No se agotó en los grandes ciclos que hemos recorrido hasta ahora la vitalidad de la epopeya castellana. Otros personajes y sucesos fueron cantados también, y aunque las gestas que los celebraban hayan perecido, todavía quedan bastantes rastros en la tradición histórica y en las memorias locales para que podamos afirmar resueltamente su existencia.
Entre los personajes épicos que compartieron la celebridad del Campeador y son inseparables de su gloria, ninguno alcanza la talla de su sobrino Alvar Fáñez Minaya, que ya en tiempo del Emperador Alfonso VII era puesto por algunos en cotejo con el mismo Cid, de quien se decía que modestamente había confesado la superioridad de este su compañero de armas y primer lugarteniente. La opinión general, expresada por el autor del poema latino de la conquista de Almería (con ocasión de hablar de un Alvar Rodríguez, nieto de Alvar Fáñez) le concedía resueltamente el segundo lugar, pero dejando entrever que no le había faltado mucho para merecer el primero, como domador de las gentes ismaelíticas, expugnador de las más fuertes plazas y torres, la mejor lanza que brilló a los rayos del sol; tal, en suma, que, [p. 326] de haber vivido en tiempo de Roncesvalles, hubiera salvado de la derrota y de la muerte a Roldán, a Oliveros y a todos los paladines francos:
Cognitus
et omnibus est avus Alvarus, arx probitatis,
Nec minus hostibus
extitit impiis urbs bonitatis.
Audio sic dici,
quod est Alvarus ille Fanici;
Hismaelitarum
gentes domuit, nec eorum
Oppida vel turres
potuerunt stare fortes.
Fortia frangebat;
sic fortis ille premebat.
Tempore Roldani si
tertius Alvarus essent
Post Oliverum,
fateor sine crimine verum
[1]
Sub juga Francorum
fuerat gens Agarenorum,
Nec socii chari
jacuissent morte perempti;
Nullaque sub coelo
melior fuit hasta sereno
Ipse Rodericus mio
Cid semper vocatus
De quo cantatur,
quod ab hostibus haud superatus,
Qui domuit Mauros,
Comites quoque domuit nostros,
Hunc extollebat, se
laude minore ferebat;
Sed fateor virûm,
quod tollet nulla dierum,
Mio Cidi primus
fuit, Alvarus atque secundus.
[2]
Con razón indica Dozy que las palabras cognitus et omnibus est Alvarus prueban que los hechos y gestas de Alvar Fáñez eran cantados, puesto que el pueblo no leía las crónicas latinas. Además, todo el pasaje tiene ambiente épico y parece tejido con reminiscencias de cantares, siendo de notar la mención de los héroes carolingios, y la decisiva frase de quo cantatur aplicada al Cid, por lo mismo que en ninguno de los poemas que hoy tenemos consta la calificación que se le atribuye respecto de Alvar Fáñez.
La historia real y positiva de este valeroso caballero, aunque conocida de un modo imperfecto por los documentos diplomáticos y por las crónicas, sin que haya ninguna que ofrezca relación seguida de sus hechos, justifica su popularidad, que no nació, como otras veces, de un injustificado capricho de los juglares, sino de grandes y heroicas hazañas, coronadas por una muerte trágica. La poesía popular, por lo menos la que ha llegado a [p. 327] nosotros, identificó demasiado su existencia con la del Cid: la historia le presenta obrando con mucha más independencia y en distintos campos, pero es singular que en la primera fecha conocida de su vida aparezca ya asociado a uno de los actos más importantes de la juventud de Rodrigo. Alvar Fáñez fué en 1074 uno de los confirmantes de la carta de arras del Cid y doña Jimena, y precisamente por esta carta sabemos el parentesco que los ligaba. En 17 de noviembre de 1076 figura también entre los confirmantes del Fuero de Sepúlveda, y en 1085, después de la conquista de Toledo, Alfonso VI le envía como embajador al rey Almotamid de Sevilla. Cuando el destronado rey de Toledo Alcadir, apoyado por los castellanos, se apoderó del reino de Valencia, Alvar Fáñez mandaba la hueste cristiana, que hizo abrir, con el terror de su nombre, las puertas de la ciudad y se acantonó en Ruzafa, donde recibía diariamente seiscientos maravedís (dinares) de acostamiento, para satisfacer los cuales hubo de imponer Alcadir a sus nuevos súbditos un gran pecho o tributo sobre la cebada, que le hizo odioso a ricos y pobres, a grandes y pequeños. Así y todo, fué imposible pagar puntualmente a Alvar Fáñez; y como al mismo tiempo se rebelase contra el de Valencia el gobernador de Xátiva, Aben Mansur (el Abemacor de la Crónica general), poniéndose bajo la protección de Mondhir, príncipe de Lérida, Denia y Tortosa, que había tomado a sueldo una tropa catalana, mandada por Gerardo Alamán, barón de Cervellón, no encontró Alcadir más medio de retener al campeón castellano que darle «muy buenas heredades en que visquiesse». «E quando vieron los Moros que tal poder avía don Alvar Fáñez, yvanse para él quantos garzones e quantos malfechores havía en la villa. E tornose Valencia como en poder de Christianos: de guisa que fueron todos desesperados de mejorar en su facienda, e pugnaban de irse de la villa cuanto podien: e non preciaban las heredades nada, ca non estava ninguno seguro de su aver, nin de su cuerpo. Entonces fizo Alvar Fañez una cavalgada a la tierra de Abenhuc, e embió sus algaras a parte de Burriana, e a otras partes: e fueron con él grandes compañas de moros de aquellos malfechores que se le acogieron e de moros otros almogavares, e quebrantaron villas e castiellos: e aduxieron muchos ganados, e vacas, e ovejas, e yeguas, e mucha ropa, e otras cosas [p. 328] de aquellos logares que quebrantaban: e vendiéronlo todo en Valencia». [1]
Así refiere la Crónica general (trasunto en esta parte de un texto arábigo, como demostró Dozy) las correrías de los daguáyir o partidarios que seguían en el reino de Valencia la bandera de Alvar Fáñez, feroces mercenarios sin duda, gente allegadiza, renegada y salteadora, ni cristianos ni musulmanes.
De tales empresas, más lucrativas que honrosas, vino a sacar a Alvar Fáñez la terrible invasión de los almoravides, que le llevó a más nobles, aunque no siempre afortunados, campos de batalla. Cuando Yúsuf ben Texufin, enseñoreado ya de las tierras andaluzas, llegó a Badajoz en su carrera triunfal, Alfonso VI «envió por Alvar Fáñez a Valencia», según dice la General, y le tuvo a su lado en la sangrienta arrancada o rota de Zalaca en 23 de octubre de 1086. El desastre de los cristianos fué espantoso, pero el rey Don Alonso «mantovo la batalla fasta la noche, ca tan recio lidiava e tan de corazón, que moro ninguno non se le osava parar delante.» [2] Con mala fortuna también, pero sin quiebra de su valor, lidió Alvar Fáñez contra los almoravides en Almodóvar del Río en 1092, y en 1099, cerca de Cuenca. [3]
[p. 329] En la grande invasión de Alí ben Yúsuf 1110), Alvar Fáñez se cubrió de gloria defendiendo a Toledo contra un ejército de cien mil hombres, que embistieron por Alcántara y San Servando, con formidable aparato de máquinas de guerra. Un mes duró el sitio, según el Cartás; ocho días los asaltos, rechazados siempre por los toledanos, que, haciendo por fin una vigorosa salida, derrotaron completamente a los almoravides, quemando todas sus máquinas e ingenios. Alí levantó el sitio, y después de una breve campaña en que se apoderó de Talavera y Madrid, pero fué rechazado de Guadalajara, abandonó definitivamente Castilla la Nueva, retirándose a Córdoba y embarcándose poco después para Ceuta.
Alvar Fáñez, más poderoso cada vez, tanto que un autor árabe le apellida rey de los cristianos, continuó su carrera de [p. 330] triunfos, apoderándose de Cuenca en 1111. Y aunque en la nueva invasión almoravide de 1113, dirigida por Mazdalí, fué desbaratado en una sorpresa nocturna, con pérdida de seiscientos caballeros, no por eso lograron los muslimes penetrar en Toledo, aun después de la muerte de su heroico gobernador, acaecida en 1114, y, desgraciadamente, no a manos de infieles, sino de cristianos. Sobre el modo y circunstancias de esta muerte hay gran oscuridad y divergencia en los autores. Dicen los Anales Toledanos Primeros que en la era 1152 los de Segovia, después de la Octava de Pascua mayor, mataron a Alvar Fáñez. Pero un cronista árabe, citado por Dozy, supone que murió en la guerra entre castellanos y aragoneses, defendiendo los derechos de Alfonso VII contra su padrastro el Batallador. [1]
Tal nos aparece, aunque imperfectamente conocido, el Alvar Fáñez histórico, que fué, en concepto de Dozy, el mayor capitán español durante el reinado de Alfonso VI y la minoridad de su nieto Alfonso VII. Ningún otro se encuentra mencionado con tanta frecuencia en las historias árabes, cuyos autores, al registrar su muerte, condenan su alma a las llamas eternas, mostrando en el mismo furor de sus imprecaciones el terror que les causaba.
Aun siendo muy grande la intervención de Alvar Fáñez en el Poema del Cid y en las crónicas de este héroe, no resulta proporcionada a su importancia histórica ni al rastro que, como veremos, ha dejado en las tradiciones no cantadas. Indudablemente el strenuus dux Christianorum, de la Crónica de Alfonso VII, el príncipe de los Cristianos, según frase del autor del Cartás, fué sacrificado en demasía por los juglares a la gloria del Campeador, haciéndole entrar en la órbita de su acción guerrera, acaso con poco fundamento, puesto que Alvar Fáñez tuvo la suya propia en campos muy diversos: fué el héroe popular de Castilla la Nueva, el conquistador de Cuenca, el grande adalid de la Alcarria, el defensor indomable de Toledo; y aun en el reino de Valencia, de cuyos destinos se hizo árbitro por algún tiempo, penetró años antes que el Cid. Un fenómeno de atracción, muchas [p. 331] veces observado en la poesía épica, hizo entrar el raudal menor en el mayor, borró lo que era propio y peculiar del héroe menos favorecido por la voz de las musas, y convirtió a Alvar Fáñez, aunque la historia no lo dijese, en el diestro brazo y la fardida lanza del Cid. Brilla, pues, en el Poema, con luz más reflejada que propia, pero todavía es el primero en la hueste del Cid, el prinero por el esfuerzo de su brazo y por la prudencia de su consejo. Desde las primeras líneas del Poema se encuentra su nombre:
¡Albricia, Albarfanez, ca echados somos de tierra!
(V. 14.)
Él es quien exhorta y consuela al Cid en los desfallecimientos de que no está libre la naturaleza más heroica. Oigámosle en la sublime despedida de Cardeña, que inevitablemente recuerda la de Héctor y Andrómaca:
La oración fecha, la
misa acabada la an,
Salieron de la eglesia, ya quieren cavalgar,
El Çid a doña Ximena yva la abraçar,
Doña Ximena al Çid la mano'l va besar,
Lorando de los oios, que non sabe que se far.
E a las niñas tornó las acatar:
«A Dios vos acomiendo, fijas et a la mujier et al padre
spirital.
Agora nos partimos, Dios sabe el aiuntar.»
Lorando de los oios, que non viestes atal,
Asis parten vnos dotros commo la uña de la carne
Myo Çid con los sos vasallos pensó de cavalgar,
A todos esperando la cabeça tornando va.
Á tan grand sabor fabló Minaya Albar-fanez:
«Çid, do son vuestros esfuerços? en buen hora nasquiestes de
madre;
Aun todos estos duelos en gozo se tornarán,
Dios que nos dió las almas, conseio nos dara.»
(V. 366-382.)
Su generoso desinterés iguala a su bondad. Después de la victoria sobre los moros de Castejón, renuncia en favor del rey el quinto del botín, que le ofrece el Campeador:
Saliolos reçebir con
esta su mesnada,
Los braços abiertos
reçibe a Minaya:
«Venides,
Albarfanez, una fardida lanza!
........................................................................
Dovos la quinta, si
la quisierades, Minaya.»
[p. 332] —«Mucho vos lo gradesco, Campeador
contado,
Daquesta quinta
parte que me avedes mandado,
Pagarse ia della
Alfonso el Castellano...
A Dios lo prometo,
a aquel que está en alto,
Fata que yo me
pague sobre mio buen caballo
Lidiando con moros
en el campo,
Que enpleye la
lança e al espada meta mano,
E por el cobdo
ayuso la sangre destelando,
Ante Ruy Díaz el
lidiador contado,
Non prendré de vos
quanto vale un dinero malo.»
(V. 487-502.)
Cuando el Cid, cercado en Alcocer por gran muchedumbre de moros que quieren rendirle por hambre y sed, convoca a sus capitanes para deliberar si conviene romper el cerco arrancando contra el enemigo, la voz de Minaya es la primera y la única que suena en el consejo, y el Cid se conforma con su brioso parecer:
Primero fabló Minaya,
un cavallero de prestar:
«De Castiella la
gentil exidos somos acá,
Si con moros non
lidiaremos no nos darán del pan.
Bien somos nos
seycientos, algunos ay de mas,
En el nombre del
Criador, que non pase por ál:
Vayamos los ferir
en aquel dia de cras.»
Dixo el Campeador:
«a mi guisa fablastes.»
(V. 672-677.)
Trábase la lid, y son de Alvar Fáñez los mejores golpes, salvo, por supuesto, los que descarga Rodrigo, el bien barbado, el de la cofia fronzida y el almofar acuestas:
A Minaya Albarfanez
bien l'anda el cavallo,
Daquestos moros
mató treynta e quatro:
Espada taiador,
sangriento trae el braço,
Por el cobdo ayuso
la sangre destellando.
(V. 778-781.)
Como el autor del Poema no se distingue sólo por la fuerza, sino por cierta delicadeza viril y profundamente humana, que es un prodigio en tiempos tan ásperos, comunica esta misma cualidad a sus héroes, y muy especialmente a Alvar Fáñez y a Félez Muñoz. Éste aparece más candoroso y tierno en el [p. 333] encuentro del Robledal de Corpes, hasta partírsele las telas de dentro del corazón. Alvar Fáñez es más severo y duro, como cuadra a la mayor intensidad de su carácter épico, pero ¡qué rasgos de noble y respetuosa cortesanía en sus relaciones con Doña Ximena y sus hijas, a quienes acompaña desde Cardeña a Valencia!
Minaya
a doña Ximena e a sus fijas que ha,
E a las otras
dueñas que las sirven delant,
El bueno de Minaya
pensolas de adobar
De los meiores
guarnimientos que en Burgos pudo fallar,
Palafrés e mulas
que non parescan mal.
(V. 4423-1429.)
El heroísmo de la amistad, el culto de los afectos domésticos, la inagotable generosidad de su alma, llevan a Alvar Fáñez hasta el punto de ocultar al Cid la cobardía de sus yernos en la lid contra el rey Búcar, para no atribular el alma de su amigo y caudillo con tan tristes nuevas: es más, les atribuye hazañas imaginarias:
E vuestros yernos aqui
son ensayados,
Fartos de lidiar
con moros en el campo.
(V. 2460-61.)
Sería preciso transcribir la mayor parte del Poema si hubiésemos de dar razón de todos los pasajes en que figura Alvar Fáñez, que es, no el Aquiles, pero sí el Diómedes de la Ilíada castellana. Pero con ser tan importante este papel, ¿no hemos de creer que Alvar Fáñez fué además héroe de cantares épicos independientes de los del Cid? Resueltamente creo que tuvo su ciclo aparte, y que todavía quedan algunos vestigios de él. La Crónica general nos refiere con pormenores épicos, que indican la presencia de un cantar de gesta, cómo Alvar Fáñez fué enviado por el rey Don Sancho II de Castilla a desafiar en Santarem a su hermano Don García, rey de Galicia, y cómo se alabó en burlas de haber jugado las armas y el caballo, y cómo libró luego al rey de manos de seis caballeros de Don García que se habían apoderado de su persona. Esta hazaña se atribuyó después al Cid, y en la General se apuntan ambas versiones, lo cual prueba que desde el principio hubo confusión entre las aventuras de ambos caballeros, acabando la leyenda del Cid por absorber a la de Alvar [p. 334] Fáñez. Extractaremos este curioso relato, en que muy pocos han fijado la atención hasta ahora:
«El Rey Don Sancho allegó entonces muy gran hueste de Castellanos e de Leoneses, e de Asturianos, e de Navarros, e de Vizcaynos, e de Extremadanos, e ovo muchos caballeros Aragoneses para yr sobre su hermano el Rey Don García: de si llamó a Alvar Fáñez, un cavallero muy bueno, que era sobrino del Cid Ruiz Díaz, e dixol assi: «yd e dezid a mi hermano el Rey Don García que me dé toda Galizia, sinon que lo embio a desafiar. E Alvar Fáñez, como quier que le pesase por él yr con tales nuevas, ovo de fazer mandamiento de su señor. E pues que fue antel Rey Don García, dixol: «el Rey Don Sancho vuestro hermano vos embia dezir que le dedes toda Galizia, e sinon que vos embia desafiar». Quando esto oyó el Rey Don García, pesól mucho de coraçon, e fue muy cuytado por ello, dixo: «Señor Iesu Christo, miémbresete el preyto e la jura que fezimos al Rey Don Ferrando nuestro padre, que quien passasse su mandamiento, nin fuesse contra su hermano, que fuesse traydor por ello, e que oviesse la ira de Dios e la suya: e malos mis peccados yo soy el primero que lo passé e tollí a mi hermana su heredamiento.» Desi llamó a Alvar Fáñez e dixol: «yd e dezid a mi hermano Don Sancho, que le ruego yo como hermano, que non quiera passar el mandamiento de su padre: e si lo non quisiere fazer, que yo defenderme he dél quanto podiere». E Alvar Fáñez despidiese luego del Rey Don Garcia e fuesse su via: e el Rey Don García llamó entonces un cavallero Asturiano a quien dezien Ruy Ximenez, e mandole que fuesse a su hermano el rey Don Alfonso: e que le dixesse como lo avie desafiado su hermano el rey Don Sancho, e que querie tollerle su tierra, e que le rogava como a hermano que le pesasse, e que le non dexasse passar por su reino: e el cavallero fuese para el Rey Don Alfonso, e contól todo el fecho, asi como su señor le mandara: e el rey Don Alfonso repusol assi: «yd e dezid a mi hermano, que nin le ayudaré nin le estorvaré, e si se podiere defender que me plazerá»: e el cavallero tornase con esta respuesta al Rey Don Garcia, e dixol: «Señor, conviene que vos amparedes lo mejor que vos podieredes, que non tenedes ayuda ninguna en vuestro hermano».
El rey Don García era ome muy fuerte de corazón, e quando [p. 335] oyó lo que su hermano le embió dezir, quiso sacar su hueste contra él: e avie un su consejero por quien se guiava e con quien departie todos sus fechos e sus poridades: e este era contrarioso contra todos los ricos omes de la tierra. Los ricos omes veyendo el grand daño que les venie por consejo de aquel ome, rogaron al rey Don García, e pidieronle merced que le quitasse de si, e el Rey non lo quiso fazer: e quando ellos vieron el mal e el dano que por ellos venie, matarongelo delante: e el rey Don García fue muy sañudo e ovo ende gran pesar, e tovose por muy deshonrado porque gelo mataron assi, e fue mucho irado contra ellos, e apremiolos muy afincadamente mas que non fazie ante: e amenazávalos que nunca averien su gracia nin su amor: e ellos veyendo las amenazas e las deshoras que les fazie, quitávanse quanto mas podien de su señor.»
Refiere luego la rápida y triunfante invasión de Don Sancho en Galicia, y cómo Don García juntó, para resistirle, muy gran hueste en Villafranca (sin duda la del Vierzo) y desbarató la vanguardia del rey de Castilla, mandada por los condes de Lara, de Monzón y de Cabra. «E fue el torneo entre ellos muy grande, de guisa que morieron y bien trezientos cavalleros del rey don Sancho: e alli se yva compliendo lo que dixera Arias Gonzalo, que se matarien unos con otros los hermanos, e parientes con parientes. Quando el rey Don Sancho sopo el daño que avien preso los condes, cavalgó con quanto poder avie, e vino acorrerlos, mas el Rey Don García quando lo vio venir non se atrevió de esperarlo e fuese, e el rey Don Sancho fue empues dél en alcance fasta en Portogal.
El Rey Don García dixo entonces a todos sus vasallos e a sus amigos assi: «Amigos, non avemos ya tierra a do fuyamos a mi hermano el Rey Don Sancho, salgamos lidiar con ellos, o los vençamos, o morramos y todos, ca mas vale morir que soffrir este estragamiento en nuestra tierra. De si apartó a los Portogaleses a su parte, e a los Gallegos a la suya, e dixoles: «Portogaleses amigos, vos sodes nobres cavalleros: e ha menester que todo el mal prez que avedes que lo quitedes, e que finque en vos el bueno, ca vos avedes muchos señores buenos entre vos, e fazedlo muy bien a vuestra honra, e si yo con bien saliere de aqui, yo faré en guisa que entendades que he a coraçon de fazer algo», e [p. 336] ellos dixeron que lo fazien de agrado, e que le ayudarien quanto pudiessen e que non fincarie por ellos: e tornose entonces a los Gallegos, e dixoles assi: «Amigos, vos sodes muy buenos cavalleros e leales, e nunca fallamos que por vos fuesse señor desamparado en campo, métome en vuestras manos, ca sé que me consejaredes quanto mejor sopierdes, e que me ayudaredes otrosi lealmente: e ya vos vedes como nos trae el Rey Don Sancho acogidos, e yo non sé ál que fagamos, sinon lidiar con él, o vencer o morir: pero si vos ál entendedes, faré quanto me consejardes». Entonces le le dixeron los Gallegos, que le ayudarien quanto pudiessen bien e lealmente, e que ferien quanto él mandasse, e que aquello que les él dezie, que lo tenien por mejor. Pero dize assi aqui el Arzobispo D. Rodrigo, que ovieron acuerdo de yr pedir ayuda a los moros, e que se fuesse el Rey Don García con trezientos cavalleros, e que dixo a los moros que fiziessen hueste contra su hermano el Rey Don Sancho, e que él les farie dar el reyno de Leon, e aun el suyo mismo. E los moros le dixeron assi: «Quando tu eras Rey e tenies la tierra en poder non podiste defender tu reyno, agora cómo lo daries a nos, pues que lo has perdido?» Pero con esto dieronle muchos dones e honraronle, desi embiaronle, e él vino para Portogal, e ganó muchos castiellos de los que avie perdidos, e muchos otros logares de los que tenien aun en su poder ganados los moros.»
Hasta aquí el autor de la Crónica va interpolando, según su costembre, los fragmentos del cantar en el breve capítulo del arzobispo D. Rodrigo, que para nada menciona a Alvar Fáñez ni al asturiano Ruy Ximénez, y habla sólo de la muerte del infiel consejero de Don García [1] y de la petición de auxilio rechazada por los agarenos. Tampoco hace mérito del combate de Villafranca, y de su texto parece inferirse que Don García perdió el reino en una sola batalla, la de Santarem, donde cayó [p. 337] prisionero de su hermano, que le encerró en el castillo de Luna. [1] Todo lo que la General añade a estas secas noticias es de origen indudablemente poético, y nadie lo negará después de leído el trozo que sigue:
«Luego que el Rey Don Sancho sopo que su hermano el Rey Don García era venido de tierra de moros, fue contra él con gran hueste: e el rey Don García era estonces en Santaren, e el Rey Don Sancho començó de combatirle muy de rezio la villa, e los moradores salieron a ellos a barreras, e lidiaron toda una noche unos con otros que nunca quedaron. E otro dia de mañana salió el rey Don García al campo e paró sus hazes, e el Rey Don Sancho las suyas, e ovo la delantera de la hueste del Rey Don Sancho el conde D. García: e el Conde de Monçon yva en la costanera: e el conde D. Nuño en la otra: e D. Fruela de Asturias yva en la zaga con el Rey: e D. Diego (¿Ordóñez?) llevaba la seña del Rey Don Sancho. E venien assi los de la una parte como los de la otra muy avivados para lidiar. E el Rey Don García estava esforçando los suyos e diziendoles: «Vassallos e amigos, vos vedes el gran tuerto que mi hermano el Rey Don Sancho me faze en quererme toller la tierra que mi padre me dió, e ruego vos que vos pese e que me ayudedes, ca vos sabedes que desque yo fue Rey que quanto ove todo vos lo di e lo parti con vusco, aver e caballos e armas, e guardé vos para tal sazon como ésta.» E ellos dixeron: «Señor, partistelo muy bien e fezistes con nos mucho dalgo, ser vos ha muy bien galardonado si nos pudiesemos.» E estando ya las hazes partidas para lidiar una cerca de otra bien, el caballero que avemos dicho, que dicen Alvar Fañez, parósse antel Rey Don Sancho, e dixol a grandes voces: «Señor, yo jugué el cavallo e las armas que tenie, e si la vuestra merced fuesse que me vos diessedes un caballo e unas armas, yo vos serie oy en esta batalla tan bueno como seys cavalleros, e sinon que me tomedes por traydor.» E el Conde D. García dixo al Rey: «Señor, dad lo que vos pide.» E el Rey Don Sancho dixo que le plazie: e mandól luego dar cavallo e armas. Despues [p. 338] de esto començóse la batalla del un cabo e del otro, e murieron y muchos cavalleros e mucha de la otra gente de ambas las partes: e murió y de la parte del rey un cavallero muy preciado que avie nombre D. Gonçalo Siñid: pero al cabo fueron mal trechos los castellanos, e fue ferido el Conde D. Nuño e preso el conde D. García, e derribado del cavallo el Rey Don Sancho, e prisol su hermano el rey Don García, e diol a guardar a seis cavalleros: e fue en ello de mal acuerdo, e como de mala ventura: e fue en alcance de los que fuyen: e el rey Don Sancho dixo aquellos seys cavalleros: «Varones, dexadme yr e saldré de todo vuestro Reyno, que nunca jamas vos faré mal nin daño ninguno, e partiré con vusco quanto oviere»; e ellos dixeronle que non lo farien por ninguna cosa, mas que lo ternien guardado sin otro mal ninguno que le fiziessen fasta que viniesse el rey Don García. E ellos estando en esto llegó Alvar Fañez el cavallero a quien el Rey diera el cavallo e las armas entrante la batalla, e dió vozes contra aquellos cavalleros, e dixoles: «Dexad, traydores, al Rey Don Sancho». Esto diziendo, fue ferir en ellos muy de rezio, e derribó luego los dos dellos e venció los otros e ganó los cavallos de aquellos dos cavalleros: e el uno dió al Rey Don Sancho, e el otro retovo para si: pero dize en otro logar la estoria, quel Cid fue este que librara: e fuesse con su señor a una mata do estavase pieça de sus cavalleros, e començó a dezir a sus caballeros a muy grandes vozes: «ahe vos aqui el rey Don Sancho vuestro señor, e venga se vos en miente del buen prez que Castellanos ovistes siempre e non lo querades perder». E dexi allegaronse alli bien cuatrozientos cavalleros al Rey Don Sancho de aquellos que yvan vencidos: e ellos estando alli vieron al Cid venir con trezientos cavalleros, ca non se acertava en la primera batalla, e nos avemos aqui a dezir la una razon e la otra en este fecho, pues que la estoria lo departe assi. E el rey Don Sancho quando sopo que era Ruydiaz el mio Cid, plogol mucho con él, e dixo: «Agora descendamos al llano, ca pues quel Cid es venido creed que vencer los hemos», e fue a él, e recibiól muy bien, e dixol: «Bien seades venido, mio Cid el bienaventurado, ca nunca vassallo acorrió a señor a meior sazon que vos agora a mí». E dixol el Cid. «Bien creed, señor, que vos cobraredes e venceredes el campo, o yo morré.» E ellos fablando en esto, llegó el Rey Don García del [p. 339] alcance en que era ydo, e venie muy alegre cantando, departiendo en como avie vencido al Rey Don Sancho su hermano, e quél tenie presso. E él veniendo assi llegól mandado de como era el Rey Don Sancho suelto, e que lo tolleran por fuerça a aquellos seys cavalleros a quien lo diera en guarda, e que querie lidiar con él otra vez. Quando esto oyó el Rey Don García, pessól muy de coraçon, mas non pudo y ál fazer. Dexi començóse la batalla muy mas fuerte que la primera vez, e lidiavan muy de rezio de la una parte e de la otra, mas al cabo desampararon los Portogaleses al Rey Don García e fugieron: e mataron al Infante Don Pedro, que era amo del Rey Don García, e trezientos cavalleros con él. E priso Ruydiaz mio Cid al Rey Don García, e diol al su señor el Rey Don Sancho: e el Rey mandól echar en fierros, e llevó a Luna, un castiello muy fuerte, e alli fue en aquella prision e en aquellos fierros diez e nueve dias.» [1]
El cuadro no puede ser más épico. La viveza del relato, la frecuencia del diálogo, el detalle de los nombres propios y de las peripecias del combate, la nota cómica del juego en que había perdido Alvar Fáñez las armas y el caballo, todo, en suma, hasta los vestigios de asonancias, indican que este largo pasaje es fragmento prosificado de algún cantar de gesta, enlazado acaso con el de la partición de los reinos o con el del cerco de Zamora. No puedo cotejar en este momento el texto primitivo de la General, porque mi códice, tantas veces citado en estas advertencias, no alcanza más que hasta el reinado de Don Fernando el Magno: ignoro, por tanto, si en aquel texto se encuentra, como en el de Ocampo, la distinción entre las dos versiones que atribuían una misma hazaña a Alvar Fáñez y al Cid, pero no dudo que la primera es la más antigua, no sólo porque se ajusta mejor a los antecedentes de la narración, en que el Cid no figura hasta entonces para nada, sino porque la estrella épica de Alvar Fáñez fué palideciendo a medida que la del Cid se levantaba sobre el horizonte. Pero se ha de notar que en la Crónica del héroe burgalés, sacada como es notorio de una de las refundiciones de la General, aparecen las dos variantes fundidas ya y no meramente yuxtapuestas, repartiéndose equitativamente el lauro entre Alvar [p. 340] Fáñez y el Cid, y atribuyendo al primero palabras que la General impresa pone en boca del segundo. [1]
Otras anécdotas se contaron de Alvar Fáñez, y es memorable entre ellas por su carácter doméstico y su tendencia doctrinal el enxemplo 27º de El Conde Lucanor, donde narra con tanta gracia D. Juan Manuel la discreta elección que aquel caballero hizo de la menor de las hijas del Conde D. Pedro Ansúrez para casarse con ella, después de haber probado ingeniosamente el carácter y entendimiento de las tres; y cómo doña Vascuñana, que tal era el nombre de su mujer, fué dechado de perfectas casadas, sumisas al parecer y voluntad de su marido, hasta el punto de aceptar de buen grado, y hacer creer a los demás, cuanto a Alvar Fáñez se le ocurría en burlas, ora que las vacas eran yeguas, ora que las aguas del río corrían al revés. Este cuento, como todos los de su género, tendrá orígenes más o menos remotos, [2] y se habrá atribuído a otros personajes antes que al yerno del Conde Ansúrez; pero el carácter burlador y humorístico que se le atribuye parece una nota tradicional que concuerda con la anécdota de Santarem.
[p. 341] Pero todavía más que las referencias escritas, que al cabo son pocas y dispersas, nos convencen de la popularidad de Alvar Fáñez los rastros que ha dejado en la tradición oral de Castilla la Nueva, principal teatro de sus empresas. Si por las escrituras sabemos que fué alcaide en Toledo y Peñafiel y señor de Zorita y Santaver; si los Anales Toledanos le atribuyen la primera conquista de Cuenca, que muy pronto volvió a caer en poder de los infieles, otras proezas suyas, que acaso fueron cantadas, no constan en los libros, sino en la viva voz del pueblo y en el archivo incorruptible de la nomenclatura geográfica. Oigamos sobre esto al Sr. D. Juan Catalina García, docto y elegante ilustrador de las antigüedades de la Alcarria: [1]
Las tradiciones alcarreñas han conservado el recuerdo de este valeroso capitán. La más importante es la de que ganó a Guadalajara... Cincuenta y nueve años después de muerto Alvar Fáñez, Alfonso VIII hizo graciosa donación a D. Cerebruno, arzobispo de Toledo, de un baño en aquella ciudad, situado «circa portam de Albaro Fanez», nombre que hasta hoy conserva aquella entrada, y que acaso recibió en vida del caudillo, y por alguna circunstancia muy relacionada con él, como pudo ser la conquista. [2] Causa extrañeza que de este importante suceso no se conserve testimonio coetáneo...
Mas cualquiera que sea la opinión sobre esto, importa ahora [p. 342] decir que en los siglos pasados no estaba perdida en la Alcarria la memoria de Alvar Fáñez y sus gloriosas conquistas. Las célebres relaciones que por orden de Felipe II dieron muchos pueblos de España en el último tercio del gran siglo, han conservado aquellos recuerdos con menguada fidelidad, porque la tradición siempre tiene contornos vagos e indecisos. La relación de Guadalajara, aunque mezclando el dato con los nombres fabulosos del moro Bramante, del rey Galafre y del infante Carlos de Francia, atribuye la reconquista de la ciudad a Alvar Fáñez Minaya, cuya imagen, añade, constituye el principal blasón de nuestro escudo. Las de Hueva, Horche, Tendilla, Mondéjar, Fuentelaencina, Moratilla y Romanones se dan la misma gloria, sazonando algunas su relato con circunstancias y pormenores curiosos. Todavía se señalan sitios que tuvieron el nombre del conquistador afortunado, como el cerro de Alvaráñez, entre Romanones, Tendilla y Armuña, lugar donde quedan vestigios de fortaleza y donde se encontraban antes armas y utensilios. [1] En Alcocer existe una puerta llamada de Alvar Fáñez, y más allá, en tierra conquense, permanece una villa de su nombre y la creencia de que en Uclés y en el siglo XVI se halló el sepulcro del guerrero. [2] Tan firmes son estas tradiciones en la Alcarria, que en el siglo último un historiador local, docto y no mal crítico, el mercenario Fr. Juan de Talamanco, se atrevió a consignar en su Historia de Horche el día exacto en que Alvar Fáñez, saliendo de las [p. 343] sombras y alumbrado por la estrella de su fortuna, se apoderó por sorpresa de aquel pueblo y después, por escalada, de Guadalajara. No es extraño, pues, que los alcarreños guarden la memoria del valeroso castellano.»
Otro adalid, casi contemporáneo de Minaya, y alcaide de Toledo como él, llenó con el terror de su nombre las llanuras de la Mancha Baja, como Alvar Fáñez la sierra de Cuenca y las angosturas y valles del Henares y del Tajuña. Era gallego, y respondía al nombre de Munio Alfonso (Munio Adefonsi). Sus increíbles proezas están narradas en la inestimable Crónica latina de Alfonso VII, con alto estilo y entonación casi épica. El prestigio de sus victorias se realza con la catástrofe de su muerte, a la cual precedió una misteriosa tragedia doméstica que ilumina con siniestros reflejos el ocaso de esta vida heroica. El Emperador Alfonso VII le constituyó príncipe de todas las milicias del territorio comprendido más allá de la sierra de Guadarrama, [1] y al frente de aquellas huestes municipales penetró en el territorio andaluz y logró en los mismos campos de Córdoba victorias que parecerían fabulosas si no estuviesen tan comprobadas. Con sesenta y dos caballeros triunfó del rey Texufin en los campos de Almodóvar. Con novecientos caballeros y mil peones de Toledo, Ávila y Segovia, derrotó en 1143 innumerable morisma de Córdoba, Sevilla y Carmona, matando a los emires de las dos primeras ciudades (a quienes la Crónica llama Abenceta y Azuel), y haciendo innumerables prisioneros.
Hermosa descripción hace la Crónica de la pompa triunfal con que entró Munio Alfonso en Toledo por la puente de Alcántara. Iban delante los pendones y enseñas de los reyes vencidos, y clavadas en sendas picas las cabezas del cordobés y del sevillano. Seguían los prisioneros con las manos atadas a la espalda, salvo los jefes, que, por distinción, marchaban encadenados. Los peones cristianos conducían del diestro los caballos de los vencidos, con riquísimas sillas labradas de oro y plata. Gran número [p. 344] de acémilas y camellos africanos venían cargados de ricas telas, de armas sin cuento, lorigas, almetes, escudos y todo género de despojos arrancados a la opulencia de los vencidos. La Emperatriz Doña Berenguela bajó del Alcázar para presenciar el espléndido cortejo a la puerta de la Iglesia Catedral, y el grande y sabio arzobispo D. Raimundo, a cuya iniciativa debieron las escuelas occidentales su primera iniciación en el saber de árabes y judíos, fué quien cantó el Te Deum, al frente de su clerecía. Otro día hubo que repetir el triunfo para que le presenciase el Emperador, que acudió presuroso de Segovia. Las cabezas de los dos emires permanecieron suspendidas de las almenas del Alcázar, hasta que, movida a compasión la Emperatriz, no olvidada acaso de la noble cortesía con que la habían tratado los caballerescos sitiadores del castillo de San Servando, [1] mandó quitarlas de allí y que sus médicos judíos y sarracenos las embalsamasen con mirra y áloe, las envolviesen en ricos paños de seda y las colocasen en cajas de oro y plata, que fueron enviadas honoríficamente a las viudas de ambos Reyes.
A aquel día de gloria siguieron otros de luto y desolación [p. 345] para Munio Alfonso, manchado con la sangre de una hija suya, a quien la pasión o la liviandad había comprometido en una aventura amorosa: Quia ludebat cum quodam juvene, dice concisamente la Crónica. El terrible vengador lloró su crimen todos los días de su vida, y quiso ir en peregrinación a Jerusalén, de lo cual le disuadieron el arzobispo de Toledo y otros prelados, dándole por penitencia que guerrease continuamente contra los sarracenos de España, [1] como lo cumplió hasta el fin, sucumbiendo en los pozos de Algodor, cerca del castillo de Peña Negra, que tenía en custodia, y desde el cual hacía frecuentes excursiones contra Calatrava. Y aquí no quiero omitir ni una sola palabra de la grandiosa narración de la Crónica; luego se verá por qué.
«Salieron Munio Adefonso y el alcaide de Fita Martín Fernández contra los sarracenos, y encontraron las huestes de los paganos ordenadas en batalla junto a los pozos de Algodor. Trabada la pelea, cayeron al filo de la espada muchos de una y otra parte, y Martín Fernández fué herido, y moros y cristianos se retiraron a un tiempo del campo, quedando grande espacio entre las haces de los sarracenos y las de los cristianos. Conoció Munio Alfonso que la fortuna no se ponia de su lado, y dijo a Martín Fernández: «Martín, aléjate de mí con toda tu gente, y vete a custodiar y defender la fortaleza de Peñanegra, para que no la ocupen los Moabitas y los Agarenos, y haya gran duelo en la casa del Emperador. Entretanto yo y mis compañeros pelearemos con ellos, y la voluntad de Dios será cumplida.» A la hora Martín Fernández y los suyos levantaron el campo y volvieron al castillo para guarnecerle. Y entonces Munio Alfonso llamó a un entenado suyo, a quien aquel año en el día de Pascua había armado caballero, y le dijo: «Vuelve a Toledo, a casa de tu madre, y ten cuidado de ella y de mis hijos y hermanos tuyos. No permita Dios que en un solo día se vea privada de mí y de ti.» El joven respondió: «No iré, sino que moriré contigo.» Y entonces airado Munio [p. 346] Alfonso, le hirió con la punta de la lanza, y el mancebo lloroso y atribulado se tornó bien contra su voluntad a Toledo.
Acosado Munio Alfonso por los Moabitas y Agarenos, se retiró con su gente a cierta roca que llaman Peña del Ciervo, y allí cayó herido mortalmente por una saeta, y con él murieron cuantos le acompañaban, no sin haber hecho antes grande estrago en los infieles. Vino el alcaide de Calatrava, Farax Adali, y le cortó la cabeza, y el brazo y el pie derechos, y le despojó de sus armas, y envolvió su mutilado cuerpo en limpios paños, y envió la cabeza de Munio Alfonso a Córdoba, a casa de la mujer de Azuel, y a Sevilla a casa del rey Abenceta, y por último allende el mar, a los palacios del rey Texufin, para que en toda tierra de los Moabitas (Almoravides) fuese sabida tan buena nueva. El brazo y el pie de Munio Alfonso y las cabezas de los demás guerreros cristianos fueron suspendidas sobre la excelsa torre que domina a Calatrava.
Cuando llegó a oídos de los toledanos lo que habían hecho los sarracenos, vinieron a levantar del campo de batalla los restos mutilados de Munio Alfonso y sus compañeros, y los llevaron a enterrar en el cementerio de Santa María de Toledo. Y por muchos días la mujer de Munio Alfonso y las demás viudas venían a llorar sobre el sepulcro, y hacían una gran lamentación, diciendo de esta manera: «¡Oh Munio Alfonso! Grande es nuestro dolor por tu causa. La ciudad de Toledo te amaba con el cariño de la esposa que nunca tuvo más amor que el de su único marido. Tu escudo jamás cedió en la guerra, tu lanza nunca volvió atrás, tu espada nunca se retiró sino sangrienta. ¡No vayáis a anunciar la muerte de Munio Alfonso en Córdoba ni en Sevilla, no la anunciéis en la casa del rey Texufin, para que no se alegren las hijas de los Moabitas y se regocijen las hijas de los Agarenos, y se contristen las hijas de los Toledanos». [1]
[p. 347] Y añade el cronista con alto espíritu moral y religioso que aquella muerte fué expiación del gran pecado que Munio Alfonso había hecho contra Dios, no teniendo misericordia de su hija y olvidado de la que Dios había tenido con él sacándole ileso y triunfante de tantas batallas.
Prescindiendo de otros pormenores más discutibles, no puede negarse que el llanto de las viudas toledanas sobre la sepultura de Munio Alfonso es un trozo patético y de alta poesía, que trae inmediatamente a la memoria el llanto de Andrómaca al final del libro XXII de la Ilíada. Pero no me atrevo a conjeturar si este trozo formó parte de una canción de gesta en que se narrasen las prósperas y adversas fortunas del alcaide de Toledo, o si es un fragmento puramente lírico, unas endechas funerales, como las que en el siglo XV se cantaron en el Carmen de Lisboa sobre la tumba del Condestable Nuño Alvárez Pereira, en la isla de Lanzarote sobre la muerte de Guillén Peraza, en Córdoba sobre la tragedia de los Comendadores, en Vizcaya con ocasión de varios duelos domésticos y venganzas de banderizos, según el testimonio de Garibay. [1] Aun en este caso tendremos en la Chronica Adephonsi [p. 348] Imperatoris, compuesta poco después de 1146, el más antiguo vestigio de un género de poesía lírica popular, muy enlazado con los romances. [1]
En la rica mies histórica del reinado de Alfonso VII podemos descubrir los gérmenes de otra leyenda, la cual dió origen [p. 349] a romances que todavía se cantaban en el siglo XVII, según testimonio fidedigno, y de los cuales es posible que hoy mismo quede algún rastro. Trátase de aquel poderoso conde de las Asturias de Santillana, Rodrigo González, a quien nuestros historiadores montañeses llaman el último señor de Cantabria, cuyo dominio se extendía con soberano imperio en cuanto la costa santanderina abarca, entre las bocas del Asón y el Deva, y desde la marina a las vertientes septentrionales de las sierras castellanas. [1] El P. Sota, autor muy crédulo en cuanto a las épocas fabulosas, pero nada despreciable en la segunda parte de su obra, que se apoya en un sólido aparato de privilegios y escrituras, compuso larga disertación sobre los hechos de este famoso caballero, tomando por guía la Crónica del Emperador y adicionándola con escrituras, memorias y tradiciones locales muy dignas de consideración. [2]
[p. 350] Hijo mayor de D. Gonzalo Núñez, señor de Lara, ya en tiempo de Alfonso VI se titulaba armigero del Rey (esto es, su alférez mayor), y también príncipe y potestad. Casado en primeras nupcias con la infanta de Castilla Doña Sancha y en segundas con Doña Estefanía, hija del conde Armengol de Urgel, su poder y su arrogancia subieron de punto en medio de la anarquía del reinado de Doña Urraca. Haciendo alarde de una semi-independencia, llegó a anteponer en los privilegios y donaciones su nombre al de la Reina: « Facta charta sub Principe nostro Roderico Gondisalvi et Regina Urraca in Legione » . Palabras que no deja de invocar el P. Sota en apoyo de su tesis favorita: «Que los condes de Arturias de Santillana eran soberanos propietarios de su estado, y no habido por merced de los Reyes, como también lo eran los de Vizcaya sus vecinos.» Pero no era Alfonso VII, aun en su primera mocedad, príncipe que tolerase estos alardes de soberanía, y tanto el señor de Cantabria como su vecino y aliado el conde Gonzalo Peláez, de las Asturias de Oviedo, experimentaron muy pronto la dura mano del hijo de Raimundo de Borgoña. Gonzalo Peláez llegó a la rebeldía abierta, y sostuvo una guerra de siete años, que le costó la pérdida de todos sus Estados de Asturias y Castilla, teniendo que refugiarse en Portugal, donde le sorprendió la muerte cuando preparaba una expedición naval para recuperar su señorío.
Desde sus primeras páginas nos presenta el anónimo toledano, cronista de Alfonso VII, a Rodrigo González y su hermano el conde D. Pedro de Lara como descontentos y recelosos del Rey, y gradúa de fingidas las seguridades de paz y muestras de sumisión que le dieron. Cuando en 1129 entró en Castilla Don Alfonso el Batallador con poderosa hueste aragonesa, talando y estragando la tierra, ni Rodrigo ni el de Lara respondieron al llamamiento de su legítimo monarca. Tal desacato no podía quedar impune, y al año siguiente, 1130, el rey de Castilla «subió a las Asturias de Santillana contra el conde Rodrigo y los otros rebeldes, y expugnó sus castillos, y los destruyó, y puso fuego [p. 351] a sus heredades, y taló sus viñas, y cortó sus árboles. Viendo el conde que de ninguna manera podia escapar de las manos del Rey, ni en los castillos, ni en los montes, ni en las cavernas, le envió mensajeros pidiéndole que viniese a coloquio con él junto al río que llaman Pisuerga; con esta condición: que a cada uno acompañasen seis caballeros solamente. Consintió el Rey, y acudieron uno y otro al puesto aplazado, y entablaron su coloquio. Y como el Rey oyese del Conde algo que no le era lícito oír con paciencia, se enojó terriblemente, y le echó las manos al cuello y entrambos juntamente cayeron de sus caballos en tierra. Viendo esto los soldados del Conde, se llenaron de terror, desampararon a su señor y huyeron. El Rey prendió al Conde, y le tuvo en cadenas hasta que le entregó todos sus castillos y señoríos. Entonces le puso en libertad, pero enteramente despojado y sin honra. Después de muchos días vino al Rey el mismo Conde, y se humilló ante él y reconoció la culpa que había cometido. Y el Rey, como era tan misericordioso, se apiadó de él y le dió la alcaidía o gobierno de Toledo y grandes honores en Extremadura y en Castilla, y el mismo Conde emprendió muchas guerras contra los sarracenos, y cautivó muchos de ellos, y alcanzó grandes despojos de su tierra.»
Salta a los ojos del más distraído la analogía, o más bien la identidad, entre este paso histórico y un famoso episodio de los cantares de gesta de Fernán González, que conocemos por la segunda Crónica general (de 1344) y por los romances. La entrevista de Alfonso VII y el señor de Cantabria en la margen del Pisuerga es punto por punto la del rey de León y el conde de Castilla en el vado de Carrión, aunque en el texto épico toda la ventaja está de parte del rebelde:
El Rey, como era
risueño,—la su mula revolvió;
El Conde con
lozanía—su caballo arremetió;
Con el agua y el
arena—al buen rey ensalpicó.
Allí hablara el
buen Rey—su gesto muy demudado:
«Buen conde Fernán
González—mucho soys desmesurado.
Si no fuera por las
treguas—que los monjes nos han dado,
La cabeza de los
hombros—yo vos la oviera quitado.
Con la sangre que
os sacara—yo tiñera aqueste vado.»
[p. 352] Y como la Crónica de Alfonso VII es coetánea de los hechos que narra, y enteramente histórica en su contenido, hay que rechazar la hipótesis de que atribuyese una tradición épica a un personaje actual. Lo contrario es lo verosímil: la anécdota de Rodrigo González, que fué cantada, según indicios que apuntaré despues, es la que debió de servir de tipo, cuando la memoria de aquel turbulento prócer iba cayendo en olvido fuera de su tierra natal, para aplicársela a otros héroes épicos de más universal nombradía. No sólo sirvió de paradigma para la de Fernán González, sino que remotamente influyó en otros ciclos, como el de la mocedades del Cid. Tenemos, pues, un nuevo argumento cronológico para retrasar la fecha del segundo cantar de Fernán González y del Rodrigo, que efectivamente faltan en la primera Crónica general. Y tenemos un nuevo ejemplo del carácter profundamente histórico de la epopeya castellana, que hasta cuando parece inventar no hace más que trasponer y acomodar a sus héroes lances de la vida real.
Digno sucesor de Alvar Fáñez y de Gutierre Armíldez en la alcaidía de Toledo, puesto de honor de la frontera castellana, hizo Rodrigo González diversas entradas en Andalucía por el puerto del Muradal. La Crónica latina, que le menciona siempre con títulos honoríficos, como los de Cónsul y Príncite de la Milicia toledana, describe de esta manera una de sus empresas, que puede dar idea de las restantes:
«Bajó a tierra de Sevilla, y destruyó toda aquella región, hizo muchos estragos e incendios, mandó cortar todos los árboles fructíferos, trajo en cautiverio hombres, mujeres y párvulos sin número, adquirió grandes despojos, oro y plata, vestiduras preciosísimas, caballos y yeguas, asnos, bueyes y vacas, y todo género de ganados. Viendo esta devastación el Rey de Sevilla, convocó muchos millares de Moabitas, Árabes y Agarenos de las islas de la mar, y de sus costas, y de sus vecinos y amigos, y muchos príncipes y caudillos, y fué a sorprender el campamento del Cónsul. Pero a éste no se le ocultó el peligro, y sacando su ejército al campo, le ordenó en batalla contra los Sarracenos. Dividió la gente de a pie en dos haces o escuadrones, y puso con ellos a los ballesteros y honderos, y en el centro colocó a sus más fuertes soldados. Después ordenó las milicias de Ávila contra los Árabes, [p. 353] las de Segovia contra los Moabitas (Almoravides) y Agarenos. El Cónsul se quedó en la retaguardia con las milicias de Toledo y de allende la Sierra y de Castilla, para poder prestar ayuda a los débiles y asistencia a los heridos. Trabada la pelea, los Sarracenos hacían grande estrépito con trompetas de metal, tambores y voces, e invocaban a Mahoma: los Cristianos desde el fondo de su corazón invocaban al Señor y a la Santísima Virgen y a Santiago, para que tuviesen misericordia de ellos y no se acordasen de los pecados de sus Reyes, ni de los suyos propios, ni de los de sus padres. Cayeron muchos heridos de una parte y otra. Finalmente, viendo el Conde que la parte más fuerte del ejército contrario era la que mandaba el Rey de Sevilla, cargó con terrible ímpetu sobre ellos, y el Rey de Sevilla sucumbió peleando, y con él murieron muchos Príncipes y caudillos, y toda la hueste de los Sarracenos fué desbaratada y se entregó a la fuga. El Cónsul fué siguiendo el alcance hasta las puertas de Sevilla, y después de recoger un rico botín, comenzó a retirarse hacia su campo, y de allí a Toledo, donde entró con todo su ejército, bendiciendo y alabando al Señor, que salva a los que en él esperan.»
Muchas más debieron de ser las fortísimas batallas que venció el Conde Rodrigo, puesto que el cronista dice expresamente que no están todas escritas en su libro. Pero no bastaron todas ellas para que el prudente y enérgico Emperador Don Alfonso le permitiese nunca volver a su tierra montañesa ni tener ningun señorío en ella, sin duda por la razón que apunta el P. Sota, es a saber: por la importancia que el glorioso conquistador de Almería tenía que dar al dominio de la única zona marítima de Castilla la Vieja y a la posesión de un puerto tan seguro y capaz como el de Santander.
Viendo al Rey enojado siempre y de mal talante, determinó Rodrigo González en 1137 retirarse de su servicio y buscar en más remotos campos las sangrientas palmas de la victoria. Renunció, pues, a la alcaidía de Toledo y a los demás honores y señoríos que del Rey tenía, y partió a la Tierra Santa, no como peregrino, sino como cruzado. En la guerra de Ultramar fué tan temida su lanza como en las campañas de Andalucía, y cuando ya se disponía a volver a España, fabricó, en frente de Ascalona, [p. 354] un castillo fortísimo, que llamó Torón; y habiéndole guarnecido de caballeros, peones y bastimentos, se le entregó a los templarios para su defensa y custodia, y tornó a pasar el mar, con esperanza de que sus nuevas proezas hubiesen desarmado la cólera de Alfonso. Pero, como dice melancólicamente la Crónica, «ni siquiera vió la cara del Rey, ni fué recibido en Castilla en las heredades de sus padres», y errante, y despechado volvió a expatriarse, sirviendo sucesivamente al Conde de Barcelona y al Rey de Navarra, y, por último, a Abengania, príncipe de los Sarracenos de Valencia. Su mal destino parecía encarnizarse cada vez más. La Crónica refiere con su mortificante laconismo que los Sarracenos le propinaron un tósigo que no tuvo fuerza para matarle, pero que le cubrió de lepra. Con la esperanza de obtener sobrenatural curación o de morir al menos junto al sepulcro de Cristo, se embarcó de nuevo para Palestina, y en Jerusalén acabó su trabajosa y desventurada vida. [1]
Los pormenores que la Crónica calla los conservó la tradición recogida por D. Juan Manuel en las doctrinales y sabrosas páginas de El Conde Lucanor (enxemplo 44 de la edición de Argote). Para honra de la lealtad castellana consignó los nombres de los tres fieles compañeros de armas del Conde que le siguieron en su postrera y dolorosa peregrinación y le asistieron con heroica caridad y transportaron sus huesos a Castilla: Pero Núñez de Fuente Almexir, D. Roy González de Zaballos. D. Gutierre Rodríguez de Languerella, montañés el segundo de ellos y antiguo vasallo o cliente de Rodrigo. Pero no conviene abreviar en nuestra seca prosa lo que tan galanamente escribió el mejor prosista español de los tiempos medios:
«El conde don Rodrigo el Franco fué casado con una dueña, hija de don Gil García de Azagra, [2] et fué muy buena dueña; et el conde su marido asacól falso testimonio; et quejándose desto fizo su oración a Dios, que si ella era culpada, que mostrase su [p. 355] milagro en ella; et si el conde le asacara falso testimonio, que lo mostrase en él. Et luego que la oración fué acabada, por el milagro de Dios engafeció el conde, et ella partióse dél, et luego que fueron partidos envió el rey de Navarra los mandaderos a la dueña, et casó con ella, et fué reina de Navarra. Et el conde, siendo gafo, et viendo que non podia guarescer, fuése para la tierra santa en romería, para ir morir allá: et como quier que era muy ondrado et tobía muchos buenos vasallos, non fueron con él sinon estos tres caballeros dichos, et moraron allá tanto tiempo, que les non cumplía lo que llevaron de su tierra, et hobieron de venir a tan gran pobreza, que non habían que dar al conde su señor a comer: et por la gran mengua alquilábanse cada día en la plaza los dos, et el uno fincaba con el conde, et de lo que ganaban gobernaban a su señor: et asimismo cada noche bañaban al conde et limpiábanle las llagas de la gafedat. Et acaesció que en bañándole una noche los brazos et las piernas, que por aventura hobieron mester escopir, et escopieron. Et cuando el conde vió que todos escopieron, cuidando que lo facían por asco que dél tomaban, comenzó a llorar et a quejarse de grant pesar et quebranto del asco que dél hobieron. Et porque el conde entendiese que non hobieran asco de la su dolencia, tomaron con las manos de aquel agua que estaba llena del podre et de las postillas que le salían de las llagas que el conde había, et bebieron della muy grand pieza. Et pasando con el conde tal vida, fincaron con él fasta que el conde murió. Et porque ellos tovieron que les sería mengua tornar a Castilla sin su señor vivo o muerto, non quisieron tornar sin él. Et como quier que les decían quel ficiesen cocer, et que levasen los sus huesos, dixieron ellos que tampoco consentirían que ninguno pusiese la mano en su señor, siendo finado como siendo vivo, et non consintieron que le cociesen; mas enterrarónlo et lo esperaron fasta que fué toda carne desfecha, et metieron los huesos en una arqueta, et traíenlos a veces a cuestas. Et así vinían pidiendo las raciones, trayendo su señor acuestas; pero traían testimonio de todo esto que les había acaescido. Et viniendo ellos tan pobres, pero bien andantes, llegaron a tierra de Tolosa, et entraron por una villa, et toparon con grand gente que llevaban a quemar a una dueña ondrada, porque la acusaba un hermano de su marido, et decía [p. 356] que si algunt caballero non salvase a la dueña, que cumpliesen en ella aquella justicia: et non fallaban caballero que la salvase. Et desque don Pero Núñez, el leal et de buena ventura, entendió que por su mengua de caballero facían aquella justicia de aquella dueña, dijo a sus compañeros que si él sopiese que la dueña era sin culpa, que él la salvaría; et fuése luego para la dueña et preguntóle la verdad del fecho. Ella le dixo que ciertamente ella nunca ficiera aquel yerro de que la acusaban; mas que fuera su talante de lo facer. Como don Pero Núñez entendió que ella de su talante quisiera facer lo que non debía, asmó que non podía ser que algunt mal non le aconteciese al que la quisiese salvar: pero pues él lo había comenzado, et sabía que non ficiera todo el yerro de lo que la acusaban, dixo que él la salvaría. Et como quier que los acusadores le cuidaron desechar diciendo que non era caballero, desque mostró el testimonio que traía non lo pudieron desechar, et los parientes de la dueña diéronle caballo et armas; et ante que entrase en el campo dixo a sus parientes que con la mercet de Dios que él fincaría con honra et que salvaría la dueña; mas que non podía ser que a él non le aviniese alguna ocasión por lo que la dueña quisiera facer. Et desque entraron en el campo ayudó Dios a don Pero Núñez, et venció la lid et salvó la dueña, pero perdió don Pero Núñez el ojo, et así se cumplió todo lo que don Pero Núñez dixiera ante que entrase en el campo; et la dueña et sus parientes dieron tanto de haber a don Pero Núñez, con que pudieron traer los huesos del conde su señor, ya cuanto más sin la lacería que ante. Et cuando las nuevas llegaron al rey de Castiella de cómo aquellos bien andantes caballeros venían et traían los huesos del conde su señor, et como veníen tan bien andantes, plógole mucho ende et gradesció mucho a Dios porque eran de su reino omes que tal cosa ficieron; et envióles mandar que viniesen de pié así mal vestidos como venían; et el día que hobieron de entrar en el su reino de Castilla, saliólos a rescebir el rey de pié bien cinco leguas antes que llegasen al su reino; et fizoles tanto bien, que hoy día son heredados los que vienen de su linaje de lo que el rey les dió. Et el rey et todos cuantos venían con él, por facer honra al conde señaladamente, et por la facer a los caballeros, fueron con los huesos del conde fasta Osma, do los enterraron; et desque fué [p. 357] enterrado, fuéronse los caballeros para sus casas; et el día que don Roy González llegó a su casa, cuando se asentó a la mesa con su mujer, desque la buena dueña vió la vianda ante sí, alzó las manos a Dios et dixo: «Señor, bendito seas tú, que me dexaste ver este día, ca tú sabes que después que Roy González se partió desta tierra, que esta es la primera carne que yo comí et el primer vino que yo bebí». A don Roy González pesóle desto, et preguntóle que por qué lo ficiera; ella dixo que bien sabia él que cuando se fuera con el conde; que le dixiera que nunca tornaría sin el conde, et que ella viviese como buena dueña, que nunca le menguaría pan et agua en su casa; et pues él esto le dixiera, que non era razón que le saliese de mandado, et que por esto non comiera nin bebiera sinon pan et agua. Et otrosí, desque don Pero Núñez llegó a su casa, desque fincaron él et sus parientes et su mujer sin otra compaña, la buena dueña et sus parientes con el grand placer que habían, comenzaron a reír, et cuidó don Pero Núñez que hacían escarnio dél porque perdiera el ojo, et cubrió el manto por la cabeza, et echóse muy triste en la cama. Et cuando la buena dueña lo vió ansí triste, hobo ende muy grant pesar; et tanto le afincó, fasta que le hobo de decir que se sentía mucho porque facían escarnio por el ojo que perdiera. Et cuando la buena dueña esto oyó, dióse con una aguja en su ojo, et quebrólo, et dixo a don Pero Núñez que aquello ficiera ella porque si alguna vez riyesen, nunca cuidase él que reían dél por le facer escarnió; et así fizo Dios bien en aquellos caballeros buenos por el bien que ficieron.»
No es imposible que algunas de las aventuras narradas en este enxemplo de tan noble elevación moral, hubiesen recibido forma poética antes de D. Juan Manuel. En el Libro de Patronio no faltan elementos épicos; y lo es desde luego el enxemplo XXXVII «de la respuesta que dió el conde Fernán González a sus gentes después que hobo vencido la batalla de Hacinas». Además, la falsa acusación de la dueña de Tolosa es un lugar común de la poesía caballeresca, aunque presentado aquí con mucha novedad y con inesperado ingeniosísimo desenlace, que sirve luego para un heroico y bárbaro rasgo de ternura conyugal. Pero también puede suponerse que se trata de anécdotas transmitidas de boca en boca desde los tiempos [p. 358] del Conde Rodrigo y de sus compañeros, y en la duda, a esto me inclino.
Lo que no puede dudarse es que a fines del siglo XVII se conservaban todavía en la Montaña romances de su postrer señor, y que el P. Sota los oyó cantar. «A la prisión del Conde (dice) se hizo un romance, que hasta hoy canta la juventud de Asturias de Santillana en sus bayles y danzas, y comienza de esta manera:
Preso le llevan al Conde,—preso y mal encadenado....»
¿Qué romance sería éste? En la tradición asturiana (de las Asturias de Oviedo, se entiende) ha encontrado el Sr. Menéndez Pidal (D. Juan) uno cuyo principio es casi idéntico:
Preso va el Conde, preso—preso y muy bien amarrado...
Pero éste perece referirse al Conde de Saldaña y a Bernardo del Carpio, según la interpretación que dejamos consignada en el tomo anterior, y de ningún modo a Rodrigo González, a quien ninguna tradición acusa de haber «encintado una niña en el camino de Santiago». Quizá por un caso de contaminación y de trasposición, de los que son tan frecuentes en la poesía popular, el personaje más célebre, aunque fuese fabuloso, suplantó al histórico cuando se extinguió la memoria de éste, nunca muy popular fuera de sus montañas, y en ellas mismas olvidado hoy; y el principio del romance de la prisión del Conde sirvió para encabezar otro romance enteramente novelesco, pero que conserva rastros de una antiquísima leyenda.
No creemos que el P. Sota pudiera engañarse enteramente sobre el sentido del romance que se cantaba en su tiempo en las romerías montañesas, porque el recuerdo tradicional de aquella especie de reyezuelo que osó desafiar desde las breñas cantábricas el poder de tan gran monarca como el Emperador, no sólo vivía en labios del pueblo, sino que estaba vinculado a ciertos lugares donde se pretendía encontrar vestigios de las fortalezas que allanó Alfonso VII para establecer su omnímodo poder en Cantabria. El P. Sota, que no era falsario, aunque tratándose de los tiempos primitivos diera asenso por credulidad o espíritu novelero a grandísimas falsedades, recogió estos dichos del vulgo, [p. 359] interpretándolos a su manera, en un pasaje curiosísimo (a lo menos para los montañeses), no a título de historia, sino a título de folk-lore. «Los castillos de nuestro desdichado Conde Rodrigo, y casas fuertes de sus parientes y secuaces, que destruyó el rey Don Alfonso séptimo, fueron en gran número, según las muchas ruinas que de ellos hoy se ven en Asturias de Santillana. El primero fué el palacio del mismo Conde, que era a modo de castillo roquero, según los vestigios que de él han quedado sobre el llano de una alta peña en el lugar de Igollo del valle de Camargo. En medio del trecho que hay de allí a la villa de Santander, distante una legua de tierra llana, se erige un escollo solo y sin conexión con otro alguno, cuyo ámbito es de un cuarto de legua; pero de tanta altura, que de su eminencia se alcanza a ver grandísimo trecho del mar Océano, y sobre ella están los cimientos de un castillo antiquísimo, a cuya causa llaman a este escollo la Peña Castillo. Hubo de ser atalaya para ver cuándo venían los enemigos por el mar, porque para habitación no era conveniente, por ser de gran fatiga su ascenso y descenso. Era tan fuerte de naturaleza, que cuatro hombres le podían defender de un poderoso cerco con sólo desgajar peñas desde su eminencia... Otro está a tres cuartos de legua de Igollo y una de Santander, en un cerro muy alto que cae sobre el mar; pero no es inaccesible como el que acabamos de referir. Este se llama el Castillo de Liencres, por estar debaxo de él un lugar de este nombre. Y parece que fué quemado y no demolido, porque perseveran sus paredes, pero sin madera alguna ni teja. Estos tres castillos eran del Conde, y otros que tenía por diversas partes de su estado.» [1]
Si de los temas poéticos de Alvar Fáñez, Munio Alfonso y Rodrigo González sólo quedaron despedazadas reliquias y vagos indicios que apenas permiten adivinar cuál pudo ser su contenido, no acontece lo mismo con la peregrina y fantástica leyenda de los caballeros Hinojosas, que Sandoval transcribió en sus Cinco Reyes, [2] y en la cual recientemente ha fijado la atención [p. 360] un joven y aventajado hispanista norteamericano, Mr. John D. Fitz-Gerald, [1] que la ha impreso de nuevo con más corrección, valiéndose de un códice de la Biblioteca Salazar (H—18), incorporada hoy a la de nuestra Academia de la Historia. El texto es de letra del siglo XIV, y sirve como de apéndice a la Vida de Santo Domingo de Silos, de Berceo, transcrita en el mismo códice. Sandoval da a entender que copió esta historia de una tabla que se encontraba en Silos sobre el sepulcro de los Hinojosas, pero ningún otro cronista benedictino confirma que estuviese allí tan larga inscripción, y Yepes tácitamente lo niega, pues sólo da razón de los epitafios latinos que hablía en los sepulcros de Munio Sancho de Finojosa, de su mujer doña María Palacín, y de sus hijos Domingo Muñoz y Fernando Muñoz, en el primero de los cuales se alude, aunque en forma sumamente concisa, al caso sobrenatural que sirve de fondo a Ia leyenda:
Utpote promissit hic
vivens, in nece vissit,
Hierusalem sacrum,
Patriarcha teste sepulchrum.
Estos versos hubieran sido ininteligibles para el mismo Yepes, a no ser por la ayuda de «un libro manuscripto muy viejo, donde está hecha memoria de los milagros de Santo Domingo, y entre ellos, como cosa muy grave, está hecha memoria deste caballero Muño Sancho.» El concienzudo analista de la Orden de San Benito atribuyó esta relación al monje de Silos Pedro Martín o Marín, que escribía por los años de 1293. Pero tal atribución no puede sostenerse, porque los Miráculos romanizados de Santo Domingo, compuestos por Pedro Marín, no contienen semejante leyenda, ni en el texto publicado por Fr. Sebastián de Vergara, [2] ni en el códice de la Academia Española, que es probablemente el mismo de Silos, oculto hasta estos últimos años. Además, la compilación monacal de Fr. Pedro Marín tiene muy diverso estilo que este fragmento de crónica, que no es más que la [p. 361] prosificación de una cantar de gesta, como ya ha indicado el docto benedictino Férotin, reciente historiador de la abadía de Silos. [1]
«Era de mill e cient e VIII años, en tiempo de don Alonso, emperador de Spaña, fallamos en la corónica de los reyes que son pasados deste mundo al otro, quales fueron e qué batallas ficieron por sus manos. Fallamos de un rico omne qual dixeron Muño Sancho de Finoiosa, que era señor de setenta cavallos en Castiella en tiempo del emperador sobredicho en la era sobredicha, e porque fo muy bono e de bon sentido e bon guerrero de sus armas contra Moros e bon cazador de todos venados, fallamos que él andava con su gente a correr monte e ganar algo, que fallaron un moro que avia nombre Aboabdil con una mora que avia nombre Alifra, que eran de alto linaje e de grand guisa e aducian gran conpaña que yvan a façer sus bodas de un logar a otro et yvan desarmados porque eran paces, et ovieron los de prender anvos a dos et todo quanto algo levaban. E pues fueron presos preguntó el Moro que quien era aquel quel mandara prender, dixeron le que Don Muño de Ffenoiosa. Vino luego el Moro ante él, et dixol:
—«Muño Sancho si tú eres ome que as derecho en bien, ruego te et pido et de merçed que non me mates nin me desonrres, mas mandame entrar, ca Moro so de bon logar que iva façer mis bodas con esta Mora, et si lo faces tú lo veas, que tiempo verná que non te repintirás.»
Quando esto oyó don Muño Sancho, plogol mucho, et vedió que era ome de bien: e embió luego deçir a Doña Mari Palaçin, su muger, cómo aduçia aquel Móro e la Mora con sus conpañas e que los acogiessen muy bien, que quería que fiçiesse y sus bodas, et doña Mari Palaçin mandó apareiar muy bien todos sus palaçios, et resçibiolos muy bien, et don Muño Sancho fiço legar mucho pan et mucho vino et muchas carnes, et fincar tablados et correr et lidiar toros et façer muy grandes alegrías: assi que duraron las bodas mas de quince dias. E despues mandó don Muño Sancho vestir toda su conpaña muy bien et embió el Moro et la Mora con toda su conpaña et salió mucho honrradamente fasta su logar.
[p. 362] E despues desto, a cabo de grand tiempo, Muño Sancho ovo de aver batalla con un Moro muy poderoso en los campos de Almenar, e lidiando los unos con los otros muy afirmes e matando se e feriendo se del un cabo et del otro, ovieron de cortar el braço diestro a Don Muño Sancho. Entonte dixeron le sus gentes que se saliese de diesses (sic) a guarir. Dixo él: «Non será ansi, que fasta oy me dixeron Muño Sancho; de aqui adelante non quiero que me digan Muño Manco.» Entonz començó de esforçar e dixoles: «Ferit, cavalleros, et moramos oy aqui por la fe de Nuestro Señor Ihesu Christo.» E tornaron muy de reçio en la batalla. E ellos feriendo e matando en los Moros, et obieron de acrecer los Moros et fueron atantos que cogieron los en medio, e mataron a don Muño Sancho e setenta de sus cavalleros e a toda su gente. E en aquel dia que ellos finaron fallamos que aparescieron las sus almas de don Muño Sancho e de sus cavalleros e de toda su gente en la casa santa de Iherusalem, que avian prometido en su vida de yr al sepulcro do yogó el Nuestro Señor Ihesu Christo. Et un capellan que era del Patriarcha era de aqui de España, que avia cognosçido ante a don Muño Sancho. Cognosçiol allá e dixolo al Patriarcha como era ome muy onrrado de España, et el Patriarcha con muy grand proçession honrrada salliolos a resçebir et acoiolos muy bien et entraron en la Iglesia et fiçieron su oración ante el sepulcro de Nuestro Señor Ihesu Christo. Fecha su oración, quando los quisieron preguntar non vieron ninguno dellos. Maravillaron se todos qué podría ser. Entendieron que eran almas santas, que venien alli por mandado de Dios Padre. Et el Patriarcha mandolo escrevir el dia que allá aparescieron et embió a saber a Castilla esto como fue, e sopieron de como morieran en aquel dia.
E en todo esto el Moro, a quien don Muño Sancho habia honrrado en su casa, ansi como avedes oydo de suso, oyó deçir de como don Muño Sancho de Fenoiosa finara en batalla en los campos de Almenar. Et veno con toda su conpaña muy bien guisado alli do fue la batalla. E entre todos cognosció las armas a don Muño Sancho et descubriol toda la cara et fiço lo desarmar et fallol el braço diextro cortado et fiçolo muy bien amortaiar et meter en xemet bermejo muy presciado: et metieronlo en bona ataut cobierta de bon guadalneçi con clavos de plata, e tomó el [p. 363] cuerpo con su conpana a su costa e a su mession et aduxolo a su muger. Doña Mari Palacin e el Moro sobredicho aduxeron aqui al monasterio de Santo Domingo de Sillos a don Muño Sancho e enterraronle en el canpo de la claustra en el derecho do yogó Santo Domingo primero... El Moro fiçol facer muy onrrada sepultura, ansi como es oy en día, por la onrra quel fiço a sus bodas.»
Como ha advertido muy discretamente el Sr. Fitz-Gerald, el principio de esta singular narración recuerda el encuentro del alcaide de Antequera con el moro Abindarráez; y el final parece enlazado con la creencia gallega y bretona de la romería (romaxe o perdón) que tiene que hacer de muerto el que no la hizo de vivo. Un romance tradicional de los recogidos en Asturias alude también a esta poética superstición:
En camino de Santiago—iba un alma peregrina...
La leyenda de los caballeros Hinojosas pertenece al número de las genealógicas, y nos lleva como por la mano a tratar de las muy interesantes del mismo género que el conde D. Pedro de Barcelos, hijo bastardo del rey D. Dionis de Portugal, recogió a mediados del siglo XIV en su famoso Nobiliario, que pasa comúnmente por el más antiguo de la Península, si bien fué precedido por otros dos más breves, y también portugueses: el llamado Libro Velho y el fragmento que anda unido al Cancionero de Ajuda. [1]
[p. 364] El libro de D. Pedro, como todos los nobiliarios, ha llegado a nosotros estragadísimo, aun en el famoso códice de la Torre do Tombo, que es de principios del siglo XIV. Herculano llega a decir que el Libro de Linajes en su estado actual tiene tanto del conde D. Pedro como de diez o veinte sujetos diversos, de cuyos nombres se duda, y que en varias épocas le enmendaron, acrecentaron y disminuyeron para servir intereses y vanidades de las familias. [1] Pero esta falsificación interesada de nombres y apellidos no debió de trascender ni a las importantes y características anécdotas históricas que el Nobiliario contiene y que arrojan inesperada y siniestra luz sobre la vida doméstica de los tiempos medios, ni mucho menos a las tradiciones fabulosas de que voy a hablar, que son harto poéticas para haber nacido de la pedestre y mercenaria musa heráldica. Más adelante veremos la grande importancia que este libro tiene como testimonio de la propagación del ciclo de la Tabla Redonda en España. Ahora nos limitamos a las leyendas indígenas, que son páginas preciosas del folk-lore peninsular. Dos de ellas, la de la dama pie de cabra y la de la mujer marina, localizadas una y otra en el Norte de España, son de carácter fantástico y guardan acaso vestigios de supersticiones antiquísinas. Trae la primera el conde D. Pedro al tratar del origen de los señores de Vizcaya, la segunda en la genealogía de los caballeros Maríños de Galicia. Las traduciré lo más literalmente que pueda para conservar su ingenuo sabor:
«Era don Diego López de Haro muy buen montero, y estando un día en la parada aguardando que viniese el jabalí, oyó cantar en muy alta voz a una mujer encima de una peña: y fuese para allá, y vió que era muy hermosa y muy bien vestida, y enamoróse luego de ella muy fuertemente, y preguntóle quién era: y ella le dijo que era mujer de muy alto linaje, y él le dijo que pues era mujer de alto linaje que casaría con ella si ella quisiese, [p. 365] porque él era señor de toda aquella tierra: y ella le dijo que lo haría, pero con la condición de que le prometiese no santiguarse nunca, y él se lo otorgó, y ella se fué luego con él. Esta dama era muy hermosa y muy bien hecha en todo su cuerpo, salvo que tenía un pie como de cabra. Vivieron gran tiempo juntos, y tuvieron dos hijos, varón y hembra, y llamóse el hijo Iñigo Guerra.
Cuando comían juntos don Diego López y su mujer, sentaba él a par de sí al hijo, y ella sentaba a par de sí a la hija, de la otra parte de la mesa. Un día fué don Diego a su monte y mató un jabalí muy grande y le trajo para su casa, y púsole en la mesa donde comía con su mujer y con sus hijos. Cayóse de la mesa un hueso, y acudieron a pelear sobre él un alano y una podenca, de tal suerte que la podenca trabó de la garganta al alano, y le mató. D. Diego López, cuando esto vió, túvolo por milagro, y santiguóse y dijo: «¡Santa María me valga, quién vió nunca tal cosa!» Su mujer, cuando le vió santiguarse, echó mano a sus hijos, pero D. Diego López asió del hijo y no se le quiso dejar llevar y ella saltó con la hija por una ventana del palacio, y fuése para las montañas, de suerte que no la vieron más ni a ella ni a su hija.
Al cabo de algun tiempo, fué este D. Diego López a hacer mal a los moros, y le prendieron y le llevaron a Toledo preso. Y a su hijo Iñigo Guerra pesaba mucho de su prisión, y vino a tratar con los de la tierra de qué manera podrían sacarle de la prisión. Y ellos dijeron que no sabían manera alguna, salvo que se fuese a las montañas y buscase a su madre, y la pidiese consejo. Y él fué allá solo encima de su caballo, y encontróla en lo alto de una peña, y ella le dijo: «Hijo Iñigo Guerra, llégate a mí, por que bien sé a lo que vienes.» Y él fuése para ella, y ella le dijo: «Vienes a preguntar cómo sacarás a tu padre de prisión.» Entonces llamó por su nombre a un caballo que andaba suelto por el monte, y díjole Pardal, y le puso un freno, y encargó a su hijo que no le hiciese fuerza ninguna para desensillarle ni para desenfrenarle, ni para darle de comer ni de beber ni herrarle: y díjole que este caballo le duraría toda su vida, y que nunca entraría en lid que no venciese, y que cabalgase en él, y que le pondría aquel mismo día en Toledo ante la puerta de la prisión de su padre, y que allí descabalgase, y encontrando a su padre en un [p. 366] corral, le tomase por la mano, y haciendo como que quería hablar con él le fuese llevando hacia la puerta donde estaba el caballo, y en llegando allí montasen entrambos, y antes de la noche estarían en su tierra. Y así fué. Y después, al cabo de mucho tiempo, murió don Diego López, y quedó su tierra en poder de su hijo Iñigo. En Vizcaya dijeron y dicen hoy en día, que esta su madre de Iñigo Guerra es el hechicero o encantador (coouro) de Vizcaya. Y como en signo de ofrenda a él, siempre que el señor de Vizcaya está en una aldea que llaman Vusturio (?), todas las entrañas de las vacas que mata en su casa las manda poner fuera de la aldea sobre una peña, y por la mañana no encuentran nada, y dicen que si no lo hiciese así, algún daño recibiría en ese día y en esa noche en algún escudero de su casa o en alguna cosa que mucho le doliese. Y esto siempre lo hicieron los señores de Vizcaya, hasta la muerte de D. Juan el Tuerto, y algunos quisieron probar a no hacerlo así, y se encontraron mal. Y más dicen hoy día allí, que este encantador yace con algunas mujeres en sus aldeas, aunque ellas no quieran, y viene a ellas en figura de escudero, y todas aquellas con quienes yace se tornan hechizadas.» [1]
Por más que el conde D. Pedro invoca la tradición oral de Vizcaya, esta tradición debía de estar ya casi borrada a fines del siglo XV, puesto que no la hallo en las Bienandanzas e fortunas de Lope García de Salazar, el cual, por otra parte, da distinto origen a los señores de Vizcaya, haciéndolos descender de un fabuloso D. Zuria, nieto del Rey de Escocia. [2] Tampoco en [p. 367] las leyendas vascas coleccionadas modernamente por Wentworth Webster y J. Vinson [1] encuentro rastro de esta conseja que sirvió a Alejandro Herculano para tema de su delicioso cuento fantástico La Dama pie de cabra. Teófilo Braga quiere emparentar este tema poético con los romances de la Infantina, pero toda la semejanza se reduce al encuentro del cazador con la doncella fadada. [2] Donde verdaderamente se encuentra es en las tradiciones orientales relativas a los fabulosos amores del sabio rey Salomón con la reina de Saba, Balquis, que tenía piernas de cabra. [3] Por lo demás, los elementos de la leyenda son simplicísimos, y no es difícil encontrarle paradignas en todas las historias de demonios súcubos y de caballos alados. Si la fantasía popular localizó tales prodigios en Vasconia, es porque se la consideraba como tierra clásica de brujerías, y lo era aun a [p. 368] principios del sigloXVII, aunque más bien allende que aquende los puertos.
Muy semejante a esta leyenda, pero menos desarrollada y sin intervención diabólica, es la que relata el origen de la familia gallega de los Marinhos y da la razón de su apellido. Un caballero, llamado Froyam, gran cazador y montero como D. Diego López de Haro, andando un día a caballo por la ribera del mar, encontró a una sirena o doncella marina que yacía durmiendo en la playa. Se apoderó de ella, a pesar de los esfuerzos que hacía para volver a su líquido elemento; la llevó a su casa; la hizo bautizar, dándole el nombre de doña Marina, porque del mar había salido, y tuvo de ella un hijo, que se llamó Juan Froyaz Marinho. Era muy hermosa, pero no podía hablar palabra. Un día don Froyam mandó encender una grande hoguera en el patio de su castillo, e hizo ademán de arrojar en ella a su hijo. La desolada mujer hizo un esfuerzo para gritar, y con el grito lanzó por la boca un pedazo de carne, y de allí adelante habló. Entonces don Froyam recibióla por su legítima mujer, y se casó con ella. [1] Esta leyenda no es mero capricho etimológico, sino una reliquia de paganismo antiguo, sea clásico o céltico. No es inverosímil que fuese cantada, lo mismo que la anterior, y recuerda vagamente el principio del romance del Conde Olinos, tan difundido en Asturias y Portugal:
Levantóse
Conde Olingos—la mañana de San Juan:
Llevó su caballo al
agua—a las orillas del mar.
Mientras el caballo
bebe—él se pusiera a cantar...
.........................................................................................
Bien lo oyó la
reina mora—de altas torres donde está:
—Escuchad,
mis hijas todas,—las que dormís, recordad,
Y oiredes a la
sirena—cómo canta por la mar.
Anterior al libro del Conde D. Pedro, puesto que se halla contenida ya, aunque más sucintamente, en el segundo de los fragmentos de Nobiliarios primitivos que publicó Herculano, [2] es la leyenda del Rey Don Ramiro II de León, que, a nuestro [p. 369] parecer, todavía conserva rastros de forma poética, y pudo muy bien servir de argumento a un cantar de gesta:
«Oyó hablar el Rey Ramiro II de la hermosura y bondades de una mora de alta sangre, hermana de Alboazer Alboçadam, e hija de don Çadam Çada, biznieto del rey Alboali, el que conquistó la tierra en tiempo del rey Rodrigo. Este Alboazer era señor de toda la tierra desde Gaya hasta Santarem, y tuvo muchas batallas con los cristianos, y particularmente con este rey Ramiro, hasta que el rey Ramiro hizo con él grandes amistades por cobrar aquella mora que mucho amaba. Mandóle, pues, a decir que le deseaba ver y conocer para que sus amistades fuesen más firmes; y Alboazer mandóle a decir que le placía de ello y que fuese a Gaya, y que allí se vería con él. El rey Ramiro fuése allá en tres galeras con sus hidalgos, y pidióle aquella mora para casarse con ella después de hacerla cristiana. Y Alboazer le respondió: «Tú tienes mujer e hijos de ella y eres cristiano: ¿cómo puedes casarte dos veces?» Y el rey Ramiro le dijo que era verdad, pero que él era tan pariente de la reina Doña Aldora, su mujer, que la Santa Iglesia tendría que separarlos. Y Alboazer juróle por su ley de Mahoma que no se la daría por todo el reino que él poseía, porque la tenía ya desposada con el rey de Marruecos. Este rey Ramiro tenía consigo un grande estrellero que había por nombre Aaman, y por sus artes sacóla una noche de donde estaba y llevóla a las galeras que allí estaban dispuestas y aparejadas; y entró el Rey Ramiro con la mora en una galera, y en esto llegó Alboazer, y hubo contienda grande entre ellos, y perecieron allí veintidós de los mejores hombres que llevaba el rey Ramiro y otros muchos que le acompañaban. Pero él consiguió llevar la mora a Miñor, y después a León, y bautizóla, y púsola por nombre Artiga, que quería decir en aquel tiempo tanto como castigada o doctrinada y enseñada y cumplida de todos bienes. Alboazer túvose por muy afrentado con esto, y pensó cómo podría vengar tal deshonra, y oyendo decir que la reina Doña Aldora, mujer del rey Ramiro, estaba en Miñor, aprestó sus naos y otras velas, lo mejor que pudo y más encubierto, y fuese a aquel lugar de Miñor, y entró la villa y robó a la Reina Doña Aldora, y la embarcó en sus naos con todas sus dueñas y doncellas, y vínose al castillo de Gaya, que era en aquel tiempo de [p. 370] grandes edificios y de nobles palacios. Contaron este hecho al rey Ramiro, y cayó en tamaña tristeza que estuvo loco unos doce días. Y cuando cobró el entendimiento, mandó llamar a su hijo el Infante Don Ordoño y a algunos de los vasallos que le parecieron más capaces para un grande hecho, y metióse con ellos en cinco galeras, y mandó a los hidalgos que remasen en lugar de galeotes, y cubrió las galeras de paño verde, y entró con ellos por San Juan de Jurado, que ahora llaman San Juan de la Foz. Aquella ribera, por una parte y otra, estaba cubierta de árboles, y bajo sus ramas escondió las galeras que no se veían por estar cubiertas de paño verde. El Rey saltó de noche a tierra con el infante y con todos los suyos, y les mandó que se tendiesen debajo de los árboles lo más encubiertamente que ser pudiera, y que por ninguna guisa se moviesen hasta que oyeran la voz de su cuerno, y oyéndolo que le acorriesen a gran prisa. El vistióse con paños de tacaño, tomó su espada, su lorigón y su cuerno, y fuése a recostar junto a una fuente que estaba debajo del castillo de Gaya: y esto hacía el rey Ramiro por ver a la Reina su mujer y tener consejo con ella para poder más cumplidamente vengarse de Alboazer Alboçadam, y de sus hijos, sin que se le escapase ninguno. Y como él era de gran corazón, lanzábase sin recelo a esta aventura, pero las cosas que son ordenadas por Dios, vienen como a él le place y no como los hombres piensan. Aconteció, pues, que Alboazer andaba de montería, y una criada que la Reina tenía, por nombre Perona, natural de Francia, levantóse por la mañana, como tenía de costumbre, para ir por agua a aquella fuente, y encontró allí al rey Ramiro y no le conoció; y él pidióle en arabía que por Dios le diese agua, porque no se podía levantar de allí; y ella le dió de beber por un cántaro, y él metió en la boca un camafeo, que había partido por mitad con su mujer la Reina, y al beber soltó el camafeo en el cántaro, y la sirviente fuese y dió el agua a la Reina. Cuando vió el camafeo le reconoció en seguida, y la preguntó a quién había encontrado en el camino. Ella respondió que a nadie: la Reina la dijo que mentía y que no lo negase, porque en decirlo la hacía mucho bien y merced. Y la doncella la dijo que había hallado a un moro doliente y lacerado, que la había pedido agua por amor de Dios. Y la Reina la dijo que fuese por él y que le trajese [p. 371] encubiertamente. La criada fué y díjole: «Hombre pobre, la Reina mi señora os manda llamar, y esto es por vuestro bien y por cuidar de vos.» El rey Ramiro no respondió más que esto: «Así lo quiera Dios.» Fuése con ella y entraron por la puerta de la cámara, y conocióle en seguida la Reina, y díjole: «Rey Ramiro, ¿quién te trajo aquí?» Y él le respondió: «Vuestro amor.» Y ella le dijo: «Date por muerto.» Y él contestó: «No te maravilles que me ponga a este peligro, pues lo hago por tu amor.» Y ella respondió: «No me tienes amor, pues llevaste de aquí a Artiga a quien precias más que a mí; pero vete ahora a esa cámara que está detrás, y excusarme he de estas dueñas y doncellas, e irme he luego para ti.» La cámara era de bóveda, y cuando el rey Ramiro estuvo dentro de ella cerró la puerta con un gran candado. En esto llegó Alboazer y fuése para su cámara, y la Reina le dijo: «Si tuvieses aquí al rey Ramiro, ¿qué le harías?» El moro respondió: «Lo que él haría conmigo, matarle con grandes tormentos.» El rey Ramiro lo oía todo, y la reina dijo: «Pues, señor, bien a mano lo tienes, porque en esa cámara interior está encerrado y ahora puedes vengarte dél a tu voluntad». El rey Ramiro entendió que era engañado por su mujer, y que ya no podía escapar de allí sino valiéndose de algún artificio, e imaginó que era tiempo de ayudarse de su saber, y dijo en altas voces: «Alboazer Alboçadem, has de saber que yo erré mal contra ti, y mostrándote amistad, lleve de tu casa a tu hermana, que no era de mi ley: ya confesé este pecado a mi abad, y me dió por penitencia que me viniese a poner en tu poder lo más humildemente que pudiera, y si tú quisieses matarme, que yo mismo te pidiese, en pena de mi gran pecado, que me dieses muerte pública y vergonzosa, y por cuanto el pecado que yo hice fué en luengas tierras sonado, que también mi muerte fuese sonada por un cuerno y mostrada a todos los tuyos. Y ahora te pido, pues he de morir, que hagas llamar a todos tus hijos e hijas y parientes y a las gentes de esta villa, y me hagas ir a este corral donde se oye muy bien, y me pongas en lugar alto, y me dejes teñer mi cuerno que para este fin traigo, hasta que se me salga el alma del cuerpo, y con esto tomarás venganza de mí, y tus hijos y parientes tendrán placer, y mi alma se salvará. Esto no me lo puedes negar, porque va en ello la salvación de mi alma, pues ya sabes que por tu ley debes salvar, si puedes, las almas [p. 372] de todas leyes.» Esto decía él para hacer venir allí a todos los hijos y parientes del moro, porque de otra suerte no los podría hallar juntos, y porque el corral era alto de muros y no tenía más que una puerta por donde los suyos habían de entrar. Alboazer pensó en lo que Ramiro le pedía, y sintió compasión dél, y dijo a la Reina: «Este hombre está arrepentido de su pecado, más daño le he hecho yo que él a mí: gran crueldad haría en matarle, pues se pone en mi poder.» La Reina respondióle: «Alboazer Alboçadam, ¡qué flaco de corazón eres! Yo sé quién es el rey Ramiro, y sé de cierto que si le salvas de la muerte no podrás escapar de recibirla de sus manos, porque es artero y vengador, como tú sabes: ¿no has oído decir cómo sacó los ojos a don Ordoño, su hermano el mayor, para desheredarle del reino? ¿No te acuerdas cuántas lides hubiste con él en que te venció, y mató y cautivó muchos de tus hombres buenos? ¿Ya se te ha olvidado la violencia que hizo a tu hermana, y cómo tú me robaste a mí que era su mujer: lo cual es la mayor ofensa y deshonra que se puede hacer a un cristiano? No serás digno de vivir si no te vengares; y si lo haces por su alma, con matarle la salvas, pues él es hombre de otra ley contraria de la tuya, y viene ya aconsesejado por su abad. Dale, pues, la muerte que te pide, porque harías gran pecado si se la negases.» Alboazer pasmóse de las palabras de la Reina, y dijo en su corazón: «¡De mala ventura es el hombre que se fía de ninguna mujer: ésta es su mujer legítima y tiene Infantes e Infantas dél y quiere su muerte deshonrada! No me puedo fiar de ella, y la alejaré de mí en cuanto pueda.» Pero como la Reina le había dicho que el rey Ramiro era artero y vengador, receló dél si no le mataba, y mandó llamar a todos los que estaban en aquel lugar, y dijo al rey Ramiro: «Gran locura hiciste en venir aquí, y como sé que si tú me tuvieses en tu poder no me escaparía de la muerte, quiérote cumplir lo que me pides para la salvación de tu alma.» Mandó sacarle de la cámara y llevarle al corral, y allí le puso sobre un gran padrón (columna o pilar) que allí estaba, y le mandó que tañese su cuerno hasta que le faltase el aliento. Y el rey Ramiro le pidió que hiciese venir allí a la Reina y a sus dueñas y doncellas y a todos sus hijos, parientes y ciudadanos, y Alboazer lo hizo así. El rey Ramiro tocó su cuerno con toda la fuerza que pudo para que le oyesen [p. 373] los suyos: y el infante Don Ordoño, su hijo, cuando oyó el cuerno acorrióle con todos sus vasallos, y metiéronse por la puerta del corral: y el rey Ramiro bajosé del padrón en que estaba y vino contra el Infante y díjole: «Hijo mío, no muera vuestra madre ni las dueñas y doncellas que con ella vinieren, y guardadla, porque otra muerte merece.» Allí sacó la espada de la vaina, y dió con ella a Alboazer Alboçadam por encima de la cabeza y le hendió hasta los pechos. Allí murieron cuatro hijos y tres hijas de Alboazer y todos los moros y moras que estaban en el corral, y no quedó en la villa de Gaya piedra sobre piedra, y llevóse el rey Ramiro a su mujer con sus dueñas y doncellas y cuanto haber halló, y tornó a embarcarse en las galeras. Y después que esto hubo acabado, llamó al Infante su hijo y a sus hidalgos, y contóles todo lo que le había acontecido con la Reina su mujer, y cómo la había dejado con vida para hacer más cruenta justicia de ella en su tierra. Admiráronse todos de tamaña maldad de mujer, y al infante Don Ordoño se le saltaron las lágrinas y dijo a su padre: «Señor, a mí no me toca hablar en esto, porque es mi madre, y sólo os digo que miréis por vuestra honra.» Entraron entonces en las galeras y llegaron a la Foz de Ancora, y amarraron sus galeras para holgar, porque habían trabajado mucho aquellos días. En esto fueron a decir al Rey que la Reina estaba llorando, y el Rey dijo: «Vámosla a ver.» Fué allá y preguntóle por qué lloraba, y ella respondió: «Porque mataste aquel moro, que era mejor que tú.» Y el Infante dijo a su padre: «Esta mujer es un demonio: ¿qué esperas de ella? Puede ser que huya de ti.» Y el Rey mandóla entonces amarrar a una ancla y tirarla al mar, y desde aquel tiempo llamaron aquel sitio Foz de Ancora. Y por este pecado que dijo el infante Don Ordoño contra su madre, dijeron después las gentes que había sido desheredado de los reinos de Castilla... El rey Ramiro se volvió a León, e hizo sus cortes muy ricas y habló con los de su tierra y mostróles las maldades de la reina Aldara, su mujer, y que él tenía por bien casarse con doña Artiga, que era de alto linaje: y ellos todos a una voz lo aprobaron, porque había dicho de ella el astrólogo Amán que era piedra preciosa entre las mujeres que en aquel tiempo había: y aun dijo más, que había de ser tan buena cristiana que Dios [p. 374] por su honra le daría generaciones de hombres buenos y bien afortunados.» [1]
Nada falta al hechizo de esta pintoresca leyenda en la expresiva y pintoresca prosa del conde D. Pedro, feliz imitador del estilo de las obras históricas de Alfonso el Sabio, y que seguramente imitó también sus procedimientos de compilación, transcribiendo con fidelidad el relato épico. Que éste lo es no tiene duda, tanto por la riqueza de detalles, que no suele encontrarse en las tradiciones meramente orales y que arguye la presencia de un texto cantado o escrito, sino por la calidad de los personales, por el tono y aire del relato, por la puntualidad de la geografía, por la viveza del diálogo, por los rasgos de ingenua barbarie, por la mezcla de astucia y temeridad que caracteriza al héroe. Las estratagemas de que se vale tienen similares con otros pasos de la poesía heroica de España y fuera de ella: el anillo partido figura en la segunda gesta de los tres Infantes de Lara; el tañido del cuerno era tradicional desde la sublime Canción de Rolando; la acción de ocultarse Don Ramiro en la cámara de su infiel esposa, vestido de pobres paños, con su espada y lorigón, recuerda análoga situación del tremendo Cantar de Garci Fernández, prosificado en la General. También el conde de Castilla, para lograr su venganza, ayudado por Doña Sancha, «metiose en el lecho en que anvos avíen de yaser, armado de un lorigón et de un grant cuchillo en la mano».
Enlazada esta leyenda con la topografía y los orígenes de la ciudad de Oporto (aunque la acción se coloque en tiempos muy anteriores a la separación del condado portugués), no sólo fué repetida como historia verdadera por crédulos cronistas, sino que varias veces ejercitó la vena de poetas eruditos, cuya retórica quedó muy por bajo de la cándida amenidad del relato primitivo. Doña Bernarda Ferreira de Lacerda, poetisa portuguesa en lengua castellana, que floreció en tiempo de Felipe III, dedica íntegro el canto sexto del curioso poema, o más bien crónica métrica, que tituló España Libertada, al episodio de los amores y venganza de Don Ramiro, siguiendo paso a paso el Nobiliario, cuya narración deslíe en fáciles pero insípidas y algo incorrectas [p. 375] octavas. [1] En el mismo metro, pero en lengua portuguesa, está escrita La Gaya de Almanzor, de Juan Vaz de Evora, impresa algunos años después que el poema de Doña Bernarda. [2] Finalmente, Almeida Garrett, que era tan fino amador de la poesía popular, pero que raras veces llegó a remedarla bien, por exceso de subjetivismo romántico, compuso con el título de Miragaia un romance muy lindo como de tal poeta, y más fiel que otros suyos a la concisión narrativa propia del género. En la advertencia que le puso dió a entender, como de costumbre, que refundía un texto poético: «Este romance (dice) es verdadera reconstrucción de un monumento antiguo. Algunas coplas han sido textualmente conservadas de la tradición popular, y se cantan en medio de la historia rezada, que aun hoy día repiten las viejas y los barberos de lugar... El autor, o más exactamente el recopilador, siguió muy puntualmente la narrativa oral del pueblo, y sobre todo quiso ser fiel al estilo, modos y tono que usa para cantar y para contar... Es la más antigua reminiscencia de poesía popular que me quedó de la infancia, porque yo abrí los ojos a la primera luz de la razón en los propios sitios en que pasan las principales escenas de este romance.» [3]
Pero todo esto no pasa de una inocente broma literaria. A pesar de haber sido buscados con tanta diligencia y coleccionados con tanto esmero los romances portugueses del continente y de las islas y hasta del Brasil, en ninguna de las colecciones se encuentran rastros de la leyenda de Don Ramiro, y basta leer [p. 376] el romance de Almeida-Garret para convencerse de que no tuvo más texto que el Libro de Linajes del conde D. Pedro.
No hemos agotado el riquísimo contenido legendario de este libro, porque en muchos casos no vemos tan clara como en los citados la derivación poética. Puede tratarse de una simple anécdota. Tal nos parece la tragedia de la desdichada Estefanía, inocente víctima de un fatal error de su marido Fernán Ruiz de Castro, engañado por la traición de una criada que se vestía con las ropas de su señora para recibir a un galán. [1] Lope de Vega sacó de esta patética historia un raudal de elocuencia dramática, digno de Shakespeare. [2] Con menos grandeza, pero con más regularidad de plan y mostrando mucho talento en los detalles, volvió a tratar el mismo argumento Luis Vélez de Guevara, y tampoco le han desdeñado algunos poetas modernos. [3] Aunque admitido generalmente como histórico por los cronistas de Alfonso VII, el caso de Doña Estefanía es muy dudoso, y ya Sandoval mostró las dificultades cronológicas que envuelve. [4]
Tal interés alcanza en la historia literaria el Libro de Linajes del conde Barcellos, por lo mismo que con tanta cautela debe ser manejado en la parte genealógica, a pesar del respeto que su antigüedad infunde a muchos. Tan lleno está de patrañas y tan falto de cronología y discernimiento como casi todos los de su clase; pero estas patrañas tienen aquí un sello poético, una rudeza primitiva, un bárbaro candor, que es indicio de muy nobles orígenes, y que no puede confundirse con las estúpidas fábulas [p. 377] forjadas para solaz de los necios por la raquítica fantasía de Gracia Dei y otros reyes de armas. Al recoger como verdadera historia tantas reliquias novelísticas, cediendo sin duda a su propensión a lo maravilloso, prestó el bastardo de D. Diniz mayor servicio a la Península que con sus interminables, fatigosas y poco seguras listas de apellidos. Él pensaba sin duda haber hecho una obra histórica, según el tono solemne que emplea en el proemio: «Por ende, yo D. Pedro, hijo del muy noble rey Don Diniz, busqué con gran trabajo por muchas tierras escrituras que hablasen de los linajes; y leyéndolas con grande estudio, compuse este libro para poner amor y amistad entre los nobles fidalgos de España.» Entre estas escrituras vistas y alegadas por él estarían probablemente algunos cantares de gesta, no utilizadas por la Crónica General, pero que acaso hubiesen sido prosificados en otras Crónicas. Y es de reparar que la mayor parte de las leyendas que el Nobiliario contiene no se refieren a Portugal, patria de su autor y principal materia de su libro, sino a los reinos de Castilla y León, donde la eflorescencia épico-histórica había sido mayor que en lo restante de la Península.
De origen castellano parece también, a pesar de los nombres geográficos de Aljubarrota y Alcobaza con que fué exornada, la gesta del abad Juan de Montemayor, que ya se cantaba antes de mediar el siglo XIV, según el testimonio de Alfonso Giraldes en el fragmento de su poema sobre la batalla del Salado:
Outros
falan da gran rason
De Bistoris gram
sabedor,
E do Abbade Don
Joon
Que venceo Rei
Almançór...
[1]
Ignoramos quién fuese el gran sabidor Bistoris, pero el cantar del abad Juan ha llegado a nosotros en dos distintas redacciones prosaicas, ambas de fines del siglo XV, independientes [p. 378] entre sí, aunque derivadas de un mismo texto poético, a través quizá de otra prosificación perdida. Una de estas refundiciones está en el Compendio Historial de Diego Rodríguez de Almela, inédito todavía, y que su autor presentó a los Reyes Católicos en 1491. [1] La otra es un libro de cordel, que corría de molde desde 1506, que fué reimpreso en Valladolid en 1562, y que todavía se estampó en Córdoba en 1693. [2] Ambas versiones acaban de ser publicadas con todo rigor crítico por D. Ramón Menéndez Pidal, e ilustradas con el admirable caudal de doctrina que él posee en estas materias. [3] A su libro nos remitimos para todo, limitándonos a dar breve idea de la leyenda y del enlace que con alguna otra tiene.
[p. 379] El abad Juan de Montemayor, gran hidalgo, señor de todos los abades que había en Portugal, recogió una noche de Navidad, a la puerta de la iglesia, a un niño expósito, nacido del incesto de dos hermanos. Le bautizó, llamándole D. García; le crió con mucho amor, y cuando llegó a edad adulta, le hizo armar caballero por el rey Don Ramiro de Leon, sobrino del abad, y le nombró capitán de toda su hueste. Pero como «toda criatura revierte a su natura», el D. García salió malo, ingrato y traidor, y concertó pasarse a los moros y venderse a su rey Almanzor. Así lo ejecutó en Córdoba, renegando públicamente de la fe cristiana, prometiendo hacer todo daño a los cristianos, y sometiéndose, además de la circuncisión, al extraño rito de beber de su propia sangre. Almanzor y el renegado, que tomó el nombre de D. Zulema, entraron con formidable ejército por tierras de cristianos, llegando hasta Santiago de Galicia, cuya iglesia profanó don Zulema, quemando las reliquias. A la vuelta destruyeron a Coimbra y pusieron apretado cerco a Montemayor, que el abad defendió valerosamente por espacio de dos años y siete meses, rechazando con indignación las propisiciones de su criado, que le ofrecía, de parte de Almanzor, hacerle pontífice de todos los almuedanos y alfaquíes de su ley si consentía en renegar. En una de las salidas que hizo el valeroso abad llegó a arrojar su lanza dentro de la tienda del rey y a hincarla en el tablero de ajedrez sobre el cual jugaban Almanzor y D. Zulema. Crecían las angustias del sitio al acercarse la festividad del Bautista, y entonces el abad tomó una resolución bárbaramente heroica y desesperada. Reunió en la iglesia a todos los defensores del castillo, les cantó misa, les predicó fervorosamente, y terminó su plática con este fuerte consejo:
«Amigos, bien veis la lazería y el mal y la cuita en que estamos... Por ende os digo que yo he pensado una cosa; como quier que será peligrosa de los cuerpos, será muy gran salvación de las ánimas, y será muy gran servicio de Dios nuestro Señor, y acrecentamiento de nuestras honras. Lo qual es que matemos los hombres viejos y las mujeres y los niños, y todos aquellos que no fueren para pelear ni para hecho de armas, y después quememos todas las cosas del castillo y todo el oro y la plata y las alhajas que en él son, y después que esto huviéremos hecho, todos [p. 380] salgamos a los moros nuestros enemigos, y matémonos con ellos. Y nuestro señor Dios avrá merced de nos; y estos nuestros parientes que ahora mataremos irán a tomar posada para sí y para nos al sancto paraíso; y assí no avremos cuita de lo que aquí quedase. Y esto es lo que yo pienso que será mejor que no que los moros lleven vuestras mugeres y vuestros hijos y vuestros parientes, para que les hagan tantas deshonrras y tantos males, quales nunca fueron hechos a hombres en este mundo que fuessen nascidos». Y entonces todos ellos dixeron llorando de los ojos: «Señor abbad don Juan, pues vos sois placentero y queréis que assí sea, plácenos de coraçón, y no saldremos de vuestro mandado».
Y aquí el libro de cordel, cuyo relato es mucho más extenso que el de Almela y parece seguir con más fidelidad la tradición poética, coloca una escena asombrosa que el cronista suprime, y que no cede en afectuosa ternura al hermosísimo romance del Conde Alarcos.
«Entonces el abbad don Juan mandó que, después de missa dicha, que todos fuessen ayuntados en el corral grande, que era un lugar donde se ayuntavan a hazer su consejo... Y quando el abbad don Juan huvo dicho la missa, fuese para doña Urraca su hermana; y doña Urraca quando lo vió, levantóse en pie a él, y díxole: «Hermano y señor, bien seais venido y en buen día vos vengais... que otro bien en el mundo no tengo sino a vos.» Y el abbad don Juan le dixo: «Señora hermana doña Urraca, plázeme de todo esto que me dezís; mas esto durará poco.» Y doña Urraca le dixo: «Señor hermano, ¿por qué?» Y el abad don Juan le dixo: «Porque sabed que aveis de morir.» Y ella le dixo: «¿Por qué es, mi buen señor?» Y el abbad don Juan le dixo: «Porque todos havemos concertado oy en este día que matemos los hombres viejos y las mugeres y los niños y todos los que no fueren para tomar armas.» Y ella dixo: «Señor hermano, ¿mis hijos morirán?» Y él dixo que sí, y mandóle que tomasse sus hijos, y que se fuesse para el corral grande. Y entonces apartóse el abbad don Juan de su hermana doña Urraca, mucho llorando de los sus ojos; mas sabed que no podía ál hazer. Y doña Urraca sentóse, dando tan grandes gritos y tan grandes vozes que semejava que el cielo quería horadar; y hazía un duelo tan grande que era maravilla, ca no bavía muger en todo el mundo que la oyesse [p. 381] que no le quebrasse el coraçón y no llorasse y tomasse gran cuita y gran pesar. Y entonces doña Urraca tomó cinco hijos que tenía, y púsolos en el corral, uno cerca de otro, y mirávalos como eran niños y pequeños y hermosos y apuestos y sin entendimiento, y dezía que esperança tenía en Dios y en ellos que serían buenos cavalleros, porque eran hijos de un escudero muy honrado y de muy buena sangre, y de una muy noble dueña; y que esperava en Dios y en su hermano que tuviera mucha honra por ellos. Y abraçávalos mucho a menudo y mirávalos y besávalos con gran pesar y amargura que tenía, y caíase en tierra amortecida; y quando acordava, dava tan grandes gritos que era muy grande maravilla, con el duelo que ella hazía. Y dixo: «Ahora vos hazed de mí y dellos lo que quisiéredes y tuviéredes por bien.» E quando esto oyó el abbad don Juan, hincháronsele los ojos de agua; y sabed que estuvo una gran pieza llorando de los sus ojos, hasta que a malavés la pudo hablar, diziendo: «Hermana señora doña Urraca, venid vos y vuestros hijos, y tomad la muerte por aquel que la tomó por los peccadores salvar.» E todos los hombres y mugeres que aí estavan, llorando de los sus ojos, havían muy gran duelo de doña Urraca y de sus hijos. Y entonces el abbad don Juan tomó la espada en la mano y fuésse para la hermana y para sus sobrinos; y dixo doña Urraca: «¡Ay señor hermano! Por Dios vos ruego que mateis a mí primero que no a mis hijos, porque yo no vea tan grande manzilla ni tan gran pesar, ni vea la muerte de mis hijos.» Y en esto tomó doña Urraca un velo y púsole ante los ojos, y hincó los inojos ante el abbad don Juan su hermano; y alçó el abbad don Juan la espada y cortóle la cabeça a doña Urraca su hermana; y tomó a sus sobrinos cinco y degollólos y echólos sobre la madre encima de los pechos. Y todos los hombres, quando vieron que el abbad don Juan esto hazía a doña Urraca su hermana y a sus sobrinos, hizieron ellos todos assí a cada uno de sus parientes...
Y después que la mortandad fué hecha, como oydo aveis, el abbad don Juan y todos los otros hombres que fueron vivos dieron tan grandes gritos contra Dios y tan grandes vozes llorando de los sus ojos y haziendo tan gran duelo en tal manera que no havía hombre en el mundo que lo viesse que no se le quebrantasse el coraçón de pesar... Y esto assí hecho, allegaron [p. 382] quanto aver fallaron en el castillo, assí de oro como de plata y dineros y ropas y alhajas, y pusiéronlo todo en un lugar, y quemáronlo todo, que no quedó nada; y allí viérades arder tan buena ropa de seda y de otras muchas cosas, que no avía hombre en el mundo que no tomasse en ello pesar y muy gran dolor. Y luego el abbad don Juan fué al castillo, por ver si hallaría aí algunas cosas que quemassen, y no halló nada; y tornóse luego para el corral y díxoles: «Amigos, pues que aquí en el castillo no hay alguno de que nos dolamos; que los parientes que havíamos todos son muertos y son idos a la gloria del paraíso a tomar posadas para ellos y para nosotros y son mártires en el cielo, ningún pesar tengamos assí mesmo del aver del castillo; porque cuando aquellos traidores acá entraren, no hallarán qué tomar ni llevar»... Y entonces diéronse paz los unos a los otros, y comulgaron y perdonáronse los unos a los otros, porque Dios perdonasse a ellos, y fuéronse a armar los cavalleros muy bien; y cavalgaron todos en sus cavallos, y los otros armáronse lo mejor que pudieron y salieron todos a una puerta que dezían Puerta del Sol, y fueron a herir en los moros muy reciamente... Y allí viérades como herían muy de rezio y sin ninguna piedad, con golpes de espadas y a muy grandes lançadas y grandes porradas, y tan grande era la pelea y tan fuerte que no podía en el mundo mayor ser... Y el abbad don Juan era muy cavallero en armas y muy ardid y muy rezio en su coraçón que no parescía cuando entrava entre los moros sino como el lobo quando degüella las ovejas; y él y su gente hicieron tamaña mortandad en los moros, que no havia por do andar.»
Los infieles son completamente desbaratados; el abad don Juan corta la cabeza al traidor D. Zulema, y al volver al castillo encuentra resucitados a todos los muertos de la noche anterior.
¿Cómo llegó a localizarse en Portugal esta leyenda, diciendo ya Almela con evidente anacronismo que el abad D. Juan con el quinto del botín edificó la iglesia y monasterio de Alcobaza, donde acabó santamente sus días? Cualquiera persona versada en las tradiciones castellanas habrá reconocido desde luego la patente analogía entre la feroz hazaña que se atribuye al abad Juan y la del alcaide de Madrid Gracián Ramírez degollando a [p. 383] sus hijas, que fueron resucitadas por Nuestra Señora de Atocha. Otros paradigmas pueden buscarse más lejanos o menos completos, pero éste conviene en todas las esenciales circunstancias. Otro caso de niños resucitados se encuentra en el antiguo poema francés de Amico y Amelio, de donde pasó al libro de Caballerías de Oliveros de Castilla y Artus de Algarve. Hay además en la leyenda del abad Juan reminiscencias de algunos pasos de nuestros cantares de gesta (Mudarra y Zulema, encuentro del Cid con el rey Búcar, remedado en el del abad Juan con el rey Almanzor, etc.), imitaciones de las fórmulas y frases hechas de la poesía épica y aun del Mester de clerecía de Fernán González, y finalmente, muchos rastros de asonantes y aun algún verso entero de diez y seis sílabas. De todo esto infiere con recta crítica el Sr. Menéndez Pidal que el primitivo poema del abad Juan era un cantar de gesta, compuesto en el metro propio de la épica castellana, y que no hay motivo para suponer de origen portugués, puesto que la acción se coloca en tiempo del rey Ramiro de León, mucho antes de la formación del Condado. La mención de Alcobaza, lejos de ser prueba de tal origen, es indicio de lo contrario, pues ningún portugués podía ignorar que Alfonso Henríquez, su primer Rey, era el verdadero fundador de aquel famosísimo monasterio. Otros indicios que aquí sería prolijo exponer conducen al Sr. Menéndez Pidal a sospechar que el juglar que compuso la gesta era leonés, y probablemente del Bierzo, y tenía muy superficial conocimiento de Portugal, aunque localizase allí su historia por mero capricho poético, por deseo de novedad o por cualquier otro motivo imposible de averiguar ahora.
Pero si no nació en Portugal esta leyenda, fué pronto aclimatada por vía erudita y localizada en el pueblo de Montemayor (Monte mor o velho). Su ilustre hijo, el autor de la primera Diana, recordaba a mediados del siglo XVI aquella tradición en términos que convienen con los del cuaderno impreso, salvo en haber añadido el nombre del rey Marsilio:
Miraba
a aquella cerca antigua y alta
Que por tropheo
quedó de las hazañas
Del sancto abad don
Juan, en quien se esmalta
La honra, el lustre
y prez de las Españas;
[p. 384] Allí la fuerza de Héctor no hizo falta,
Pues destruyó su
brazo las compañas
Del sarracino Rey
que le seguía,
Y a su traidor
sobrino don García.
Miraba
aquel castillo inexpugnable,
Por tantas partes
siempre combatido,
De aquel falso
Marsilio y detestable,
Y del traidor
Zulema en él nascido...
(Historia de Alcida y Silvano.)
A principios del siglo XVII el crédulo analista cisterciense Fr. Bernardo de Brito, primero en la Crónica de su Orden (parte 1.ª, 1602) y luego en la Monarchia Lusitana (1609), no sólo incorporó esta leyenda como historia verdadera, sino que la exornó con nuevos y descabellados pormenores, que parecen tomados de una redacción distinta del libro de cordel, y con dos escrituras apócrifas forjadas probablemente en el monasterio de Lorván. En una de ellas el rey Ramiro I hace donación de la villa de Montemayor a Juan, supuesto abad de dicho monasterio, en 848. El otro es una carta del abad Juan, dando cuenta de su maravillosa victoria y del milagro que la siguió, y haciendo renuncia de la abadía en favor de Teodomiro, prior de Lorván. No faltaron en la familia benedictina otros historiadores que de buena fe copiasen estas patrañas, sin que se salven de tal nota el diligentísimo Fr. Prudencio de Sandoval ni el elegante Fr. Ángel Manrique. Y a la verdad que no tenían disculpa, pues apenas había comenzado Brito a divulgar estas fábulas, le había atajado los pasos muy discreta pero muy enérgicamente el grande y sesudo analista de la Orden de San Benito, Fr. Antonio de Yepes (tomo I, 1609, fol. 99). «Acá en Castilla (dice Yepes) la historia del abad D. Juan está tan mal recebida, que se tiene por más fabulosa que la del conde Roldán y Paladines y por tan verdadera como la que escribió el arzobispo Turpín; pero también entiendo que, como de Roldán y de Bernardo del Carpio, cuyas hazañas fueron grandes, por haberlas querido engrandecer y dilatar, se han mezclado muchas burlas entre pocas verdades y han ahogado la historia de aquellos caballeros, de manera que ya se tiene por fabulosa: así tengo por cierto que hubo un abad de Lorván muy valeroso y que sería santo y algunas veces haría oficio de gran [p. 385] capitán contra los moros; pero están tan perdidas y estragadas estas verdades con patrañas e imaginaciones y sueños, que tengo por muy dificultosa esta empresa.»
Pero ni siquiera su ciega credulidad en los apócrifos de Lorván disculpa a Brito, que inventó por su parte la genealogía del abad Juan, haciéndole medio hermano del rey Bermudo el Diácono, e hijo bastardo de Don Fruela, hermano de Alfonso el Católico.
Siguiendo en todo las pisadas de Brito, repitieron el famoso cuento otros historiadores portugueses, aun de los más estimados, como Fr. Antonio Brandam; y, por supuesto, el infatigable Manuel de Faría y Sousa no dejó de celebrar en su crespa y enmarañada prosa «aquella resolución dignamente portuguesa, en mitad del peligro de reputarse por bruta».
Triunfante de este modo la leyenda en la historiografía erudita, adquirió una especie de segunda vida en la popular. El libro castellano de cordel fué traducido y aderezado con retazos históricos de Brito por el capitán Antonio Correa da Fonseca y Andrada, que por los años de 1713 a 1715 compaginó una llamada Historia Manlianense (de Manliana, supuesto nombre antiguo de Montemayor, que dicen reedificada por el procónsul Manlio). Y no quedó la tradición en los libros, puesto que pasó al teatro popular, y todavía se celebra, o se celebraba hace pocos años, en Montemayor el 10 de agosto una fiesta o representación hoy ya enteramente pantomímica, en que un ejército de moros embiste el castillo defendido por el abad Juan y sus companeros. [1]
[p. 326]. [1] . Prefiero la corrección verum apuntada por Milá y otros al rerum del texto de Flórez.
[p. 326]. [2] . España Sagrada, t . XXI, pág. 405.
[p. 328]. [1] . Crónica General, texto de Ocampo (Valladolid,1604), página 244. Cf. Crónica del Cid, ed. Huber, pág. 142.
[p. 328]. [2] . Crónica General, fol. 248, vto.
[p. 328]. [3] . Por fiarse en demasía del destartalado libro de Fr. Prudencio de Sandoval Cinco Reyes, y del testimonio acaso fantástico de la Crónica de Pedro de León, en que continuamente se apoya, admitió Dozy de buen grado (Recherches, primera edición, pág. 595 y sigs.) una supuesta batalla de Salatrices, ganada en 1106 por los almoravides contra Alfonso VI, y en la cual hizo prodigios de valor el susodicho obispo de León D. Pedro, juntamente con Alvar Fáñez y otros próceres. Me parece evidente que la tal batalla, de la cual no se encuentra mención en otra parte (dado que el texto árabe del Kitabo'l iktifá, citado por Dozy, se refiere a la rota de Uclés, acaecida en 1108), no es otra que la batalla de Zalaca, con la cual conviene en todas sus circunstancias, puesto que fué dada en un lugar cerca de Badajoz «que dezien en arábigo Sellaque e en lenguaje castellano Satalias» (según la Crónica General), nombre que fácilmente pudo corromperse en Salatrices, y a ella asistió Alvar Fáñez, llamado por el rey, que estaba en el cerco de Zaragoza, y se combatió hasta la noche, y el ejército vencido se retiró a Coria. Todo esto que había pasado en Satalias en 1086, pasó punto por punto en Salatrices veinte años despues, si hubiéramos de creer a Sandoval. ¿Cómo admitir tan inverosímil coincidencia, sin más autoridad que la de esa Crónica de Pedro de León, inútilmente buscada por tantos investigadores, y que acaso sea un mito bibliográfico? ¿Cómo prestar tampoco fe ciega a todo lo que Sandoval añade, y Dozy repite, sobre la cobardía de García Ordóñez y sus sobrinos los condes de Carrión en la batalla, y sobre las hazañas del mismo obispo Pedro de León, que salió de la lid con el roquete salpicado de sangre sobre las armas, y a quien el rey dirigió aquellas famosas palabras: «¡Gracias a Dios que los clérigos hacen lo que habían de hacer los caballeros, y los caballeros se han vuelto clérigos por los mios pecados!» ¿No será todo ello una torpe y tardía falsificación, que nadie ha de achacar ciertamente al respetable obispo de Pamplona (puesto que ya en tiempo de Pero Mexía andaba de mano en mano una Crónica de Alfonso VI atribuída a Pedro de León), pero que él aceptó con cándida buena fe, más disculpable en un compilador del siglo XVII que en un hipercrítico como Dozy? Me he detenido tanto en esta nota para mostrar que Dozy, el cual tan fieramente maltrata a sus predecesores, tampoco deja de pagar algún tributo a la flaqueza humana, admitiendo hechos dudosos o mal comprobados, como esta batalla de Salatrices, nacida probablemente de un error cronológico de Sandoval, autor muy benemérito de nuestra historia, pero que debe leerse con cautela. Dozy no la tuvo, y dió por buenas todas sus referencias a Pedro de León, intercalándolas como noticias fidedignas en su biografía del Cid. Un historiador tan crédulo como Sandoval, que en esta misma Crónica de los cinco Reyes acepta todas las patrañas de la Historia de Ávila del Padre Ariz, no era para seguido a ciegas por un crítico como Dozy. Él mismo hubo de reconocerlo, pero no confesó su error, limitándose a borrar en las ediciones sucesivas de las Recherches todo lo referente a Alvar Fáñez.
[p. 330]. [1] . Las principales referencias históricas concernientes a Alvar Fáñez se hallan recopiladas por Dozy en la primera edición de sus Recherches (no en las siguientes), págs. 444, 451, 467, 469, 478, 480, 590, 593-604.
[p. 336]. [1] . Habebat autem quendam vernulam causa familiaris secreti plus debito sibi carum, cuius delationibus contra milites et Barones aures credulos adhibebat, et licet saepius supplicassent ut a se praedictum vernulam removeret, discessum eius nullatenus voluit sustinere. El ipsi reputantes dedecus et iacturam, quia eius delationibus laedebantur, delatorem in eius praesentia occiderunt. ( De rebus Hispaniae, lib. VI, cap. XVII.)
[p. 337]. [1] . Cui occurrens Rex Sancius frater eius in loco quia Sancta Irenaea dicitur, ambo fraternas acies ordinarunt, et inito praelio victus Gartias, regno perdito, captivatur, et apud Lunam vinculis et custodiae mancipatur.
[p. 339]. [1] . Crónica General, 4.ª parte, fols. 207 a 210.
[p. 340]. [1] . E ellos, estando en esto, llegó don Alvar Fáñez Minaya a quien el Rey diera el cavallo e las armas entrando la batalla. E dixo contra aquellos cavalleros a grandes vozes: «¡Dexad mio señor!» e diziendo esto fuélos ferir muy bravamente, e derribó los dos dellos, e venció los otros: e ganó los dos cavallos, e dió el uno al Rey, e tomó el otro para si, e fuese con su señor a una mata do estava pieça de unos cavalleros, e dixo: «Ahe vos aqui nuestro señor, el Rey don Sancho, e vengavos en mente el buen prez que los Castellanos ovistes siempre, e non lo querades perder oy en este dia!» De si allegaronse bien quatrozientos cavalleros, de los que yvan vencidos. E ellos estando en esto, vieron venir al Cid Ruydiaz con trezientos cavalleros, e conoscieron la su seña verde: ca non llegó él a la primera batalla. E el rey don Sancho quando sopo que era el Cid, plógole mucho con él, e dixo: «Agora descendamos nos al llano, pues viene el de buena ventura!» (Crónica del Cid, ed. Huber, página 52).
[p. 340]. [2] . En el cap. VI del libro indio de Calila e Dymna, mandado traducir del árabe por Alfonso el Sabio siendo infante, se halla un apólogo que tiene cierta semejanza con éste:
« Del religioso a quien robaron el gamo.
Dicen que un religioso compró un gamo para facer sacrificio con él, e levándolo en pos de sí, con una cuerda, viéronle tres homes engañosos, e consejáronse cómo lo engañasen. E fuéronse al camino por do él habia de ir, e paróse el uno delante dél, e díxole: «¡Oh tú, religioso, ¿qué can es este que traes contigo? ¿Quiéreslo vender?» Et el ome bueno non respondió. Et atravesó el otro que le dixo: «Bien ves que este, aunque trae hábito de religioso, que non es assi, pues trae can detrás.» Et despues encontróse con el otro que le dixo: «¿Quieres vender ese tu can, ca nunca tan hermoso can vi?» Et cuando el religioso oyó aquello que todos le decían, non dubdó sinon que era can, et dixo en su corazon: «Por aventura aquel que me le vendió me encantó e me engañó.» Et entonces soltó el gamo, e tomáronsele los engañadores, degolláronlo, e comiéronlo.» (Ed. de Gayangos, pág. 50.)
Lo que hicieron los burladores por engañar al religioso budista, lo hizo Alvar Fáñez para probar a Doña Vascuñana.
[p. 341]. [1] . La Alcarria en los dos primeros siglos de su reconquista. (Discurso de recepción leído ante la Real Academia de la Historia en 27 de mayo de 1894.)
[p. 341]. [2] . Liber privilegiorum de la iglesia toledana (Archivo Histórico Nacional), fol. 45 . Dada en Madrid en 3 de abril de 1173 (nota del Sr. Catalina García, lo mismo que las tres siguientes).
[p. 342]. [1] . Relación de la villa de Romanones, según la que se hallaban en dicho sitio muchas armas de guerra «como azadones de moriscos y hierros de lanza y otras cosas». Francisco de Torres, en su inédita Historia de Guadalajara, asegura que entre Armuña y Romanones hay un alto cerro y en su cumbre una piedra a manera de pesebre, siendo opinión común que sirvió de tal al caballo de Alvar Fáñez, cuyo nombre lleva el cerro.
[p. 342]. [2] . La relación de Uclés en 1575 dice, refiriéndose al convento: «Hay un arco de piedra blanca, que es aguamanil de Religiosos, y quando se descubrió estaba en él enterrado un hombre, dispuesto con dos espadas, una en cada lado, que parecía enterramiento antiguo y principal. Era este cuerpo de Alvar Fáñez, que fué muy gran guerrero. Tiene la una espada de estas el conde de Chinchón, que la compró de un cuñado del comendador Torremocha: es muy buena, costóle cien reales.» La relación no dice cuándo se hizo el hallazgo ni en qué se fundó el dicho de que el cadáver era el de Alvar Fáñez. Más autoridad, aunque todavía necesita comprobación, tiene el parecer de que fué enterrado en Cardeña.
[p. 343]. [1] . El constituit eum secundum Alcaidem Toleto et jussit cunctis militibus et peditibus qui habitabant in omnibus civitatellis quae sunt Trans-Serram obedire ei. (Chronica Adephonsi Imperatoris, núm. 67, en el t. XXI de la España Sagrada.)
[p. 344]. [1] . Aludo a un bellísimo episodio de la Crónica de Alfonso VII. Los almoravides, a quienes la Emperatriz motejó de cobardes, porque hacían armas contra una débil mujer, levantaron los ojos a la más alta torre del Alcázar de Toledo, donde estaba la Emperatriz rodeada de sus damas, que tañían diversos instrumentos músicos; hicieron una sumisa reverencia, y se retiraron, levantando el cerco. Conviene transcribir las propias palabras del cronista, que, como todos los de su género, es menos leído de lo que debiera:
«Hoc videns Imperatrix, missit nuncios Regibus Moabitarum, qui dixerunt eis: Hoc dicit vobis Imperatrix uxor Imperatoris: Nonne videtis quia contra me pugnatis, quae sum faemina, et non est vobis in honorem? Sed si vultis pugnare, ite in Aureliam, et pugnate cum Imperatore, qui cum armis et paratis aciebus vos expectat. Hoc audientes Reges, et Principes, et Duces, et omnis exercitus, elevaverunt oculos suos, et viderunt Imperatricem sedentem in solio regali, et in convenienti loco super excelsam turrem, quae nostra lingua dicitur Alcazar; et ornatam tanquam uxorem Imperatoris, et circuitu ejus magna turba honestarum mulierum, cantantes in tympanis et cytharis, et cymbalis, et psalteriis. Sed Reges, et Principes, et Duces, et omnis exercitus, postquam eam viderunt, mirati sunt, et nimium sunt verecundati, et humiliaverunt capita sua ante faciem Imperatricis, et abierunt retro: et deinde nullam rem laeserunt, et reversi sunt in terram suam.» (Esp. Sag., t. XXI, pág. 377.)
[p. 345]. [1] . Sed Munio Adefonsi planxit hoc peccatum cunctis diebus vitae suae, et voluit peregrinare Jerusalem: sed Raymundus toletanae Eclesiae et ceteri Episcopi el clerici rogati ab Imperatore ut non peregrinaretur, praeceperunt ei poenitenciam, ut superdeballaret sarracenos sicut fecit, usquequo ab eis occisus est (pág. 391).
[p. 346]. [1] . Et per multos dies mulier Munionis Adefonsi cum amicis suis et caeterae viduae veniebant super sepulchrum Munionis Adephonsi, et plangebant planctum, et hujuscemodi dicebant: «¡0 Munio Adefonsi! nos dolemus super te: sicut mulier quae unicum amat maritum, ita toletana civitas te diligebat. Clypeus tuus nunquam declinavit in bello, et hasta tua nunquam rediit retrorsum, et ensis tuus non est reversus inanis. Nolite anuntiare mortem Munionis Adefonsi in Corduba et in Sebilia, neque in domo regis Texufini, ne forte laetentur filiae Moabitarum et contristentur filiae toletanorum.» Mortuus est autem pro peccato magno quod fecit contra Deum, scilicet quia occidit filiam suam quam habebat legitimae conjugis, quia ludebat cum quodam juvene, et non fuit misertus filiae suac sicut Dominus misericors erat illi in omnibus praeliis.» (España Sagrada, t. XXI, pág. 390.)
[p. 347]. [1] . El galano y pintoresco cronista de la casa de Niebla, Pedro Barrantes Maldonado, fantaseando quizá en este caso particular, pero dando testimonio de la inmemorial costumbre de las endechas, describe los funerales de D. Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno, muerto a manos de infieles en la sierra de Gaucín el año 1309, con rasgos que recuerdan mucho la lamentación hecha por la muerte de Munio Alfonso:
E todos sus vasallos de Don Alonso Perez de Guzman cortaron las colas a sus cavallos, como era costumbre de los castellanos cada vez que perdían el señor, e traxeron el cuerpo abierto y embalsamado... e muchas hachas y candelas encendidas, e con esta orden caminaron con el cuerpo para Sevilla, e pararon en Medina Çidonia, que la tenía D. Alonso Perez empeñada del Rey, e allí dixeron misas e responsos sobre su cuerpo, e de allí truxeron su cuerpo a la su villa de Sanlucar, donde embarcándolo lo llevaron por el río hasta la puente de Sevilla, e allegaron de noche, e alli salieron todos los canónigos, clerigos e frailes de todas las ordenes de la cibdad, e todos los cavalleros hijos dalgo e oficiales e gente menuda de la cibdad, porque era tan amado e bien quisto Don Alonso Perez de Guzman en Sevilla como nunca lo fue Señor en ella por las buenas obras que le hazía. Alli salió Doña Maria Alonso Coronel su muger, e sus hijas Doña Leonor e Doña Isabel cubiertas de xerga, e salieron con ellas todas las señoras principales cubiertas de luto, e todos grandes e ricos con hachas e velas de cera que tenian mandado hazer para aquel día; alli fueron los llantos, los lloros, los gemidos, tantos que fue cosa extraña e lastimosa de ver... e generalmente dezian: «0 padre de Sevilla, que con tu muerte quedas tantas viudas e tantas huérfanas; no sólo te pierde tu muger, hijos, parientes, criados, vasallos, mas piérdete Sevilla, hasta los mas baxos e mas olvidados que en ella viven, porque tu larga mano en el bien todo lo alcançava.»
«Doña María Alonso Coronel ronca de llorar dezía: «¡O mi señor y mi bien! qué bien adivinaba yo aquesto, bien me lo dava el coraçon. Ya que Dios fué servido de llevaros, lleváraos en vuestra casa y en mi presencia para que no sintiera tanto vuestra muerte, Señor; que no falleçistes vos en cama blanda, syno en sierras ásperas y en montes bravos; no en mis braços ni manos, syno a las manos de vuestros enemigos; no en tierra de christianos sino en tierra de moros; no granjeando vuestra hazienda, syno sirviendo al Rey; no enboscado en vicios, syno exerçitando virtudes; no en las cosas del mundo, syno en servicio de Dios; no en los vuestros grandes palacios de Sevilla, syno en las asperas montañas de Gausin; no en vuestra tierra, syno en la agena.» (Memorial Histórico Español, publicado por la Academia de la Historia, tomo IX, págs. 243-244.)
[p. 348]. [1] . El parricidio del caudillo toledano fué llevado a las tablas con gran fortuna por el estro arrogante de doña Gertrudis Gómez de Avellaneda en su tragedia Alfonso Munio, representada en 13 de junio de 1844, y titulada luego con más propiedad histórica Munio Alfonso. La egregia poetisa cubana, que se preciaba de no sé qué fantástico parentesco con el alcaide de Toledo, encontró el argumento de su drama en el conocido libro genealógico de Rodrigo Méndez Silva: Ascendencia ilustre, gloriosos hechos y posteridad noble de Nuño Alfonso, Alcaide de la ciudad de Toledo, Rico hombre de Castilla (Madrid, 1648). Es de sentir que no consultase directamente la Crónica de Alfonso VII, para dar más color histórico a su drama, que así y todo tiene grandes bellezas. El tercer acto, lleno de misterioso prestigio y de terror trágico, es al mismo tiempo eminentemente teatral; y si el efecto decae en el cuarto, no decaen ni un punto en todo el drama la noble entonación del estilo y la plenitud de la versificación, dentro del molde algo abstracto de la tragedia clásica.
[p. 349]. [1] . Costas y Montañas (Libro de un Caminante), por Juan García. (Madrid, Tello, 1871, pág. 188). Fué autor de este hermoso libro descriptivo e histórico de la provincia de Santander el erudito y elegantísimo escritor D. Amós de Escalante, recientemente arrebatado a las letras patrias y al cariño de sus amigos.
[p. 349]. [2] . Chronica de los Principes de Asturias y Cantabria... Su autor el Padre Predicador Fr. Francisco Sota, de la Orden de San Benito, Chronista de Su Magestad... En Madrid: por Juan García Infanzon. Año de 1681. (Páginas 544-581.)
Los extensos límites que Sota y otros autores asignan al señorío de Rodrigo González, parecen confirmados por la famosa donación que en 1122 hizo al Monasterio de Santa María de Piasca (escritura 32 del Apéndice de Sota, pág. 663): « Mandante Comite dompnus Rodericus, in Asturias et Castella et Lebana et Petras Nigras et Campoo et in Angulo » .
Por Castilla ha de entenderse aquí la montaña de Burgos solamente; por Asturias las de Santillana, pues no consta que en las de Oviedo poseyese nada el conde Rodrigo, Peñas Negras, Liébana, Campóo y el valle de Angulo, confinante con el de Mena, marcan los términos de su señorío por Occidente y Oriente, quedando incluida en él la mayor parte del territorio de la Cantabria Romana.
Fr. Prudencio de Sandoval, que a pesar de vestir la cogulla benedictina estaba muy picado de la vanidad linajuda, tuvo el raro capricho de atribuir al conde Rodrigo González (sólo conocido por este patronímico o por el apodo honorífico de El Franco ) el apellido Girón, que ni consta en ningún documento ni es de su tiempo. El P. Sota, tildado, y no sin razón, de falta de crítica, mostró en este caso alguna más que Sandoval, rechazando aquella fantástica denominación y genealogía ideada para lisonjear a la nobilísima familia de los condes de Ureña, que para nada necesitaban de tales Orígenes postizos.
[p. 354]. [1] . Los pasajes de la Crónica de Alfonso VII, en que va fundada esta biografía, pueden verse en la edición de Flórez, págs. 322, 329, 338, 365 y 367. No es fácil concertar las fechas, por el desorden cronológico de dicha Historia latina.
[p. 354]. [2] . De esta mujer de Rodrigo, que por la cuenta sería la tercera, no hay noticia en ningún otro documento.
[p. 359]. [1] . Sota, pág. 564.
[p. 359]. [2] . Historia de los Reyes de Castilla y de León, etc. Pamplona, 1634 (reimpresión de Madrid, 1792, t. I, págs. 329-333).
Antes de Sandoval, Fr. Antonio de Yepes ( Cróica General de la Orden de San Benito, Madrid, 1613, t. IV, fols. 380 y 382), había resumido el fragmento sin copiarle textualmente. También el P. Castro le incluyó en su Vida del glorioso Thaumaturgo Español, 1680, págs. 312-316.
[p. 360]. [1] . Caballeros Hinojosas del siglo XII, por Johon D. Fitz-Gerald. (De la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, Madrid, 1902.)
[p. 360]. [2] . Vida y milagros del Thaumaturgo Español. Santo Domingo Alonso. Madrid, 1736.
[p. 361]. [1] . Histoire de l'Abbaye de Silos. París, 1897, pág. 299.
[p. 363]. [1] . Todos ellos están reunidos en los Monumenta Portugalliae Historica a saeculo octavo usque ad quintundecimum jussu Academiae Scientiarum Olisiponensis edita. — Scriptores, volumen I. (Lisboa, 1860.)
Esta publicación, dirigida por Alejandro Herculano, ha hecho inútiles las antiguas ediciones de Lavaña y Faría y Sousa, aunque todavía tienen estimación bibliográfica.
—Nobiliario de D. Pedro, Conde de Bracelos (sic), hijo del Rey D. Dionis de Portugal, ordenado y ilustrado con notas y índices por Juan Bautista Lavaña, coronista mayor del Reino. En Roma, por Estevan Paolino. (1640.)
—Nobiliario del Conde de Bracelos D. Pedro, hijo del rey Don Dionis de Portugal, traducido, castigado, y con nuevas ilustraciomes de varias notas por Manuel de Faria y Sousa, caballero de la Orden de Christo, y de la Casa Real... En Madrid, por Alonso de Paredes. (1646.)
Ni Lavaña ni Faría respetaron el texto primitivo. Sobre tode Faría le castigó o cercenó notablemente, quitándole, según él dice, «algunas libertades indecentes, como al nombrar las monjas y religiosas el advertir que no tuvieron hijos». Aun con estas mutilaciones, el Nobiliario del conde D. Pedro da idea de un desenfreno de costumbres verdaderamente fabuloso. Es buen libro para conocer la Edad Media.
[p. 364]. [1] . Memoria sobre a origen provavel dos Livros de Linaghens. (Apud. Scriptores, pág. 133.)
[p. 366]. [1] . Título IX del Libro de Linagens: «De dom Diego Lopez senhor de Bizcaya, bisneto de dom Froom, e como casou com huma molher que achou andando a monte a quall casou com elle con condiçom que numca se beemzesse, e do que lhe com ella aconteçeo: e prosegue o linhagem dos senhores que foram de Bizcaya.» ( Scriptores, 258-259.)
[p. 366]. [2] . Las Bienandaças e Fortunas que escribió Lope Garcia de Salazar estando preso en la su torre de San Martin de Muñatones. Reproducción del códice existente en la Real Academia de la Historia. (Madrid, Sánchez, 1884.)
En el capítulo relativo a un D. Munio López, hijo de Zuria, no menos fabuloso que su padre, y a quien llama segundo señor de Vizcaya, se conservan algunos rastros, aunque alterados y confusos, de la traducción del Nobiliario, pero excluyendo toda la parte fantástica:
«E muerto este don Zuria, fue recebido por Señor de Viscaya Munio Lopez, su legítimo fijo, que sirviendo a los condes do Castilla fue preso de los moros. E como lo sopo su muger llamó a don Iñigo Esquerra su entenado, que era de otra primera muger, mancebo e fermoso, e dixole: «Pues tu padre es cativo e no salirá, casate conmigo e seremos señores de Vizcaya.» E porque él ge lo estrañó de cruda manera, salió de la cámara rascándose, disiendo altas voses que la avia querido forçar. E como él esto vió fuesse a la frontera por sacar su padre, e ayudandolo ventura, sacólo de poder de un moro que prendió... E como lo sopo aquella falsa muger, rescibiolo rascando su cara, disiendo que su fijo D. Iñigo Esquerra la quisiera desonrrar e forçar, e como él aquello viese, tornase a buscar su fijo, e cercolo en Meazauz, e como su fijo vió que no le valía verdad, dixole: «Señor, pues la maldad vale mas con vos que la verdad comnigo, yo lo pongo en el juicio de Dios, e me mataré con vos; vos armado e yo desarmado, e con la lança sin fierro, e vos con fierro», e otorgado e fecho assi, pasándole el cuento de la lanza sobre las armas de parte en parte, dió muerto con él en el campo, e fue soterrado alli en la iglesia de Meazauz.»
Son comunes a las dos leyendas el nombre de Iñigo Guerra o Ezquerra y la cautividad del Señor de Vizcaya en tierra de moros, de la cual le liberta su hijo. Todo lo demás difiere, pero la coincidencia debe notarse, porque Lope García de Salazar no conocía el Nobiliario del hijo de D. Dionis.
[p. 367]. [1] . Basque Legends: collected, chiefly in the Labourd, by Rer. Wentworth Webster, M. A. Oxon... Londres, 1879.
— Le Folk-Lore du Pays Basque par Julien Vinson. (T. XV de la colección de Las Literaturas populares. París, Maisonneuve, 1883.)
[p. 367]. [2] . Cantos populares do Archipelago Açoriano, pág. 398.
[p. 367]. [3] . Vide Guillén Robles, Leyendas Moriscas (Madrid, 1855, t. I, página 96). El delicioso escritor moderno Anatolio France ha compuesto una leyenda sobre Balkis.
[p. 368]. [1] . Scriptores, pág. 383 .
[p. 368]. [2] . Scriptores, págs . 180- 181.
[p. 374]. [1] . Scriptores, págs. 274-277.
[p. 375]. [1] . Hespaña Libertada. Parte primera. Compuesta por Doña Bernarda Ferreira de Lacerda... En Lisboa. En la officina de Pedro Crasbeeck. Año 1618. (Fols. 94-108.)
[p. 375]. [2] . Breve composiçam e tractado, agora novamente tirado das antiguidades de Espanha. Que trata de como el Rey Almanzor morreo em Portugal junto a Cibdade do Porto onde chamao Gaya, as maos del Rey Ramiro, et sua gente, donde tamben cobrou et matou sua molher, chamada Gaya, que estaba com este Mouro, da qual ficou este lugar chamado de seu nome. Composta por Joao Vaz natural da c'dade de Evora, en verso de octava rima. Lisboa, 1630. (Seis hojas en folio.) Esta primera edición es rarísima. Ha sido reimpresa por Teófilo Braga: Gaia, romance por Joao Vaz. Publicado segundo a ediçao de 1630, e acompanhado de um Estudo sobre atransformaçao do romance popular no romance con forma erudita nos fins do seculo XVI. Coimbra, 1868.
[p. 375]. [3] . Romanceiro por J. B. de Almeida-Garrett. (Lisboa, 1853, t. I, pág. 201.)
[p. 376]. [1] . Scriptores, pág. 266.
[p. 376]. [2] . Vid. La Desdichada Estefanía en el t. VIII de las Comedias de Lope de Vega, publicadas por la Academia Española. La comedia de Luis Vélez de Cuevara se titula Los celos hasta los cielos, y desdichada Estelanía.
[p. 376]. [3] . Dos de ellos merecen recuerdo. El P. Arolas, en su leyenda Fernán Ruiz de Castro, vertió fielmente el relato de Sandoval en redondillas fáciles y suaves, pero tocadas de cierta flojedad prosaica y afeminada, que es el principal defecto de su manera. Más adelante Campoamor, en uno de los episodios de su poema simbólico y dantesco, El drama universal (1867), resumió rápida y vigorosamente el mismo episodio, teniendo indudablemente a la vista la comedia de Luis Vélez de Guevara, de la cual tomó algunos nombres y circunstancias.
[p. 376]. [4] . Chronica del inclito Emperador de España, D. Alonso VII deste nombre Rey de Castilla y Leon... (Madrid, 1600, fols. 80-83.)
[p. 377]. [1] . Citado la primera vez por Fr. Antonio Brandao en su Monarchia Lusitana, 3.ª parte, 1632, lib. 10, cap. 45: «Hum romance tenho que trata da batalla do Salado, composto por Alfonso Giraldes, autor daquelle tempo, em o principio do qual, entre outras guerras antigas que se apontao, se faz mençao desta que o Abbade Joao teve com os mouros e con seu capitao Almanzor», etc. (Jorje Cardoso, Agiologio Lusitano, 1652 , t. I, pág. 328.)
[p. 378]. [1] . Poseo un manuscrito de este Compendio, en tres volúmenes, letra del siglo XVI. La leyenda del abad Juan se encuentra en el segundo, páginas 400-408. El Sr. Menéndez Pidal cita, además de éste, tres manuscritos de la Biblioteca Nacional y uno de la Escurialense, advirtiendo que el P—1 de la Biblioteca Nacional, letra de la segunda mitad del siglo XV, correspende a una primera redacción de Almela.
[p. 378]. [2] . Gayangos, en su Catálogo de Libros de Caballerías, cita un fragmento que poseía D. Mariano Aguiló, con el siguiente encabezamiento: «Comiença el libro de Juan Abad, señor de Montemayor: en el qual se escrive todo lo que le aconteció con don García su criado.» Estaba impreso, al parecer, en el primer tercio del siglo XVI.
—Historia del abbad do Juan. Al fin: «Fue impresso el presente Libro en casa de Francisco Fernández de Córdova, impressor. Año de mil y quinientos y sesenta y dos.» Es edición, sin duda, de Valladolid, donde Francisco Fernández de Córdoba tuvo famosa imprenta. El único ejemplar conocido de este cuaderno fué comunicado por su dueño, D. Aníbal Fernández Thomas, a la señora doña Carolina Michaelis de Vasconcellos, que hizo sacar copia de él para el Sr. Menéndez Pidal.
Cítase otra edición de Sevilla, 1584. Una de las últimas fué, sin duda, la que se describe en el Ensayo de Gallardo (número 807):
«Comiença la historia del Abad Juan, señor de Montemayor, compuesta por Juan de Flores. Colofón: Impresso en Cordoba en las callejas del alhondiga por Diego de Valverde y Leiva, Acisclo Cortés de Ribera, año 1693. (4.º, sin foliar.)
Este encabezamiento debe de estar tomado de alguna edición antigua. Juan de Flores es autor o refundidor de varias novelas cortas publicadas a principios del siglo XVI (alguna acaso a fines del XV), tales como Grisel y Mirabella, Grimalte y Gradissa, etc.).
[p. 378]. [3] . Gessellschaft für romanische Literatur. Band 2. La leyenda del Abad D. Juan de Montemayor, publicada por Ramón Menéndez Pidal. Dresden, 1893.
[p. 385]. [1] . El pueblo de la Mancha llamado La Torre de Juan Abad, tan conocido por el señorío que en él tuvo Quevedo, ¿deberá su nombre a esta leyenda? Según las relaciones topográficas del tiempo de Felipe II, utilizadas por D. Aureliano Fernández Guerra (Obras de Quevedo, ed. Rivadeneyra, t. II, pág. 657), todavía en el siglo XVI persistían allí «los vestigios de una torre con sus dos cavas y foso, cuyo fundador, dueño o alcaide, el buen Johan Abbad, defendiéndola contra muchedumbre de enemigos, hubo de dar nombre a la villa».