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Obras completas de Menéndez... > ESTUDIOS Y DISCURSOS DE... > VI: ESCRITORES MONTAÑESES > NOTICIAS PARA LA HISTORIA DE NUESTRA MÉTRICA (SOBRE UNA NUEVA ESPECIE DE VERSOS CASTELLANOS)

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MUCHO se ha escrito sobre la historia de nuestra versificación, y no siempre con acierto. En general, los críticos que han dedicado su atención a estos estudios pecan de excesivo apasionamiento en pro de ideas preconcebidas y de sistemas forjados, más por capricho erudito, que por detenida observación de la materia objeto de sus investigaciones.

El primer tratado de arte métrica que en lengua castellana conocemos, es el que, con el título de Arte de trovar o Gaya Sciencia , recopiló don Enrique de Villena, a imitación y ejemplo de los lemosines Ramón Vidal de Besalú, Jofre de Foxa, Berenguer de Troya, Guillermo Vedel de Mallorca, Guillén Molnier y Fray Ramón Cornet. [2] De él sólo se conservan breves extractos, formados por algún curioso, y dados a luz por Mayans en los Orígenes de la lengua española . [3] Ni en ellos ni en la Gaya Sciencia , de Pedro [p. 406] Guillén de Segovia, que es una copiosísima selva de consonantes, hallamos nada importante para nuestro propósito. Más granado fruto ofrece el Arte de trovar , de Juan de la Encina, que muchos han apellidado Poética . Los capítulos quinto, sexto y séptimo tratan de la medida y pies de los versos castellanos, que divide en versos de ocho sílabas o de arte real, y de doce o de arte mayor, de los consonantes y asonantes y de las combinaciones métricas, llamando mote , letra de invención o villancico a las coplas de uno, dos y tres pies, y canciones a las de cuatro, cinco o seis. Hacia el mismo tiempo, y guiado siempre por la luz de la antigüedad clásica, decía Antonio de Nebrija en su Arte de la lengua castellana : [1] «Todos los versos cuantos yo he visto en el buen uso de la lengua castellana se pueden reducir a seis géneros, porque, o son monómetros, o dímetros, o compuestos de dímetros e monómetros, o trímetros o tetrámetros, o adónicos sencillos, o adónicos doblados.» Esto nos conduce a indicar algo sobre el origen de nuestros metros, enumerando siquiera brevemente el caudal que poseía nuestra lengua a fines del siglo XV y que ha recibido más bien perfección que aumento en épocas posteriores. Materia era ésta confusa y embrollada, hasta que la diligencia, sagacidad y erudición de nuestro muy docto maestro, el ilustrísimo señor don José Amador de los Ríos, han venido a dar luz a tan revuelto caos. [2] Que el origen de nuestros metros es latino, claramente lo ha demostrado el erudito escritor a quien acabamos de citar. Que por medio de los himnos de la Iglesia llegaron tales formas a la literatura vulgar, puesto está de igual modo fuera de toda discusión y duda. La degeneración sucesiva de las formas clásicas puede, sin dificultad, ser estudiada en el Himnario latino-visigodo , en la Himnodia Hispánica , publicada en Roma por el jesuíta Arévalo, y en los copiosos monumentos de época posterior, recogidos por el señor Amador de los Ríos en las ilustraciones que a esta materia dedica. [3]

¿Cómo no habían de introducirse en la poesía vulgar [p. 407] semejantes formas, cuando para celebrar al héroe nacional por excelencia, adoptaba un ignorado poeta por los años de 1133 la clásica forma del sáfico , manejándole a veces con habilidad muy notable?

                   Eia... laetando, populi catervae
                   Campidoctoris hoc carmen audite ...
                   Modo canamus Roderici nova
                   Principis bella. [1]

En los primeros monumentos de nuestra poesía, en los dos poemas del Cid, en las leyendas de Los tres reys d’Orient y de Santa María Egipciaca , y en el Misterio de los Reyes Magos , descubierto en la biblioteca toledana, aparecen metros, en apariencia informes, pero cuya derivación latina es incuestionable. Los versos tienen desde diez a diez y ocho sílabas, como adaptados al canto, dependiendo en otros casos su irregularidad de los errores de los copistas. El poema de Santa María Egipciaca , que ha solido imprimirse en forma de versos cortos de ocho o nueve sílabas, consta en realidad de versos de diez y ocho, forma que no tardó en ser abandonada. Los de diez y seis, cuyo hemistiquio de ocho recibe en el siglo XV el nombre de pie de romance , viene, según la respetable autoridad de Nebrija, del tetrámetro yámbico u octonario , y se encuentran en abundancia en los poemas de esta Edad. Los de catorce, malamente llamados alejandrinos, proceden del pentámetro ; y pentámetros castellanos los llamó en el siglo pasado el beneficiado Trigueros, que compuso en tal metro diferentes poemas filosóficos, de lo más detestable que recordamos haber leído. Con estas tres principales especies de metros se combinan en los poemas de esta Edad los de quince, trece, doce y diez sílabas, apareciendo como en embrión todos estos elementos, muertos antes de nacer algunos de ellos. En pos de esta primera época de nuestra poesía, viene la segunda, caracterizada por el cultivo del arte heroico-erudito , que nuestro sabio maestro el señor Milá y Fontanals apellida mester de clerezía , apoyando esta denominación en los primeros versos del Alejandro de Juan Lorenzo Segura de Astorga. La forma general de los poemas de esta edad ha sido encerrada por el mismo erudito en la concisa fórmula [p. 408] siguiente: tetrástrofos monorrimos alejandrinos , esto es, versos de catorce sílabas, dispuestos en estancias de a cuatro y ligados por la misma rima. Apenas hay excepciones de esta regla; Berceo, sin embargo, usa en el epitafio de Santa Oria los octonarios, y en el canto de los judíos, inserto en el Duelo de la Virgen , emplea los de ocho y nueve sílabas alternativamente. En tiempo de Alfonso X recibe nuestra metrificación prodigioso incremento. Las Cantigas ofrecen ejemplo de la mayor parte de los metros y combinaciones usados posteriormente. En este punto, como en tantos otros, ha de derramar copiosa luz la anunciada publicación por la Academia Española de tan precioso monumento. Entretanto, gracias a los trabajos del señor Amador de los Ríos, sabemos que en las Cantigas se hallan versos de diez y seis, catorce, doce (iguales a los de las Querellas ) y once (agudos y graves). Esto por lo que toca a los metros de arte mayor. En cuanto a los menores, no es menos rica la cosecha; de seis (adónicos de Nebrija), de siete (hemistiquios del pentámetro), de ocho (dímetro yámbico, hemistiquio del tetrámetro) se encuentran copiosos ejemplos.

Los versos de doce y los de once sílabas son las dos formas de metrificación más importantes entre cuantas el Rey Sabio introduce. A los primeros llamó Nebrija adónicos doblados , como a los de seis adónicos sencillos , comparándolos en otras ocasiones con el trímetro yámbico senario. Otros, con más fundamento, en nuestro sentir, los equiparan, en cuanto es posible, con los asclepiadeos . Compárense estos dos versos:

                   Maecenas, atavis edite regibus. (Horacio).
                  Cá he visto, dice, Señor, nuevos yerros. (J. de Mena).

y se notará que para nuestros oídos no hay gran diferencia. En cuanto a los de once, su origen sáfico es harto notorio.

Siguen las huellas del Rey Sabio don Juan Manuel y el Arcipreste de Hita. En las moralidades del Conde Lucanor encontramos de nuevo los versos de once y doce sílabas, probando que la tradición artística no sufrió interrupción en este punto. El Arcipreste, que se propuso en su variado poema dar entrada a todos los metros hasta entonces cultivados, no añade, sin embargo, ninguno a los usados en las Cantigas , y solo una vez, y con escaso acierto, usa el endecasílabo . Reaparece este metro en las poesías [p. 409] de Micer Francisco Imperial, introductor de la alegoría dantesca en nuestro suelo, y llega a ser combinado en forma de sonetos petrarquescos por el marqués de Santillana; pero en esta edad de nuestra poesía aparece eclipsado por el arte mayor o de doce sílabas y por los metros cortos, cuyas combinaciones casi agotaron los trovadores de la corte de don Juan II. Entiéndase esto por lo relativo a Castilla, pues en la España Oriental fué muy cultivado el endecasílabo en el siglo XV, como saben bien, sin acudir a recónditas noticias, los que alguna vez han saboreado los deleitosos cantos del incomparable Ausias March.

Y entramos en el siglo XVI, en que, vencida la oposición de Castillejo, domina, sin más rivales que los metros cortos, el verso de once sílabas, cuya supuesta importación de Italia se ha atribuído a la habilidad de Boscan y a los consejos de Navagiero. Aparecen en nuestro Parnaso la canción petrarquista, la octava, el terceto, la sextina y otra infinidad de combinaciones del endecasílabo, y resucita el soneto olvidado desde los tiempos del marqués de Santillana. Pero aquel clásico Renacimiento de las formas no podía contentarse con las empleadas por los grandes maestros italianos, y debió buscar otras más cercanas a las de la lírica grecolatina. Así vemos a Garcilaso emplear, en La flor de Gnido , la ligera y gallarda estrofa de cinco versos que desde entonces recibe el nombre de lira , y, con escasas excepciones, es usada por Fray Luis de León en las más admirables inspiraciones que atesora nuestro Parnaso del siglo XVI. No la desdeña tampoco el bachiller Francisco de la Torre, segundo entre los poetas de la escuela salmantina, pero, anhelando acercarse todavía más a la nunca igualada pureza helénica de la forma, construye estrofas del todo clásicas en cuatro odas de lo más acabado que salió de su pluma:

                   Claras lumbres del cielo, y ojos claros
                   Del espantoso rostro de la noche,
                   Corona clara, y clara Casiopea,
                          Andrómeda y Perseo...
                   Amintas, ni del grave mal que pasas
                   Dejes vencerte, ni volviendo el rostro
                   A tu fortuna, te acobardes tanto
                         Que sienta tu flaqueza...
                   Amintas, nunca del airado Júpiter
                   La armada mano descompone umbrosa
                   [p. 410] Selva de plantas, sin mostrar humana
                         Su presencia divina...
                   Tirsis, ah Tirsis, vuelve y endereza... [1]

De tales estrofas a la resurrección de la sáfica , parece que no hay más que un paso. Y, sin embargo, Francisco de la Torre, que daba el nombre de adónicos a los versos de sus endechas, no hizo sino por casualidad metros sáficos . La introducción de la bellísima y alada estrofa de Lesbos se ha atribuído con error a Villegas. Punto es éste que merece ser puesto en claro, siguiera sea de pasada. Los primeros sáficos que conocemos en castellano, por más que nadie haya parado mientes en ellos, son obra del sabio arzobispo de Tarragona Antonio Agustín. Recorriendo en cierta ocasión sus obras completas (edición de Luca, 1772), tropezamos, en el tomo VII, pág. 178, con una carta a su amigo Diego de Rojas, fechas en Bolonia, 1540, y en ella, con estas palabras: « Mitto ad te quaedam epigrammata novi cuiusdam generis .» Los versos de nuevo género a que el futuro arzobispo se refiere, son unos sáficos , que comienzan así:

                   Júpiter torna, como suele, rico,
                   Cuerno derrama Jove copïoso,
                   Ya que bien puede el Pegaseo monte
                          Verse y la cumbre.
                   Antes ninguno sabio poeta
                   Pudo ver tanto que senda corta
                   Viese que a griegos la subida siempre
                          Fuera y latinos.
                   Vemos que Ennio, Livio y Catulo,
                   Píndaro, Orfeo, Sófocles y Homero,
                   Virgilio, Horacio y con Nason Lucano,
                          Esta seguían...

¡Cosa en verdad extraña! Antonio Agustín, que apenas hizo otros versos que unas deliciosas octavas a la fuente de Alcover, es quien ha dotado a nuestra poesía erudita de una de sus formas más bellas y galanas. Añádase este laurel a los muchos que ciñen la frente del docto arzobispo.

[p. 411] En sáficos tradujo poco después el Brocense, con admirable fidelidad y acierto, la oda X del libro II de Horacio: « Rectius vives, Licini », y en sáficos escribió Fray Jerónimo Bermúdez varios coros de las Nises, lastimosa y laureada . Ambos fueron anteriores a Villegas, y el segundo es autor de trozos muy notables de poesía horaciana, no inferiores a las dos celebradas odas Del céfiro y de La Paloma . Nuevas y graciosas combinaciones métricas usó también Francisco de Medrano, felicísimo imitador de Horacio. No recordamos ninguna otra innovación, que de notar sea, en la dorada edad de nuestras letras. Aun las que hemos indicado tuvieron poquísimos secuaces. Las formas italianas y las nacionales dominaron sin contradicción apenas. Sólo la lira de Garcilaso tuvo imitadores, así entre los vates portugueses como entre los castellanos. La lectura de los escasos tratados de métrica dados a luz en los siglos XVI y XVII, entre los cuales recordamos el Cisne de Apolo , del Padre Carballo; el Arte Poética , de Rengifo, y la Rítmica , de Caramuel; el estudio de los preceptistas que, como el Pinciano ( Filosofía Antigua Poética ), Cascales (Tablas), Juan de la Cueva ( Ejemplar poético ), y Miguel Sánchez de Lima ( Poética ), trataron por incidencia este punto, nos convence de la verdad de la observación precedente. Sólo Caramuel menciona el sáfico , citando algunas estancias de la traducción del Brocense antes mencionada, y tampoco recordamos de este metro otro ejemplo notable, fuera de los citados, que una oda burlesca de Baltasar de Alcázar al Amor , que no sabemos si será anterior a los ensayos de Villegas, aunque nos inclinamos a creer que sí. Lo que a Villegas pertenece es la introducción del hexámetro, de que usó, no sin cierta felicidad a veces, en una égloga, y combinado con el pentámetro formando dísticos, en dos brevísimos epigramas. La posibilidad de estos metros permanece todavía en tela de juicio.

Ábrese literariamente el siglo XVIII con la aparición de la Poética , de Luzán, que consagró a la parte métrica diferentes capítulos. En él comienza la doctrina de las sílabas largas y breves, que asimilando nuestra versificación a la latina, ha producido tanta confusión en las teorías métricas posteriores. Y es de advertir que Luzán, a pesar de su doctrina, o más bien a causa de ella, debía tener tan escaso oído en cuanto a los versos griegos y latinos, [p. 412] que cuando tradujo con más fidelidad que poesía, la segunda oda de Safo, erró dos o tres veces en punto a la armonía de los versos en una composición que sólo tiene cuatro estrofas.

Apenas hay que registrar innovaciones métricas en el siglo pasado. Vaca de Guzmán fué el primero en introducir la asonancia entre el segundo verso sáfico y el adónico . Esta modificación, de agradable efecto, pero que desvirtúa un tanto la índole clásica del metro, se observa en su Oda a la muerte de Cadahalso :

                   Vuela al Ocaso, busca otro hemisferio,
                   Baje tu llama al piélago salobre,
                   Délfico numen, y a tu luz suceda
                         Pálida noche. [1]

La misma combinación y el asonante mismo empleó Burgos en su gallarda traducción de la oda 2.ª del libro II de Horacio: « Pindarum quisquis studet aemulari »:

                   De cera en alas se levanta, Julio,
                   Quien competir con Píndaro ambicione,
                   Icaro nuevo, para dar al claro
                         Piélago nombre...

Nueva modificación experimentó el sáfico, introduciéndose la consonancia entre el segundo verso y el primer hemistiquio del tercero, tal como se advierte en la sáfica de Jovellanos a Poncio (Vargas Ponce), y en su Epitalamio a don Felipe Rivero, combinación que fué empleada con superior maestría por Burgos en sus hermosa traducción del « Mercuri, nam te », oda II del libro III de Horacio:

     
                   Dulce Mercurio, pues por ti enseñado
                   Anfion las piedras con su voz movía,
                   Y tú algún día desdeñada siempre,
                         Siempre callada...

Y para hacer mérito de todos los ingeniosos artificios usados en la estrofa sáfica, recordaremos la linda y verdaderamente clásica oda de Arjona, intitulada La Gratitud , en la cual por [p. 413] primera vez, según entendemos, aparecen enlazados alternativamente los tres versos sáficos y el adónico :

                   Amor es alma de que el orbe vive,
                   Autor celeste del ardor fecundo
                   En que las auras de su ser recibe
                         Plácido el mundo.

El ilustre penitenciario de Córdoba, cuyos versos acabamos de citar, fué también inventor de una graciosa combinación métrica, que por nadie hemos visto imitada, aunque él la manejó con singular acierto. En su oda La Diosa del Bosque , las estrofas están dispuestas de esta manera: el hemistiquio de los dos primeros versos está formado por un esdrújulo, el tercero es sáfico, el cuarto breve y agudo, consonante con el de la estrofa siguiente, de esta manera:

                   ¡Oh si bajo estos árboles frondosos
                   Se mostrase la célica hermosura
                   Que vi algún día en inmortal dulzura
                          Este bosque bañar;
                   Del cielo tu benéfico descenso
                   Sin duda ha sido, lúcida belleza:
                   Deja, pues, Diosa, que mi grato incienso
                          Arda sobre tu altar!

La escuela salmantina, sobre todo en su segunda época, propendió a huir del artificio métrico, no empleando, sino rara vez, las leves y aladas estrofas líricas, imitaciones de la métrica clásica, e inclinándose con preferencia a las tiradas larguísimas de endecasílabos sueltos [1] o asonantados, que prestando inmenso campo a la palabrería y desmedida amplificación, hacen muy fatigosa la lectura de Cienfuegos y de Sánchez Barbero, uniéndose este defecto a los de sensibilidad afectada, falsa grandeza y trasnochado filosofismo, de que tanto adolecen estos poetas, y en que no dejó de incurrir el gran Quintana, dicho sea con todo el respeto debido a tan egregio nombre. Por el contrario, los hijos de la escuela sevillana, Lista, Reinoso y Arjona, especialmente, Arriaza, los que en escaso número seguían aún en lo lírico las huellas del [p. 414] matritense Inarco, y los que en época posterior le imitaron, gracias a las enseñanzas de Hermosilla, que sentía por él un entusiasmo casi fanático, pusieron , como hidalgamente confiesa el mismo Quintana, todo su esmero en la puntual simetría de los metros, en el halago de los números, en la elegancia y pureza del estilo, en la facilidad y limpieza de la ejecución , añadiendo, que su estilo, a lo menos en gracias y en halago, no es vencido ni por ventura igualado de otro alguno . Moratín y su pequeño grupo literario, que (dicho sea en honor de la verdad) respondieron a los elogios de los salmantinos con los agudos dardos de la Epístola a Andrés y con las feroces diatribas de Tineo y de Hermosilla, son dignos de recordación en esta breve reseña de las vicisitudes que ha experimentado nuestra métrica. En sus correctísimas poesías sueltas, con las cuales no se ha mostrado la fama equitativa , [1] empleó Moratín, con admirable limpieza y elegancia de ejecución, gran variedad de combinaciones métricas, algunas nuevas en nuestro Parnaso. La oda a la Virgen de Lendinara, escrita en el ritmo de Francisco de la Torre, [2] los dos cánticos sagrados que en graciosa variedad de metros compuso a imitación de los oratorios italianos, la elegía a la muerte de Conde , en que también es toscana la disposición de las estrofas, y la epístola a Jovellanos en decasílabos esdrújulos, que Hermosilla llamó asclepiadeos, son ensayos en su mayor parte felices y que debieran haber tenido imitadores. En cuanto a los asclepiadeos, nueva cuerda que Moratín pensaba añadir a la lira española, es lo cierto que, si bien tienen alguna analogía con aquel metro latino, y no hacen mal efecto en el oído, no son, en realidad, otra cosa, según la burlesca receta de don Juan Nicasio [p. 415] Gallego, que dos versos pentasílabos semejantes a los empleados por Iriarte en su fábula del Naturalista y las dos Lagartijas , unidos y adornados al fin con un esdrújulo. ¿Qué diferencia hay entre estos dos versos:

                   «Id en las alas del raudo Céfiro»,
                   «Vió en una huerta dos lagartijas?»

Y si el primero se parece al

                   Maecenas atavis edite regibus,

¿por qué no se ha de parecer el segundo ? He aquí cómo el bueno de Iriarte hacía asclepiadeos sin percatarse de ello.

Decíamos antes que los elogios de Hermosilla habían producido algunos imitadores de Moratín como poeta lírico, y al afirmar esto, nos referíamos especialmente a una preciosa coleccioncita de odas que, con el título de Preludios a mi lira , vió la luz pública en Barcelona en 1832. Era su autor un altísimo y malogrado poeta catalán que, tras la desdicha de morir en la edad temprana de veinticinco años, tuvo la todavía más lastimosa de ser desconocido fuera de su país natal. Llamábase don Manuel Cabanyes; pero ni su nombre ni sus producciones han pasado la infranqueable margen del Segre. Empapado en las formas de Horacio, más que ningún otro de sus contemporáneos, poeta de propio y varonil aliento, fué tal vez el más verdaderamente clásico de aquella generación que precedió a la aurora del Romanticismo en España. Cabanyes, que conocía a Byron (cosa verdaderamente extraña), fué, sin embargo, imitador constante de la antigüedad; pero á la manera de Fóscolo o de Andrés Chenier , dice el señor Milá y Fontanals. La independencia de su carácter, que se unía muy bien con su adoración de la forma helénica, le llevó a rechazar sistemáticamente el uso de la rima, llegando hasta el punto de excluir de su colección poética varias composiciones (muy lindas, por cierto) en que había empleado aquella gala. Él mismo lo dice gallardamente en la extraña oda que tituló Independencia de la patria :

                   Sobre sus cantos la expresión del alma
                   Vuela sin arte; números sonoros
                   Desdeña y rima acorde; son sus versos,
                          Cual su espíritu libres.

[p. 416] Y reduciéndose a escribir en versos sueltos, apenas tiene, sin embargo, dos composiciones en que emplee el mismo ritmo. En una ocasión usa el sáfico , en otra la estrofa de Francisco de la Torre, a veces se vale de combinaciones tan extrañas como la siguiente, ya empleada con alguna irregularidad por Herrera en una traducción de Horacio:

                   Pacto infame, sacrílego,
                   Con el Querub precito celebrara
                   Aquel que a un metal pálido
                   Primero dió valor inmerecido, etc.

En otra oda combina los dodecasílabos de Juan de Mena con los adónicos horacianos, produciendo un conjunto bastante híbrido, y otras veces forma estrofas de versos sueltos, tan bien construídas como éstas:

                   Hacia ti con deseos criminales
                   La su vista de águila volviera
                          Entonces de las Galias
                          El domador, cual mira
                   Hambriento azor en la región del Éter
                   La que va a devorar tímida garza.
                                             
                                                    (Oda al Estío.)

                   ¡Ay, qué de sangre escita y trace inunda
                   Las faldas del Balkan! ¡Ay, cuántos vuelca
                          Extinguidos guerreros
                          El Vístula aciago!
                   ¡Cuánto de lloro apaga vuestras lumbres,
                   Flamencas madres, bátavas esposas!

                                              (Oda al cólera morbo.)

En su bellísima oda La Misa Nueva emplea los asclepiadeos moratinianos y su hemistiquio agudo de esta manera:

                   ¿Quién se adelante modesto y tímido;
                   Cubierto en veste fúlgido-cándida,
                   Al tabernáculo, mansión terrena
                          De Adonaí?
                   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                   ¡Ah! no le olvida, y un hijo escógese
                   Entre sus hijos, a cuya súplica
                   Cuando en los áridos campos marchítese
                          La dulce vid,
                   [p. 417] Romperá el seno de nubes túrgidas
                   Y hará de lo alto descender pródiga
                   Lluvia que el pecho del cultor rústico
                          Consolará.

Fácilmente se concibe el desprecio de Cabanyes por la rima. ¿Para qué la necesitaba cuando a tal punto sabía diversificar los versos sueltos y acercarse tanto a la métrica clásica? ¡Lástima que no haya tenido imitadores!

Y ahora hablemos de las Poéticas y Artes Métricas publicadas en este período. Curiosa y nada más es la de Masdeu, que sólo por recreación emprendió su tarea. Más enseñanza se encuentra en las adiciones al Blair de Munárriz, quien en lo relativo a esta materia y a la de sinónimos recibió inspiraciones de Cienfuegos, según apunta Hermosilla en el Curso de Bellas Letras , manuscrito suyo que poseo y que puede considerarse como el primer bosquejo del Arte de Hablar . En ambos trabajos sostuvo con creces aquel rígido y atrabiliario preceptista la doctrina de Luzán respecto a breves y largas, añadiendo sobre la censura notables errores. De tales teorías, así como de las de Martínez de la Rosa, que en las Anotaciones a la Poética se dejó arrastrar por el torrente de los latinistas , dió buena cuenta Maury en la Carta a Salvá , que éste colocó entre las ilustraciones a su Gramática . ¡Lástima que el ilustre cantor de Esvero y Almedora , conocedor el más profundo de la índole prosódica de nuestro idioma e iniciado en todo linaje de misterios rítmicos, no nos los revelase por entero en un tratado especial sobre esta materia! Porque es lo cierto que todavía falta una Arte Métrica Castellana . Don Juan Gualberto González, traductor egregio de la Epístola a los Pisones , de las Églogas de Virgilio, Nemesiano y Calpurnio, de los Amores de Ovidio y de los Besos de Juan Segundo, se limitó a hacer observaciones sueltas (notables, ciertamente) y dirigidas a demostrar la posibilidad de componer hexámetros de nuestra lengua. Unió a la teoría la práctica, traduciendo con facilidad la égloga Alexis:

                   Ya apresta a los segadores cansados del rápido estío
                   Testilis, sérpol y ajos, aromáticas yerbas;
                   Conmigo en las florestas, cuando voy tus huellas siguiendo,
                   Bajo del sol ardiente resuenan las broncas cigarras.

[p. 418] Estos versos, que, a mi entender, en una composición original no serían tolerables, pueden emplearse, no sin ventaja de la concisión, en traducciones de los antiguos clásicos. También ensayó don Juan Gualberto los asclepiadeos moratinianos en traducciones de dos odas de Horacio, y el dístico en la de un Beso , de Juan Segundo.

En general, los preceptistas de métrica han abandonado casi del todo la teoría de la cuantidad de las sílabas, ateniéndose únicamente a los acentos. Exceptuamos, sin embargo, a don Sinibaldo de Mas, quien, en su ingeniosísimo Sistema Musical de la lengua castellana , varias veces impreso, sostuvo con suma habilidad y poderosos argumentos la división en largas y breves, deduciendo de aquí la posibilidad de imitar en castellano casi todos los metros latinos y aún de inventar nuevas especies de versificación, inadmisibles casi todas, de las cuales presenta repetidos ejemplos el autor del Sistema , que para corroborarle más emprendió y llevó a término la hercúlea empresa de traducir en exámetros castellanos los doce libros de la Eneida . [1]

Pero mientras estos humanistas hacían tentativas más o menos felices, se acercaba la inundación romántica, que sin dificultad arrolló hexámetros, pentámetros, sáficos y asclepiadeos, produciendo, como toda revolución necesaria, muchos bienes mezclados con razonable cantidad de males. Si se hubiera detenido en los límites que la trazaron Alcalá Galiano en el prólogo de El Moro Expósito y don Agustín Durán en el Discurso sobre el influjo de la crítica moderna en la decadencia del teatro español , mucho habría que aplaudir y poco que censurar en aquel generoso movimiento. Mas no fué así, por desgracia. La escuela, que había empezado condenando la afectación y el amaneramiento, sustituyó a las empalagosas anacreónticas y églogas un diluvio de orientales , fantasías y pensamientos no menos intolerables que los artificiosos géneros desterrados. Unos se dieron a imitar al inimitable Byron, lamentando dolores internos, desesperaciones y hastíos que jamás sintieron; otros, abandonando semejante especie de poesía subjetiva , quisieron a todo trance objetivarse y pintaron una Edad Media [p. 419] tan falsa y artificial como la adorada Arcadia de los clasicistas, llenando sus composiciones de desatinos arqueológicos, que al cabo produjeron una saludable reacción, en virtud de la cual fueron allanadas las góticas torres, los feudales castillos y los morunos alcázares en que sin oposición dominaban invencibles y rendidos galanes, damas altivas y discretas, con el indispensable cortejo de gigantes, enanos, fieles escuderos, quebradizas dueñas y princesas encantadas, fantasmas que no había logrado desterrar del todo la sátira de Cervantes. En la parte métrica fueron más grandes todavía los absurdos de los innovadores. Verdad es que resucitaron con nuevos bríos el majestuoso alejandrino , olvidado desde la Edad Media, y dieron nueva vida a los versos dodecasílabos o de arte mayor, usados por Juan de Mena, y volvieron a manejar el romance como no se había manejado desde los áureos días del siglo XVII; verdad es que inventaron nuevas combinaciones métricas, algunas ingeniosas y aceptables; pero también es cierto que incurrieron en imperdonables extravagancias, obstinándose en hacer versos de quince, trece, tres, dos y hasta una sílaba, imposibles unos y contrarios otros a la índole de la lengua; que emplearon con lastimosa profusión los finales agudos en el endecasílabo, con grave detrimento de los oídos castellanos; que después de haber rechazado las sextinas, los tercetos, las octavas y demás combinaciones antiguas, acabaron por formar ovillejos, laberintos y otras filigranas métricas que hubieran regocijado, a Caramuel o a Rengifo, y poesías en forma de copa, de altar, de pirámide, etc., ante las cuales no son para recordadas la Zampoña , la Segur y otros primores de Simmio de Rodas, que de difficiles nugae calificaron los críticos antiguos. Yo admiro la gallarda ostentación de todo linaje de metros que hace Espronceda en El Estudiante de Salamanca y en el prólogo de El Diablo Mundo , poema a retazos feliz, pero harto desdichado en el conjunto; lo que lamento es que sus malhadados discípulos se dieran a imitar los salvajes aullidos de la Canción del Verdugo , en que hasta el metro es sobremanera adecuado a lo repugnante y patibulario del asunto, o se empeñaran en desgarrar los oídos con versos semejantes a éstos:

                   ¿Oís? Es el cañón. Mi pecho hirviendo
                   El cántico de guerra entonará,
                   [p. 420] Y al eco ronco del cañón venciendo
                   La lira del poeta sonará.

Afortunadamente aquella irrupción pasó, dando lugar a un eclecticismo saludable que, trocándolo luego en infructífero escepticismo, ha hecho que nuestra poesía lírica, sostenida por los individuales esfuerzos de algunos ingenios poderosos, viva hoy de milagro , como vulgarmente suele decirse. En la parte rítmica han desaparecido todas las combinaciones inadmisibles, todos los metros extravagantes. Mas no por eso está cerrado el camino para invención de nuevas especies de versos, siempre que sean agradables al oído, único juez en estas materias. Un ejemplo de esta verdad nos ofrece el verso laverdáico , del cual nos proponemos tratar en estos apuntes.

Y ¿qué es el verso laverdáico ?, preguntarán nuestros lectores. ¿Por qué recibe este nombre? El por qué lo diremos después; ahora baste saber que el laverdáico es un verso de nueve sílabas. ¿Y por ventura es nuevo el verso eneasílabo?, se nos replicará. Duro, ingrato, desapacible al oído, y, por lo mismo, poco usado sí será, pero ¿nuevo? Distingamos: el verso de nueve sílabas existe de tiempo atrás en nuestro Parnaso; pero no todo verso de nueve sílabas es un laverdáico . Del mismo modo, el sáfico es un verso endecasílabo; pero no todo endecasílabo es sáfico. La legitimidad del verso endecasílabo ha sido por muchos puesta en duda, y no faltan preceptistas que para nada le mencionan. Existen, sin embargo, diferentes ensayos en este metro, que conviene recordar como fundamento de nuestra tarea. En el verso de nueve sílabas podemos distinguir tres especies, que clasificaremos por los nombres de sus introductores, a la manera que los naturalistas dan a las plantas el de sus descubridores o aclimatadores. En tal concepto, existen el verso iriartino , el esproncedáico y el laverdáico .

Al colocar el nombre de Iriarte al frente de la primera clase, no entendemos negar la existencia de ensayos anteriores. Por descuido de los poetas o de los copistas, aparecen versos de nueve sílabas en los primitivos monumentos de nuestra poesía vulgar escrita; su falta de hilación demuestra la no intencionalidad de tales metros. En un cantarcillo inserto al fin del Introito de los Menemnos , de Juan de Timoneda, se leen algunos eneasílabos mezclados con versos de ocho. Posteriormente no hemos hallado, [p. 421] por más que con diligencia los buscásemos, ejemplos de versos eneasílabos, sino por descuido de malos metrificadores. Sólo en las Fábulas literarias toma este linaje de versos carta de naturaleza. De intento hemos reservado para este lugar la noticia de colección tan celebrada que, entre sus excelencias, tiene la de ser una Arte métrica castellana con cuarenta diversas combinaciones rítmicas, excluyendo únicamente las imitaciones de metros clásicos, poco adecuados a la fábula. Allí aparecieron por primera vez, que sepamos, los pareados de doce y trece sílabas, a la francesa; los endecasílabos, con acento en la cuarta y séptima, [1] y algunas otras novedades que no han tenido éxito en su mayor parte. Allí se lee también la fábula, harto conocida, de El Manguito , el abanico y el quita-sol , escrita en versos iriartinos :

                         Si querer entender de todo
                   Es ridícula presunción,
                   Servir sólo para una cosa
                   Suele ser falta no menor.
                   Sobre una mesa cierto día
                   Dando estaba conversación
                   A un abanico y un manguito
                   Un paraguas o quitasol, etc., etc.

Estos versos, sin otro acento que el de la octava, son durísimos, poco o nada cadenciosos y no resisten la prueba de la lectura. Por eso han sido justamente abandonados en toda composición escrita para ser leída. Pero ayudados de la música llegan a ser tolerables, y, por tal razón, es frecuente su uso en los cantables de las zarzuelas. Musso Valiente los usó en La Cierva Herida , composicioncita muy linda, a pesar de la dureza y disonancia del metro que allí se combina con los eptasílabos.

En 1801, vió la luz pública en Valencia la Poética del esclarecido jesuíta don Juan Francisco Masdeu, obra destinada a la enseñanza de una dama, y dividida en nueve diálogos. En este libro, que por lo demás no corresponde a la justa fama de su autor, se indica una nueva especie de versos de nueve sílabas, distintos de los iriartinos , y que en su cadencia presentan cierta analogía con el decasílabo usado en los himnos. Nadie recogió por entonces [p. 422] esta indicación; pero en la tercera década de nuestro siglo, Espronceda, que probablemente no había leído la Poética de Masdeu, empleó el eneasílabo, por él apuntado, en su obra maestra, es decir, en la admirable leyenda de El Estudiante de Salamanca , al describir, en todo linaje de metros, las horrendas visiones de don Félix de Montemar, amalgama sublime del Burlador de Sevilla y del Estudiante Lisardo:

                         Y luego el estrépito crece
                   Confuso y mezclado en un son,
                   Que ronco en las bóvedas hondas
                   Tronando furioso zumbó;
                   Y un eco que agudo parece
                   Del ángel del juicio la voz,
                   En tiple, punzante alarido
                   Medroso y sonoro se alzó...

¿Para qué citar más, si el poema entero está en la memoria de todos? En el uso del verso esproncedáico han seguido al discípulo de Lista renombrados ingenios. La Avellaneda, manejó este metro con singular felicidad en dos composiciones suyas; la primera lleva por título La noche de insomnio y el alba ; la segunda está rotulada La Cruz . Ofrecen también bellos ejemplos Zorrilla en la Leyenda de Alhamar y Valera en su precioso poemita Euforion . El esproncedáico, como todo verso de nueve sílabas, no es para usado en largas tiradas. La semejanza que se observa entre su cadencia y la del verso de diez sílabas, generalmente destinado a los himnos, hace que pueda sin violencia combinarse con él. ¿No es fácil el tránsito de los citados versos de El Estudiante de Salamanca a éstos que se leen a continuación?

                         Y de pronto en horrendo estampido
                   Desquiciarse la estancia sintió,
                   Y al tremendo tartáreo ruido
                   Mil espectros alzarse miró...
                   Y después entre sí se miraron
                   Y a mostrarle tornaron después...

¿Y quién duda que los primeros harían buen efecto combinados con los segundos? Por igual razón agradan enlazados con los dodecasílabos , y esto abre ancho campo para variedad de [p. 423] combinaciones agradables al oído, que remedien la rigidez del metro cuando se presenta aislado.

Un anuncio de la tercera especie de versos endecasílabos se halla en el siguiente Himno que inserta don Sinibaldo de Más, al hablar de los metros fundados en el acento prosódico, en su Sistema musical de la lengua castellana :

                         Al arma, hijos del Cid, al arma,
                   Se empuñe el formidable hierro,
                   Corramos al combate pronto,
                   Y sea la venganza cruel,
                   Corazas, carruajes, cascos,
                   Caballos, refulgentes lanzas,
                   Millares de guerreros bravos
                   Oculten a la tierra el sol.
                   Tremole la bandera hispana,
                   Y tiemble el sarraceno, tiemble,
                   Que Dios nunca abandona al suyo,
                   El triunfo de la cruz será.

El mismo D. Sinibaldo de Más presenta una silva compuesta de versos tredecasílabos y eneasílabos iriartinos , de esta manera:

                         A disfrutar los resplandores,
                   Insensible profano, ve del rey del día,
                   Y aquí me deja a mis amores,
                   Que las horas son ellos de la noche umbría.

Pero esta combinación es insufrible. Mas aceptable es la siguiente, compuesta de tredecasílabos y laverdáicos :

                         Al astro que despide ardores,
                   A ese sol refulgente que es el rey del día,
                   Prodiga hombre feliz loores,
                   Y me deja a mí solo con la noche umbría.

Aquí el mal está, sobre todo, en la unión de los versos de trece sílabas, que hacen insoportable la composición. Y esto es cuanto conocemos de ensayos anteriores al metro laverdáico .

Damos este nombre al género de versos de nueve sílabas que si no ha inventado, a lo menos ha usado más y mejor que nadie, fijando sus leyes y estableciendo variedad de combinaciones, el [p. 424] esclarecido literato cántabro-asturiano señor don Gumersindo Laverde y Ruiz. El nombre de este escritor elegante y eruditísimo, es bien conocido de cuantos, en nuestra patria, se dedican a estudios filosóficos y literarios. Crítico de gusto seguro y acendrado, más propenso, sin embargo, al encomio que a la censura; docto sobremanera en todo lo que a nuestra historia literaria pertenece; campeón infatigable de la filosofía española, en pro de la cual ha dirigido una generosa cruzada, produciendo (justo es decirlo) notables resultados, que esperamos se aumenten en lo sucesivo; ingeniosísimo autor de trazas y proyectos admirables, que de realizarse por él (como en Dios confiamos) habían de dar copiosos frutos, anudando el hilo de nuestra tradición científica, ha tiempo desdichadamente roto; todas estas altísimas cualidades reúne el señor Laverde y de todas ellas dió gallarda muestra en la colección que con el modesto título de Ensayos críticos publicó en Lugo, en 1868. Si nuestros elogios parecieran hijos de la cariñosa amistad que con él nos liga, o del entusiasmo que por nuestras glorias provinciales sentimos, léase el prólogo que al frente de ese volumen colocó el eminente crítico, poeta y novelista señor don Juan Valera. La reputación del señor Laverde como escritor de erudición profunda, aguda crítica, castizo lenguaje y ameno y deleitoso estilo, es superior a nuestras alabanzas. Pero lo que muchos ignoran es que el docto catedrático, conocido sólo como prosista, es también un notable poeta, uno de los vates más verdaderamente líricos de la generación actual. Su inspiración es, por excelencia, subjetiva y con frecuencia tierna y melancólica. La personalidad del poeta brilla en cada uno de sus versos, y sus versos son tan hermosos como su alma. No pertenece el señor Laverde a la escuela salmantina ni a la sevillana; no forma parte de ninguno de los grupos literarios menos famosos; es poeta original y espontáneo, y aparece no obstante enlazado con la pléyade de ingenios un tanto soñadores y meditabundos que en Galicia, en Asturias y en las montañas de Santander forman lo que pudiéramos llamar escuela del Norte , no estudiada ni clasificada aún, que presenta notables analogías, debidas, no a la imitación, sino a la semejanza del medio en que se ha producido, con la poesía escocesa y alemana. [1] [p. 425] El señor Laverde, que participa como pocos del carácter dulce y nebuloso de esta escuela, ajusta sus inspiraciones a la más bella de las formas artísticas, a la forma griega, produciendo así una alianza de clásica morbidez y de romántica melancolía, en que la pureza, la nitidez y la exquisita tersura de los accidentes agradan más por el aparente contraste con lo ideal y aéreo del fondo. El señor Laverde ha cultivado mucho el sáfico, escribiendo en el metro de Lesbos composiciones de lo más acabado que en su género tiene nuestra lengua. Sirva de muestra La Luna y el Lirio que a continuación trascribimos. Escrita en 1857, apareció al año siguiente en la Revista de Asturias . Nuestros lectores van a disfrutarla con numerosos aumentos y correcciones, tal como aparece en un borrador autógrafo que la suerte ha traído a nuestras manos:

                               LA LUNA Y EL LIRIO

                   Astro de paz que silencioso y mustio,
                   Cual vaga imagen de perdida gloria,
                   Del negro monte en la erizada cresta
                          Lento apareces,
                   Tú que los campos y los mares orlas
                   De vaporoso indefinible encanto,
                   Sol de los tristes, del misterio amiga,
                          Pálida luna,
                   Qué anhelo es este que me embarga extraño,
                   Cuando al reposo universal presides?
                   ¿Por qué a tu frente embelesado miro?
                          ¿Tú también penas?
                   Como atraído por imán potente,
                    Hacia tu disco nacarado tiendo;
                   ¿Late en tu seno el corazón de un ángel?
                          ¿Ámasme acaso?
                   ¿Do fueron ya las inocentes horas
                   En que a esa adusta y enriscada cima,
                   Cogerte ansiando, tras de ti volaba,
                          Crédulo niño?
                   ¡Ay! en el punto de ganar la altura
                   Mi fe burlabas, redregando esquiva,
                   Sobre distantes superiores cumbres
                   Resplandeciendo
                   Así a la dicha perseguí en el mundo,
                   Así eludió mis juveniles sueños,
                   [p. 426] ¡Cuando subía por su luz más alto,
                           Más se alejaba!
                   ¡Cuán otro ahora desde el patrio valle
                   Vuelvo a tu faz los anublados ojos,
                   Marchita el alma, en desengaños rico,
                          Rico en dolores!
                   ¿Quién elevarme a tu región serena,
                   Y libre allí de terrenales cuitas,
                   En alto sueño descansar contigo
                          Diérame, Luna?
                   ¡Ah, te sonríes!... Mas ¿qué voz divina
                   Rasga los aires, y en acorde acento
                   Blandas repiten como eólias arpas,
                          Ecos y fuentes?
                   ¿Será tal vez inteligencia alada
                    Que en los aromas del Edén ungida,
                   A revelarme de tu amor descienda
                          Suaves arcanos?
                   ¡Es ella... sí... que de sus leves plumas
                   Siento el rumor, y estremecida el alma
                   Lánguidamente con afán espera
                          Su ósculo tierno!
                   ¡Es ella... es ella!... a su rociado aliento
                   La verde selva por tu luz bordada
                   Del mar las ondas y apacible ruido
                          Triste remeda.      
                   ¡Sí!... que en las linfas del pimplón [1] fugaces
                   Casta y profunda su mirada brilla,
                   Y la armonía de su etéreo labio
                          Flébil resuena:
                   -«De tu existencia en el abril dorado,
                   Pobre mujer, de liviandad esclava,
                   Te vió, te amó: su porvenir, su gloria
                          Puso en ti solo!
                   »De las pasiones el torrente raudo
                   A su antro impuro te llevó un instante...
                   ¡Ay! como sombra arrebatada huiste...
                          No de su alma!
                   »Quedaste en ella con dolor de vida,
                   Purificando su letal ambiente,
                   Como en el seno de podrida tierra
                          Planta fecunda.
                   [p. 427] »Y el cautiverio en que infeliz yacía
                   Rompió, a estos valles dirigiendo el vuelo,
                   Tórtola amante, cual si aquí piadoso
                          Tú la llamaras.
                   »Por ti el abismo conoció en que estaba,
                   Por ti al Eterno levantó los ojos,
                   Por ti a esperanzas renació inmortales,
                          Por ti fué libre.
                   »En el olvido feneció del mundo,
                   ¡Ni una oración le consagraste, impío!
                   Dios su clemencia le otorgó infinita,
                           ¡Dios entró en ella!
                   » Sea , le dijo, tu mansión la luna
                   Donde tus culpas en destierro expíes,
                   Hasta que el hombre a quien amaste insano
                          Llore y te ame!
                   »¿Jamás oíste en la quietud nocturna
                   De ánima en pena el suspirar profundo?
                   Era la suya que a tu amor errátil
                          Tierna llamaba!
                   »Allá del mar en la desierta orilla
                   Yace su cuerpo en escondida gruta,
                   Donde entre zarzas solitario vive
                          Lirio celeste.
                   »Místico lirio a cuyo cáliz puro
                   Baja en los rayos de la Luna leves;
                   Gime con ella cariñoso el viento,
                          Gimen las ondas.
                   »¿Tu corazón abandonado llora?
                   A orar ve allí, y encontrarás consuelo...
                   ¡Allí su ardiente corazón te espera!
                          ¡Lloras! ¡Me amas!»-
                   ¡Lloro, te amo, dolorida sombra,
                   Que los misterios de la muerte sabes,
                   Y en mi agitado corazón difundes
                          Soplo de vida!
                   Como luceros en profunda noche,
                   En mi alma abiertos con dulzura triste
                    Eternamente irradiarán tus ojos...
                          ¡Lloro, te amo!
                   ¡Ven a mi pecho!... El ruiseñor canoro
                   Llama a su esposa, que en gentil gorjeo
                   Le corresponde, y desalada vuela,
                          Vuela a su nido.
                   [p. 428] ¡Ven... a cantar las avecillas tornan,
                   Cantan unidas... y de mí te alejas?...
                   Muéstrasme el cielo, y en la tierra oscura
                          Déjasme solo!
                   -«Queda por ti mi corazón velando,
                   Hasta que puro cual intacta nieve
                   Brilles, y a Dios como los santos ames...
                           ¡Ámale y llora!
                   »Mi lirio azul recogerá tu llanto,
                   Tu alma el Señor...» Con asombrado rostro,
                   Yerta la Luna en el Ocaso umbrío
                          Trémula espira...
                   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
                   ¿Sueño o verdad lo que escuché sería?
                   ¿Solo no estoy en mi vigilia inmensa?
                   ¡Un corazón que con el mío lata!
                          ¡Ay, no lo creo!

Si hay muchas poesías tan de veras líricas en nuestro Parnaso moderno, yo por mí no las conozco. Por la corrección y pureza de la forma, es esencialmente clásica esta fantasía . Por la vaguedad e indefinible encanto del sentimiento, pertenece con pleno derecho a la poesía del Norte . Estos cantos no nacen en las márgenes, sagradas del aurífero Tajo o en las del Betis, rey de los otros ríos , sino en las vertientes de los montes pirenáicos, en las rocas donde el mar de Cantabria rompe sus olas. En los poetas del Mediodía todo es objetivo , todo luz, color y movimiento; en los del Norte la tendencia es más reflexiva y más íntima, las aspiraciones del alma más vagas, la melancolía más intensa y duradera. Véase otra muestra de las dotes poéticas del señor Laverde en la composición titulada:

                          ¡PAZ Y MISTERIO!

                   ¡Qué agitación, qué soledad!.. columbro
                   Trémula antorcha en el confín sombrío...
                   ¿Es el amor que a consolarme viene?...
                          ¡Voy a su encuentro!
                   ¡Noche sin luna!... El adormido cielo
                   Triste sonríe a la adormida tierra,
                   Y ondisonando cadencioso el grave
                          Ponto la arrulla.
                   [p. 429] Perdida oveja en los collados bala,
                   Almas en pena por las grandas [1] gimen,
                   Lentas las auras, las silvestres ondas
                          Lentas murmuran.
                   ¿Dónde me lleva el corazón volando?
                   Atrás el bosque y sus florestas dejo...
                   Allá en el monte el ruiseñor gorjea...
                          ¡Vuelo a la cumbre!
                   ¡Hora a cumplirse algun misterio empieza!
                   Cantan los ecos... mis oídos cantan...
                   Son armonías del festín... mi nombre...
                          ¡Fuera del mundo!
                   ¡Qué puro albor los horizontes baña!
                   ¡Qué dulce estrella los alumbra inmóvil!
                    ¡Qué alma Deidad de su dorado seno
                          Brota radiante!
                   Cetro de lirios y azucenas trae,
                   Bajo sus pies la inmensidad florece,
                   Vierten aromas del Edén sus labios,
                          Gloria sus ojos.
                   Ciñe mi frente con azul guirnalda,
                   Me desvanece su mirar divino,
                   Plácida sombra en derredor extiende...
                          Caigo en sus brazos...
                   Arden al par su corazón y el mío,
                   Surco los cielos en bajel de flores...
                   ¡Es el amor!... Mi corazón expira...
                           ¡Muero de gozo!
                   Sigue el festín... y las distantes arpas
                   Melancolía regalada infunden...
                   Calla la mar... el firmamento brilla...
                          ¡Paz y misterio!

La destreza con que el señor Laverda maneja el sáfico, y el uso frecuente que de él ha hecho en sus composiciones, has debido conducirle naturalmente a la invención del laverdáico. Así llamó a este metro, en un momento de buen humor, el sabio presbítero doctor Caminero, a quien debo copia de los ensayos rítmicos de nuestro común amigo el señor Laverde, ensayos que daré a conocer sin el consentimiento, y no sé si a disgusto, de su autor, seguro de que me lo han de perdonar y aun de agradecer las musas castellanas.

[p. 430] El laverdáico es un sáfico despojado de las dos primera sílabas. En la famosa oda de Villegas Al Céfiro , puede hacerse la comprobación. Separando dichas sílabas en cada uno de los versos sáficos de la primera estrofa, ésta quedará convertida en adónico-laverdáica :

                   Vecino de la verde selva,
                   Eterno del abril florido,
                   Aliento de la madre Venus,
                          Céfiro blando.

La ley del laverdáico como la del sáfico , es inflexible. El segundo va acentuado en cuarta y octava; el primero en segunda, sexta y octava. De aquí resulta, a la par que notable ventaja sobre los demás versos de nueve sílabas, cierta rigidez y falta de variedad, que el señor Laverde corrige en lo posible, haciendo distintas todas las vocales acentuadas de cada verso. Sin embargo, esta falta de variedad melódica impide usarlo en largas tiradas, y su inventor se ha limitado con buen acuerdo a emplearlo en breves composiciones. Tampoco agradaría una serie pura de versos laverdáicos . El señor Laverde ha hecho diferentes ingeniosas combinaciones, de todas las cuales vamos a presentar muestras a nuestros lectores.

El laverdáico , por su analogía con el sáfico , se combina naturalmente con el adónico . Tal observamos en la siguiente bellísima Plegaria a la Virgen :

                   Da oídos al clamor ferviente
                   Que el pueblo en su orfandad te eleva,
                   Oh amparo de los hijos de Eva,
                          Madre de Dios.
                   Y ofrece en holocausto ardiente,
                   Ofrece a tu Jesús bendito
                   Nuestra alma y corazón contrito,
                          Ruega por nos.
                   Del hondo enteebrido suelo,
                   Poblado por doquier de abrojos,
                   Volvemos hacia ti los ojos
                          Llenos de afán.
                   Que en torno derramando duelo
                    Se agita Satanás rugiente...
                   Quebanta su orgullosa frente,
                          Dulce Mirián!
                   [p. 431] El cielo a nuestro amor franquea,
                   Al trono del Señor nos guía.
                   ¡Ver danos el eterno día,
                          Danos la luz!
                   Que la alma eternidad nos vea
                   Seguirte en jubiloso bando,
                   De Cristo la piedad cantando
                          Bajo la Cruz.

Otra combinación laverdáico-adónica aparece en el siguiente madrigal , modelo de gracia y delicadeza, que se atreve a competir con los mejores que en castellano tenemos y aún con los más famosos de Italia:

                   ¿No ves en la estación de amores
                   Pintada mariposa breve
                   Que al soplo de las auras leve,
                   Rondando las gentiles flores,
                          Leda se mueve?
                   ¿No observas que por fin plegando
                   Las alas, de azucena pura
                   Se acoge a la vital frescura,
                   Y encima de su cáliz blando
                          Duerme segura?
                   En ella figurado tienes
                   Mi amante corazón, Jimena;
                   Son flores de campiña amena,
                   Del mundo para mí los bienes,
                           Tú la azucena.

Hijo en cierto modo del sáfico , se combina con él el laverdáico , pudiendo formarse variedad de estrofas de muy agradable efecto. La siguiente composición, muestra notable del carácter lírico de la poesía del señor Laverde, ofrece encadenados sáficos y lavedáicos .

Ya comprenderá el discreto lector que la inmortal amiga del señor Laverde no pertenece a este mundo.

                          A MI INMORTAL AMIGA

                         ¡Pálido rostro, celestial mirada,
                   Sonrisa de inefable amor!
                   ¡Virgen etérea a consolar llamada
                   De un vate el perenal dolor!
                          [p. 432] En largas horas de silencio grave
                   Absorto aparecer la vi,
                   Y de los astros al fulgor suave
                   Sus huellas de azahar seguí.
                  
                         Dentro mi pecho su ideal figura
                   Con fuego se grabó al pasar...
                   Ni aún en el seno de la tumba oscura
                   La muerte la podrá borrar.

                         ¡Ángel sublime de mis sueños de oro
                   En forma de gentil mujer...!
                   Casta Deidad que en mi tristeza adoro...
                   ¿Pasaste para no volver?

                         ¿Jamás tu hechizo pudoroso y blando
                   Mi noche y soledad sin fin
                   Vendrá de nuevo a iluminar, trocando
                   La tierra en floreal jardín?

                         ¡Ay! de perverso encantador cautiva,
                   Gimiendo só el poder quizás,
                   Allá en morada misteriosa, esquiva,
                   Oculta al universo estás!

                         Sola tal vez en el recinto vago,
                   Poblado de serpientes mil,
                   Nunca recibes el frescor y halago
                   Del aura ni la luz sutil.

                          Ni un eco leve en las estancias yertas
                   Responde a tu doliente voz!...
                   ¿Llámasme acaso? ¿Afranquear sus puertas
                   Me mandas acudir veloz?

                         Guíeme un rayo de tus ojos puro,
                   Tu aliento su virtud me dé,
                   Y a redimirte de ese limbo oscuro
                   Intrépido volando iré...

                         ¡Mira, al prestigio de mi canto y lira,
                   Rendirse el colosal dragón
                   De alas de fuego que espantoso gira,
                   Guardando tu letal prisión!

                         ¡Mira, el encanto abrumador deshecho,
                   Las sierpes al abismo huir,
                   La brisa holgar, y el ominoso techo
                   En humo por los aires ir!

                         ¡Del éter mira en el azul sereno
                   El astro animador brillar,
                   [p. 433] El val de flores coronarse ameno,
                   Las aves por do quier trinar!
                  
                         ¡Recobras ya la libertad perdida!
                   ¡Ya tornas sonriendo a mí
                   Los claros ojos en que el cielo anida!...
                   ¡No ceses de mirarme así!

                         Predestinada a consolar naciste
                   De un vate el perenal dolor...
                   ¡Ven, que mi pecho solitario y triste
                   Rebosa para ti de amor!

                         Sé de mi vida en el estéril yermo
                   Oasis regalado, sé,
                   Donde su sed el corazón enfermo
                   Apague de ternura y fe.

                         Al dulce amparo, mi cadente lira
                   Tañendo, de tu sombra en paz,
                   ¿Qué temeré del huracán la ira,
                   Qué el rayo abrasador voraz?

La siguiente admirable y sentidísima Elegía , inspirada por un verdadero y profundo dolor, está escrita en cuartetos sáficos , con el laverdáico a modo de adónico al fin:

                   A LA MEMORIA DE MI HERMANA LUISA
                   (fallecida en 1851, a la edad de diez años)

                   Cuando a los cielos su clamor solemne
                   Aquella torre solitaria envía [1]
                   Del mar vecino entre el zumbar perenne,
                   Caen negras sombras sobre el alma mía,
                         Y el llanto a mis mejillas viene.
                   ¿Allí algún genio misterioso habita
                   Que al ronco acento de la fiel campana
                   Vuela a acordarnos en profunda cuita
                   Que es polvo y sombra la existencia humana,
                         Que hay otra más allá infinita?
                   ¡Ay! allí yace fenecida a prisa
                   Mi dulce hermana como el sol hermosa,
                   De ojos azules y cordial sonrisa,
                   Más que la estrella de la mar graciosa,
                          Más pura que de Edén la brisa.
                   La mansedumbre en su mirar sereno,
                   [p. 434] La discreción en su apacible estilo
                   Resplandecía, y su nevado seno
                   Era de amor y de piedad asilo,
                         Cual vaso de perfumes lleno.
                   ¡Ah! cuántas veces su florido manto
                   La primavera desplegó, Luisa,
                   Sobre la tierra, desque huyó tu encanto!
                   ¡Y aún a tu nombre en nuestro hogar la risa
                          Se trueca en suspiriso llanto!
                   Flora renace, y generosa vierte
                   Vida a raudales por campiña y selvas:
                   ¿Nunca ¡ay! mis ojos tornarán a verte?
                    ¿Nunca será que a consolarme vuelvas?
                         ¿Jamás te soltará la muerte?
                   No, tu alma vive con la Madre Santa
                   A quien llamaste en el postrer sollozo;
                   Vive en la altura dó con libre planta
                   Gira por campos de perpetuo gozo,
                          De Dios las maravillas canta.
                   De allí su cuerpo a recobrar pristino
                   Vendrá a la tierra en el supremo día,
                   Y rutilante se alzará al divino
                   Festín de amor, en que eternal sonría
                         Libando de la gloria el vino.
                   Y mi Segundo y mi Asunción [1] con blando
                   Riso la estola ostentarán florida
                   De la inocencia, junto a ti brillando!
                   ¡Venid!... llevadme a esa región de vida,
                         Que yo os vea y moriré cantando.
                                              (Nueva, 8 de septiembre de 1874).

Metro que se emplea en poesías de tan subido mérito, asegurada tiene la inmortalidad que da el ingenio a sus creaciones. La Elegía vivirá, y con ella el ritmo en que el artista ha encarnado su pensamiento.

También ha ensayado el señor Laverde la combinación sáfico-laverdáico-adónica , tal como aparece en el siguiente

                  
                          PENSAMIENTO
                  
                   Si no orlan vanos mi vivienda tosca,
                   De afanes y querellas libre,
                          Verdes laureles,
                   [p. 435] ¿Por qué temer que la tormenta fosca
                   Sobre ella horrisonante vibre
                          Rayos crueles?

Aún pueden ensayarse otras combinaciones sáfico-laverdáicas . Existe un epigrama latino, conservado por mucho tiempo en la memoria de los doctos antes de ser impreso. Su autor es ignorado: dícese que fué un jesuíta del siglo XVII, otros le atribuyen a Jerónimo Amaltheo; [1] pero de todas suertes, encierra un pensamiento ingenioso y agradable.

Dice así:

                  
                   Lumine Acon dextro, capta est Leonida sinistro,
                   Et poterat forma vincere uterque Deos,
                   Parve puer, lumen quod habes concede puellae,
                   Sicut caecus Amor, sic erit illa Venus.
                  
El señor Laverde le ha imitado con felicidad en el siguiente madrigal:

                            Aunque una, Emilio, de tus luces claras
                   Perdida lloras, y la opuesta, Lisis,
                          Sois tipos de beldad los dos.
                   ¡Ah! si a tu hermana la otra luz prestaras,
                   Ella la Diosa del Amor sería,
                          Tú, oh, niño, el ceguezuelo Dios.

Una combinación distinta, y asimismo de buen efecto, observamos en este otro madrigal , notable por la delicadeza del pensamiento y el primor de la ejecución:

                   En este ramo de azucena y rosa
                   Que aún guarda el matinal rocío,
                   De mi ribera lo mejor, Gaudiosa,
                   Con alma y corazón te envío.
                   Ruégote en pago que al libar su aroma
                   Recuerdes que jamás te olvido,
                   Y el cielo pidas, virginal paloma,
                   -¿Qué?- Nada... lo que yo le pido.

Ingeniosísima es la disposición del siguiente juguete, dedicado al ilustre doctor don Francisco J. Caminero, cuya Manuale Isagogicum in Sacra Biblia , demuestra que aún no se ha extinguido la [p. 436] vigorosa raza de nuestros escriturarios, tan floreciente en los gloriosos días del siglo XVI:

                   ¿La nueva cuerda de mi humilde lira
                   No te desplace, y que la pulse quieres,
                   Cuando ya Euterpe sin amor me mira?
                         Pues dócil tu precepto sigo,
                   Pero no un canto de ti digno esperes,
                   ¡Oh sabio, perilustre amigo!
                   Benigno eres,
                          Sélo conmigo.
                   Bajo la espuma de las blancas olas
                   Ronca a lo lejos, dormitando el ponto,
                   Mientras que yo con entusiasmo a solas;
                         En dulce inspiración velando,
                   El plectro y lira enardecido apronto,
                          Y empiezo a alborear cantando,
                          ¡Y él como un tonto
                          Sigue roncando!
                   La noche ahuyenta y los espacios dora
                   Con blanda risa la oriental sirena,
                   A quien el vulgo denomina aurora...
                          ¡Sarcástico reír que entiendo;
                   De mí se burla de frescura llena...
                         Corrido, mi cantar suspendo.
                          ¡Y ella sin pena
                          Sigue riendo!
                   Viene esparciendo rutilante lumbre
                    Febo después con su farol redondo,
                   Y se remonta a la celeste cumbre...
                         Me ofende su calor salvaje,
                   Corro del bosque hasta el rincón más hondo,
                         Y folgo entre el feraz ramaje
                          ¡Y él tan orondo
                          Sigue su viaje!
                   Llega la tarde y con guiñar lascivo
                   Venus, subiendo por la azul esfera,
                   Pretende hacer mi corazón cautivo...
                         Las artes de esa vieja niña
                   Sé ya de antiguo... y en veloz carrera
                         La esquivo, aunque gentil se aliña,
                                 ¡Y ella la artera
                               Guiña que guiña!
                   La noche avanza, y la modesta Luna
                   Sale, entre nubes, de la mar salobre.
                   Y perlas llora sin modestia alguna;
                   [p. 437] Yo entonces con acento blando
                  vuelvo la lira a repicar de cobre,
                   Mi alegre soledad cantando...
                         ¡Febe la pobre
                         Sigue llorando!
                   Ya el sueño todos los vivientes goza,
                   Salvo las ranas del juncoso lago
                   Y los escuerzos que doquier sollozan...
                    ¡Arrullo sin igual!... cediendo,
                   Caro doctor, a su divino halago,
                   La lira en la pared suspendo,
                          La vela apago
                          Vóyme durmiendo.

Los ensayos anteriores de versos de nueve sílabas han tenido éxito limitado, ora por sus condiciones intrínsecas, poco favorables a la armonía, ora por no haber sido cultivados con el amor y entusiasmo que el laverdáico , ni empleados en combinación con otros metros. Pero la nueva especie de ritmo que hemos dado a conocer a nuestros lectores, agradable al oído en cuanto puede serlo un verso eneasílabo, enlazado con otros metros que disminuyen su rigidez y uniformidad y empleado en composiciones tan notables como la Elegía a la muerte de mi hermana, y la Oda a mi inmortal amiga , ha de ocupar un señalado puesto en nuestro Parnaso lírico, a poco que el señor Laverde continúe sus tentativas y que otros ingenios se dediquen a imitarle. No es empresa tan difícil, como a primera vista parece, la de componer versos laverdáicos . En este linaje de ensayos todo consiste en tomar la embocadura. Cónstanos que la Elegía antes citada y la composición dirigida al doctor Caminero, fueron obras de una sola noche.

El que esto escribe, sin la pretensión de haber acertado, probó a traducir en versos sáfico-laverdáico-adónicos la intraducible oda 5.ª del libro I.º de Horacio, Quis multa gracilis te puer in rosa , y se atreve a ponerla como remate de este artículo, si bien conociendo que ha de parecer mal al lado de las excelentes poesías del señor Laverde:

                   ¿Qué tierno niño entre purpúreas rosas,
                         Bañado en oloroso ungüento
                   Te estrecha, Pirra, en deliciosa gruta
                         Sobre su seno?
                   [p. 438] ¿Por quién sencilla y a la par graciosa
                          Enlazas las flexibles trenzas?
                   ¡Ay, cuando llore tu mudanza el triste
                         Y tu inclemencia!
                   Mar agitado por los negros vientos
                         Serás al confiado amante,
                   Que siempre alegre y amorosa siempre
                         Piensa encontrarte.
                    ¡Mísero aquel a quien propicia mires!
                         Yo libre de tormenta brava
                   Al Dios del mar ya consagré en ofrenda
                         Veste mojada.

                                             M. MENÉNDEZ Y PELAYO.

Santander, 2 de agosto de 1875.

Notes

[p. 405]. [1] Nota del Colector .-Artículos publicados en La Tertulia , Santander, año 1876 y reproducidos, con pequeñas correcciones, en los versos de Laverde, en El Porvenir , de Santiago de Compostela, en forma de folletón.

Se coleccionan por primera vez en Estudios de Crítica Literaria .

[p. 405]. [2] Arte de trovar .- Continuación del trovar .- Libro de figuras y colores retóricos .- Summa Vitulina .- Tratado de las flores ( Compendio de las leyes de amor ).- Doctrinal . Todos estos libros cita don Enrique en la parte que del suyo ha llegado a nuestros días.

[p. 405]. [3] Páginas 269 a 284 de la nueva edición (Madrid, 1875.)

[p. 406]. [1] Libro II, cap. VIII. Salamanca, 1592.

[p. 406]. [2] Véase el tomo II de su Historia crítica de la literatura española , páginas 303 a 360 y 413 a 450.

[p. 406]. [3] Pasaremos rápidamente por todas las cuestiones tratadas ya en los libros de éste y otros eruditos.

[p. 407]. [1] Du-Meril. Poesies Populaires Latines du Moyen-Age , Milá y Fontanals, Observaciones sobre la poesía popular , Amador de los Ríos, obra citada.

[p. 410]. [1] Obras del bachiller Francisco de la Torre.- Madrid, 1753, páginas 54, 30, 8, 48.

[p. 412]. [1] Por error aparece incluída esta oda en la primera edición de las Poesías de Fr. Diego González .

[p. 413]. [1] Quintana hizo la apología de éstos en las Variedades de Ciencias , etcétera.

[p. 414]. [1] Milá y Fontanals.

[p. 414]. [2] Entre los poetas posteriores ha sido muy feliz el Duque de Rivas en el uso de este metro, como demuestran sus composiciones A las Estrellas , El Faro de Malta , Un Padre y El Otoño . También ensayó una nueva y bizarra combinación sáfico-adónica en su balada ¡Pobre Lucía!:

                   ¡Ay! Nació bella cual la flor temprana
                   Que en el jardín despunta con la aurora
                   Cuando el celaje volador colora
                   De oro encendido y de brillante grana
                   La luz primera del risueño día...
                          ¡Pobre Lucía!

[p. 418]. [1] Merecen especial mención en esta reseña de las vicisitudes de nuestra métrica, los preciosos Diálogos Literarios del señor Coll y Vehí.

[p. 421]. [1] Intencionalmente , se entiende.

[p. 424]. [1] En Pastor Díaz, en Enrique Gil y en otros poetas menos conocidos, son visibles estos caracteres.

[p. 426]. [1] Pimplón.-Voz provincial de Asturias. Salto de agua vertical en un torrente o río pequeño. Viene tal vez del griego pimpleo (llenar), porque llena el pozo colocado debajo.

[p. 429]. [1] Grandas y también gándaras se llaman en Galicia, Asturias y la Montaña de Santander, las rasas abiertas, incultas y bravías.

[p. 433]. [1] La de San Miguel de Hontoria, iglesia cercana al mar, y situada no lejos de Nueva.

[p. 434]. [1] Hijos míos que murieron párvulos. (Nota del autor en el borrador autógrafo).

[p. 435]. [1] Véase su elogio escrito por Muratori.