XII acertó a crear a su imagen y semejanza tal figura poética, comenzando por desbastar la materia en gran parte informe que le ofrecía un héroe histórico, ciertamente de primera talla, pero a quien el criterio más indulgente y benévolo no puede reconocer exento de graves impurezas éticas y políticas, de verdaderos rasgos de ferocidad y codicia, de fría y cautelosa astucia en sus tratos con infieles y cristianos. Pero debajo de esta escoria bárbara estaba el oro purísimo del alma heroica del Cid, y éste es el que el gran poeta anónimo acertó a sacar por un [p. 276] instinto de selección estética, que acaso en ningún otro tema épico haya rayado tan alto.

Afortunadamente el Poema es bastante conocido de los lectores cultos de todo país, para que pueda cualquiera comprobar por sí mismo la certeza de las observaciones precedentes, y descubir otros nuevos aspectos dignísimos de loor en esta nacional y sagrada antigualla; ora se atienda a la enérgica simplicidad de la composición que procede arquitectónicamente por grandes masas, ora a la variedad de tonos dentro de la unidad del estilo épico y de la precisión gráfica que le caracteriza, ora a la valentía en las descripciones de batallas, ora al cuadro incomparable y grandioso de la asamblea judicial de Toledo, ora a los toques variados y expresivos con que están caracterizados los amigos y los émulos del Campeador. Y cuando subamos con el Cid a la torre de Valencia, desde donde muestra a los atónitos ojos de su mujer y de sus hijas la rica heredad que para ellas había ganado, nos parecerá que hemos tocado la cumbre más alta de nuestra poesía épica, y que después de tan solemne grandeza sólo era posible el descenso. [1]

[p. 277] Es bien sabido que el Poema del Cid en el único y tardío manuscrito (del sigloXIV) que nos le ha conservado, está incompleto al principio, además de faltarle luego, en diversos puntos, otras dos hojas. Éstas son fáciles de restablecer por la comparación con las Crónicas en que entró prosificado el Poema, pero en torno a la laguna inicial se han perdido los críticos en opuestas conjeturas, opinando los menos que la canción actual es sólo la última parte de una mucho más extensa que debió de comprender entera [p. 278] la biografía poética del Campeador, o a lo menos una gran parte de ella; y creyendo otros, con mejor acuerdo, que no ha de ser mucho lo que falta, pues el poema, en su estado actual, dividido en tres cantares que comienzan con la salida del héroe desterrado de Castilla, y terminan con el castigo de los Infantes de Carrión y el nuevo y honroso matrimonio de las hijas del Cid, contiene suficiente materia épica, ordenada con sencillez y holgura, y con un plan cuya unidad es innegable, puesto que sin el precedente de la conquista de Valencia y de los tesoros que allí encontró el Cid, no hubieran entrado los Infantes en codicia de casarse con sus hijas, ni hubiera pasado lo demás que en el poema se relata. Hacer dilatadas biografías o Crónicas rimadas de los personajes históricos y épicos, es propio de los hábitos de la poesía erudita del Mester de clerecía (el Alejandro, el Fernán González... ) , pero es enteramente inusitado en la poesía heroico-popular, donde a veces los cantos se sueldan o yuxtaponen, pero sin perder su diferencia originaria y sustantiva. El Mío Cid fué una de las varias canciones de gesta que en el sigloXII se cantaban sobre los hechos de Rodrigo de Vivar, pero no fué de ningún modo la gesta única. Para encontrar restos de las perdidas, tenemos que acudir a las Crónicas, comenzando por la matriz de todas, que es la General de Alfonso el Sabio.

Apenas ha habido libro más citado que éste en todas las controversias sobre el Cid, y, sin embargo, es cosa probada que todos los que hablaron de esta parte de la General hasta nuestros tiempos, sin excluir a Dozy, ni a Amador, ni a Milá, cayeron en el error de tomar por texto primitivo de la Crónica el de sus refundiciones, lo cual les indujo a afirmar que se encuentran en él cosas que efectivamente no se hallan: error, como veremos, de transcendentales consecuencias por lo que ha embrollado y confundido el proceso cronológico de nuestra tradición épica.

El hecho de no encontrarse tal o cual leyenda en la auténtica Crónica de Rey Sabio, es para mí prueba casi infalible de que no existía aún en tiempo de su regio autor, o por lo menos de que no se cantaba ni se había escrito. Esta presunción es mucho más fuerte en lo tocante al Cid, pues se ve que en su biografía pusieron los redactores de la Crónica especial esmero, acudiendo a todas [p. 279] las historias latinas y arábigas que pudieron hallar y aprovechando el texto de dos canciones de gesta, además de algunas noticias tradicionales y anécdotas de varia procedencia. Esta biografía del Campeador, aunque no forma cuerpo aparte, sino que se presenta interpolada con los sucesos generales del reino, tiene una extensión tan desproporcionada, que excede a la de cualquiera de los monarcas de Asturias, León y Castilla, y, sin embargo, todavía está muy lejos de los desarrollos que alcanzó en la Crónica de 1344 y en las siguientes. Lo que falta, pues, en la General, no ha de atribuirse a ignorancia de los compiladores, que sería muy inverosímil en una labor hecha con tanta diligencia, sino a la carencia de otras fuentes poéticas o prosaicas, a mediados del siglo XIII.

El Tudense, el Toledano y la gesta leonesa (o un texto análogo a ella), dan el armazón de la General en la parte histórica, completándose el relato con la importantísima Crónica árabe del sitio de Valencia, que tan doctamente ha restaurado y comentado Dozy.

Las fuentes poéticas de la General son dos por lo menos, pero no las que se han supuesto. Ante todo hay que advertir que los buenos manuscritos no dicen una palabra de las mocedades de Rodrigo, ni aluden para nada al cantar del rey Don Fernando. Contienen, sí, la extensa narración poética del cerco de Zamora y del juramento en Santa Gadea, que ofrece bastante materia épica para haber formado por sí sola un cantar de gesta. Este cantar era, sin duda, de gran belleza y pertenecía a la mejor edad de nuestra musa épica. La General, al prosificarle, conservó mucha parte del diálogo y de los asonantes: abundancia que es mayor todavía en las Crónicas retocadas con presencia de nuevos originales poéticos, y explica la facilidad con que la prosa historial volvió a transformarse en romances.

Ha pasado en autoridad de cosa juzgada que el poema actual del Cid estaba copiado casi a la letra en la Crónica , y aun los que como Milá se hicieron cargo de las profundas diferencias entre ambos textos, las atribuyeron a la diversa índole de ambas obras, teniéndolas por adiciones y variantes de un redactor histórico que no apartaba la vista del Poema, y aun a veces transcribía fielmente su texto. Pero D. Ramón Menéndez Pidal ha probado, [p. 280] sin dejar resquicio a la duda [1] que la canción de Mío Cid utilizada en la General no era el poema cuyo texto conocemos hoy, sino otro más moderno, una refundición de él, que si no difería mucho hasta el verso 1.251 (lo cual explica la equivocación de los críticos), era en todo lo restante mucho más prolijo y recargado de incidentes, introducía menos personajes, daba a otros un papel que no tienen en el Poema, rebajaba en gran manera la majestad solemne del cuadro de las Cortes, exageraba las cifras de hombres y de riquezas, a estilo de la epopeya decadente, y, en cambio, se esforzaba en reparar los olvidos y descuidos del primitivo autor, modificando, por ejemplo, en sentido moral el lance de los judíos, y haciendo que el Cid les pagase puntualmente los seiscientos marcos y les pidiese perdón por el engaño de las arcas. Pero aunque el actual Poema del Cid no figurase entre los materiales de la Crónica General, ni sirva ésta sino en raros casos para corregir su texto, es cierto que fué prosificado en otra Crónica de que luego hablaremos.

La famosa de 1344 (Segunda General) todavía se aparta más de la letra del Poema, aunque no nos parezca tan probado que fuese por influjo de una nueva refundición. En cambio, contiene dos partes enteramente nuevas y de grande interés: la leyenda de las fabulosas mocedades de Rodrigo y la partición de los reinos por Don Fernando el Magno. Que una y otra proceden de originales poéticos, lo dicen las Crónicas mismas: «E por esta onra que el rey ovo fué llamado después el par de Emperador, e por esto dixeron los cantares que passó los puertos de Aspa a pesar de los franceses»... «Fallamos en el cantar que dizen del rey don Fernando, que en Castil de Cabezón yaciendo él doliente partió los reinos así como dixiemos et non dió entonces nada a su fija doña Urraca.»

La primera de estas citas responde con bastante exactitud a estas dos líneas del Rodrigo:

           Por esta rrason dixeron:
       
El buen rey Don Fernando—par fué de Emperador...

[p. 281] y el fondo de la narración en ambos textos es el mismo: contienda entre Gómez Gormaz y Diego Laínez: muerte del Conde por Rodrigo: quejas de D.ª Jimena al Rey: matrimonio del Campeador: sus primeras victorias contra moros: romería a Santiago y visión de San Lázaro en figura de leproso, que promete al Cid su asistencia para hacerle invencible en las batallas: desafío con Martín González, campeón del Rey aragonés Don Ramiro, sobre la posesión de la ciudad de Calahorra: pretensiones del Emperador, del Rey de Francia y del Papa sobre el señorío de España, de la cual reclaman vasallaje: expedición triunfante del Cid y del rey Don Fernando, que pasan los Pirineos, llegan a París y vencen, rinden y humillan a todos sus adversarios.

Pero aunque el cuadro general sea el mismo en la Crónica Rimada y en la de 1344, basta cotejarlas para ver que es imposible que el texto prosaico haya salido, no ya del informe centón de la Rimada, que tal como está no puede remontarse más allá de fines del sigloXIV, sino de los fragmentos indudablemente antiguos que contiene. No se trata sólo de una refundición diversa, como creyó Milá, ni tampoco de «modificaciones voluntarias, nacidas del intento de dar a la narración mayor verosimilitud y enlace con otros hechos conocidos, y suavizar la fisonomía del héroe». Las diferencias son tan de bulto y tan continuas, que ninguna de estas explicaciones basta. Mientras que el Rodrigo emplea treinta y un versos para referir las contiendas entre los de Gormaz y los Laínez, la Crónica dice secamente «que andando Diego por Castiella tovo gresgo con el conde D. Gómez, señor de Gormaz, e ovieron su lid entre amos, e Rodrigo mató al Conde». La victoria sobre los cinco reyes moros en Montes de Oca precede al casamiento del Cid en la Crónica, y es posterior en el poema. A veces la primera es más rica de pormenores descriptivos, como en la pelea del Cid y Martín González. Episodios enteros del Rodrigo, como el juicio y condenación de los condes Garci-Fernández y Jimeno Sánchez, faltan en la Crónica. El Rodrigo de ésta es un vasallo sumiso y leal, a quien el Rey arma caballero; el del poema no pasa de escudero, y es un personaje brutal, díscolo e insolente. La expedición a Francia está contada de un modo menos absurdo por el cronista, y faltan los pormenores más groseros, como la deshonra de la Infanta de Saboya y los desacatos [p. 282] al Papa. Cuando se creía ciegamente que las mocedades estaban en la Crónica de Alfonso el Sabio, podía suponerse con alguna verosimilitud que tal o cual variante de éstas (la mayor parte no) habían nacido de una especie de reacción monárquica contra el Cid republicano (!) que fantaseó Dozy, pero cuando las vemos aparecer en una Crónica anónima de 1344, donde no se ve más fin y propósito que compilar a destajo saqueando literalmente los textos, no puede satisfacer ya tan ingeniosa explicación.

Creemos, en cambio, que Milá acertó de plano al conjeturar que el trozo más indisputablemente viejo de la Crónica Rimada, es a saber, el fragmento de índole lírica en loor de Fernando el Magno, no fué originalmente un canto separado, sino introducción de un cantar más extenso, cuyo héroe no era el Cid, sino el Rey:

           El buen rey Don Fernando—par fué de Emperador;
       Mandó a Castilla la Vieja—e mandó a León;
       E mandó a las Asturias—fasta en Sant Salvador;
       Mandó a Galicia—onde los caballeros son,
       E mandó a Portogal—esta tierra jensor...
       ........................................................................................
       A pesar de franceses—los puertos de Aspa pasó,
       A pesar de reys—e a pesar d'emperadores,
       A pesar de romanos—dentro en París entró,
       Con gentes honradas—que de España sacó...

Este cantar no parece que pudiera ser otro que el de la partición de los reinos, desconocido hasta ahora por no hallarse rastros de él en la General de Alfonso el Sabio, ni en la particular del Cid, pero que afortunadamente se halla prosificado en la Crónica de 1344, donde ha tenido la suerte de encontrarle el Sr. Menéndez Pidal, que muy pronto le dará a luz restaurado y precedido de un sabio comentario. Entretanto, nos ha comunicado el precioso texto, y de él vamos a copiar algunos fragmentos para dar idea de este nuevo cantar de gesta que tan inesperadamente viene a acrecentar el corto número de los que poseemos.

Comienzan los restos de este cantar en el capítulo que trata «de commo murió don Fernando e de las cosas que acontescieron en su muerte». Después de consignada la versión erudita y religiosa que, derivada del Silense al Tudense y al Toledano, se [p. 283] incorporó en la primera Crónica General, entra con brusca transición el relato popular de esta manera:

«E después que (el Rey) fué en Cabeçon llegó ende el Çid Ruy Diaz e el cardenal don Ferrando, su, fijo que era legado en toda España. [1] E quando llegó al Rey su padre besole las manos, e dixo: «Padre señor, ¿quién vos conseió partir ansí vuestros regnos, e non dar a vuestras fijas doña Urraca e doña Elvira ninguna cosa?» E el rey yasía mucho desacordado, e quando oyó fablar al cardenal, su fijo, acordó e fué muy esforzado por el grant plaser que ovo con él e dixole: «Fijo, tres días ha que yo fuera muerto, sinon por Dios que me quiso atender para vos ver, é quanto á lo que desides que partí mis regnos e non dy a mis fijas, esto non fué salvo ende porque non ovo quien me acordar, e por ende quiero que vos los repartades commo tovieredes por bien. Ca yo di a don Sancho a Castiella, que es flor de los Regnos, mas a Dios non plega que él los logre, nin faga fijo que herede el regno después de su muerte, porque dos veses me desonrró feriando en mi presencia a don Alfonso e a don García sus hermanos, e non ovo por ello ningunt mal... E el Cardenal le dixo: «Señor, yo non porné mano en tal cosa, ca don Sancho veo andar muy esquivo trayendo a todos mal.»

«E en todo esto don Arias Gonçales avía enviado a la infanta doña Urraca que se veniese a toda priesa, quel Rey su padre estava para morir, e ella quando oyó desir aquello, vinose luego, é don Arias Gonçales, en que oyó desir aquello al Cardenal començó a desir a grandes boses: «¿Onde sodes, doña Urraca mi criada la infante? Yo cuidé por vos ser mas honrrado mas mal peccado non coydo que será ansí». E la Infante, como vido el recabdo, tomó consigo a su hermana doña Elvira e con ellas cinquenta doñas e doncellas e fueronse a muy grant priesa é llegaron a Cabeçon do yasía su padre. E antes que llegasen a la villa salió a recebirlas don Arias Gonçales e a ellas plogo mucho con él e preguntáronle luego por el Rey e él les dixo que estava mucho afincado e que los físicos non le davan espacio mas de çinco días. E el rey Don Ferrando en todo esto era muy apremiado é [p. 284] afincado del grant dolor e coyta que ovo, e dixo: «Muerte, vete, ¿por qué me afincas tanto, ca uno de los ojos me has quebrantado, ca yo bien coydaría que quando era sano que a todos los omnes del mundo daría batalla?» E las Infantes commo venieron de su camino llegaron a Cabeçon e descendieron cerca de los palacios del Rey su padre e començaron de faser muy grant llanto e muy dolorido, desiendo muchas palabras de grant duelo, en tal manera que todos los que las oyan avien dellas grant piedat, e ellas yendo ansí fasiendo tan grant llanto, saliéronlas a rescibir el rey Don Alfonso e el rey Don Garçía e el Çid Ruy Dias e el conde de Cabra e el Çid les quiso besar las manos, mas ellas non quisieron, e entonces le dixo doña Urraca: «Cid, ruegovos que vos pese de nuestro mal e desamparo e que vos querades ayudar a nos con el Rey, porque non finquemos asy desamparadas, ca bien sabedes vos, Cid, que siempre vos yo amé e onrré e ayudé en quanto pude». E el Cid dixo: «Señora, grant tuerto sería en vos yo non servir, e digovos que por mi parte non perderedes nada, ca yo bien conosco que siempre me fesistes bien e merçet e por ende yo vos prometo, señora, que si yo mi señor el Rey fallo con su fabla, que vos faga que quededes bien heredada e otrosí vuestra hermana doña Elvira eso mismo, e para esto vos faredes ansí que yré yo primeramiente al Rey e mostrarle he todo vuestro fecho, e después yredes vos e vuestra hermana con vuestras dueñas e donsellas fasiendo muy grant llanto, e el Rey á las vuestras boses recordará e preguntará quién sodes e yo diré que sodes sus fijas. E después que le esto dixo fuese para el Rey e commo entró, levantáronse a él don Sancho e don Alfonso, ca ya el padre los avía fecho Reyes, e el conde don García de Cabra. E dixo el Conde al Cid: «¿Onde tardastes tanto, ca el Rey preguntó mucho por vos e agora está ya cerca de la muerte?» E el Çid quando esto oyó començó a dar boses desiendo ansí: «¡Ó mi buen señor, rey don Ferrando, e commo finco yo de vos desamparado!» E el Rey quando oyó las boses del Çid fué entrando ya quanto en su acuerdo, e quando supo que era el Çid, folgó mucho con él e díxole: «Myo Cid, vos seades bien venido, mi buen leal vasallo: nunca Rey tan buen consegero ovo nin tan leal, ¿onde tardaste tanto?; ruégovos que consegedes siempre bien a mis fijos, ca si vos ellos quisieren creer siempre serán bien aconseiados, e yo [p. 285] quisiera vos dar alguna cosa en que biviésedes si antes veniérades que los Reynos fueran partidos, mas agora non vos puedo dar ninguna cosa. E el rey don Sancho que estava ende dixo entuençe: «Señor, dalde la que tovierdes por bien en mi tierra», e el Rey tuvógelo a bien lo que desía, e dió al Çid un condado en Castilla, e el Çid besóle la mano e agradesciógelo mucho. E ellos en esto estando entraron las Infantas con todas sus dueñas e donçellas por los palaçios dando grandes boses e fasiendo grandes llantos, que non era ombre que las viese que dellas non oviese grant piedat. E desiendo: «Padre e señor, ¿qué fezimos vos porque ansí quedamos desamparadas?» E después llegaron al lecho donde él yazía, e tomóle doña Urraca la mano e besóla desiendo ansí: «Aquí yasedes el rey don Ferrando mi padre e mi señor é mi grant quebranto malo fué el día en que yo nascí: partistes los regnos vuestros, e de mi non curastes nin fuestes nembrado nin de doña Elvira para nos dar alguna cosa, e fincamos ansí desamparadas. E quien vos conseió que non diésedes a nos alguna cosa fiso grant pecado, e por ende, señor, vos pedimos por merçet que vos acordedes e nembredes de nos, ansí como de vuestras fijas». E el Rey preguntó al Çid quién eran, e él le dixo: «Señor, son vuestras fijas doña Urraca é doña Elvira que fincan muy pobres é muy desamparadas». E el Rey quando las conosçió començó de llorar con grant duelo que dellas avía, é dixo ansí: «Mando a vos, mis fijos, e a todos los altos omes, que me dexedes un poco en tanto que fablo con el Çid». E ellos todos los que ay estavan con él saliéronse luego fuera de la cámara donde el Rey yasía e fuéronse a un corral e desque fueron en el corral començaron de faser grant roydo unos con otros, e el Çid ovo por ello grant pesar e tomó su espada en la mano e salió del palacio fuera a ellos, e tráxolos a todos muy mal salvo a los Reyes, e desiéndoles que estoviesen quedos, si non que los mataría por ello, e otrosy que ninguno non entrase al Rey fasta que las Infantes estoviesen con él e oviesen su recabdo de todo lo por que fueran venidas al Rey su padre. E un cibdadano quiso entonçes fablar, e el Çid metió la mano al espada, e fué para él por le dar con ella desiéndole que si se non callasse él é los otros que moriría por ello. E el conde don Garçía de Cabra quando vió que los el Çid ansy traya tan mal, díxole que fasía muy grant sinrason en traer [p. 286] ansí mal tantos altos omes commo ally eran. E el Cid le dixo que si le pesava que non daría por ello ninguna cosa, e a aquellas palabras se levantaron luego los vandos, e unos llamaron Carrión e otros Bivar. E el rey don Fernando acordó al roydo que era grande en el corral, e fízolos todos llamar, e díxoles: «Amigos, ruégoos que me non desamparedes ni desonrredes en çima de mis días». E entonçe tomó el Çid al Rey por la mano, é díxole: «Otra ves, señor, pídovos por mercet que seades nembrado de vuestras fijas doña Urraca é doña Elvira, é les dedes alguna cosa en que biuan e que non finquen desamparadas». E dichas estas palabras del Çid, dixo la infante doña Urraca: «Padre señor, pídoos por merçet que vos arecordedes de la jura e promiesa que fisiestes a la reyna doña Sancha mi madre quando le prometistes buena cima, e a mi desposastes con el Emperador d'Alimaña, e él morió ante que conmigo casase e agora finco nin biuda nin casada». E el Rey quando oyó las palabras de las fijas, acordó e alçó la cabeça e púsola sobre su mano e dixo a sus fijos e a sus ricos homes: «Amigos, sabet que por esta fija perderé yo el alma e otrosí por doña Elvira, e qualquier de vos mis fijos que las heredare dele Dios mi bendición». E entonce mandó a todos salir del palacio, e fincó él solo e el Çid con él. E dixo el Rey al çid: «¿Tenedes por bien que parta otra ves los regnos para mis fijas non finquen deserdadas?» E el Çid le dixo que lo non tenía por bien, porque el fecho del Rey firme e estable debe ser, mas tomad a cada uno de vuestros fijos un poco de lo que le distes, e dándolo e repartiendo a ellas fasérseles ha algo». E dixo el Rey «¿Pues qué tenedes por bien que les tome?» E el Çid dixo: «Tomad al rey don Alfonso a Çamora con todo su término e con la meytad del infantadgo, e tomad a don García a Villafranca de Valcaçer e Ponferrada e Valdornios e Valdorna con sus términos fasta la villa de Palas, e tomad al rey don Sancho Sant Fagunt e Lobatón e Valdenebro e Medina de Ríoseco ansí commo parte con Estremadura, e daldo a vuestras fijas». E el Rey dixo entonces: «Mucho les dades». E el Çid dixo entonces: «Señor, sus hermanos lo acortarán». E esto así devisado, fiso el rey llamar a sus fijos e todos sus ricos ommes, e díxoles: «Fijos, vuestras hermanas doña Urraca e doña Elvira fincan desamparadas, e yo díxieles que si alguno de vos quisiese dar de lo suyo en que biviesen, que faría en ello [p. 287] mesura e avería la mi bendiçión. E agora veo que ninguno de vos non les quiere faser bien alguno. E pues que ansí es non vos pese de lo que yo en ello fesiere». E ellos dixeron que les plasía de faser todo aquello que su merçet fuese, e entonçe levantóse don Alfonso de çerca del Rey e tomó al Cardenal e al Çid por las manos e fabló con ellos en rasón de las Infantas, e dixoles que por conplir con la voluntad del Rey su padre que él quería dar a sus hermanas de la su parte tierra en que biviessen, e declaróles luego lo que les quería dar, e después que esto ansí fué fablado e devisado, entró al palaçio, e el Cardenal e el Çid contaron al Rey lo que les dixiera don Alfonso. E él dixo: «Señor, vos partistes los reynos e distes a cada uno de nos lo que toviestes por bien. E agora a mi paresce que ninguno destos mis hermanos non quieren catar lo que vuestra merçet les dixo que diessen a vuestras fijas doña Urraca e doña Elvira en que biviessen. E, señor, pues que así es, quiéroles yo dar de las mis tierras en que bivan, e esto por faser vuestra voluntad, e porque vuestra mercet non sea dellas pecador. E dió luego a doña Urraca a Çamora con sus términos fasta a Senabria e dió a doña Elvira Toro con sus términos con la meytad del infantadgo, ansí como ya deximos». Et el rey don Ferrando quando esto oyó, fué mucho pagado de aquel fijo, e dixo: «Fijo, dete Dios la su gracia e bendiçión e la mía, e ruego yo a Dios que ansí como hoy son partidos los Regnos entre vos todos tres, que ansí los ayas tú juntos, e seas dellos señor, e Dios te dé la mi bendición que seas bien ditto sobre todos tus hermanos, e todo aquel que ayudare a quitar a doña Urraca e a doña Elvira mis fijas esto que tú les das haya la mi maldición». E entonce dixo a don Sancho e a don García que les quería tomar alguna cosa para lo dar a doña Urraca e a doña Elvira su hermana, e tomó a don Sancho a Sant Fagunt con todos los términos que suso deximos, e otrosí a don García la villa franca de Valcaçer con todos los otros lugares, segunt fueron devisados por el Çid, e después que esto fué fecho e afirmado fiso jurar a todos sus fijos sobre los Santos Evangelios, e en esta jura otorgaron que fuese malditto e nunca fesiese fijo que fuese señor del Regno el que fuese contra esto quél mandava a ellos e ellos lo otorgaron desiendo amen, mas por sus grandes pecados todos quebraronlas juras salvo el rey don Alfonso que siempre la mantuvo.»

[p. 288] En el capítulo siguiente se refiere «cómo don Arias Gonçales mandó basteçer Çamora a su fijo Rodrigo Arias». Interviene después un nuevo personaje «don Nuño Fernandes», hijo del rey Don García de Navarra y sobrino de D. Fernando, que viene también a querellarse de que el moribundo rey no le deja nada: «Señor tío, sea vuestra merçet de vos recordar de mi e me dar la tierra que vos mi padre dexó en guardia». El Rey contesta que ya lo ha repartido todo, y que tome de su haber mueble lo que quiera, a lo cual D. Nuño no se conforma. Ásperas palabras del rey Don Sancho a D. Nuño, que se va a su posada muy sañudo y jurando que el nuevo rey de Castilla ha de arrepentirse de lo que dice. «E yéndose encontró con su amo (ayo) D. Alvito, e dixole: «Nuño Ferrando, ¿cómmo venis asi o qué recabdastes con el Rey?» E D. Nuño Ferrando le contó todo lo que le acaeciera con el rey Don Sancho. E D. Alvito le dixo: «Yo vos diré agora commo podedes esto bien vengar: mandat luego armar todos vuestros Cavalleros e mandaldes que tengan la puerta del palaçio, e vos entrad dentro e mandat al portero que non dexe entrar nin salir ninguno sin vuestro mandado, porque los vasallos del rey Don Sancho no están agora y con él, e por esto podedes vos faser e desir todo lo que vos quisierdes, e ansi averedes derecho dél.» E D. Nuño Ferrando se otorgó en esto, e despues que lo ovo todo guisado tornóse al palaçio, e commo entró asentóse cerca del Rey Don Ferrando e dixo al Rey Don Sancho: «Téngome por desonrrado de vos de las palabras que me avedes dichas, ca bien sabedes vos que non es rason que vos bese la mano». E el Rey Don Sancho le dixo: «Lo que vos he dicho primero vos digo agora, e seredes bien conseiado de ser mi vasallo. E disen que a estas palabras que se levantó D. Nuño Ferrando e que dió al Rey Don Sancho una tan gran puñada en el rostro, que le quebrantó un diente en la boca e derribólo sobre el lecho donde yacia el Rey Don Ferrando, e al roydo acudió el Rey e preguntó qué era aquello, e el Cardenal dixo: «Señor, si non esforçades en tanto que trayades mal a todos, bien creyo, que es muerto el Rey Don Sancho». E el Rey Don Ferrando dixo entuençe: «Agora fuese muerto, ca yo nunca fallé en España quien me alçase la mano si non él que me desonrró dos veces en mi casa, teniendo al infante Don Alfonso e al infante Don García, mis fijos, sus hermanos [p. 289] ante mi». E entonçe dixo Don Sancho a Don Nuño Ferrando: «Non me matedes, e darvos he por ello el Reyno de Navarra».

E don Nuño Ferrando le dixo: «Pues ante me lo daredes que me salgades de las manos, e sinon agora, vos mataré luego». E estonçe dixo el Cardenal: «Don Nuño Ferrando, dexat al Rey Don Sancho, e yo vos so fiador que vos faga dar el Reyno de Navarra» E entonçe el Rey Don Sancho prometió a don Nuño Ferrando por antel Rey Don Ferrando su padre e el Cid Ruy Dias e el conde don Suero e ante otros altos omme que le daria el Reyno de Navarra, mas algunos disen en este lugar que estas palabras non suenan bien nin han semejança de ser creidas, ca otros hermanos avia y, e este don Nuño Ferrando después duró poco.»

Sosegadas estas pendencias en torno de su lecho de muerte, el rey Don Fernando, antes de rendir el alma a Dios, hace en presencia de sus ricos hombres una plática a sus hijos, exhortándolos a guiarse en todos sus hechos por el consejo del Cid, y dándoles otras saludables amonestaciones políticas: «Por ende vos ruego, mis fijos, que siempre vos ayades e avengades bien con los fijosdalgo de vuestras tierras, faciéndoles siempre bien é mercet e otrosí a todos los otros ommes que vos lo fuesen demandar (ca non conviene a los Reyes ser avarientos) e eso mesmo faset a los pobres de las vuestras villas, cibdades e lugares, e amat vuestros pueblos, non les fasiendo sin rason, ca todos me servieron bien e ayudaron a ganar la tierra e a vosotros finca. Sed sisudos, templados, muy sofridos e esforçados en las batallas é muy francos en partir vuestro aver e sed mesurados de breve palabra e bien resçebientes, onrrat los extrangeros, set muy verdaderos, castos e tenprados, e fieles católicos, fijos obedientes a la santa fe de nuestro señor jhuxpo, defendet siempre vuestros reynos a los moros, e tomaldes de los suyos, e avet pas e concordia.» E ellos dixeron que ansi lo farian». [1]

[p. 290] El cuadro de la piadosa muerte del Rey no se aparta en lo substancial del que trazan las crónicas latinas, trasunto aquí de la verdad histórica, pero la musa popular añade algunos rasgos como el atribuir la absolución final al supuesto hijo de Don Fernando, Cardenal y legado en España, y el rito muy notable de pedir la candela, que también está en la General contando la muerte de Don Sancho.

Tal es lo más culminante del Cantar de D. Fernando, y perdónese tan larga cita en gracia a la novedad del documento y en justo homenaje al grande investigador que nos ha cedido las primicias de él. No es necesario indicar, porque son visibles, los rastros de versificación y estilo poético que hay en todo este trozo, del cual por vía indirecta y remota proceden algunos romances. Tampoco es difícil calcular aproximadamente a qué edad de nuestra poesía épica debe referirse, puesto que su verbosidad lánguida, su empeño de apurar las situaciones, le colocan manifiestamente en el periodo de decadencia a que corresponde el segundo cantar de los Infantes de Lara y que aproximadamente podemos fijar en los últimos años del siglo XIII y primer tercio del XIV. Por la elevación de los pensamientos políticos, por la dignidad religiosa y moral del conjunto, el Cantar de D. Fernando, aunque tiene rasgos harto ásperos en la descripción de la pendencia entre el rey Don Sancho y el navarro Nuño Fernández, y aun en las interesadas y apremiantes quejas de Doña Urraca (que ciertamente no brilla por la ternura filial), es poema de mejor temple que el Rodrigo, pero no puede ser anterior a él, puesto que presupone su conocimiento, haciendo intervenir un personaje enteramente fabuloso, nacido de la fantasía del autor de aquel cantar, el cardenal hijo bastardo de Don Fernando y de la princesa de Saboya, deshonrada por él en su fantástica expedición a Francia: especie que algunos cronistas del siglo XIV rechazaban ya con desprecio: «E algunos dizen en sus cantares que avia el Rey un fijo de ganancia que era Cardenal en Roma e legado en toda España, e abad de San Fagund, e arcediano de [p. 291] Sant Yago, é Prior de Mont Aragon: este avia nombre D. Fernando, mas esto non lo fallamos en las estorias que los Maestros escribieron, e por ende tenemos que non fué verdad». [1]

Tampoco cabe admitir que el Cantar de la partición de los reinos y el del Cerco de Zamora hayan podido formar parte de un mismo poema, no sólo porque del segundo hizo uso el regio autor de la Crónica General que desconoció el primero, sino por el opuesto espíritu con que están concebidas ambas narraciones. El autor del Cantar de D. Fernando, que de seguro era leonés, maltrata horriblemente al rey Don Sancho II, presentándole como traidor a sus juramentos, hijo desnaturalizado y maldito que por dos veces llega a levantar la mano a su padre, y cobarde y apocado en el lance con Nuño Fernández. Por el contrario, el cantar del Cerco de Zamora respira lealtad castellana, piadoso sentimiento por la memoria de aquel monarca, indignación contra sus matadores, y cierta recelosa frialdad respecto de Alfonso VI, como se muestra bien en la escena de la jura.

Creemos, pues, que fueron tres (aun sin contar con el de Mío Cid ) los cantares de gesta que se incorporaron en la prosa de las dos Crónicas Generales. Y quizá puedan encontrarse rastros de otros poemas en las variantes posteriores, que son innumerables, aunque el Sr. Menéndez Pidal ha acertado a reducirlas a un cierto número de tipos, cuya filiación queda perfectamente demostrada. [2] La primera Crónica, la de Alfonso el Sabio, dejó [p. 292] de copiarse muy pronto, y sus raros manuscritos cayeron en olvido. La de 1344 fué abreviada en el mismo siglo XIV, esta abreviación se perdió, pero de ella proceden, según indicios segurísimos, otras tres compilaciones: la de Veinte Reyes, la Tercera General, que es la impresa por Ocampo, y la que Amador de los Ríos llamaba Crónica de Castilla. Entre ellas merece singularísimo aprecio la de Veinte Reyes, porque apartándose de todas las demás, prosifica íntegro el Poema del Cid desde el verso 1094 en adelante, conforme al texto que poseemos, pero leído en manuscrito diverso y acaso más antiguo que el de Per Abbat, por lo cual sirve para rectificarle con excelentes lecciones y también para restituir las dos hojas perdidas.

En cuanto a la famosa Crónica particular del Cid, que en 1512 publicó en Burgos el abad de Cardeña Fr. Juan de Velorado, ya demostró Amador de los Ríos que no es más que un fragmento de la Crónica de Castilla. Tiene más importancia que ninguna otra para el estudio de los romances, y hasta la circunstancia de haber sido divulgada por la imprenta desde principios del siglo XVI hizo más duradera su influencia, que alcanza a los poetas artísticos. La bibliomanía ha dado un precio extrafalario a los antiguos ejemplares de esta Crónica del Cid, pero el aficionado modesto puede cómodamente disfrutarla en la esmerada reimpresión que de ella hizo Huber en 1844. [1]

Hemos visto que durante todo el siglo XIV, y acaso a principios del XV, continuó la actividad historial aprovechándose de los cantares de gesta y haciéndolos entrar en el archivo de las tradiciones nacionales. Pero no porque la poesía se transformase en historia perdiendo su ritmo, dejaba de conservar su vitalidad propia, la cual se manifiesta en los continuos retoques de que las crónicas eran objeto, y en la aparición de una obra de distinto carácter, que señala más claramente que ningún otro dato el tránsito de la antigua forma de los cantares de gesta a la moderna de los romances.

[p. 293] Claro es que aludo a la famosa Crónica Rimada de las cosas de España, que en 1846 imprimió Francisco Michel. [1] El incorrecto manuscrito de la Biblioteca Nacional de París que nos ha conservado esta obra, no es anterior al siglo XV, y no errará mucho quien retrase por lo menos hasta la segunda mitad del XIV el texto mismo, que es un centón histórico-poético de tradiciones orales confusas y mal aprendidas, de fragmentos de antiguos cantares, y de glosas que indican que ya comenzaba a perderse el sentido de la tradición épica. Parece el cuaderno de apuntaciones de un juglar degenerado que embutió en él todo lo que sabía o presumía saber. Infiel copista y torpe refundidor, tiene el mérito de haber salvado las reliquias de una poesía que ya en su tiempo comenzaba a ser vieja, y que tendía por un lado a disgregarse en canciones breves, y por otro a agruparse de un modo mecánico y grosero en vastas compilaciones sin unidad orgánica como esta Crónica Rimada, que tiene también algo de genealógica (otra forma de decadencia nacida en el siglo XIV). Puede conjeturarse que fué escrita en algún pueblo del obispado de Palencia, de cuyas antigüedades eclesiásticas parece muy devoto el compilador, dedicando largo trecho a la leyenda de la cueva de San Antolín y de su hallazgo por el rey Don Sancho el Mayor, a quien llama constantemente Sancho Abarca. Conocemos ya la parte relativa a los jueces de Castilla, al conde Fernán González y a sus sucesores. Esta revuelta y descosida introducción comienza en prosa, pero no tardan en percibirse las asonancias, y muy pronto se formaliza el status poético, merced al sencillo procedimiento de ligar las holgadas líneas de la versificación épica con el socorrido asonante a-o. El metro que domina es, sin duda, el de hemistiquios de ocho sílabas, a pesar de grandes irregularidades, que sólo en parte se explican por lo detestable de la copia y por la intercalación de glosas.

Lo que podemos llamar el cuerpo de la Crónica, es el Rodrigo, o gesta de las mocedades del Cid, que consideramos dividida en dos cantares, aunque sin la expresa división que separa entre si los tres del Poema de la vejez. Son materia del primer cantar los [p. 294] hechos del joven Rodrigo en España, y del segundo su novelesca expedición a Francia con el rey Don Fernando. El canto lírico en alabanza de éste es, como ya se advirtió, un fragmento descarriado de otro cantar, que debe de ser el de la partición de los reinos. Lo comprueban la diferencia de asonante, que aquí es agudo en o; la frase inicial «por esta razón dixieron», que prepara la intercalación; el epíteto extraordinariamente honorífico que se aplica al conde D. García de Cabra «de todos el mejor», y que sería extemporáneo en un poema encomiástico del Cid, de quien aquel personaje fué enemigo capital; y otros indicios que se desprenden de la mera lectura de aquellos valientes versos, cuya arrogancia e ímpetu bélico revelan un poeta de temple superior al que compuso el Rodrigo:

           Apellidóse Francia con gentes en derredor,
       
Apellidóse Lombardía, asy como el agua corre...
       Apellidóse Alemaña con el emperador,
       Pulla e Calabria e Sicilia la mayor,
       E toda tierra de Roma con quantas gentes son,
       E Armenia e Persia la mayor,
       E Flandes e Rrochella, e tierra de Ultramont,
       E el Palasin de Blaya, Saboya la mayor.

La leyenda de las mocedades de Rodrigo, cuyas principales circunstancias conocemos ya por la Crónica de 1344, se presenta aquí muy desarrollada y transformada, lo cual es prueba infalible de elaboración posterior Por primera vez nos enteramos del origen de la enemistad entre el conde Gormaz y Diego Laínez, bien distinto por cierto del bofetón y el desafío ridículamente imaginados por los autores de romances artísticos y por los dramaturgos. [1] ¡Cuánto más nos complace hoy la poesía bárbara y sincera del juglar, que no entendía de tales tiquismiquis de honor y cortesía, sino de agravios materiales y palpables, de quemar [p. 295] casas y robar ganados, y secuestrar las lavanderas que iban al río; sigloXI puro y no siglo XI de teatro:

           El conde don Gomes de Gormas a Diego Laynes fiso daño,
       Ferióle los pastores e robóle el ganado.
       A Bivar llegó Diego Laynes, al apellido fué llegado,
       Y fueron correr a Gormas, quando el sol era rayado.
       Quemaronle el arrabal, e comensaronle el andamio,
       E traen los vasallos e quanto tiene en las manos;
       E traen los ganados cuantos andan por el campo;
       E traen por dessonrra las lavanderas que al agua están lavando.
       Tras ellos salió el conde con cient cavalleros fijos dalgo,
       Rebtando a grandes boses a fijo de Layn Calvo:
       «Dexat mis lavanderas, fijo del alcalde cibdadano,
       Ca a mí non me atenderédes a tantos por tantos....»
       .....................................................................................................

Por supuestó, no hay ni asomo del famoso conflicto trágico entre el amor y la piedad filial. En el Rodrigo pasan las cosas de un modo mucho más primitivo. Rodrigo se muestra algo menos barbaro que su padre con doña Jimena, a quien concede la libertad de sus hermanos, y doña Jimena se muestra algo más conciliadora que estos hermanos suyos que quieren vengar la muerte del Conde, dando quince días de plazo a Rodrigo y a su padre para venirlos a quemar en las casas de Bivar. Ella va a Zamora a pedir justicia al Rey, y el matrimonio que propone es una manera de composición judicial, a la cual Rodrigo se somete de mal talante:

           Allí cavalgó Ximena Gomes, tres doncellas con ella van,
       E otros escuderos que la avían de guardar.
       Llegaba a Samora, do la corte del rey está,
       Llorando de los ojos e pidiendo piedat.
       «Rey, dueña so lasrada e aveme piedat.
       Orphanilla finqué pequeña de la condessa mi madre,
       Y fijo de Diego Laynes fissome mucho mal;
       Prissome mis hermanos, e matóme a mi padre,
       A vos que sodes rey véngome a querellar.
       Señor, por merced, derecho me mandat dar».
       Mucho pessó al rey, e comenzó de fablar:
       «En grand coyta son mis reynos; Castilla alçarseme ha;
       E si se me alçan Castellanos, y faserme han mucho mal».
       Quando lo oyó Ximena Gomes, las manos le fué bessar.
       «Merced (dixo), señor; non lo tengades a mal.
        [p. 296] Mostrarvos he assosegar a Castilla e a los reynos otro tal.
       Datme a Rodrigo por marido, aquél que mató a mi padre».

Veamos ahora la escena del desposorio:

           Essas oras dixo el rey al conde don Ossorio su amo:
       «Datme vos acá essa doncella, despossaremos este losano...»
       Salío la doncella, e tráela el conde por la mano.
       Ella tendió los ojos, e a Rodrigo començó de catarlo.
       Dixo: «Señor, muchas mercedes, ca este es el que yo demando.»
       Ally desposavan a dona Ximena Gomes con Rodrigo el Castellano.
       Rodrigo respondió muy sannudo contra el rey Fernando:
       «Señor, vos me desposastes más a mi pesar que de grado;
       Mas prométolo a Christus que vos non besse la mano,
       Nin me vea con ella en yermo ni en poblado,
       Y fasta que vensa cinco lides en buena lid en campo.»
       Quando esto oyó el rey, fisose maravillado,
       Dixo: «Non es este ome, más figura ha de peccado».

El carácter del Cid en toda la gesta es no popular, como se ha dicho, sino feudal y antimonárquico, reflejando a maravilla el de los turbulentos ricos hombres del siglo XIV, en que seguramente fué compuesto.

           Témome de aquestas cartas, que andan con falsedat,
       E desto los rreys muy malas costumbres han...

exclama Diego Laínez, al recibir las letras regias que le llaman a la corte: exclamación muy natural en boca de cualquier magnate contemporáneo de Alfonso XI o de D. Pedro, que recordara la muerte de D. Juan el Tuerto en Toro o la del infante Don Fadrique en el alcázar de Sevilla.

Para prevenir la negra alevosía que injustamente sospechan, Rodrigo y su padre se presentan en Zamora con trescientos hombres armados, dispuestos a no retroceder ante el regicidio, por defender la vida de su señor:

           Desque los vió Rodrigo armados, començó de fablar:
       «Oytme (dixo) amigos, parientes e vasallos de mi padre;
       .............................................................................................
       Tan negro dia haya el rey commo los otros que ay estan.
       Non vos pueden desir traidores por vos al rey matar;
       Que non somos sus vasallos, nin Dios non lo mande;
       Que más traidor sería el rey, si a mi padre matasse,
       Por yo matar mi enemigo en buena lid en campo.

[p. 297] La idea del vasallaje indigna de tal modo a Rodrigo, que se niega a besar la mano del Rey, y se tiene por afrentado porque la besó su padre. El pobre Rey tan gratuitamente injuriado, hace en todo el poema el más triste papel, a pesar de las victorias que se le atribuyen. Rodrigo le toma bajo su protección, es su adalid y su consejero, y el que le hace triunfar de sus enemigos, y el alma de todo. La expedición a Francia es obra suya: él es el que hiere en las puertas de París, retando a los doce Pares; él quien rechaza desdeñoso la corona del imperio de España, ofrecida por el Papa:

           Allí fabló Ruy Dias, ante que el rey Don Fernando:
       «Dévos Dios malas gracias ay, Papa Romano,
       Que por lo por ganar venimos, que non por lo ganado;
       Ca los cinco reynos de España syn vos le besan la mano.
       Viene por conquerir el emperyo de Alemania,
       ................................................................................................

Finalmente, hasta el brutal propósito que el Rey lleva a ejecución de deshonrar a la hija del duque de Saboya, le es sugerido villanamente por el Cid, que lleva a su tienda a la doncella, cuya hermosura se describe de esta suerte:

           Vestida va la infanta de un baldoque preciado,
       Cabellos por las espaldas commo de un oro colado,
       Oios prietos commo la mora, el cuerpo bien taiado.
       .........................................................................................
       Essas oras dixo Rodrigo: «Señor, fasedlo privado,
       Embarraganad a Francia, si a Dios ayades pagado,
       Suya será la desonrra, yrlos hemos denostando.

¡Bajo y torpe ideal de venganza que muestra cuánto habían descendido en el siglo XIV la musa épica y la sociedad castellana! Es cierto que el disgusto que causan estas y otras brutalidades de la Crónica Rimada (juntamente con el tono de fanfarronada e hipérbole que en toda ella domina) se templa un tanto con algún episodio de muy diverso carácter, como la suave leyenda mística de la aparición de San Lázaro en figura de malato o leproso, a quien alberga el Cid só una capa verde aguadera, y que en premio de su caridad le promete larga serie de victorias, de las cuales será signo infalible el resuello de calentura que sienta [p. 298] en las espaldas y en el pecho al entrar en la lid. Pero aun esta misma piadosa leyenda no ha de ser muy antigua, porque pertenece a un género maravilloso que es muy raro en nuestra poesía histórica, y que más bien parece derivado de alguna escritura monacal.

Basta con el rápido análisis que precede y con los antecedentes que sobre otros poemas y crónicas dejamos expuestos, para comprender cuán gravemente erró Dozy, y erraron después de él muchos otros, dando a la Rimada, o si se quiere al Rodrigo, una antigüedad superior a la del mismo Poema del Cid, y haciéndola retroceder nada menos que al primer tercio del siglo XII. D. Manuel Milá destruyó para siempre esta tesis con una argumentación que es modelo de claridad y fuerza lógica, y que todavía puede reforzarse hoy con el dato decisivo de no hallarse las Mocedades en la primera Crónica General. Un poema tan profundamente histórico como el Mio Cid, que parece verídico hasta cuando se aparta de la historia, no puede menos de haber precedido con distancia de muchos años, de más de siglo y medio, a un poema novelesco y extravagante, juego arbitrario de la fantasía, que nada respeta de la historia más que el nombre del Cid, el de su padre, algo de su genealogía, y dos o tres pormenores de poca monta; y que en todo lo demás la ofende y maltrata sin escrúpulo con invenciones tan monstruosas que de ningún modo hubieran sido toleradas en el siglo XII ni siquiera en el XIII. Las mocedades de un héroe jamás han sido cantadas antes que las hazañas de su edad madura, que son las que le granjean nombre inmortal. El Aquiles de la Ilíada precedió a todas las Aquileidas; la sublime muerte de Roldán fué cantada siglos antes que sus infancias. Todas estas colecciones de anécdotas juveniles sobre los personajes históricos son un producto bastardo y decadente, criado a los pechos del ocio y de la frívola curiosidad, o nacido del afán de lucro que llevaba a los juglares épicos a la explotación de un nombre famoso. La mayor barbarie en los sentimientos y en las costumbres no prueba mayor ingenuidad en el poeta del Rodrigo que en el de Mío Cid, sino inferior nobleza de alma y una predilección marcada por todo lo intemperante y violento. Para explicar el sentido político, antifrancés, antimperialista, y aun si se quiere antiromano, del cantar de las [p. 299] Mocedades, parece demasiado atavismo remontarse a las olvidadas querellas del cambio de rito, y de la reforma cluniacense y de las pretensiones de Gregorio VII; cuando tan frescos debían de estar en la mente del juglar, si floreció cuando pensamos, otros motivos más próximos que avivasen su descontento contra la gente de ultramontes; tales como el sueño imperial de Alfonso el Sabio, desamparado y aun menospreciado por el Papa, la excomunión fulminada contra D. Pedro, y el estrago y desolación que las grandes compañías francas trajeron a Castilla en los días luctuosos de Nájera y Montiel. Tan salvaje explosión de odio y rencor como hay en algunos pasos de este poema, sólo en medio de tal tormenta se concibe. Además, el Rodrigo, con todo su antigalicismo, presenta invenciones novelescas análogas a las de la epopeya francesa decadente: Puymaigre ha notado que la estratagema o broma del Cid cuando se finge hijo de un mercader de paños para burlarse del duque de Saboya, coincide con otra análoga del Roman de Jehan de París, que en su redacción actual es del siglo XV, pero que acaso tendría una forma poética anterior. Todavía abundan más las reminiscencias de textos castellanos: las hay casi literales del Poema del Cid; las hay de los Mesteres de clerecía, pero sobre todo, de las gestas épicas secundarias, sin que pueda decirse que la imitación sea inversa, puesto que en las otras leyendas es natural y lógico lo que en la de las Mocedades resulta forzado. Los arrebatos de independencia caballeresca del joven Rodrigo, sin ofensa ni provocación alguna de parte del Rey, y las precauciones que toma para ir a su corte recelando una asechanza, son repetición, y repetición mala, de lances semejantes, pero mucho más justificados, en los cantares de Bernardo y de Fernán González; recuérdense los admirables romances

       Con cartas y mensajeros—el rey al Carpio envió...
       
Castellanos y leoneses—tienen grandes divisiones...

Compárense con la Crónica Rimada, y se verá lo que pierde en el cotejo. La expedición a Francia no es más que una parodia infeliz del triunfo de Bernardo en Roncesvalles. El vasallaje que el Emperador exige es el mismo que había pretendido [p. 300] Carlomagno, según nuestros cantares, y la fórmula del tributo parece groseramente calcada sobre el de las cien doncellas:

       Que diessen quinse doncellas virgines en cada año
       E fuesen fijasdalgo,
       E dies caballos, los mejores del reynado...

Hay que rebajar, por tanto, mucho del valor y antigüedad que suele concederse a la Crónica Rimada, aunque sea de todos modos un documento curiosísimo y el más próximo a los romances hasta por su ritmo.

Los romances del Cid son más numerosos que los de ningún otro ciclo, y ya desde antiguo alcanzaron el honor de ser impresos aparte por Juan de Escobar y Francisco Metje, habiendo sido la colección del primero de vulgar lectura en España hasta nuestros propios días, y origen de la primera traducción francesa que sirvió de texto al famoso Cid de Herder, libro capital en los anales de la literatura alemana. Escobar, y probablemente Metje, cuyo rarísimo Tesoro no hemos visto, incluyeron, tomándolos de las colecciones generales, todos los romances así populares como artísticos que llegaron a su conocimiento, predominando con gran exceso los segundos, algunos de los cuales han logrado, con más o menos justicia, universal nombradía dentro y fuera de España. [1] En la breve reseña que voy a hacer prescindiré de este [p. 301] género de romances, cuyo interés y valor poético no niego, y me ceñiré a los 40 que Wolf admitió como viejos en la Primavera, si bien a alguno de ellos todavía pudiera regateársele el calificativo, que de todos modos ha de entenderse en sentido lato. Tendré también en cuenta alguno que otro conservado por la tradición oral. Para mayor claridad en la enunciación dividiré estos romances en tres grupos, según los asuntos de que tratan: 1.º, mocedades de Rodrigo; 2.º, partición de los reinos y cerco de Zamora; 3.º, conquista de Valencia; felonía y castigo de los condes de Carrión.

Entre los romances del primer grupo, encontramos uno (28 de la Primavera) ciertamente moderno (puesto que tiene la mayor parte de las terminaciones en consonante perfecto, y no aparece en ningún libro anterior a las Rosas de Timoneda), el cual introduce en la tradición graves modificaciones y añade circunstancias que prosperaron mucho en la poesía artística. Supone que Diego Laínez tenía tres hijos; que Rodrigo era el menor y bastardo; e inventa (a no ser que lo tomase de un cantar perdido) la prueba bárbaramente épica de morderles los dedos para probar su valor:

       Tomóle el dedo en la boca—fuertemente le ha apretado,
       Con el gran dolor que siente—un grito terrible ha echado...

prueba que los romanceristas posteriores atenuaron en la de apretar las manos. A pesar de los rasgos de dureza primitiva que este romance conserva, se observa en otras cosas la degeneración del tipo heroico. Las algaras, saqueos y correrías de los Gómez y los Laínez se convierten en un lance de caza sobre quitar una liebre a unos galgos: el Cid mata al conde, no en lid campal y al frente de sus vasallos, como en el poema, sino en un lance personal y a puñaladas. La bastardía de Rodrigo no debe contarse entre las invenciones de última hora: ya algunas crónicas, como la General, impresa por Ocampo, tuvieron cuidado de rechazarla. Diego Laínez, según esta Crónica, tuvo de una villana a Fernando Díaz «y los que leen la estoria dicen que este fué Mío Cid, mas en esto yerran». Había, pues, historia escrita que lo decía (probablemente algún cantar de gesta) y fué especie que tuvo crédito entre el vulgo, no precisamente porque [p. 302] democratizaba el personaje, sino por aquella vieja preocupación que suponía mayor valor y agudeza en los bastardos, preocupación que también expresa Shakespeare en El Rey Lear. Todavía a fines del siglo XVII el ingenioso novelista Francisco Santos se refiere con desprecio a «un libro manuscrito» que decía que el Cid fué bastardo nacido en una molinera. [1] Pero éstas fueron tradiciones sporádicas que apenas dejaron huella en los romances, si bien es notable que en ningún documento poético se haga mención de la madre del Cid, que fué, segun la historia, D.ª Teresa Rodríguez, hija del conde de las Asturias Rodrigo Álvarez.

No hay controversia posible en cuanto al origen de los famosos romances:

       Cabalga Diego Lainez—al buen rey besar la mano...
       
Cada dia que amanece—veo quien mató a mi padre...
       En Burgos está el buen rey—asentado a su yantar...
       Dia era de los Reyes—dia era señalado...
                                                        (Núms. 29 a 31 de la Primavera. )

Estos tres últimos son variantes de uno mismo.

Todos ellos tienen por base el Rodrigo, aunque de seguro en diversa redacción que la Crónica Rimada. El Cabalga Diego Laínez es bellísimo de todo punto, ejecutado con gran limpieza y desembarazo artístico, con un ingenio y primor de detalles que revela a un poeta culto, pero sinceramente penetrado de la inspiración tradicional, hasta el punto de hacer suyos los [p. 303] sentimientos anárquicos y de arrogancia feudal en que se complace el autor de la gesta de las Mocedades. Es evidente también que se ha inspirado en la de Fernán González o en el romance derivado de ella Castellanos y leoneses ( 16 de la Primavera), de donde imita la contraposición entre el traje guerrero del Cid y el de gala de los trescientos hijosdalgo que le acompañan.

Si esta adaptación es feliz, no puede decirse otro tanto de la extravagante idea de haber puesto en boca de D.ª Ximena las quejas de D.ª Lambra, atribuyendo al Cid bárbaros hechos y propósitos, en que la impertinencia toca los lindes de lo grotesco:

       Cada dia que amanece—veo quien mató a mi padre
       Caballero en un cavallo—y en su mano un gavilán,
       Otra vez con un halcón—que trae para cazar,
       Por me hacer más enojo—cébalo en mi palomar:
       Con sangre de mis palomas—ensangrentó mi brial:
       Enviéselo á decir—envióme a amenazar
       Que me cortará mis haldas—por vergonzoso lugar,
       Me forzará mis doncellas—casadas y por casar;
       Mataráme un pajecico—so haldas de mi brial.
       Rey que no hace justicia—no debía de reinar,
       Ni cabalgar en caballo,—ni espuela de oro calzar,
       Ni comer pan a manteles,—ni con la reina holgar,
       Ni oir misa en sagrado—porque no merece más.

Esta contaminación (para usar la expresión terenciana) de unos ciclos con otros, este empleo casi mecánico de lugares comunes y frases hechas tomadas de otras canciones, es uno de los principales síntomas de la decadencia del género, y Dozy juzgó bien cuando colocó en la primera mitad del siglo XVI estos romances, a pesar de la aparente nota arcaica que da a uno de ellos el cambio de asonante.

Un pliego suelto del siglo XVI, contemporáneo por ventura del saco de Roma, de las disputas erasmianas y de los albores de la Reforma, nos ha conservado una versión muy antipapista de la expedición del Cid a ultramontes, que aquí no es a París, sino directamente a Roma, y no en tiempo de Don Fernando, sino de Don Sancho:

           En la capilla de San Pedro—don Rodrigo se ha entrado,
       Viera estar siete sillas—de siete reyes Cristianos;
       Viera, la del rey de Francia—par de la del Padre Santo,
        [p. 304] Y vió estar la de su rey—un estado más abajo:
       Vase a la del rey de Francia,—con el pie la ha derrocado,
       Y la silla era de oro,—hecho se ha cuatro pedazos;
       Tomara la de su rey,—y subióla en lo más alto.
       Ende hablara un duque—que dicen el saboyano:
       —Maldito seas, Rodrigo,—del Papa descomulgado,
       Que deshonraste a un rey—el mejor y más sonado.—
       Cuando lo oyó el buen Cid,—tal respuesta le ha dado:
       —Dejemos los reyes, duque,—ellos son buenos y honrados,
       Y hagámoslo los dos—como muy buenos vasallos.—
       Y allegóse cabe el duque—un gran bofetón le ha dado...
       El Papa, desque lo supo—quiso allí descomulgallo.
       Don Rodrigo que lo supo—tal respuesta le hubo dado:
       —Si no me absolvéis, el Papa,—seríaos mal contado:
       Que de vuestras ricas ropas—cubriré yo mi caballo.—
       El Papa desque lo oyera,—tal respuesta le hubo dado:
       —Yo te absuelvo, don Rodrigo,—yo te absuelvo de buen grado,
       Que cuanto hicieres en Cortes—seas de ello libertado.—
                                                                     (Núm. 33 de la Primavera.)

No sabemos si habría alguna refundición del Rodrigo, en que estuviesen subidos de punto los desacatos al Pontífice, pero es lo cierto que en la actual, ni el Cid derriba ninguna silla, puesto que es el mismo Emperador de Alemania quien se la ofrece al Rey de Castilla por mandado del Papa, ni se dice nada del bofetón al duque saboyano (que antes ha sufrido otras mayores afrentas), ni mucho menos de la excomunión del Cid, que parece imaginada en tiempo de Carlos V por algún soldado poco temeroso de excomuniones.

El Cantar de la partición de los reinos, tan olvidado en nuestras crónicas después de la de 1344, ha dejado huella en varios fragmentos de romances, que deben estimarse de los más antiguos (35 y 36 de la Primavera).

           Doliente, estaba doliente—ese buen rey Don Fernando,
       Los pies tiene cara oriente—y la candela en la mano.

Esta circunstancia pertenece al Cantar (como ya adivinó Milá), y también la presencia del hijo bastardo, Arzobispo de Toledo, y las quejas de Doña Urraca, aunque interpretadas con libérrimo desenfado, que no sabemos si es candor o malicia:

            [p. 305] A mi porque soy mujer—dejaisme desheredada:
       Irme he yo por esas tierras—como una mujer errada,
       Y este mi cuerpo daría—a quien se me antojera,
       A los moros por dinero—y a los cristianos de gracia:
       De lo que ganar pudiere—haré bien por la vuestra alma.

En cambio parece invención moderna, aunque ya muy decantada en el siglo XVI, la de suponer cierto género de inclinación amorosa entre Doña Urraca y el Cid, tal como aparece en el romance

       Afuera, afuera, Rodrigo—el soberbio castellano...
                                                   (Núm. 37 P.)

Es fácil conjeturar de dónde nació tal refinamiento. La Crónica del Cid, que en esta parte va de acuerdo con la General, pone las siguientes palabras en boca de la infanta de Zamora, contestando al mensaje que la lleva el Campeador de parte de su hermano: «Vos bien sabedes en como vos criastes conmigo en esta villa de Zamora, do vos crió don Gonzalo por mandado del Rey mi padre: e vos me fuestes ayudador quando mi padre me la dió por heredamiento, e ruégoos que me ayudedes contra mi hermano, que me non quiera desheredar.» Algo más expresivo era el Cantar de D. Fernando transcrito en la Crónica de 1344: «Entonce le dixo doña Urraca: «Cid, ruégoos que vos pese de nuestro mal e desamparo... ca bien sabedes, vos, Cid, que siempre vos yo amé e onrré e ayudé en quanto pude.» Bastaron estas sencillas palabras para que la romántica fantasía de un poeta, felizmente inspirado, trazase aquellas lindas variaciones caballeresco-sentimentales:

           Acordársete debría—de aquel tiempo ya pasado,
       Que te armaron caballero—en el altar de Santiago,
       Cuando el rey fué tu padrino—tú, Rodrigo, el ahijado:
       Mi padre te dió las armas,—mi madre te dió el caballo,
       Yo te calcé las espuelas,—porque fueses más honrado;
       Que pensé casar contigo,—no lo quiso mi pecado...

El final es harto infeliz: pertenece al género alegórico de las escuelas de trovadores: la saeta tirada desde el muro se convierte en la flecha del amor: falta sufrimiento para leer tales conceptillos de madrigal en boca del que en buen hora nació:

            [p. 306] Afuera, vasallos mios—los de a pie y los de a caballo,
       Que de aquella torre mocha—una vira me han tirado,
       No traía el hasta hierro—el corazón me ha pasado,
       Ya ningún remedio siento—sino vivir más penado..

La tradición épica se iba achicando en manos de los romanceristas, pero todavía se mostró digna de sus mejores días en la magnífica serie de romances relativos al cerco de Zamora. radiante corona de aquella ciudad leonesa. [1] Si algo puede mitigar el desconsuelo que en nosotros infunde la pérdida de la primitiva gesta, que hubo de ser grandiosa a juzgar por el resumen que de ella hace la Crónica General, es la existencia de estos pequeños poemas que en su «sencillez membruda y concisa» tan admirada por Huber, conservan preciosas reliquias de los antiguos cantares, aunque no puede negarse que algunos de ellos se fundaron ya sobre el texto de las crónicas, siendo, por tanto, de indirecta y secundaria familia épica. Pero a otros no pueden egárseles la calificación de primitivos: el de «Rey Don Sancho, Rey Don Sancho,—no dirás que no te aviso» (núm. 45), se cantaba en tiempo de Enrique IV; y por la enérgica rusticidad, por el ambiente de los tiempos heroicos, por el candor inmaculado del estilo, no pueden menos de ser igualmente viejas las admirables rapsodias que comienzan Riberas de Duero arriba (núm. 41), Junto al muro de Zamora (43) , Ya cabalga Diego Ordóñez (47) , Por aquel postigo viejo (50) . En ninguno de estos romances interviene el Cid como principal personaje, y en algunos ni siquiera se le nombra; en todos se siente su prestigio recóndito, se adivina que está cerca, que su acción o su inacción es decisiva: los zamoranos aceptan todo reto menos el suyo o el de sus parientes y paniaguados: él es y no Diego Ordóñez ni Arias Gonzalo, el verdadero héroe de la gesta, coronada con el sublime juramento de Santa Gadea [p. 307] (núm. 52). También Aquiles, retraído en sus tiendas, está ausente de una gran parte de los cantos de la Ilíada, y, sin embargo, su sombra llena todo el poema, y no hay momento en que no se piense en él. Y no se tenga por inadecuada la comparación, pues a la verdad, pocas cosas hay en ninguna literatura que tanto retraigan la imagen de la poesía homérica, en medio de la diversidad de tiempos y costumbres, como estos rudos cantares nuestros con toda su simplicidad y abandono. Lástima que la serie de estos romances no esté completa, faltando precisamente los que debían referir las peripecias de la lucha entre D. Diego Ordóñez y los tres hijos de Arias Gonzalo, y cómo a los ojos de su padre, que los arma y anima para el combate, van cayendo uno tras otro, heridos de muerte, en el palenque, para vindicar la honra del concejo de Zamora: historia portentosa que con veneración y asombro leemos en la Crónica General, y que aun despojada del solemne metro épico, guarda intacta su sombría belleza, no igualada acaso en ningún otro poema de los tiempos medios.

Los romances sólo cuentan el reto de D. Diego Ordóñez, cuya fórmula es, por cierto, casi idéntica a la del texto de la Crónica, y debe de ser la del cantar primitivo:

           Por eso riepto a los viejos—por eso riepto a los niños,
       Y a los que están por nascer,—hasta los recién nascidos;
       Riepto al pan, riepto las carnes;—riepto las aguas y el vino;
       Desde las hojas del monte—hasta las piedras del río.

Independiente de la versión seguida por las Crónicas, y precioso aunque único resto de los romances que cantaron el duelo judicial de Zamora, puede considerarse el singular fragmento que describe el entierro de uno de los hijos de Arias Gonzalo (número 50):

           Por aquel postigo viejo—que nunca fuera cerrado,
       Ví venir pendón bermejo—con trescientos de caballo:
       En medio de los trescientos—viene un monumento armado,
       Y dentro del monumento—viene un cuerpo de un finado...
       Llorábanle cien doncellas,—todas ciento fijasdalgo...
       Las unas le dicen primo,—otras le llaman hermano...
       Sobre todas lo lloraba—aquesa Urraca Hernando:
       ¡Y cuán bien que la consuela—esse viejo Arias Gonzalo!
        [p. 308] —Calledes hija, calledes............................
       Que si un hijo me han muerto—ahí me quedaban cuatro;
       No murió por las tabernas,—ni menos tablas jugando,
       Más murio sobre Zamora—vuestra honra resguardando.

El célebre romance de la jura en Santa Gadea, comparado con el primitivo texto de la Crónica General (aquí no muy diverso del de Ocampo) y con la Crónica particular del Cid (extractada de la de Castilla), prueba que la gesta del cerco de Zamora fué refundida una vez por lo menos, no sólo amplificando el relato, sino cambiando los asonantes. En la General abundan las terminaciones agudas en a y en o. En la del Cid, que en esta parte copia a la letra las líneas de un cantar, el asonante que domina casi con exclusión de los demás, es el facilísimo de a-o, que es también el de la Crónica Rimada, y el de muchos romances de este ciclo, y sin duda el predilecto de la epopeya decadente, por lo mucho que se presta a la verbosidad:

           ... Vos venistes jurar—por la muerte del rey Don Sancho,
       Que non le matasteis—nin fuistes en consejarlo,
       Decid: «yo lo juro—vos e essos fijosdalgo».
       E el rey e ellos dixeron:—«si juramos».
       E dixo el Cid: «si vos ende—sopisteis parte o mandado,
       Tal muerte murades—como morió el rey Sancho;
       Villano vos mate—que non sea hijodalgo,
       De otra tierra venga—que non sea castellano».
       Amén respondió el rey—e los fijosdalgo que con él juraron.

Sólo en la primera repetición del juramento quedan huellas del asonante en o:

           E dixo el Cid: «si vos ende—sopisteis parte o mandado,
       Víllano vos mate—ca fijodalgo non,
       De otra tierra venga—que non de León».
       Respondió el rey amén—e mudógele la color.

A la vez que se alteraba la forma métrica, se alteraba también en sentido caballeresco y nobiliario el espíritu de la jura, puesto que la General nada dice de hijosdalgo ni de villanos, cuya distinción no venía al caso, sino sencillamente y conforme a la ley del Talión: «e si vos mentira jurades máteos un vuestro vassallo a engaño e a aleve, assi como mató Vellido Dolfo al Rey Don [p. 309] Sancho mío señor». Y el autor del romance, cediendo sin duda a una caprichosa antipatía provincial de las que suelen arraigar en los ánimos de la plebe, no sólo puntualizó lo de los villanos, que habían de ser forzosamente «de las Asturias de Oviedo», sino que estropeó la grave escena del juramento con una ridícula descripción de su traje:

           Mátente con aguijadas,—no con lanzas ni con dardos;
       Con cochillos cachicuernos—no con puñales dorados;
       Abarcas traigan calzadas—que no zapatos con lazo;
       Capas traigan aguaderas—no de contray ni frisado;
       Con camisones de estopa,—no de holanda ni labrados;
       Vayan cabalgando en burras—que no en mulas ni en caballos,
       Frenos traigan de cordel—que no cueros fogueados...

Con tan donosas invenciones, a las cuales puede añadirse la del cerrojo de hierro y la ballesta de palo, peregrinos símbolos jurídicos que también hay que poner en la alforja de este romancerista, iba rebajándose poco a poco la noble majestad de la musa épica, entregada a truhanes y remendones, que preparaban sin quererlo el oprobio y vilipendio de las parodias grotescas del siglo XVII, la Pavura de los Condes de Carrión, por ejemplo.

No nos detendremos en un largo romance cíclico y juglaresco (núm. 53) que comprende toda la materia épica del sitio de Zamora, versificando servilmente la prosa de la Crónica General; pero no podemos menos de llamar la atención sobre el único romance relativo a la infanta Doña Elvira, a quien su hermano el rey Don Sancho despojó del señorío de Toro, como intentó despojar del de Zamora a Doña Urraca:

           En las almenas de Toro,—allí estaba una doncella
       Vestida de paños negros,—reluciente como estrella.
       Pasara el rey Don Alonso,—namorado se había della;
       Dice: si es hija de rey—que se casaría con ella,
       Y si es hija de duque— serviría por manceba.
       Allí hablara el buen Cid,—estas palabras dijera:
       —«Vuestra hermana es, señor,—vuestra hermana es aquélla».
       —«Si mi hermana es (dijo el Rey),—¡fuego malo encienda en ella!
       Llámenme mis ballesteros,—tírenle sendas saetas,
       Y aquel que la errare,—que le corten la cabeza».
       Allí hablara el buen Cid,—de esta suerte respondiera:
       —«Mas aquel que la tirare—pase por la misma pena».
        [p. 310] —«Ios de mis tiendas, Cid,—no quiero que estéis en ellas».
       —«Pláceme (respondió el Cid),—que son viejas y no nuevas;
       Irme he yo para las mías—que son de brocado y seda,
       Que no las gané holgando,—ni bebiendo en la taberna,
       Ganélas en las batallas,—con mi lanza y mi bandera».

Discordes andan los críticos acerca del carácter y antigüedad de este raro fragmento, inserto en la Rosa Española, de Juan de Timoneda. Mientras que Huber reconoce en él «un cierto núcleo antiguo», y Durán le clasifica entre «los romances viejos de la época tradicional», Milá y Fontanals, con más severa crítica, no ve en él más que una linda e ingeniosa composición, sin fundamento alguno en las tradiciones, y que puede muy bien ser del mismo Timoneda, o de cualquier otro poeta culto contemporáneo suyo. Siento separarme de la opinión de mi maestro aun en cosa mínima, pero me parece indisputable la antigüedad de este romance y su parentesco estrecho con aquel tan famoso y ciertamente muy viejo, de la huída del rey Búcar «Helo, helo, por dó viene...» Tiene versos casi idénticos.

Lope de Vega, en una de las más interesantes escenas de su comedia Las Almenas de Toro, sacó admirable partido de este romance. Pero no creo que el texto que tuvo a la vista o que citó de memoria, fuese el mismo de la Rosa Española. Pocos versos concuerdan, y en los añadidos por el gran dramaturgo hay algunos rasgos que, aunque revestidos de afiligranada forma artística, parecen más tradicionales que los del romance. Lope, no obstante, era muy capaz de lograr por sí mismo tal género de bellezas; cuando se inspiraba en la poesía nacional, acertaba casi siempre, y a veces logró que lo inventado por él se incorporase con el fondo de la tradición y no disonase de ella. He aquí esta glosa del romance, tal como puede entresacarse del diálogo de la comedia:

                    REY DON SANCHO
           Por las almenas de Toro—se pasea una doncella,
       Pero dijera mejor—que el mismo sol se pasea...
       .............................................................................................
       Blanca es y colorada,—que es de los amores reina...
       .................................................................................................
       Si es hija de duque o conde,—yo me casaré con ella
       De buena gana, vasallos,—y haréla en Castilla reina.
        [p. 311] Carroza le haré de plata,—de blanco marfil las ruedas,
       Estribos y asientos de oro,—y las cubiertas de tela.
       Los caballos que la lleven,—las ricas crines que peinan
       Cubrirán lazos de nácar,—y ellos besarán la tierra.
       Haréle el más rico estrado—que moro o cristiano tenga,
       Donde no se echen de ver—con los diamantes las telas.
       Haré que Elvira y Urraca,—juntas de rodillas vengan
       A servilla, y que el cojín—la lleve Alfonso a la iglesia.
       Mas si por dicha, si ya,—que esto puede ser que sea,
       Es hija de labrador,—tendréla por mi manceba.
       Haré que por celosías—mire las públicas fiestas,
       Juegos de cañas y toros,—torneos, justas, libreas.
       Iremos los dos a caza—por los montes y florestas;
       Gavilán que lleve en mano,—de oro tendrá las pihuelas.
       Si de ella tuviere hijos,—haré que el mayor posea,
       Como juro de heredad,—a Carrión y a Palencia.
       Los demás no irán quejosos—que yo casaré las hembras,
       Y haré obispos los varones—de Burgos y Compostela.
                                                    CID
           Dejad, el buen rey Don Sancho—de hablar palabras como esas;
       Que es vuestra hermana, señor,—la que veis en las almenas...
                                      REY DON SANCHO
           Pues si ella, Cid, es mi hermana—¡mal fuego se encienda en ella!
       ¡No tenga jamás ventura,—pues no la tendrá por fea!
       Case mal, con hombre indigno,—cuyo nacimiento venga
       Desde el primero villano—que puso arado en la tierra.
       No haya subido a caballo,—calzado bota ni espuela,
       Puesto camisa de holanda,—vestido sayo de seda.
       ¡Hola, ballesteros, hola!—Apercibid las ballestas...
       ¡Tiralde, los mis monteros!
                                                   CID
           Todo hidalgo se detenga;
       Que al hombre que la tirare,—antes que ponga la cuerda
       Le volaré de los hombros—y de un revés la cabeza.

Otro romancillo esporádico también, y de mucho primor y gentileza, es el del Val de las Estacas (núm. 31), que no parece desglosado de cantar más extenso, sino libre inspiración de un poeta el cual quiso expresar por modo simbólico el respeto que el nombre del Cid infundía a los musulmanes. Durán dice haberle [p. 312] entresacado de una glosa manuscrita del siglo XVI, pero puede ser algo más antiguo, porque no tiene resabios eruditos ni semiartísticos:

           Por el Val de las Estacas—pasó el Cid a mediodía
       En su caballo Bavieca:—¡Oh qué bien que parecía!
       El rey moro que lo supo—a recibirle salía,
       Dijo: Bien vengas, el Cid,—buena sea tu venida,
       Que si quieres ganar sueldo,—muy bueno te lo daría,
       Ó si vienes por mujer,—darte he una hermana mía.—
       —Que no quiero vuestro sueldo—ni de nadie lo querría,
       Que ni vengo por mujer,—que viva tengo la mía:
       Vengo a que pagues las parias—que tú debes a Castilla—
       —No te las daré yo; el buen Cid,—Cid, yo no te las daría;
       Si mi padre las pagó,—hizo lo que no debía.
       —Si por bien no me las das,—yo por mal las tomaría.
       —No lo harás así, buen Cid,—que yo buena lanza había.
       ......................................................................................................
       Por ser vos su mensajero,—de buen grado las daría.

La fuente remota, pero indudable, de los romances relativos a la vejez del héroe es el poema de Mío Cid, más o menos íntegramente conocido y recordado. Hasta los asonantes suelen conservarse. Milá hizo la comparación, y a él nos remitimos. Uno de estos romances, el 59:

       Tres cortes armara el rey—todas tres a una sazón.

es una taracea de versos del poema, entresacados de varios lugares y refundidos en estilo moderno. En otros casos, el remedo del poema se reforzó con la lectura de las crónicas, por ejemplo, en el romance 60:

       Yo me estando en Valencia—en Valencia la mayor...

donde se añade el bofetón dado por Pedro Bermúdez a uno de los Condes: pormenor que se halla en la General, pero no en el Poema. La comparación con éste es desastrosa para entrambos romances, que poco o nada conservan de la majestad épica: todo es en ellos raquítico y enervado: las amplias y arrogantes descripciones, los diálogos vivos e impetuosos, las increpaciones de los opuestos bandos, el dramático proceso de la demanda judicial, [p. 313] las formas del reto, cuanto tiene vida, movimiento y alma en la poesía tan férrea, pero tan grandiosa y profundamente humana, del juglar del siglo XII, ha desaparecido en esta correcta pero insignificante miniatura. Verdad es que la degeneración del tema épico venía de muy lejos, nada menos que desde la Crónica de Alfonso el Sabio, donde ya (como advierte el Sr. Menéndez Pidal) «la escena de las Cortes conserva sólo un lejano parecido con la del Poema, pues todo se vuelve allí desmanes, alborotos, voces y golpes entre los dos bandos litigantes, con grave desacato de la persona del Rey, que tan majestuosamente preside la breve sesión que nos pinta el Poema viejo».

Así como los romanceristas suprimen con frecuencia pormenores altamente épicos, suelen añadir circunstancias arbitrarias y pueriles; y hubo quien llevó su falta de respeto a la tradición hasta el punto de poner en boca del Cid esta groserísima chanza a propósito del escudero que encontró a sus hijas en el Robredo de Corpes:

       Si el escudero quisiera—los condes cornudos son...

Pero este género de irreverencia es muy raro. Otras veces figura el nombre del Cid en romances donde sólo queda muy vaga memoria de sus hechos, como acaece en el siguiente fragmento, menos conocido de lo que merece (núm. 58):

           Por Guadalquivir arriba—cabalgan caminadores,
       Que, según dicen las gentes,—ellos eran buenos hombres:
       Ricas aljubas vestidas,—y encima sus albornoces;
       Capas traen aguaderas,—a guisa de labradores.
       Daban cebada de día,—y caminaban de noche,
       No por miedo de los moros,—mas por las grandes calores.
       Por sus jornadas contadas—llegados son a las Cortes:
       Sálelos a recibir—el rey con sus altos hombres.
       —Viejo que venís, el Cid,—viejo venís y florido.
       —No de holgar con las mujeres,—más de andar en tu servicio:
       De pelear con el rey Búcar,—rey que es de gran señorío;
       De ganalle las sus tierras,—sus villas y sus castillos;
       También le gané yo al Rey—el su escaño tornido.

El escaño tornino o torcido es frase del Poema del Cid, pero a esto se reduce la reminiscencia.

[p. 314] De intento hemos reservado para el final el romance más bello, y sin duda más popular y antiguo de todos los concernientes al Cid: romance que su glosador Francisco de Lora calificaba en el siglo XVI del más viejo que había oído. Su historia es muy curiosa, porque ha dejado rastros en la tradición oral de Cataluña, el Algarbe y la Isla de la Madera. Para estudiar sus transformaciones debe acudirse a la profunda monografía que sobre este tema ha escrito la admirable romanista germano-hispánica D.ª Carolina Michaëlis de Vasconcellos, [1] que considera este romance como enteramente primitivo e independiente de los cantares de gesta, análogo ya por tanto a lo que fueron después los romances fronterizos. Conviene refrescar, ante todo, la memoria del incomparable cantarcillo (num 55):

           Hélo, hélo, por dó viene,—el moro por la calzada,
       Caballero a la gineta—encima una yegua baya;
       Borceguíes marroquíes—y espuela de oro calzada:
       Una adarga ante los pechos,—y en su mano una azagaya.
       Mirando estaba a Valencia,—cómo está tan bien cercada:
       —¡Oh Valencia, oh Valencia,—de mal fuego seas quemada!
       Primero fuistes de moros—que de cristianos ganada.
       Si la lanza no me miente,—a moros serás tornada,
       Aquel perro de aquel Cid—prenderélo por la barba:
       Su mujer doña Jimena—será de mí capturada;
       Su hija Urraca Hernando—será mi enamorada:
       Después de yo harto de ella—la entregaré a mi compaña...
       El buen Cid no está tan lejos,—que todo bien lo escuchaba.
       —Venid vos acá, mi hija—mi hija doña Urraca;
       Dejad las ropas continas—y vestid ropas de pascua.
       Aquel moro hi-de-perro—detenémelo en, palabras,
       Mientra yo ensillo á Babieca,—y me ciño la mi espada.—
       La doncella muy hermosa—se paró á una ventana:
       El moro desque la vido,—de esta suerte le hablara:
       —¡Alá te guarde, señora,—mi señora, doña Urraca!
       —Así haga á vos, señor,—buena sea vuestra llegada.
       Siete años ha, rey, siete,—que soy vuestra enamorada.
       —Otros tanzos ha, señora,—que os tengo dentro en mi alma...
       Ellos en aquesto estando,—el buen Cid que asomaba.
       —Adios, adios, mi señora,—la mi linda enamorada,
        [p. 315] Que del caballo Babieca—yo bien oigo la patada—
       Do la yegua pone el pie—Babieca pone la pata.
       Allí hablara el caballo,—bien oiréis lo que hablaba:
       —¡Reventar debía la madre—que a su hijo no esperaba!
       Siete vueltas la rodea—al derredor de una jara;
       La yegua que era ligera—muy adelante pasaba,
       Fasta llegar cabe un río—adonde una barca estaba.
       El moro desque la vido,—con ella bien se holgaba;
        Grandes gritos da al barquero,—que le allegase la barca:
       El barquero es diligente,—túvosela aparejada,
       Embarcó muy presto en ella,—que no se detuvo nada.
       Estando el moro embarcado—el buen Cid que llegó al agua,
       Y por ver al moro en salvo,—de tristeza reventaba;
       Mas con la furia que tiene,—una lanza le arrojaba,
       Y dijo:—¡Recoged, mi yerno,—arrecogedme esa lanza,
       Que quizá tiempo verná—que os será bien demandada!

Confieso con toda ingenuidad, que este romance es uno de los pocos que hasta ahora no tienen explicación plausible dentro de la teoría de Milá, y obligan a admitir desde cierto tiempo (no seguramente antes del siglo XIV) la elaboración de romances sueltos dentro de los ciclos históricos. Milá acude al Poema del Cid y a la Crónica General, pero no creo que pueden admitirse como fuentes ni siquiera remotas. Véanse los versos del Poema, que describen la huida del rey Bucar (2408 y siguientes):

           Myo Çid al rey Bucar cayól en alcaz:
       —«¡Acá torna, Bucar! venist da lent mar,
       Verte as con el Çid, el de la barba grant,
       Saludar nos hemos amos, e taiaremos amistad».
       Repuso Bucar al Çid: «¡Cofonda Dios tal amistad!
       El espada tienes desnuda en la mano e veot aguijar;
       Asi como semeia, en mí la quieres ensayar.
       Mas si el caballo non estropieça o comigo non caye,
       Non te iuntarás comigo fata dentro en la mar».
       Aquí respuso myo Çid: «Esto non será verdad».
       Buen cauallo tiene Bucar et grandes saltos faz,
       Mas Bauieca el de mío Çid alcançando lo va.
       Alcançolo el Çid a Bucar a tres braças del mar,
       Arriba alçó Colada, un grant colpe dadol ha,
       Las carbonclas del yelmo tollidas gela ha,
       Cortól el yelmo é librado todo lo al,
       Fata la cintura el espada legado ha.
        [p. 316] Mató a Bucar, al Rey de alen mar,
       E ganó a Tizón que mill marcos d' oro val.
       Vençió la batalla maravillosa et grant.

Suponiendo que la situación sea la misma (y aun esto puede negarse), ¿cómo desconocer la diferencia entre el Rey Bucar hendido hasta la cintura por la espada del Cid, y el taimado rey moro del romance, que logra escapar en una barca, sin que la lanza del Cid pueda alcanzarle? Es cierto que la Crónica General (a lo menos en el texto impreso por Ocampo) refiere la huída del moro en términos más análogos a los del romance que a los del poema, puesto que el rey, aunque herido por el Cid, logra meterse en una nave; pero aun aquí la imitación del romancerista, si la hubo, fué libérrima: «E començó a foir contra la mar e el Cid empos dél auiendo muy gran sabor de lo alcanzar, mas el rey moro traye muy buen caballo, e yuasele alongando que non lo podíe alcançar, e el Cid cuytó a Babieca que esse día venie mucho trabajado e yval' llegando a las espaldas, assi que quando fué muy cerca lançol el espada e diol' en las espaldas e el rey moro ferido metióse en la nave: el Cid descendió e tomó su espada e la del moro, e esta suya fué la que puso nombre Tizón.» En el romance no se habla para nada de la espada, ni se da el nombre del moro, y la persecución no es a orillas del mar, sino junto a un río. El giro «¡Oh Valencia, Valencia!», recuerda desde luego el principio de la célebre elegía árabe traducida en la Crónica General «Valencia, Valencia, vinieron sobre ti muchos quebrantos...», pero es una exclamación tan natural, que pudo ocurrírsele al poeta sin ayuda de la Crónica, la cual, por otra parte, encontramos muy verosímil que hubiese leído. El romance Helo, helo (cuyo primer hemistiquio es idéntico al primero de uno de los más enérgicos entre los carolingios «Helo, helo por do viene—el infante vengador), es, a nuestro juicio, un producto del siglo XV, completamente original y esporádico. Hay otro romance (de los coleccionados por Escobar) que cuenta la fuga del rey Bucar, pero basta leerle para comprender que no es refundición del anterior, como da a entender Milá, sino que está sacado lisa y llanamente de la Crónica General.

Reliquias notables del romance Helo, helo, quedan en la [p. 317] tradición oral de varias provincias no castellanas. Una sola de estas versiones conserva el nombre del Cid, y en todas ellas puede observarse la transformación de los romances épicos, en novelescos. La que Milá recogió en Cataluña (núm. 129 P.), es la que conserva mayor número de versos iguales o semejantes a los del romance antiguo:

           ¡Oh Valencia, oh Valencia!—¡oh Valencia Valenciana!,
       Un tiempo fuiste de moros—y ahora eres cristiana;
       No pasará mucho tiempo—de moros serás tornada,
       Que al rey de los cristianos—yo le cortaré la barba;
       A su esposa la reina—la tomaré por criada,
       Y a la su hija bonita,—la tomaré por mi dama.
       Ya quiso el Dios de los cielos—que el buen Rey se lo escuchaba;
       Va al palacio de la infanta—que en el lecho descansaba:
       «Hija de mi corazón,—¡oh hija de mis entrañas!
       Levántate al mismo punto,—ponte la ropa de pascua,
       Y vete hacia el rey moro—y entretenlo con palabras.

Pero la segunda parte de la canción, es decir, el engaño del moro a quien la doncella entretiene con dulces palabras, hasta que llegan las gentes de su padre y se apoderan de él, es cosa postiza y moderna, que ha sustituído al final todavía épico, aunque más ingenioso que heroico, del romance antiguo.

En Portugal debió de ser popularísimo el Helo, helo, del cual ya Gil Vicente citaba algunos versos en el Auto de Lusitania escrito en 1532, traduciéndolos a su lengua, si es que antes no se cantaban ya traducidos:

           ¡Ai Valença! ¡guay Valença!—¡de fogo sejas queimada!
       Primero foste de Moiros—que de christianos tomada.
       ¡Guay Valença! ¡guay Valença!—¡como estás bem assentada!
       Antes que sejao tres días,—de moiros serás cercada.

Hoy estos versos se han olvidado, pero la parte novelesca del romance persiste en los del Moro atraicionado y El Caballero de Silva, procedentes el uno de la isla de San Jorge (Azores), y el otro del Algarbe, publicados respectivamente por Teófilo Braga y Estacio da Veiga. [1] En la primera de estas versiones es casi literal la semejanza de algunos conceptos:

            [p. 318] —«Vesti-vos vos, minha filha,—vestí-vos d' ouro e prata;
       Detene-me aquelle moiro—de palabra em palabra.
       .................................................................................................
       —«Bem vindo sejas, bom Moiro»—Melhor a vossa chegada.—
       —«Ha sete annos, oh bom Moiro,—que sou tua namorada.
       —Ha sete annos, vae em oito—que eu por vos cinjo a espada».

Y en el final se conserva la reminiscencia de la barca:

           —«Oh mal haja o barqueiro—que nao tem a barca n' agua;
       Que a hora de minha morte—já para mim e chegada.»

El Caballero de Silva, cuya heroína se llama Moriana (nombre bien conocido en los romances novelescos sueltos), está más apartado del original, pero no tanto que dejen de percibirse sus huellas:

           «Que Deus te salve, o bom moiro,—lindo encanto da minh' alma.
       Bons sete annos ha que eu ando—por ti louca enamorada.

Mucho más importante y curioso es el romance de Rucido o Ruy Cid, descubierto en la isla de la Madera por Álvaro Rodríguez de Azevedo. [1] Aquí el romance del rey Bucar aparece casi íntegro, con el nombre del Cid, y el de Doña Ximena, y el de Doña Urraca, y la barca en el río, y la lanza (aquí un dardo) arrojada contra el fugitivo, y la patada del caballo Babieca, y lo que es más, algunos versos que aclaran y suplen lo que seguramente se ha perdido del texto castellano:

           «Esta batalha, bom rey,—só por vos será ganhada;
       E lo perro de Ruy Cid—lo teréis pe la barbada;
       La sua Ximena Gomes—será vossa captivada;
       Sua filha don' Urraca—será vossa mancebada;
       E la outra mais chiquita—pra vos servir descalçada.»
       Ruy Cid q' estav' ouuindo—da torre sua morada,
       Logo chamou sua filha,—dona Urraca chamada.
       —«Veste, filha, teus brocados—d' ir á festa mais honrada,
       De chapins d' oiro, nao prata,—vem tu, filha, bem calçada;
       E já já poe-te a janella—ao caminho defrontada.
       Em quanto vou cavalgar—e cingil la minha espada,
       Detem-me tu lo rei moiro—que ha de passar na estrada...
       ..........................................................................................
        [p. 319] Ell' entao desta maneira—fallou falla bem fallada,
       E de palavr' em palavra—cada qual bem demorada...
       —«Bem apparecido, Rei moiro,—n' esta hor' abençoada!
       Ha sept' annos ja sette annos—que de vós sou namorada.
       ..........................................................................................

Aquellos enigmáticos versos del romance castellano:

       Allí hablara el caballo [1] —bien oiréis lo que hablaba:
       «Reventar debía la madre—que a su hijo no esperaba»,

se aclaran en el romance de la Madera, que nos revela el parentesco entre Babieca y la yegua baya del moro:

       —«Nao me temo de Ruy Cid—nem de sua gent' armada;
       Só temo lo seu Babieca—filho da minh' egua baia,
       Perdi-lo numa batalha—bem lhe sinto la patada. [2]

Por lo demás, el refundidor portugués había perdido en muchas cosas el hilo de la tradición y hasta el sentido de la letra que glosaba. No entendió que hablase el caballo, y atribuyó inoportunamente la exclamación al moro:

       La mulher mae d' um só filho—ai que mae tao desastrada...

Y en la extraña introducción zurcida al poemita, presentó a un rey de Granada paseándose por la Vega y repitiendo la sabida lamentación de la pérdida de Alhama, cuyo recuerdo, sin duda, por más cercano, sustituye aquí al «¡Oh Valencia, Valencia!» del original. De todos modos, es bien singular el hallazgo de este romance, hasta por el hecho de que sean los portugueses insulares los que más vivo conserven el recuerdo de los cantos del Cid, tan olvidados en Castilla, así como son los portugueses del [p. 320] Algarbe los únicos que todavía repiten, aunque alterado en los nombres, el romance de las quejas de Doña Urraca y de la partición de los reinos. [1]

Tales son, rápidamente enumerados, los principales romances que tenemos por viejos entre los relativos a las hazañas del Campeador. Si algo pierden en cotejo con la bravía ingenuidad de los primitivos cantares en los puntos en que la comparación es posible, son por lo mismo más accesibles a todo género de lectores, sin dejar de ser poesía genuinamente épica y a veces de altísimo valor, aunque ya más graciosa y brillante que robusta y varonil. El gran poeta anónimo del Mío Cid es nuestro Homero: los autores de los romances son poetas cíclicos, pero todavía no es pequeña la parte de gloria que les cabe, ni debe escatimárseles por una especie de purismo arqueológico que sólo es respetable a condición de ser enteramente sincero. Hasta por la mezcla del fondo heroico y de la ejecución fácil, desembarazada y si se quiere culta y elegante, es encantadora la forma de los buenos romances. El arte no aprendido con que en pocos rasgos condensan una situación y levantan la figura de un héroe, la manera franca, sencilla y vigorosa con que se apoderan de la realidad, la precisión gráfica de sus descripciones, el arranque impetuoso de la narración, la manera brusca y rápida de eludir las transiciones, dando con esto al relato cierto sabor peregrino y misterioso, la rapidez cortante y expresiva de los diálogos, el nervioso desenfado del estilo, el ardor bélico que todavía conservan, la inspiración patriótica, tanto más grave y profunda cuanto más se ignora a sí misma, la férvida e intensa vida poética que hace bullir y moverse a los personajes de estas breves rapsodias, dejando indeleble huella en nuestra mente, son cualidades tales que pueden justificar este magnífico elogio de Hegel en su [p. 321] Estética: «Los romances son un collar de perlas; cada cuadro particular es acabado y completo en sí mismo, y al propio tiempo estos cantos forman un conjunto armónico. Están concebidos en el sentido y en el espíritu de la caballería, pero interpretada conforme al genio nacional de los españoles. El fondo es rico y lleno de interés. Los motivos poéticos se fundan en el amor, en el matrimonio, en la familia, en el honor, en la gloria del rey, y sobre todo en la lucha de los cristianos contra los sarracenos. Pero el conjunto es tan épico, tan plástico, que la realidad hitórica se presenta a nuestros ojos en su significación más elevada y pura, lo cual no excluye una gran riqueza en la pintura de las más nobles escenas de la vida humana y de las más brillantes proezas. Todo esto forma una tan bella y graciosa corona poética, que nosotros los modernos podemos oponerla audazmente a lo más bello que produjo la clásica antigüedad.» [1]

Ningún español ha dicho tanto, y entre los romances hay que hacer muchas distinciones; pero no he de ser yo quien cercene un ápice del noble entusiasmo que dictó las palabras de Hegel, porque creo que en el fondo son profundamente verdaderas, con tal que se apliquen, no a los romances del Cid tan sólo, sino a todo el caudal de nuestra poesía épica, dentro y fuera de dicho ciclo. Hegel sólo conoció los romances a través de la traducción de Herder; no podo distinguir los artísticos de los populares, ni mucho menos entrar en las prolijas discusiones de genealogía que a tantos alemanes y españoles han ocupado después; pero con la intuición penetrante y rápida del hombre de genio supo adivinar el fondo poético de la leyenda castellana, y ensalzarla con tan nobles palabras que a todo buen español mueven a respetuosa gratitud.

De este aprecio tradicional en Alemania, y cuya más alta expresión acabamos de ver, participaron en grado excesivo los romances artísticos de fines del siglo XVI o principios del XVII, que andan mezclados con algunos de los viejos en la colección de Escobar, de donde pasaron a las traducciones. Y no hay duda que mucho de lo que se admiraba como popular en las primeras [p. 322] décadas del siglo XIX, aun por los críticos y estéticos de más remontado vuelo que produjo la escuela romántica, era ingeniosa y brillante fabricación de los contemporáneos de Lope de Vega y Góngora. Prueba esto sin duda lo falible e incierto del dilettantismo literario y la imperiosa necesidad del método histórico, pero prueba también otra cosa, y es el positivo valor poético de algunos de esos romances, tan ponderados ayer cuando se los creyó populares, tan desdeñados ahora porque sabemos que no lo son. Pueden tener estas composiciones, y de hecho tienen, todas las ventajas de un arte nuevo y refinado, que es digno de aplauso cuando no degenera en artificio. Son ciertamente composiciones subjetivas, pero no caprichosas y fantásticas, sino ceñidas con bastante respeto y seriedad al tema épico, aunque naturalmente con todos los anacronismos de ideas, costumbres y palabras propios de una sociedad tan diversa. Suelen pecar de palabreros y amanerados, y abusan en demasía de máximas y sentencias morales y políticas, que dan un giro razonador al discurso con mengua de la acción. Alguna vez, aunque pocas, presentan rasgos de falsa galantería ajenos a la tradición épica, pero no en el grado y forma que lo hizo después el teatro. [1] La blanda ironía que se nota en algunos (por ejemplo: Fablando estaba en el claustro, En los solares de Burgos ) es graciosa sin ser irreverente, y muy pocas veces degenera en parodia. Los sentimientos son en general nobilísimos, menos ásperos y más humanos, pero no menos caballerescos que en la epopeya antigua; y la honradez poética es intachable, sin liga de afectos muelles y con muy poca mezcla de fanfarronada temeraria: cuando la hay procede de originales muy viejos como el Rodrigo. Lo que más desagrada en muchos de estos romances y llega a hacer intolerables algunos, es la afectación del lenguaje arcaico, pésimamente imitado. Esta fabla ridícula escrita sin ningún conocimiento del castellano de la Edad Media, barajando unas cuantas palabras cogidas al vuelo, echa a perder [p. 323] algunos romances, que por lo demás están bien pensados y sentidos. Otros son francamente detestables, como el famoso del desafío del Cid: «Non es de sesudos homes». Pero aun descartando todo el fárrago que no puede menos de haber entre doscientas composiciones de muy diversos ingenios, todavía queda en el romancero artístico bastante oro de ley, y no es seguro que en algunas situaciones (la prueba de los hijos de Diego Laínez por ejemplo) la inspiración del poeta moderno haya quedado inferior a la del juglar antiguo, ni mucho menos.

Tienen, además, estos romances un gran interés de historia literaria. Puede decirse que han inundado el teatro. Desde que Juan de la Cueva en su Comedia del cerco de Zamora (1579) mostró el partido que podía sacarse de estas reminiscencias, es numeroso el catálogo de dramaturgos nuestros, ya de los más gloriosos, ya de los más humildes, que encontraron en los romances apoyo y cantera para sus obras sobre el Cid, incrustando largos fragmentos en el diálogo. Lope de Vega en las almenas de Toro, Pedro Liñán de Riaza, Tirso de Molina, Hurtado de Velarde, Matos Fragoso, Diamante, D. Fernando de Zárate, Francisco Polo y otros de menos nombre, sin contar los autores de comedias burlescas, deben a los romances más que a las crónicas, y todavía es mayor la deuda en Guillén de Castro, cuyas Mocedades del Cid (primera y segunda parte) eclipsaron a todas las producciones sobre el mismo argumento, no sólo por la hábil adaptación de los materiales épicos, sino por la novedad del conflicto dramático y apasionado que Corneille trasplantó a Francia, dando el primer modelo de tragedia clásica con sentimiento romántico: obra digna de admiración y estudio por lo elocuente y elevada, aunque parezca algo desmedido el entusiasmo con que los franceses la celebran.

Ni se extinguió aquí la vitalidad de este ciclo poético. El Romancero de Escobar, tan difundido en España como los mismos pliegos de cordel, mantuvo viva la tradición, que aun en el siglo XVIII inspiró algún romance a D. Nicolás Moratín, y en la época romántica nuevos y valientes dramas a Hartzenbusch y a Fernández y González, y un conato de nuevo romancero a Zorrilla Esa misma colección, popularizada en Alemania por Herder, en Inglaterra por Lockhart, en Italia por Berchet y [p. 324] Pietro Monti y en otras partes por traductores diversos que no recuerdo o que no puedo juzgar, se incorporó en el patrimonio intelectual de todos los pueblos cultos; y aun en Francia, donde el filo-hispanismo ha sido excepción siempre, la leyenda burgalesa no sólo produjo una nueva tragedia de Casimiro Delavigne, Las hijas del Cid, sino que mereció el alto honor de entrar, aunque muy desfigurada, en la Leyenda de los Siglos, último y grandioso esfuerzo del numen épico de Víctor Hugo, y todavía después de él encontró novísima interpretación en los Poemas Bárbaros, de Leconte de Lisle, y en los Trofeos del académico José María de Heredia, cubano de origen y segundo de su nombre en los anales de la poesía lírica. No hay que renegar, pues, de los romances artísticos, cuya descendencia es tan larga y tan gloriosa, y no parece agotada todavía.

Notes

[p. 254]. [1] . Historia crítica de España y de la cultura española, t. XX. Madrid, 1805, págs. 147-309. Reprobación crítica de la historia leonesa del Cid. Termina con esta frase, memorable en los anales de la insensatez crítica: «De Rodrigo Díaz, el Campeador... nada absolutamente sabemos con probabilidad, ni aun su mismo ser o existencia.»

Las cartas del P. La Canal en defensa de Risco, aunque leídas en la Academia de la Historia, no llegaron a publicarse, como tampoco una disertación que más adelante trabajó D. Diego Clemencín con el mismo propósito. Pero basta recordar la sucinta y elegante biografía del Cid que en 1807 publicó D. Manuel J. Quintana entre las De españoles ilustres, para convencerse de que ninguna mella hicieron en sus contemporáneos los razonamientos de Masdeu. Fuera de Espana tuvo algunos secuaces; en España ninguno que yo recuerde, fuera de D. Antonio Alcalá Galiano en las notas a su traducción de la Historia de España, del Dr. Dunham. Por cierto que le costó ser demandado en juicio por un caballero particular que se creía descendiente del Cid, y no juzgaba decoroso para su Linaje el proceder de un mito.

[p. 255]. [1] . La Castilla y el más famoso castellano... por el P. Miro. Fr. Manuel Risco, del Orden de San Agustín, Madrid, 1792.

[p. 255]. [2] . Quoniam rerum temporalium gesta inmensa annorum volubilitate pratereuntia, nisi sub notificationis speculo denotentur, oblivioni procul dubio traduntur, idcirco Roderici Didaci nobilissimi ac bellatoris viri prosapiam, et bella ab eodem viriliter peracta sub scripti luce contineri atque haberi decrevimus.

 

[p. 256]. [1] . Notable muestra de imparcialidad es, por ejemplo, el pasaje en que el anónimo cronista refiere cómo el Cid devastó la Rioja para vengarse del conde García Ordónez de Nájera: «Ingentem nimirum atque moestabilem et valde lacrimabilem praedam, et dirum et impium atque vastum inremediabili flamma incendium per omnes terras illas saevissime et inmisericorditer fecit. Dira itaque et impia deprædatione omnem terram praefatam devastavit et destruxit, ejusque divitiis et pecuniis atque omnibus ejus spoliis eam omnino denudavit et penes se cuncta habuit.»

 

[p. 257]. [1] . Recherches sur l'histoire politique et littéraire d'Espagne pendant le Moyen Age (Leyde, 1849). Debe preferirse la tercera y definitiva edición de 1881, pero sin perder de vista la primera, que tiene muchas cosas suprimidas o alteradas después.

El libro de D. Manuel Malo de Molina, Rodrigo el Campeador (Madrid, 1857) es una refundición o adaptación española de la monografía de Dozy, pero el autor demuestra conocimientos de lengua arábiga y hace algunas rectificaciones geográficas.

[p. 262]. [1] . En obsequio de la verdad, debe añadirse que ya sintió algún escrúpulo el autor de la refundición del Poema utilizada por el Rey Sabio para la Crónica General, puesto que pone en boca del Cid estas palabras: «mas si Dios me diere consejo, yo gelo emendaré e pechargelo he todo». Y más adelante devuelve, en efecto, por medio de Martín Antolínez, los seiscientos marcos a D. Rachel y a D. Vidas: «et dexit les que me perdonen, ca el engaño de las arcas con cuyta lo fiz».

[p. 262]. [2] .           A la exida de Bivar ovieron la corneia diestra,
       E entrando a Burgos ovieron la siniestra.

                                       ( Poema del Cid, V. 11 y 12.)

«Videmus etiam, et cognoscimus, quia montes, et corvi, et cornellae, et nisi, et aquilae, et fere omne genus avium sunt dii tui, quia plus confidis in auguriis eorum quam in Deo. (Carta del Conde de Barcelona al Cid en la Gesta latina, pág. XXXVI de la edición del P. Risco.

[p. 263]. [1] . Deus autem vindicet suas Eclesias quas violenter confregisti et violasti.

 

[p. 264]. [1] . De ello dan testimonio las solemnes palabras con que el Chronicon Malleacense, escrito en el Mediodía de Francia antes de 1134, registra la muerte del héroe: «In Hispania, apud Valentiam, Rodericus Comes, defunctus est, de quo maximus luctus christianis fuit et gaudium inimicis paganis».

 

[p. 266]. [1] . El texto árabe en caracteres vulgares de esta elegía que se halla en la Grant Cronica de Espanya, compilada por orden del Maestre de San Juan, Fernández de Heredia (1385), y que fué publicado en las notas al Cancionero de Baena (1851), no puede ser, según Dozy, el original compuesto en el siglo XI, porque está lleno de barbarismos y solecismos, y además, ni siquiera conserva la forma métrica; sino una retraducción del texto español hecha a fines del siglo XIV y a petición de Heredia, por algún judío que conocía mejor o peor el árabe vulgar.

[p. 268]. [1] . Poésies Populaires latines du Moyen Age, 1847, págs. 248-314. El manuscrito perteneció a Baluze, y procedía del monasterio de Santa María de Ripoll. Es de letra del siglo XIII.

[p. 270]. [1] . También Du-Méril sospechó que había sido escrita para cantarse por el pueblo de Lérida, sin más fundamento que la mención que se hace del Alfagil Ilerdae. Pero Lérida estaba todavía en poder de musulmanes cuando la canción se compuso, según toda apariencia.

[p. 272]. [1] . Antigüedades de España, I , 512-22.

[p. 274]. [1] . En 1832 inanguró este género de publicaciones Paulino París con el Roman de Berthe. La Chanson de Rollans no fué publicada hasta 1837 por Francisco Michel. En esto como en tantas otras cosas nos adelantamos los españoles, quedándonos rezagados después.

[p. 276]. [1] .          Oyd lo que dixo el que en buen ora nasco:
                                  «Vos, querida et ondrada mugier, et amas mis fijas,
                                  My coraçon e mi alma,
                                  Entrad conmigo en Valencia la casa,
                                  En esta heredad que vos yo he ganada.»
                                  Madre e fijas las manos le besauan,
                                  A'tan gran ondra ellas a Valencia entrauan.
                                  Adelinó myo Çid con ellas al alcaçar,
                                   Alá las subie en el mas alto logar;
                                  Oios velidos catan a todas partes,
                                  Miran Valencia commo iaze la cibdad,
                                  E del otra parte a oio han el mar,
                                  Miran la huerta, espessa es e grand,
                                  Alçan las manos pora Dios rogar,
                                  Desta ganancia commo es buena et grand.
                                  Myo Çid e sus companas tan a grand sabor estan,
                                   El yuierno es exido, que el março quiere entrar.
                                  Dezir uos quiero nueuas d' alent partes del mar.
                                                                                (Versos 1603-1620.)

Cuando el rey de Marruecos planta sus tiendas delante de Valencia, exclama el Cid:            «Grado al Criador é a padre espirital!
       Todo el bien que yo he, todo lo tengo delant:
       Con afan gané a Valencia, et hela por heredad,
       A menos de muert no la puedo dexar;
       Grado al Criador e a Santa Maria Madre,
       Mis fijas e mi mugier que las tengo acá;
       Venidom' es delicio de tierras dalent mar,
       Entraré en las armas, non lo podré dexar;
       Mis fijas e mi mugier verme an lidiar,
       En estas tierras agenas veran las moradas commo se facen,
       Afarto veran por los oios commo se gana el pan.»
       Su mugier e sus fijas subiolas al alcaçar,
       Alçauan los oios, tiendas vieron fincadas:
       «¿Qués esto, Çid, si el Criador vos salue!»
       «Ya, mugier ondrada, non ayades pesar!
       Riqueza es que nos acreçe maravillosa e grand;
       A poco que viniestes, presend uos quieren dar:
       Por casar son vuestras fijas, aduzen nos axuvar.»
       .........................................................................................
       «Mugier, sed en este palacio, e si quisiéredes en el alcaçar;
       Non ayades pauor porque me veades lidiar,
       Con la merçed de Dios e de Santa Maria Madre,
       Creçem el coraçon porque estades delant,
       Con Dios aquesta lid yo la he de arrancar.»
                                                                              (Versos 1633-1656.)

Sigo la numeración del Sr. Menéndez Pidal, cuya edición paleográfica ha dejado fuera de uso todas las anteriores, entre las cuales, además de la de Sánchez, merecen honroso recuerdo las de Damas Hinard (1858), Bello (edición póstuma, 1881), Janer (1864), Volmöller (1879), y la más reciente de Archer Huntington. Sólo los tres últimos editores tuvieron presente el códice del Poema, que existía en Bivar en tiempo de Sánchez, y hoy posee D. Alejandro Pidal. Las enmiendas de Bello y Damas Hinard son conjeturales, y lo mismo otras varias, a veces muy atinadas, propuestas por Milá Lidforss (1895), Cornu y otros filólogos.

[p. 280]. [1] . El Poema del Cid y las Crónicas Generales de España (en la Revue Hispanique, 1898).

[p. 283]. [1] . Personaje enteramente fabuloso, nacido del ayuntamiento de don Fernando con la infanta saboyana, según la versión del Rodrigo.

 

[p. 289]. [1] . Estos consejos recuerdan de los Carlomagno a su hijo en Le Couronnement Loys (Gautier, Épopées Françaises, III, 774-784). Algunas otras circunstancias del Cantar de D. Fernando tienen también remota semejanza con otras del mismo poema. La pendencia de D. Sancho y Nuño Fernándes es casi tan brutal como la de Hernaut de Orleans y Guillermo el Chato que le mata de un puñetazo a los pies de Carlomagno; pero el carácter de Guillermo, defensor de los derechos del hijo de Carlomagno a quien pone en la cabeza la corona que Hernaut quería usurpar, cuadra mejor con el del Cid.

[p. 291]. [1] . Crónica manuscrita citada por Berganza ( Antigüedades de España, I, 420), en estos términos «El Sr. D. Juan de Ferreras me hizo estos días favor de prestarme una Historia, que comienza por el Rey Don Fruela Segundo, y acaba con el Santo Rey Don Fernando, la qual creo que compuso alguno de los que escrivieron historia para formar la General del Rey Don Alonso el Sabio.»

Esta Crónica no puede ser otra que la llamada de once Reyes (con más propiedad de veinte ), de la cual poseo un códice, y en él (fol. CXXIII), constan con alguna ligera variante las palabras citadas por Berganza: «Mas esto non lo fallamos en las ystorias de los maestros que las escripturas composieron, e por ende tenemos que non fue verdad...» A pesar de esta reprobación tan explícita, la Crónica de once Reyes, como derivada de la de 1344, utiliza el Cantar de Don Fernando, sin cuidarse de las contradicciones.

[p. 291]. [2] . Crónicas generales de España, descritas por R. Menéndez Pidal. (Catálogo de la Real Biblioteca. Manuscritos). Madrid, 1898.

[p. 292]. [1] . Chronica del famoso cavallero Cid Ruydiaz Campeador. Nueva edición con una introducción histórica-literaria por D. V. A. Huber, catedrático de Literatura Moderna en la Universidad de Berlin. Marburg, 1844.

[p. 293]. [1] . Reimpresa en Viena, 1847, por Wolf, y en Madrid, 1851, por Durán, como apéndice al segundo tomo de su Romancero.

 

[p. 294]. [1] . Ridículos por lo anacrónicos, pero no puede negarse que es soberanamente dramática la forma que a estos sentimientos dió Guillén de Castro:

           Lavé con sangre el lugar
       Adonde la mancha estaba;
       Porque el honor que se lava,
       Con sangre se ha de lavar.

[p. 300]. [1] . La lista, aunque no completa, de las numerosas ediciones del Romancero de Escobar, puede verse en los catálogos que acompañan a la grande obra de Durán, en los Studien de Wolf, en el Catálogo de la biblioteca de Salvá y en otros libros muy conocidos. Entre las modernas merecen particular aprecio la de Francoforto (Frankfurt) 1828, con un prólogo castellano del Dr. Julius y una biografía del héroe compuesta por el célebre historiador suizo Juan de Müller; la de Keller (Stuttgart, 1840), la de Carolina Michaëlis, más completa que ninguna, puesto que contiene 205 romances (Leipzig, Brockaus, 1870) y la muy selecta de Milá y Fontanals (Barcelona, 1884) que sólo admitió 103.

El Romancero de Herder, que es una obra poética de primer orden, debe estudiarse en la edición de S. A. Voegelin: Herders Cid, die franzoesische und die spanische quelle (Heilbronn, 1879).

La paráfrasis francesa en prosa que sirvió de principal texto a Herder apareció en la Bibliothéque Universelle des Romans (2.º volumen del mes de julio de 1783) y se atribuye a un tal Conchut.

[p. 302]. [1] . La verdad en el potro y el Cid resucitado (Madrid, 1686) P. 85. «Dixo otro: ¿si sería cierto que hubo Cid? Sí (respondió), que yo tengo un libro manuescrito en que dize que le huvo, y que fue bastardo, avido en una molinera; y en verdad que he leído infinitos libros, pero jamás he oído dezir quién fuesse su madre. Calla, maldita lengua (dixo el Cid), que no hay huessos libres de tu rabiante filo.»

El libro de Francisco Santos, tan curioso como todos los suyos, contiene cuatro romances artísticos (o más bien fragmentos de romances), que no están en las colecciones antiguas, pero sí en la de Carolina Michaëlis.

También al Prior de San Juan, D. Hernando de Toledo, famoso hijo bastardo del Gran Duque de Alba, se le supuso engendrado en una molinera, como puede verse en la comedia de Lope de Vega, El Aldehuela, y en la de D. Francisco de Villegas, El Hijo de la molinera y Gran Prior de Castilla.

[p. 306]. [1] . Aunque los romances del cerco de Zamora forman parte esencial de la leyenda del Cid, pueden constituir también un romancero aparte, como el que ha formado D. Cesáreo Fernández Duro (Romancero de Zamora, Madrid, 1880), curioso libro que añade algunos romances artísticos inéditos a los coleccionados por Wolf y Durán, y contiene además una copiosa bibliografía de los poemas, obras dramáticas y escritos varios, relativos al famoso cerco.

[p. 314]. [1] . Romancenstudien von Carolina Michaëlis de Vasconcellos. I. Geschichte einer alten Cidromanzen. (En el Zeitschrift für Romanische Philologie, tomo XVI.) Halle, 1891.

[p. 317]. [1] . T. Braga. Cantos populares do Archipelago Açoriano, Porto, 1869. Núm. 47. Estacio da Veiga. Romanceiro do Algarbe, Lisboa, 1870, pág. 11.

[p. 318]. [1] . Romanceiro do Archipelago da Madeira. Funchal, 1880, pág. 206. Le hemos reproducido en el tomo X de esta Antología, pág. 243.[Ed. Nac. vol. IX].

[p. 319]. [1] . Tal es la lección del Cancionero de Romances, que es la más antigua y autorizada. Las posteriores corrigieron «allí hablara el caballero», o «allí hablara al caballo», con lo cual resulta el texto sin sentido.

[p. 319]. [2] . Cambiado el nombre de Babieca en Gabelo, dice casi lo mismo el romance de las islas Azores:

       En nao temo cavalleiros—nem armas que elles tragam,
       Nao temo senao Gabello—filho da minha egua baia.
       Que o perdi em pequenino—andando n'uma batalha.

[p. 320]. [1] . Véase en el tomo X de la presente Antología (pág. 242) [Ed. Nac. vol. IX] el romance de D. Rodrigo, del cual recogió Estacio da Veiga dos lecciones, una de Tavira y otra de Fuzeta. Está muy modernizado, como lo prueba lo antihistórico de los nombres (D. Ramiro, D. Gaiferos, Doña Almansa, el Conde Losada por Lozano, padre de Ximena Gómez) tomados de otros romances o historias posteriores, pero el fondo épico persiste, y la mayor parte de las expresiones puestas en boca de Doña Urraca son las mismas que los romances viejos la atribuyen.

[p. 321]. [1] . Esthétique, traduction française, par Ch. Bénard, 2.ª edición, 1875 . Tomo II, pág. 397 .

 

[p. 322]. [1] . «El Cid amante de Ximena probablemente no amó nunca» dice graciosamente Renán en un artículo sobre las Recherches de Dozy. Y en verdad que tiene razón, si por amor se entiende la quimera sofística de platónicos y petrarquistas, o la sutil galantería de la comedia española y de la tragedia francesa.