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Obras completas de Menéndez... > ENSAYOS DE CRÍTICA FILOSÓFICA > XI.—CONTESTACIÓN AL DISCURSO DE INGRESO DE A. BONILLA Y SAN MARTÍN EN LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA (26 DE MARZO DEL 1911)

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Texto

El discurso que acabáis de oír, rico de erudición peregrina y de alta y severa crítica filosófica, bastaría por sí sólo para justificar la elección del nuevo académico, don Adolfo Bonilla, si no la abonasen tantas obras de las más diversas materias, pero relacionadas todas más o menos con los estudios que nuestra Corporación cultiva. Los que con punible ligereza suelen hablar en mengua y desprestigio de nuestro profesorado universitario, mucho tendrían que aprender en el ejemplo de catedráticos como éste, formados sin salir de España, discípulos primero y maestros luego de una cultura que aspira a conservar el sello indígena, al mismo tiempo que abre generosamente el espíritu a todo progreso científico, a toda comunicación espiritual con Europa y con el mundo.

Joven es, por dicha suya, el Sr. Bonilla, y por dicha también de la ciencia patria, que puede esperar de él largos días de hercúlea labor que igualen o superen a los portentos de su mocedad. Ysi la Providencia dilata cuanto deseamos los términos de su vida, él está llamado a educar en el método severo de la indagación histórica a una falange de trabajadores que aplique valientemente el hombro a la grande obra de la reconstrucción de nuestro pasado intelectual. El hombre en quien se cifran tan grandes esperanzas, que empiezan a ser hermosas realidades, es de los que manifiestan el sello de su vocación desde sus primeros pasos en la vida. Con asombro reconocimos en él, cuando apenas acababa de salir de las aulas, una ardiente e insaciable curiosidad de ciencia, un buen sentido, firme y constante, que le preserva de la pasión y del fanatismo, un entendimiento sobremanera ágil y vigoroso que pasa sin esfuerzo alguno de las más altas especulaciones filosóficas a los casos más concretos del Derecho, o a los rincones menos [p. 368] explorados de la erudición bibliográfica, sin que el peso de su saber ponga alas de plomo a su risueña y juvenil fantasía, abierta a todas las impresiones del arte, ávida de sentirlo y comprenderlo todo, y de vivir con vida íntegramente humana, como vivieron aquellos grandes hombres del Renacimiento, a quienes por tal excelencia llamamos humanistas.

Porque el Sr. Bonilla es un humanista, no un intelectual de los que hoy se estilan. El puro intelectualismo suele llevar consigo cierta aridez de la mente y del corazón, cierta soberbia hosca y ceñuda, tan desapacible para el trato de gentes como contraria al ideal de una vida armónica y serena en que tengan su legítima parte todas las formas de la actividad humana. Si este ideal es en los tiempos modernos mucho menos asequible que en los antiguos por la complejidad cada día creciente del saber y el carácter específico que asumen sus aplicaciones, nunca faltarán espíritus de poderosa constitución sintética a quienes se ofrezca el mundo en visión total y no fragmentaria, y a quienes nada de lo que es humano deje indiferentes. Y esto no sólo por el camino de la ciencia, sino por la divina intuición del arte, sin la cual no es enteramente comprensible cosa alguna.

A esta clase de espíritus pertenece el Sr. Bonilla, y de aquí su fecundidad pasmosa, que no es vano derroche de energía, ni alarde de superficial dilettantismo, sino expansión natural y constante de un temperamento bien equilibrado, que se complace por igual en las ideas y en las formas. Aun tratando de las cosas más abstrusas e inamenas, su prosa diáfana y elegante, formada en la mejor escuela, y tanto más eficaz cuanto más sencilla parece, ahuyenta las sombras del tedio, y proyecta un rayo luminoso sobre el duro bloque de la escolástica antigua o moderna, medieval o germánica. Las altas cualidades de expositor que en la cátedra le acompañan, son las mismas que en sus libros científicos campean. Una noble y serena tolerancia domina en su obra y le impide deformar el pensamiento ajeno, al revés de tantos pretensos historiadores de la Filosofía, incapaces de entrar, ni siquiera como huéspedes de un día, en el edificio de un sistema que no sea el suyo. Para comprender el alma de un pensador es necesario pensar con él, reconstruir idealmente el proceso dialéctico que él siguió, someterse a su especial tecnicismo, y no [p. 369] traducirle bárbara e infielmente en una lengua filosófica que no es la que él empleó. Y se necesita, además, colocarle en su propio medio, en su ambiente histórico, porque la especulación racional no debe aislarse de los demás modos de la vida del espíritu, sino que con todos ellos se enlaza mediante una complicada red de sutiles relaciones que al análisis crítico toca discernir. De donde se infiere que el genio filosófico de un pueblo o de una raza no ha de buscarse sólo en sus filósofos de profesión, sino en el sentido de su arte, en la dirección de su historia, en los símbolos y fórmulas jurídicas, en la sabiduría tradicional de sus proverbios, en el concepto de la vida que se desprende de las espontáneas manifestaciones del alma popular.

Entendida de tan amplia manera la historia de las ideas, en que el Sr. Bonilla principalmente se ejercita, resulta patente la unidad de su obra, y justificadas de todo punto sus frecuentes incursiones en la Historia del Derecho y en la Historia de la Literatura, que cultiva además como verdadero especialista, en obras de propia y personal investigación, publicando textos inéditos, haciendo ediciones críticas y comentarios filológicos, y estimulando con su ejemplo y dirección el celo de sus alumnos, que en la Universidad de Valencia llegaron a constituir un pequeño laboratorio jurídico, y en la de Madrid comienzan a ofrecer sazonadas primicias de sus estudios en el Archivo de Historia de la Filosofía, tentativa pedagógica que apenas tiene precedentes en nuestra enseñanza oficial, y que convierte al estudiante en colaborador asiduo de la obra científica del maestro.

No cabe en los límites, necesariamente cortos, de este discurso, una enumeración completa, ni siquiera una clasificación minuciosa y sistemática de los escritos del Sr. Bonilla, ni nos reconocemos competentes para juzgarlos todos. Apuntaremos sólo los principales, mostrando en todos ellos la presencia del elemento histórico, que es el que aquí principalmente nos interesa.

La ciencia jurídica, tan dignamente representada en nuestra Corporación por los señores Hinojosa, Azcárate, Oliver y Ureña, ve hoy reforzado este grupo de investigadores por el concurso del Sr. Bonilla, que sin el empirismo de la antigua escuela histórica y reconociendo el valor sustantivo y el fundamento metafísico de la Ley, corno lo prueba su ensayo sobre el Concepto y [p. 370] teoría del Derecho (1897), se ha ejercitado principalmente en el estudio positivo de las instituciones legales, sobre todo, de las de jurisprudencia mercantil, primera cátedra que obtuvo en públicas oposiciones. A este género pertenecen su monografía Sobre los efectos de la voluntad unilateral (propia o ajena) en materia de obligaciones comerciales (1901); su Plan de Derecho Mercantil de España y de las principales naciones de Europa y América (1903), y su colaboración en la obra más vasta y fundamental de este género que hasta ahora se ha publicado en España: los Códigos de Comercio españoles y extranjeros, comentados, concordados y anotados, de la cual son coautores el benemérito profesor de la Universidad Central don Faustino Álvarez del Manzano y el erudito letrado don Emilio Miñana y Villagrasa. Tres volúmenes van publicados de este gran repertorio, que es al mismo tiempo una obra doctrinal y exegética, una verdadera filosofía del Derecho Mercantil y una historia ricamente documentada de sus diversas manifestaciones.

Tocan más directamente todavía al objeto habitual de nuestras tareas los opúsculos titulados Gérmenes del feudalismo en España, De la naturaleza y significación de los Concilios toledanos (1898) y la Biblioteca jurídica española anterior al siglo XIX, que publica el Sr. Bonilla en colaboración con nuestro docto compañero don Rafael de Ureña. Esta notabilísima publicación, que viene a reanudar trabajos casi interrumpidos desde la fecha ya tan remota en que don Tomás Muñoz y Romero empezó a coleccionar los primitivos documentos de nuestra legislación municipal, ofrece en el primer tomo (1907) un texto de los más importantes del siglo XIII, el Fuero de Usagre, anotado con todas las variantes del de Cáceres, que es también fuero de pastores, e ilustrado con un copioso glosario.

En un ameno e interesante volumen ha reunido el Sr. Bonilla otros Estudios de historia y filosofía jurídicas (1909), algunos de los cuales penetran en la región sonbría y misteriosa en que las fórmulas del Derecho se enlazan con los símbolos religiosos y aun con los ritos de la teurgia. La exposición del Código babilonio de Hammurabí, preciosa conquista de la erudición de nuestros días, representada por el insigne dominico P. V. Scheill; y el ensayo sobre el antiguo procedimiento per lancem liciumque (por el plato [p. 371] y el mandil), en el cual ve el Sr Bonilla una aplicación de cierto rito mágico y adivinatorio de los Arios para encontrar un objeto perdido, demuestran no sólo conocimientos peregrinos de cosas nada divulgadas por España, sino mucha agudeza mental y una intuición profunda de lo que pudiéramos llamar el elemento poético del Derecho, que Jacobo Grimm formuló con rasgos indelebles.

Pero la comunidad de orígenes de la poesía y del derecho, no impide que ambos carmina presenten hoy tan pocos puntos de analogía, y muy rara vez tengan los mismos cultivadores. Una de las excepciones notables es el Sr. Bonilla, que siendo tan competente en la historia jurídica, todavía lo es más, a mi parecer, en la historia literaria, que cultiva desde muy mozo, y para la cual ha reservado todos los descansos de su ardua labor de filósofo y de jurisconsulto.

Aunque la Literatura, considerada desde el punto de vista filológico y estético, caiga bajo la jurisdicción de una Academia distinta de la nuestra, su historia nos pertenece como la de cualquier otro ramo de la actividad humana, la cual no se manifiesta solamente en la esfera política y militar en que solían encerrarse los antiguos historiadores, sino en el campo vastísimo de las ideas y de las formas artísticas, que son el más noble patrimonio de un pueblo, el producto más exquisito de su psicología, el grande archivo de sus costumbres y el signo que mejor revela su educación progresiva y su grandeza o decadencia moral.

Prescindiendo de otras artes, que es imposible separar de la Arqueología, ciencia histórica por excelencia, basta, en lo tocante a la Literatura, para demostrar que este concepto estaba hondamente arraigado en el ánimo de nuestros predecesores del siglo XVIII, pasar la vista por los catálogos de nuestra Academia, donde, por méritos exclusivamente de Historia Literaria, figura el primer editor de los poetas castellanos anteriores al siglo XV, u hojear los tomos de Memorias, donde las sesudas y castizas plumas de don Juan Bautista Muñoz y de don Tomás González Carvajal trazaron las imperecederas semblanzas de dos grandes hombres del Renacimiento español, Antonio de Nebrija, fundador de nuestra filología clásica y de la disciplina gramatical de la lengua patria, y Benito de Arias Montano; el más célebre de nuestros hebraizantes y escriturarios de la centuria décimasexta. [p. 372] Todavía en 1830, cuando el Rey Fernando VII determinó erigir digno monumento a la memoria del terenciano poeta, restaurador de la comedia española a fines del siglo XVIII, no a otra Academia que la nuestra confió el encargo de realizarlo, y ella fué la que dirigió la espléndida edición de las obras dramáticas y líricas de don Leandro Moratín, en que aparecieron por primera vez sus Orígenes del Teatro.

Tráense aquí estos precedentes, no porque para vuestra ilustración sean necesarios, sino porque tiene entre el vulgo más valedores de lo que parece la antigua concepción de la Historia, que la reduce a un tejido de batallas, negociaciones diplomáticas y árboles genealógicos. No es ese género de historia el que cultiva e Sr. Bonilla, lo cual no quiere decir que no sean dignos de aplauso y estímulo sus cultivadores; que no estaría bien ningún exclusivismo en quien profesa la más absoluta tolerancia científica.

Requiere la Historia Literaria, además de las condiciones propias de toda historia, otras derivadas de su peculiar contenido. No basta con inventariar los hechos y someterlos a la más minuciosa crítica externa, ni estudiar sus causas y efectos sociales, porque la obra de arte, antes que colectiva, es individual, y tiene sus raíces en la psicología estética, de la cual debe participar el crítico, no sólo como conocedor, sino en cierto grado como artista. Y el Sr. Bonilla ha dado pruebas de serlo, no sólo en felices ensayos líricos, dramáticos y novelescos y en aventajadas traducciones de clásicos de otras literaturas, sino en el sentido personal y vivo de la belleza, que le acompaña hasta en sus lucubraciones filosóficas, por ejemplo, en su libro tan original y profundo sobre el Mito de Psiquis. Nuestro compañero no es de los que con vaguedades doctrinales y con el pedantesco aparato de clasificaciones y subdivisiones pretenden disimular lo que de intuición estética les falta. Muy versado en la teoría de las formas artísticas, como lo acredita su ingenioso opúsculo El Arte Simbólico (1902), no hace de ella intempestivo y pueril alarde en su crítica, prefiriendo mostrarse hombre de buen gusto, educado en los modelos de la antigüedad grecorromana y en los cánones, quizá no escritos todavía, de aquella estética perenne y casi infalible, que en todos tiempos sabe distinguir lo bueno de lo malo, pero que sólo en espíritus muy cultos y selectos puede albergarse.

[p. 373] En sus ediciones y comentarios de libros antiguos, sigue el Sr. Bonilla, no la rutina perezosa de otros editores nuestros, sino los sabios procedimientos del método histórico comparativo, rastreando con toda diligencia las fuentes, procurando la mayor fidelidad en la reproducción y exornando el texto con todas las notas necesarias para su cabal inteligencia. Su obra principal en este género es la edición crítica de El Diablo Cojuelo, de Luis Vélez de Guevara (1902), reproducida en 1910 con aumentos y correcciones. Aquella interesante ficción satírica, en que todavía más que el tema novelesco vale la originalidad picante del estilo, ofrece en su afluencia verbal, en sus raros modismos y recónditas alusiones, en el artificio sutil y algo enmarañado de su prosa, dificultades no menores que las que detienen al lector más experto en muchos pasajes de Quevedo y de Gracián. El Sr. Bonilla ha hecho fácil y amena la lectura de los vuelos y andanzas de don Cleofás y su diabólico compañero, restituyendo el texto de la edición príncipe de 1641, muy estragado por todos los que le reimprimieron, y escribiendo un sabroso comentario, en que luce su fino conocimiento de la lengua castellana y de las costumbres españolas del siglo XVII. Las polémicas eruditas y corteses a que dió motivo la primera aparición de este comentario, han servido a su autor para ampliar algunos puntos y rectificar otros La crítica española y extranjera ha sido unánime en apreciar el mérito de esta labor, y bien puede decirse que fuera de dos novelas de Cervantes, maravillosamente ilustradas por don Francisco Rodríguez Marín, ninguno de nuestros antiguos libros de pasatiempo ha logrado hasta ahora una edición ni un comentario que puedan parangonarse con éste.

Otro género novelístico, bien diverso de aquel a que pertenece El Diablo Cojuelo, ha empeñado la erudita curiosidad del Sr. Bonilla en estos últimos años. Él ha reanudado el estudio de los libros de caballerías, casi abandonado en España después del ensayo, para su tiempo memorable, de don Pascual de Gayangos (1857). Encargado de preparar para la Nueva Biblioteca de Autores Españoles un suplemento a la colección formada por aquel grande erudito, pensó, con buen acuerdo, el Sr. Bonilla que, no sólo debía incluir en ella libros originalmente castellanos, sino también todos aquellos que en una literatura tan exótica para [p. 374] nosotros como lo fué la caballeresca, pueden estimarse como obras fundamentales y típicas de los ciclos breton y carolingio, sin desdeñar las primitivas ediciones de los libros de cordel, que son también, en su mayor parte, de procedencia forastera. De este modo, no sólo se salvan de posible destrucción libros rarísimos, que han tomado carta de naturaleza en nuestra lengua y en la imaginación de nuestro vulgo desde remotos tiempos, sino que aparecen reunidos los documentos capitales para resolver las cuestiones de orígenes, entronques y genealogías caballerescas, que dificultan el acceso de esta producción múltiple y confusa. El Sr. Bonilla escribirá su historia en un volumen especial. Entretanto ha exhumado novelas tan peregrinas como El Baladro del sabio Merlín, La Demanda del Santo Grial, Don Tristán de Leonís, la Historia del rey Canamor y del infante Turián, y la versión castellana del Palmerín de Inglaterra, de la cual sólo se conocen dos ejemplares en el mundo. Todavía es mayor servicio, aunque parezca más modesto, el haber reproducido las ediciones góticas que dan el más genuino texto de los libros populares, llamados vulgarmente de cordel, tan sabrosos en la fresca e ingenua lengua de las postrimerías del siglo XV, como desapacibles, toscos y pedestres en los ruines ejemplares que hoy se expenden. No pertenecen en rigor a la novelística española, pero sí a la literatura comparada y a la novelística universal. Tales son el Tablante de Ricamonte y el Carlos Maynes, la Destrucción de Jerusalem, Roberto el Diablo, Clamades y Clarmonda, Oliveros de Castilla y Artús de Algarbe y el Conde Partinuplés. Todos ellos están reimpresos con estricta sujeción a la ortografía antigua y acompañados de un glosario.

A edades más lejanas todavía nos transporta una obra memorable en los anales de la ficción oriental, y que se comunicó a España por distinto camino que a los demás pueblos europeos. Tal fué el libro indio de Sendebar o Sindibad, trasladado de arábigo en castellano por orden del infante Don Fadrique, hermano de Don Alfonso el Sabio, en el año 1291 de la era española, 1253 de la era vulgar, con el título de Libro de los engannos et los asayamientos de las mugeres. Esta traducción, cuya existencia reveló por primera vez Amador de los Ríos, ha sido admirablemente estudiada por el profesor italiano Domenico Comparetti, haciendo [p. 375] resaltar toda la importancia que tiene en los orígenes de esta famosa colección de cuentos, puesto que sustituye, no sólo al original sánscrito perdido, sino al persa, que, por racional conjetura hemos de suponer intermediario, y al árabe que ya en el siglo X está citado por Almasudi. Queda, pues, el texto castellano como único representante de la forma más pura y genuina de tan célebre novela, mucho más próximo a su fuente que el Syntipas griego de Miguel Andreopulos, traducido del siríaco, las Parábolas hebreas de Sandabar, y el Dolopathos o Historia septem sapientum, de Juan Alta Selva, para no hablar de otras refundiciones posteriores. Como la copia enviada a Comparetti dista mucho de ser enteramente correcta, su edición exigía ser revisada con presencia del único códice, que perteneció en otros tiempos a la librería de los Condes de Puñonrostro, y hoy a la Real Academia Española. Esta es la tarea que con toda escrupulosidad ha realizado el Sr. Bonilla, dándonos a leer de nuevo tan precioso texto en la elegante Bibliotheca Hispanica, que con gran provecho de nuestras letras dirige el Sr. Foulché-DelBosc.

A la historia del teatro ha contribuído el Sr. Bonilla, publicando por primera vez en su forma original la Comedia Tibalda del comendador Peralvárez de Ayllón, acabada por Luis Hurtado de Toledo; a la historia de la lírica, dando a conocer poesías inéditas de Luis Vélez de Guevara, Vicente Espinel y otros ingenios del siglo de oro, y describiendo y extractando, en colaboración con el docto napolitano Eugenio Mele, tres antiguos cancioneros, uno de ellos el de Matías Duque de Estrada, muy importante para el estudio de los poetas españoles que versificaron en Italia. Prescindiendo de otras ediciones, muy curiosas todas, y de las notas que añadió a su traducción del Manual inglés de Fitzmaurice-Kelly, bastarían los Anales de la literatura española, comenzados en 1904, y desgraciadamente interrumpidos después, para comprender lo que vale el Sr. Bonilla, no sólo como investigador, sino como crítico de cosas antiguas y modernas. Allí figura un estudio de los más penetrantes y sólidos que conocemos sobre la composición de la tragicomedia de Calisto y Melibea, que por varios, conceptos debe nueva luz al Sr. Bonilla, investigador de los antecedentes del tipo celestinesco en la literatura latina (1906).

Con ser tanto lo que nuestro compañero ha ahondado en el [p. 376] campo fertilísimo de la literatura castellana, todavía son de más importancia sus exploraciones y descubrimientos en el mundo, mucho menos conocido, de los humanistas españoles del Renacimiento. Todos, aun los más grandes, han tenido hasta ahora insuficientes biógrafos, no en verdad por falta de competencia, sino por brevedad excesiva y por habérseles ocultado muy esenciales documentos. Pero siempre serán sólida base de esta parte de nuestra historia intelectual las oraciones apologéticas de Lucio Marineo Sículo y de Alfonso García Matamoros; la clásica historia latina de Cisneros, en que el toledano Alvar Gómez de Castro narró la que podemos llamar época triunfante del humanismo complutense; la Hispaniae Bibliotheca del flamenco Andrés Scoto, a quien debieron las Memorias de nuestros profesores del siglo XVI mayor celo y diligencia que a los mismos naturales, el gran monumento bibliográfico de Nicolás Antonio, y, sobre todo, las investigaciones de don Gregorio Mayáns, de don Francisco Cerdá, de don Ignacio de Asso y algún otro erudito del siglo XVIII. Gracias a ellos revivieron en espléndidas ediciones Luis Vives, el representante más completo de la filosofía crítica del Renacimiento en cualquier país de Europa; Juan Ginés de Sepúlveda, tan elegante prosista ciceroniano como acérrimo peripatético aun en lo que Aristóteles tiene de más incompatible con el sentimiento cristiano; Antonio Agustín, versado por igual en todos los ramos de la arqueología y de la filología clásicas, cuyos métodos aplicó a la depuración de las fuentes de la jurisprudencia civil y canónica; Francisco Sánchez de las Brozas, gramático original y agudo, uno de los padres de la filosofía del lenguaje. Fueron coleccionadas las oraciones de los Padres españoles en Trento, y las obras de algunos excelentes poetas como el burgalés Fernán Ruiz de Villegas y los aragoneses Sobrarias, Verzosa y Serón. Cerdá y Rico salvó preciosos tratados de Juan de Vergara, Luisa Sigea, Gaspar Cardillo, Pedro de Valencia y otros, en sus Clarorum Hispanorum opuscula selecta et rariora, inestimable miscelánea que, desgraciadamente, no pasó del primer tomo. Los portugueses colaboraban a la obra común, con buenas ediciones de sus grandes latinistas del siglo XVI, Damián de Goes, Andrés Resende, Diego de Teive, Jerónimo Osorio. El gusto de la época alentaba todavía este género de publicaciones; a fines del siglo XVIII, las lenguas [p. 377] clásicas se cultivaban con provecho dentro y fuera de los estudios públicos; la afición a las humanidades era signo de alta cultura; parecía haberse reanudado la tradición del saber de nuestros mayores, y la centuria que empezó con la exquisita prosa latina del Deán Martí y del trinitario Miñana, terminaba dignamente con los versos de Sánchez Barbero.

Bastó con medio siglo de discordia y de tribulaciones para que tanto en éste como en otros ramos del saber pereciese la semilla tan generosamente confiada al surco en días de sabia y estudiosa calma en que nadie hablaba de europeizarse, porque nos reconocíamos parte integrante de Europa y vivíamos en comunicación con ella mediante la lengua universal de los sabios, que tan gallardamente manejaban, no solo los eruditos de profesión como Mayans, Finestres, Pérez Bayer y muchos de los jesuítas españoles y americanos desterrados a Italia, sino los naturalistas, y especialmente los botánicos. Perdido este elemento insustituíble, la ruina de los estudios clásicos fué acelerándose hasta el último grado de postración, de que hoy muy lentamente comienzan a levantarse, si bien con más fruto respecto del griego que del latín, contra lo que pudiera creerse. Quizá España tiene hoy más helenistas que latinistas, aun siendo tan reducido el número de unos y otros Por buen síntoma debe estimarse esta mayor aproximación a la forma más pura del genio antiguo, pero no por eso hemos de descuidar aquella tradición más inmediata a nosotros, que en la disciplina religiosa, en la ciencia del Derecho y en la cultura literaria fue la primera educadora de los pueblos modernos, especialmente de los que podemos reclamar el privilegio de ciudadanía romana Sólo será perfecto humanista quien abarque las dos antigüedades, condición que rara vez falta en los grandes maestros del siglo XVI, Erasmo, Vives, Budeo, Antonio Agustín, José Scalígero, Casaubon.

A la restauración de los estudios clásicos en España contribuye el Sr. Bonilla, no sólo con su esfuerzo propio, sino renovando las memorias de los egregios humanistas españoles de otras edades. Muestra patente es de ello la colección de cartas latinas publicada en 1901 con el título de Clarorum Hispaniensium Epistolae ineditae ad humaniorum litterarum historiam pertinentes, libro que por su título y contenido recuerda análogas publicaciones de [p. 378] Asso y Cerdá y Rico. Son las correspondencias de los eruditos del siglo XVI un tesoro de recónditas noticias, una crónica pintoresca y animada de la vida intelectual de su tiempo, un archivo de erudición filológica no agotado todavía. No hay libro alguno que dé tan exacta idea de las luchas religiosas y literarias del Renacimiento y de la Reforma, como la serie vastísima de las cartas de Erasmo, donde ocupan tanto lugar sus corresponsales españoles. Eran entonces las cartas lo que han venido a ser los periódicos: un medio de conservar y transmitir las impresiones del momento. ¿Qué es, sino un inmenso periódico, el Opus Epistolarum, de Pedro Mártir de Anglería, por quien nos son tan presentes y familiares la Corte de los Reyes Católicos y la de los primeros años de Carlos V? ¿Y en dónde podríamos encontrar el caudal de noticias literarias que sobre la misma época contienen las rarísimas epístolas de Lucio Marineo y de sus discípulos?

Coleccionadas están las cartas de Luis Vives, de Sepúlveda, de Antonio Agustín, de Juan Gelida, del P. Perpiñá, del Deán Martí y de algún otro. Algunas biografías, como la de Zurita, hecha por Dormer en los Progresos de la Historia de Aragón, encierran también curiosos epistolarios, en que figuran los nombres de Páez de Castro, de Pedro Juan Núñez, de D. Diego de Mendoza y otros claros varones. Pero es mucho más lo que permanece inédito, bastando recordar los tomos de misceláneas o Adversaria de Alvar Gómez de Castro, en nuestra Biblioteca Nacional; el códice precioso de las Epístolas de Juan Maldonado, en la de Santa Cruz, de Valladolid; y la colección del canónigo Besora (hoy en la Biblioteca provincial de Barcelona), de la cual sólo algunas cartas dió a conocer don Ignacio de Asso, encubierto con el seudónimo de don Melchor de Azagra.

La utilidad de este género de publicaciones, cuando se hacen con esmero y conciencia debidas, bien se muestra en la primera tentativa del Sr. Bonilla, a la cual deseamos pronta y feliz continuación. Casi todas las epístolas recogidas por él pertenecen al grupo erasmista, el más numeroso e influyente en España durante el siglo XVI. Centro principal de este humanismo, más alemán que italiano, fué la naciente Universidad de Alcalá, abierta a la invasión del Renacimiento con más franqueza que la de Salamanca. En el Estudio Complutense encontró Erasmo sus principales contradictores, [p. 379] Diego de Stúñiga y Sancho Carranza; pero allí precisamente se formó el núcleo erasmiano; de allí salieron la mayor parte de los adeptos del humanista de Rotterdam: unos que lo eran juntamente de su doctrina y de su estilo; otros que en su manera de escribir se inclinaban con preferencia al gusto de Italia. Tales fueron los dos hermanos Vergaras; tal fué el cancelario Luis de la Cadena, a quien vivo celebró Matamoros con los más estupendos elogios que a un orador y a un filósofo pueden tributarse, y a quien consagró Arias Montano un verdadero himno fúnebre en el tercer libro de su poema sobre la Retórica. Tanto de estos insignes varones, como de su digno panegirista Alvar Gómez de Castro; del secretario helenista Diego Gracián, traductor de tantos autores clásicos; de la sabia toledana Luisa Sigea; del excelente prosista filosófico Alejo Venegas; del comendador Hernán Núñez, llamado por excelencia el Griego, hay en este florilegio epistolar rasgos y anécdotas que los retratan al vivo, que nos revelan particularidades de su carácter, que nos hacen entrar en la intimidad de sus estudios. Son como pláticas familiares de varones doctos, susurradas a veces con cierto misterio.

Pero el Sr. Bonilla no se ha limitado a imprimir estas cartas e ilustrarlas hábilmente. En su admirable monografía Erasmo en España (1907) ha acometido empresa de mayor empeño, narrando un episodio, acaso el más interesante, de la historia del Renacimiento español, puesto que equivale entre nosotros a lo que fué en Alemania la cuestión de las Epistolae obscurorum virorum. Esta gran contienda erásmica que rápidamente esbozé en mis Heterodoxos españoles (1880) , con los documentos que entonces se conocían, a los cuales tuve la suerte de añadir algunos, atañe a la historia religiosa lo mismo que a la literaria y científica, y en ella intervinieron los más preclaros varones de la España de Carlos V. Y aunque el Sr. Bonilla reserve para otro libro las noticias que de la vida y escritos de muchos de ellos posee, y se limite a tratar en el presente de la influencia directa de Erasmo manifestada por las traducciones y ediciones, casi todas rarísimas, que aquí se hicieron de sus escritos, no se reduce a apurar con pasmosa pericia bibliográfica el contenido de estos ejemplares, describiéndolos en sus menudos ápices y extractando de ellos los pasajes más característicos, sino que rehace, con datos enteramente nuevos, las [p. 380] biografías de los traductores y editores, que fueron, entre otros, el Arcediano de Sevilla Diego López de Cortegana; el Arcediano de Alcor Alfonso Fernández de Madrid; el benedictino Fr. Alonso de Virués, y el famoso secretario de cartas latinas del Emperador, Alfonso de Valdés; personajes todos de capital importancia en la historia del erasmismo.

Esta denominación, algo vaga y elástica, no excluye variedad de tendencias, y en esto precisamente consiste la pujanza fecunda y original de aquel movimiento, que transformó el pensar español en todos los órdenes. No fué mera lucha del Renacimiento contra la Escolástica bárbara y degenerada, puesto que grandes escolásticos, como Sancho Carranza, se convirtieron de adversarios de Erasmo en fervientes admiradores suyos; y no fueron ajenos a su dirección crítica, aunque no en todo concordasen con él, los reformadores de nuestros estudios teológicos, sin excluir al incomparable Francisco de Vitoria. No fué tampoco el erasmismo un movimiento puramente teológico, puesto que trascendió a todos los ramos de las letras humanas y juntó en amable consorcio la erudición con el espíritu filosófico. No fué, como el humanismo italiano, una tentativa de resurrección del mundo clásico, con riesgo de caer en un paganismo retórico y estéril, sino una escuela de las dos antigüedades, en que el helenismo servía como de tránsito al cristianismo, y las lecciones de los filósofos y moralistas profanos encontraban su perfección y complemento en las Sagradas Escrituras y en las obras de los Padres griegos y latinos, que Erasmo comenzó a depurar de los estragos del tiempo y de las copias bárbaras e infieles. No fué una escuela de libre pensamiento en la acepción vulgar de la palabra, puesto que el alma de Erasmo era sinceramente cristiana, y si en algo pudo errar por intemperancia de expresión, por celo amargo o por falta de sobriedad y precisión en el lenguaje teológico, vivió y murió dentro de la comunión de la Iglesia, que después de su muerte expurgó en grande escala sus obras, pero nunca las condenó totalmente. No fué una secta fanática y estrecha, sino un despertar de la conciencia religiosa, harto aletargada en la espantosa corrupción del siglo XV. La filantropía cristiana de Erasmo y de Luis Vives era lo más contrario que haber podía al espíritu cerrado e intransigente de los luteranos, aunque en la confusión de los primeros [p. 381] momentos de la lucha fuesen tenidas por sospechosos de complicidad con ellos los que con audacia, a veces excesiva, y con mordaz desenfado denunciaban abusos, prevaricaciones y corruptelas de la Curia o del monacato, que acerbamente deploraron los más graves y severos varones de aquella era. Pero la sátira es un arma que no es fácil manejar sin peligro, aun por escritores tan urbanos y festivos como Erasmo, y cuando se leen ciertos pasajes de los Coloquios, del Elogio de la locura, y hasta de los Adagios, no nos admiramos de las tempestades que levantaron, y de que fuese considerado quien tales cosas escribió como precursor y aun como aliado de Lutero, que pronto se encargó de desmentir tal filiación, colmando de injurias al venerable patriarca del humanismo septentrional. Tuvo el erasmismo puntos de contacto, aparente a lo menos, con la Reforma, y no puede negarse que influyó como elemento moderador en Melanchton y en Joaquín Camerario, pero ninguno de los grandes erasmistas llegó a ser protestante, con excepción acaso de Juan de Valdés, que guarda un silencio muy significativo sobre casi todos los puntos de controversia, y es más bien un místico o un pietista, un director de almas, que un dogmatizador o jefe de secta. Pero, en general, el pensamiento religioso de aquel grupo fué el que selló con su sangre el heroico mártir de Cristo, Tomás Moro, y el que resplandece en los áureos libros De veritate fidei christianae de nuestro gran filósofo de Valencia.

Si en la esfera de las ideas religiosas y políticas fué tanto el  influjo del erasmismo, no abrió surco menos hondo en las letras, así latinas como vulgares. La literatura polémica del Renacimiento tuvo por instrumento principal el diádogo satírico a la manera de Luciano, que espléndidamente renovó Erasmo en sus Colloquia, y que aclimatado entre nosotros por los dos hermanos Valdés y por Cristóbal de Villalón, logró su punto de perfección clásica en la serena y desengañada sabiduría del Coloquio de los perros, y en la portentosa visión humorística de los Sueños, de Quevedo. Hasta la misma novela picaresca, género tan indígena y propio nuestro, fué penetrada de erasmismo, a lo menos en el Lazarillo de Tormes, cuyo autor, hasta ahora incógnito, muestra el mismo humor satírico y la misma tendencia en sus burlas que los adeptos del humanista de Rotterdam. Otro tanto puede decirse [p. 382] de Gil Vicente y Torres Naharro en el teatro, de Cristóbal de Castillejo en la sátira poética.

Fué fortuna para nuestra literatura del Renacimiento que la universal lección de los escritos de Erasmo, que llegaron a penetrar hasta en los conventos de monjas, contrastase al predominio de la secta ciceroniana importada de Italia. Por su ática urbanidad, por la mezcla feliz de burlas y veras, por su elevado sentido de humanismo cristiano (cualesquiera que fuesen sus yerros y temeridades teológicas, de que no nos incumbe tratar aquí), el maestro holandés era guía menos peligroso que los secuaces del insepulto paganismo romano, aun en cuestión de estilo. Erasmo, que había olvidado hasta el uso de la lengua vulgar, escribía en latín como por derecho propio, atendiendo más a las cosas que a las palabras, y dejando correr libremente el raudal de su riquísima vena. Y como, a diferencia de los ciceronianos, estaba lleno de ideas propias y personales, y vivía de toda la vida de su tiempo, tiene su estilo una virtud propia y eficaz que contrasta con el raquítico artificio de las falsas oraciones y de las epístolas fingidas, que eran cebo insulso de los pedantes de entonces. No eran sólo causas y razones literarias las que le movían en su campaña anticiceroniana. Era la generosa ambición que él, hombre del Norte, representante del humanista germánico, más batallador y menos artístico que el de Italia, sentía de superar a los italianos en aquello mismo en que no toleraban competidores, y arrebatarles la palma de la elocuencia, poniendo enfrente de su forma de estilo ingeniosamente pueril y caduca, como todos los productos de imitación, una nueva manera de latinidad desenvuelta y briosa, capaz de decirlo todo y apta para las necesidades de los tiempos nuevos.

Por fácil transición, pasamos de los estudios del Sr. Bonilla sobre los erasmistas al libro capital y magnífico que ha dedicado a Luis Vives y la Filosofía del Renacimiento (1903). Esta obra, premiada por la Academia de Ciencias Morales y Políticas, es no sólo la más extensa, sólida y erudita de su autor, sino la mejor monografía que tengamos hasta ahora sobre ningún filósofo español. Ojalá estos certámenes continúen hasta que todas las grandes figuras de nuestra tradición científica hayan recibido el mejor obsequio que puede tributárseles: el de una exposición imparcial y serena de su vida, de sus doctrinas y de su enseñanza.

[p. 383] Aunque escrita para un concurso filosófico, la Memoria del Sr. Bonilla, que llena un volumen de 800 páginas en cuarto, no es sólo el estudio de una doctrina metafísica, sino de la labor entera de un polígrafo, cuyos conatos de reforma se extendieron a todas las disciplinas conocidas en su tiempo, y cuya actividad pedagógica, aplicada al hombre y a la sociedad, adivinó, columbró o presintió, en, forma a veces muy precisa, casi todos los rumbos del pensamiento moderno. Y abarca además la vida del filósofo, oscura y modesta en sí, demasiado corta, por desgracia, pero no tanto que le impidiese poner la última piedra en el templo sencillo y severo que erigió a la razón humana; vida amargada por las torturas de la enfermedad, por lo precario de la fortuna, por las estrecheces domésticas, por el abandono de los protectores estultos, por la contradicción y las malas artes de los envidiosos, por la frialdad de los allegados y compañeros de letras que acaso no le entendieron del todo, sin excluir al propio Erasmo: vida de ardiente labor y de cosmopolitismo intelectual, rasgo común de los eruditos de entonces, que los hacía ciudadanos de una ideal república de las letras difundida por toda Europa. Así le vieron las escuelas de París lanzar su arrogante reto contra la barbarie de los seudo-dialécticos; así admiraron sus lecciones Lovaina y Oxford; así probó en Inglaterra lo dulce y lo amargo del favor regio; así en la opulenta Brujas, centro de una colonia de mercaderes españoles, encontró su dulce y melancólico genio ambiente más adecuado que el del tumulto cortesano para las graves y piadosas lucubraciones de sus últimos días.

Entre Erasmo y Luis Vives son evidentes las semejanzas, pero son todavía más evidentes las diferencias. Tuvo razón Lange para suponer que entre los dos amigos (que ya no estaban en relación de maestro y discípulo) no hubo completo acuerdo de pareceres en los años posteriores a 1526. Vives había emancipado su propio pensamiento filosófico y caminaba por arduos senderos; que a Erasmo, mezcla de teólogo y humanista, pensador muy agudo, pero no propiamente filósofo, si para serlo se requieren método y disciplina, le eran poco menos que indiferentes. Vives y Erasmo coincidían en la parte que podemos llamar crítica de los métodos de enseñanza, y combatían a un enemigo común; pero aun aquí puede notarse divergencia en los procedimientos. Lo que el [p. 384] humanista holandés quería curar con el cauterio de la sátira y con el frecuente recurso a la piedad cristiana, mejor o peor entendida, lo impugnaba nuestro valenciano con las armas del razonamiento filosófico, aspirando a una nueva síntesis científica, a una total organización y construcción de las ciencias especulativas y de sus aplicaciones ético-políticas. Era Vives moralista más austero y rígido que Erasmo; era también un espíritu más piadoso y más atento a la contemplación de las cosas divinas. Erasmo vivió siempre en una atmósfera agitada y tempestuosa; sus polémicas son casi tantas como sus libros. Vives era de índole modesta, o por decir mejor, humilde, se complacía en la meditación silenciosa (tacita cognitio); aplicaba con calma los procedimientos de observación y análisis; cultivaba el dificilísimo ars nesciendi, que es por sí sólo un prograna científico. Pasados los hervores de su juventud, la edad que podemos llamar de la irrupción y del asalto, no perdía el tiempo en disputar con sus contradictores, y aguardaba sereno, aunque fuese para muy lejano porvenir, el triunfo de la razón y de la justicia. Porque además de filósofo, era un gran filántropo cristiano, que se pasaba la vida clamando paz y concordia, cuando todo el mundo ardía en guerras y sediciones.

Este hombre, benemérito de la universal cultura, en cuya mente encontró asilo la antigüedad entera para salir de allí con duplicados bríos, dió a su construcción filosófica un carácter de universalidad y trascendencia que no alcanza ninguna de las tentativas del Renacimiento: ni la de Pomponazzi, concentrada en un sólo problema, ni la de Pedro Ramus, que es una mera innovación dialéctica, ni el incoherente panteísmo de Miguel Servet, mezclado con sus extrañas doctrinas cristológicas, ni el escepticismo o agnoscitismo de Francisco Sánchez, ni las vivas y geniales intuiciones de Filosofía de la Naturaleza, que en la turbia corriente de los escritos de Giordano Bruno alternan con ensueños pitagóricos, cabalísticos y lulianos. Faltó a la mayor parte de los pensadores de aquella era dramática y turbulenta, moderación y equilibrio, que son precisamente las cualidades características de Luis Vives.

El sentido común en su más noble acepción, la filosofía modesta y sólida que ha hecho la gloria de Inglaterra y de Escocia, [p. 385] dictó por primera vez sus cánones en la ardiente y nerviosa latinidad de Vives, antes de dictarlos en el pomposo estilo de Bacon o en la lengua analítica y precisa de Reid y Hamilton. En las materias pedagógicas y en las de filosofía pura, que son la cima de su obra y abarcan un plan entero de restauración científica, son admirables el nervio, la energía y la grandilocuencia de Vives, cuando impugna sistemas erróneos o denuncia vicios de educación y extravíos de pensamiento. Y no lo es menos la serenidad y lucidez con que formula las verdaderas bases del método científico, y escribe en su inmortal tratado De Anima et Vita, el primer manual psicológico de los tiempos modernos. Predecesor de Bacon, de Descartes, de la escuela escocesa, lo es también de Kant en la posición del problema crítico y en el postulado ético-teológico de la razón práctica.

Y no fué menor su influencia en la parte que podemos decir popular de sus escritos, en las obras de moral práctica y de economía social, en que discurre sobre la educación de la mujer, sobre los deberes del marido, sobre el alivio y socorro de los pobres, sobre la paz y la guerra, y en su elocuente invectiva contra el comunismo de los anabaptistas (De communione rerum). Su acción, no por latente menos positiva, alcanza por un lado a la pedagogía de los jesuítas, y por otro a la de Comenio, Neander, Sturm y casi todos los educadores que precedieron a Locke y Rousseau.

No han sido en corto número los biógrafos de tan extraordinario varón, ni los que han procurado ilustrar puntos particulares de su doctrina. Entre estos estudios merece alta prez la copiosa y puntual Vida latina de nuestro filósofo, que con mano no entorpecida por el hielo de los años trazó don Gregorio Mayans, coronando con este monumento una vida entera de loables esfuerzos por la restauración de la cultura patria. Pero ni este trabajo, que continúa siendo de primer orden, ni la elegante Vindicación de don Ricardo González Múzquiz (1839), ni las eruditas Memorias de los belgas Namèche y Vanden-Bussche, ni el importantísimo artículo de Lange en la Enciclopedia pedagógica de Schmid, ni la tesis de G. Hoppe sobre la psicología de Vives, ni otras que pudieran citarse, son más que antecedentes de la obra magna del Dr. Bonilla, en que todos los datos aparecen recopilados, [p. 386] todas las opiniones discutidas, expuesta y sistematizada la doctrina del gran polígrafo, sin prevención adversa ni favorable, y aun con cierta nota severa en ocasiones; y puesta en relación con la historia general de la Filosofía, y, especialmente, con las opiniones análogas o contrarias de otros pensadores españoles. Y para que nada falte a la excelencia de tan hermoso libro, que no está aderezado sólo para el paladar de los eruditos y de los filósofos, también convida a todo lector amante de la historia y del arte con el cuadro magnífico de los esplendores del Renacimiento. Con razón pudo decir su autor que, al terminarlo, le pareció «salir como de un sueño, durante el cual había departido amistosamente con las inmortales figuras literarias y artísticas que vivieron en los gloriosos días de León X, de Francisco I y de Carlos V».

Con Luis Vives había penetrado el Sr. Bonilla en las entrañas de nuestra Filosofía durante el período en que mostró mayor pujanza, y en que su voz fué más oída en el mundo. La enciclopedia vivista le había llevado al examen de muchas otras manifestaciones de nuestra antigua ciencia. Natural era que surgiese en su ánimo la idea de escribir por completo la Historia de la Filosofía Española, empresa que consideraban inasequible muchos, y para la cual sólo existían breves ensayos e indicaciones. No le arredraron los obstáculos de la rareza de los libros, y de la variedad de lenguas que necesita dominar el que quiere conocer nuestro tesoro filosófico. Internóse con valor por el áspero sendero de mil lecturas diversas e intrincadas, y fruto de ello es el primer volumen publicado en 1908, que comprende desde los tiempos primitivos hasta el siglo XII, pero sin abarcar aún todas las manifestaciones de este largo período, puesto que la hebrea y la arábiga darán materia para dos tomos sucesivos, uno de los cuales está ya en prensa. Son, pues, materia del primero, además de lo que puede saberse o conjeturarse de las doctrinas metafísico-religlosas de los más antiguos pobladores históricos de la Península ibérica, la filosofía de la época romana, y la de los primeros siglos cristianos, continuada en el reino visigótico y en las escuelas de los mozárabes; y, finalmente, aquel asombroso despertar del pensamiento occidental aleccionado por el Oriente, en el colegio de traductores de Toledo, y balo los auspicios del [p. 387] Arzobispo don Raimundo. Acaso hubiera convenido, para mayor claridad de la exposición y aun por ley de orden interno, que la historia de los orígenes de esta filosofía toledana, que es nuestra particular contribución a la Escolástica, precediese a la exposición de su desarrollo, puesto que la metafísica de Domingo Gundisalvo, principal representante de esta escuela, no se comprende sin la de Avempace y Aben Gabirol, en quien principalmente estriban las doctrinas del Líber de unitate y del De processione Mundi. Pero esta leve infracción de método es fácil de subsanar en ediciones posteriores, y nada perjudica a las excelentes páginas en que el Sr. Bonilla resume con la mayor brillantez y acrecienta con el fruto de su erudición propia los resultados obtenidos, no sólo en las obras ya antiguas de A. Jourdain, Wüstenfeld y el doctor Leclerc, sino en el libro capital de Steinschneider sobre las traducciones hebreas de la Edad Media y sobre los judíos considerados como intérpretes (1898), en el de Guttmann sobre la Escolástica del siglo XIII en sus relaciones con la literatura judía (1902), y en las numerosas monografías que sobre los escritos filosóficos del arcediano Gundisalvo o Gundisalino, han compuesto Hauréau (1879), Alberto Loewenthal (1890), J. A. Endres (1890), Pablo Correns (1891), Jorge Bulow (1897), C. Baeumker (1898), Luis Baur (1903 y otros colaboradores de la sabia publicación que aparece en Münster con el título de Beiträge zur Geschichte der Philosophie des Mittelalters, a la cual debemos, entre otros grandes servicios, el texto íntegro del Fons Vitae, de Avicebrón. Cuando en 1880 publiqué el Liber de processione, apenas sonaba en la historia de la Filosofía el nombre de Gundisalvo, que hoy resulta autor del famoso Liber de unitate, uno de los que más influyeron en la gran crisis escolástica del siglo XIII.

Menos interés de novedad podían ofrecer los capítulos dedicados a la Filosofía hispano-romana y a la de los Padres de nuestra Iglesia. Pero aun en este campo tan trillado acierta el Sr. Bonilla a tratar de Séneca con criterio español, mostrando en la cadena de nuestros moralistas, en el sentido ético de nuestro pueblo, en las valientes manifestaciones de nuestra poesía didáctica y sentenciosa, el reflejo de la trágica y fiera doctrina estoica tal como la formuló el filósofo cordobés, su arrogante afirmación de la [p. 388] voluntad, indómita de todo yugo, y cierto varonil y austero pesimismo que apenas se disimula bajo la resignación cristiana de sus intérpretes, o se combina hábilmente con ella.

Si en Séneca importa mucho más el moralista que el metafísico, no sucede lo mismo con otro filósofo español del primer siglo de nuestra era, el pitagórico Moderato de Cádiz, cuyos fragmentos, tan importantes en la evolución neoplatónica de Alejandría, nos han conservado, si bien en escaso número, Stobeo y Simplicio. La traducción y el comentario muy sagaz y perspicuo de estas oscuras reliquias de un idealista armónico, cuyos conceptos reaparecen más de una vez y con extrañas notas de semejanza en la corriente del pensar ibérico, es uno de los más loables servicios que debe nuestra erudición filosófica al compañero que hoy penetra en esta casa con un título de los más dignos de envidia y que nadie puede disputarle: el de primer historiador de la Filosofía nacional.

A ese lauro aspiré en mi juventud, alentado por el sabio y benévolo consejo de un varón de dulce memoria y modesta fama, recto en el pensar, elegante en el decir, alma suave y cándida, llena de virtud y de patriotismo, purificada en el yunque del dolor hasta llegar a la perfección ascética. Llamábase este profesor don Gumersindo Laverde; escribió poco, pero muy selecto, y su nombre va unido a todos los conatos de historia de la ciencia española, y muy especialmente a los míos, que acaso sin su estímulo y dirección no se hubiesen realizado. Recordar hoy su nombre es un deber de justicia. ¡Con qué júbilo hubiera visto penetrar triunfante, en este clarísimo senado de la historia patria, la enseña que él tremoló el primero y que de sus manos recibieron las mías para transmitírsela a discípulos mejores que yo, y cuya obra está destinada a sustituir a la mía por ley indeclinable del progreso científico! ¡Y con qué efusión he de saludarla, yo que en los libros del Dr. Bonilla veo prolongarse algo de mi ser espiritual, así como en los de otro eminente alumno mío contemplo el admirable desarrollo de las ideas sobre la Edad Media y la epopeya castellana, que recogí de los labios del venerable y austero Milá y Fontanals! Perdonadme si algo hay de inmodestia en la afirmación de este parentesco que a todos nos liga en nuestra función universitaria; pero cuando recuerdo que por mi cátedra [p. 389] han pasado don Ramón Menéndez Pidal y don Adolfo Bonilla, empiezo a creer que no ha sido inútil mi tránsito por este mundo, y me atrevo a decir, como el Bermudo del romance, que «si no vencí reyes moros, engendré quien los venciera».

Notes