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Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > I : PARTE PRIMERA : LA... > PRÓLOGO.—PROYECTO DE UNA NUEVA ANTOLOGÍA DE POESÍAS SELECTAS CASTELLANAS.—ENUMERACIÓN Y JUICIO DE LAS PRINCIPALES COLECCIONES EXISTENTES.

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Una nueva Antología de poetas líricos castellanos, desde los orígenes de la lengua hasta nuestros días, no parecerá, a primera vista, empeño difícil ni muy meritorio a quien sólo se fije en el número de las colecciones existentes y en la justa reputación que algunas alcanzan. Si sólo se tratase de reproducir cualquiera de ellas, o de juntarlas todas en un cuerpo, la empresa, aunque siempre útil, poca materia ofrecería de alabanza ni de censura, y poca necesidad tendría de preámbulos; pero siendo muy otro nuestro propósito, y debiendo diferir esta colección de todas las anteriores en cuanto a su plan, extensión y método, creemos cosa obligada exponer en breves líneas nuestro criterio.

Las Antologías poéticas son casi tan antiguas como la misma poesía lírica escrita. Nada tan expuesto a perecer como estas composiciones fugaces, si a tiempo no se las recoge y ata formando ramillete. Cada época, cada país, cada escuela ha conocido estos libros de selección conforme al gusto reinante. Son los archivos literarios por excelencia y el testimonio fehaciente de todas las transformaciones del arte. Nunca la obra aislada de un poeta, por grande que él sea, nos puede dar la noción total de la cultura estética de su siglo, como nos la da un vasto Cancionero, donde hay lugar para lo mediano y aun para lo malo. Toda historia literaria, [p. 4] racionalmente compuesta, supone, o debe suponer, una antología previa, donde haya reunido el historiador una serie de pruebas y documentos de su narración y de sus juicios. Pero al lado de estas crestomatías de carácter histórico y científico, existen también, y han existido siempre, colecciones más breves y de mayor amenidad, formadas por hombres de buen gusto, no para enseñar prácticamente el desarrollo de una literatura, sino para dar apacible solaz al ánimo de las personas amigas de lo bello, y para exprimir en breves hojas el jugo y la quinta esencia de numerosos volúmenes en que las páginas dignas de vivir son relativamente escasas. Nada más raro que la belleza, y entre todas las maneras de hermosura quizá la más rara y exquisita y la que con más fugaces apariciones recrea la mente de los humanos es la belleza lírica. Por lo cual una Antología formada con criterio puramente estético, aun siendo muy amplio este criterio, nunca puede alcanzar las extensas proporciones de una biblioteca, donde el elemento histórico predomina, y donde todas las formas de arte, aun las más viciosas, amaneradas, corrompidas y decadentes, tienen derecho a dar muestra de sí, por el solo hecho de haber existido.

En grado muy inferior a los dos géneros de colecciones cuyas diferencias hemos procurado señalar, están los florilegios caprichosamente formados, sin otra ley o norma que la curiosidad del bibliófilo, el imperio de la moda o el gusto individual no formado ni educado por una severa disciplina literaria. Estas colecciones suelen tener el atractivo de lo inesperado, y encierran en ocasiones documentos inestimables, olvidados o ligeramente desdeñados por la crítica académica; pero ni sirven para educar el sentido de lo elegante y de lo bello, ni pueden dar idea cabal, sino muy imperfecta y errónea, del arte literario a quien sólo por estas arbitrarias compilaciones le conozca.

A estos tres géneros y maneras de colecciones pueden reducirse todas las que poseemos, y la serie es ciertamente muy copiosa. En rigor, todas las anteriores al siglo XVIII pertenecen al género de colecciones fortuitas, reunidas primero en vistosos códices iluminados, para solaz de príncipes, prelados y magnates, y multiplicadas luego con intento más popular desde los albores de la imprenta. A imitación de los grandes Cancioneros provenzales y gallegos, comenzaron desde fines del siglo XIV a recopilarse voluminosos [p. 5] Cancioneros castellanos, siendo de los más antiguos por su contenido el de Juan Alfonso de Baena, que aunque dedicado a D. Juan II, mucho más que la poesía de su corte nos ha conservado la de los tres reinados anteriores, primeros de la casa de Trastamara. Muestra, pues, este Cancionero, así como menos desorden que otros en su confección, cierta unidad de materia y de gusto, derivada, a no dudarlo, de las aficiones un tanto arcaicas del colector. Tampoco puede negarse cierta unidad de tono al Cancionero impropiamente llamado de Lope de Stúñiga, que es como el registro del pequeño grupo poético que acompañó a Nápoles las victoriosas banderas del sabio y magnánimo Alfonso V de Aragón; ni al vastísimo Cancionero de Resende, compuesto exclusivamente de autores portugueses, bilingües muchos de ellos, como entonces se acostombraba. Pero fuera de estas excepciones, los innumerables Cancioneros del siglo XV y de los primeros años del siguiente, el llamado de Híxar, que nuestra Biblioteca Nacional posee, el preciosísimo que fué de Gallardo y luego del general San Román, y es hoy joya inestimable en la Biblioteca de la Academia de la Historia, y de igual modo todos los que con tanto aprecio custodian la Biblioteca del Real Palacio de Madrid, la Nacional de París, el Museo Británico de Londres y otros depósitos públicos y particulares, son recopilaciones que manifiestamente se formaron al acaso, sin distinción de géneros ni de autores, barajando y confundiendo las producciones de diversos tiempos y escuelas, atribuyendo una misma poesía a dos o tres ingenios, estropeando los textos con anárquica variedad de lecciones, muchas de ellas manifiestamente absurdas, sin que se vea en todo ello más propósito que el de abultar desmesuradamente el cartapacio.

No puede decirse que la imprenta viniera por de pronto a remediar este caos. Las primeras colecciones de molde fueron casi tan indigestas como los Cancioneros que antes corrían de mano entre los preciados de discretos y galanes, o entre las personas piadosas cuando el libro era de obras a lo divino. A esta última clase, que fué numerosa, pertenecen el Cancionero de Ramón de Llavia, el que lleva el nombre de Fr. Íñigo de Mendoza, aunque contenga obras de diversos autores; y otras preciosidades bibliográficas salidas de las prensas españolas durante el feliz imperio de los Reyes Católicos.

[p. 6] Apareció por fin en Valencia, y en 1511, la primera edición del enorme volumen titulado Cancionero general de muchos e diversos autores, que por el nombre de su colector se designa más generalmente con el nombre de Cancionero de Hernando del Castillo. El plan de este Cancionero  y aun parte de sus materiales estaban tomados de otra colección rarísima, y sin duda poco anterior, que lleva el rótulo de Cancionero llamado Guirlanda Esmaltada de galanes y eloquentes dezires de diversos autores, copilado y recolegido por Juan Fernández de Constantina, vecino de Belmez. Ha sido error bastante acreditado el de mirar el Cancionero General como el verdadero Corpus Poetarum de nuestro siglo XV, concediéndole por lo mismo un valor muy diverso del que tiene. Compilado a principios del siglo XVI y por un mero aficionado que no parece haber puesto mucha diligencia en su tarea ni haber tenido grandes recursos para ejecutarla, el Cancionero General, a pesar de su ambicioso título y de las grandes promesas del prólogo, en que el autor dice «aver investigado y recolegido de diversas partes y diversos auctores todas las obras que de Juan de Mena acá se escrivieron, de los autores que en este género de escrevir auctoridad tienen en nuestro tiempo», no ofrece riqueza verdadera y positiva más que en lo tocante a los últimos trovadores, es decir, a los que fueron casi contemporáneos del autor, y aun en este punto son tales las omisiones y los descuidos, que a no existir tan gran número de tomos de poesías del tiempo de los Reyes Católicos (como los preciosos Cancioneros de Gómez Manrique, Juan del Enzina, los dos franciscanos Mendoza y Montesino, el prócer aragonés D. Pedro Manuel de Urrea, y otros muchos), nos sería imposible por la sola lectura del Cancionero General formar idea, ni aproximada siquiera, de la fecundidad de este período poético y de las notables transformaciones que durante él experimentó la lírica castellana. Todavía fuera menos hacedero estudiar en esa colección solamente, la poesía trovadoresca de los reinados de D. Juan II y de D. Enrique IV, y lo mucho que simultáneamente, y también en lengua castellana, se versificó en otras regiones de la Península, como Portugal, Aragón y Navarra. Para todo esto hay que acudir a las colecciones citadas al principio, unas inéditas todavía, otras vulgarizadas en estos últimos años por la curiosidad y buen celo de varios eruditos.

[p. 7] Una circunstancia laudable presentaba el Cancionero General, la cual nunca hemos observado en los Cancioneros manuscritos. Por primera vez intentaba el colector dar algún orden a su compilación, conociendo él mismo que «todos los ingenios de los hombres naturalmente mucho aman la orden, y ni a todos aplazen unas materias ni a todos desagradan». No adoptó ciertamente el orden cronológico, ni tampoco siguió con mucha claridad el de autores, pero sí el de materias, poniendo: 1.º, las obras de devoción y moralidad; 2.º, las canciones; 3.º, los romances; 4.º, las invenciones y letras de justadores; 5.º, las glosas de motes; 6.º, los villancicos; 7.º, las preguntas, y 8.º, las obras de burlas provocantes a risa, que luego con nefandas y bestiales adiciones fueron reimpresas en Cancionero particular por Juan Viñao en Valencia en 1520.

La boga del Cancionero General sobrevivió a la ruina de la antigua manera de trovar y a la invasión del gusto italiano, y se sostuvo sin interrupción durante todo el siglo XVI, siendo de 1573 la última y más incompleta y menos apreciada de sus antiguas ediciones. Pero al pasar de unos editores a otros, la colección, aun permaneciendo idéntica en el fondo, recibió considerables aumentos y no menores supresiones, perdiendo unas veces y recobrando otras, ya las obras de devoción, ya las de burlas o alguna parte de ellas; siendo estas dos secciones las que por motivos diversos solían ser materia de escándalo para los lectores timoratos. En cuanto a las adiciones, eran todas de poetas modernísimos; y en suma, de tal modo llegó a desnaturalizarse la peculiar índole del Cancionero, que en sus últimas impresiones admitió sonetos, octavas y otras combinaciones de versos endecasílabos. Lo mismo y aún más se observa en la que pudiéramos llamar segunda parte de dicho Cancionero, es a saber: en el Cancionero general de obras nuevas nunca hasta aora impressas assí por el arte española como por la toscana (1554), rarísimo libro de la biblioteca de Wolfenbüttel, que ha reproducido el eminente hispanista A. Morel-Fatio. Estos Cancioneros son libros de transición, en que las dos escuelas coexisten, con lo cual excusado parece encarecer su importancia.

Todas las colecciones hasta ahora referidas lo son de poesía culta o artística. Si el Cancionero de Stúñiga contiene algún romance, son romances de trovadores. Si el Cancionero de Constantina y [p. 8] el General conservan las reliquias preciosísimas de otros romances verdaderamente viejos, no es por el romance en sí, sino por la glosa casi siempre alambicada o pedantesca que los acompaña. Fué preciso que la imprenta popular, el pliego suelto gótico, buscado y pagado hoy a peso de oro como reliquia venerable y joya digna de un príncipe, viniese a salvar lo más precioso, lo más genial de la antigua poesía castellana desdeñada por los poetas cultos, aquellos cantares e romances... Sin ningún orden, regla ni cuento... de que la gente baja e de servil condición se alegra. Si la poesía heróico-popular castellana pasa, y con razón, por la más nacional de ningún pueblo moderno, a lo menos en cuanto a narraciones cortas, débelo no solamente a su extraordinaria fecundidad y larga vida, sino al hecho felicísimo de haber sido fijada y perpetuada por la imprenta en tiempos en que todavía aquel género poético se conservaba bastante fiel a sus orígenes y podía ser reproducido con relativa pureza. Pero llegó un día en que los pliegos sueltos, cuya publicación comienza aproximadamente hacia 1512, no bastaron a satisfacer la creciente curiosidad y el entrañable amor con que el pueblo español, ya en la cumbre de la prosperidad y de la gloria, gustaba de volver los ojos a las épicas narraciones de su robusta infancia, y entonces surgieron, como por encanto, las antologías de romances, bautizadas todavía con el nombre aristocrático de Cancioneros, por más que fuese popular la mayor parte de su contenido.

El Cancionero de Romances de Amberes, sin año, el de 1550, impreso también en Amberes, y (como el anterior) por Martín Nucio, y la Silva de Romances que el mismo año estampó en Zaragoza Esteban de Nájera, son los tres libros venerables que conservan como en sagrado depósito el alma poética de nuestra raza: libros tan preciosos por su contenido como dignos de estimación por su extraordinaria rarera, que hizo exclamar con apasionada hipérbole a Carlos Nodier, el artista bibliófilo, que cada cual de estos librillos valía el dote de una infanta. El furor de imprimir y de poseer romanceros, a la vez que daba una nueva eflorescencia al gusto nacional y promovía innumerables refundiciones e imitaciones, hacía decaer en el aprecio público la poesía cortesana, artificiosa y enmarañada de los Cancioneros, preparaba la fusión del elemento tradicional en lo que tenía de hondo y vividero, con la verdadera [p. 9] cultura artística derivada de Italia y de la antigüedad, y anunciaba los grandes días del teatro. Una biblioteca entera, y de las más envidiables, puede formarse con las colecciones de romances, cuya bibliografía ha sido admirablemente ilustrada por Durán, Fernando Wolf y Milá y Fontanals. Pero en rigor, sólo las tres colecciones antes citadas, que fueron varias veces reimpresas, pueden considerarse como verdaderos acopios de romances viejos. En las restantes, sin excluir las mismas Rosas de Timoneda, son patentes las huellas de refundición artística. Otra serie muy numerosa, y que debe distinguirse cuidadosamente de la anterior para evitar vulgares errores, es la de las colecciones de romances artísticos, entre los cuales por excepción suele encontrarse alguno que otro popular, extraordinariamente modificado. A este género pertenecen las nueve partes que juntas formaron el Romancero General de 1602, y que llegaron a trece en el de 1604 y 1614, recopilado por Juan de Flores: vastísima colección de más de mil composiciones (no todas romances), a las cuales todavía ha de agregarse una Segunda parte del Romancero General, recopilada por Miguel de Madrigal en 1605. En tiempos que empiezan ya a ser remotos, cuando el entusiasmo por lo popular nacía mucho más de instinto que de ciencia, y andaba expuesto a singulares confusiones, lograron desmedida estimación estos libros, que fuera y aun dentro de España eran considerados y tenidos por legítimas colecciones de cantos populares y antiquísimos. La crítica inexorable ha venido a matar todas estas inocentes ilusiones de bibliófilos y dilettanti, y la primera diligencia para reconstruir el verdadero Romancero General ha sido hacer caso omiso de este romancero ficticio, que puede servir en gran manera para el estudio de la gloriosa era poética enaltecida por Quevedo, Góngora y Lope, pero del cual puede y debe prescindir en absoluto el investigador de los orígenes épicos de nuestra literatura, porque sólo sacaría ideas falsas y trasuntos contrahechos. Pero como la reacción es temible en cuanto exagera su objeto, la falsa estimación concedida antes a esos supuestos tesoros de la poesía del pueblo se ha convertido ahora en ceñuda oposición a los romances artísticos, que muchos condenan a carga cerrada cual insípidas parodias o pueriles juegos de ingenio, como si por faltarles las condiciones épicas, que nadie puede crear ni renovar artificialmente, careciesen, algunos de ellos, de [p. 10] verdaderas y muy singulares bellezas líricas, que deben ser estimadas por sí propias, prescindiendo de todo cotejo con obras nacidas de una inspiración y de un estado social tan diversos. Por otra parte, aunque ninguno de estos romances fuese popular en su origen, los hubo que llegaron a popularizarse extraordinariamente; por ejemplo, algunos de los del Romancero del Cid (1612) de Escobar, libro que siempre ha formado parte de la biblioteca de nuestras clases menos letradas, y que está compuesto casi todo de romances de pura invención artística (con cierto falso barniz de arcaísmo), a vueltas de alguno que otro positivamente antiguo, pero impíamente remendado. De los antiguos héroes de nuestros cantares de gesta, sólo el Cid y los infantes de Lara tuvieron romancero aparte, ya en el de Escobar, ya en el Tesoro Escondido de Francisco Metge (1626), que es del mismo carácter; pero en cambio pulularon las antologías de romances líricos (amatorios, pastoriles y festivos), de que pueden dar muestra la Primavera y Flor, del licenciado Pedro Arias Pérez y el alférez Francisco de Segura; el Cancionero llamado Flor de Enamorados, de Juan de Linares; las Maravillas del Parnaso, del capitán entretenido Jorge Pinto de Morales; el Cancionero llamado Danza de Galanes, de Diego de Vera; el Jardin de Amadores, de Juan de la Puente, y la colección de Romances varios de differentes autores, impresa en Amsterdam en 1688, probablemente para uso de los judíos.

Con mucho menor frecuencia que los cancioneros y romanceros hicieron trabajar las prensas las antologías formadas exclusivamente de poetas de la escuela latino-itálica. Hubo para esto una razón bien obvia, cual fué el carácter personal y reflexivo y el mayor esmero de forma que la poesía clásica y artística supone, a diferencia de las rapsodias épicas impersonales y anónimas, y a diferencia también de la semi-cultura entre pedantesca y bárbara, que es el sello distintivo de las antiguas escuelas de trovadores y de poetas cortesanos. Fuera de algunas individualidades señaladas que se destacan del cuadro de la poesía del siglo XV (tales como Juan de Mena, el Marqués de Santillana y los dos Manriques), una tinta general de uniformidad y monotonía se extiende por los innumerables versos de los poetas menores de ese tiempo, y apenas deja percibir con claridad algún rasgo de sus apagadas fisonomías. Tales ingenios habían nacido para vivir en montón y en grupo, y [p. 11] hubiera carecido de toda razonable disculpa el formar cuerpo aparte con sus versos, lánguido eco de la rutina y de la moda palaciana, o trivial ejercicio de versificación y de estilo. Pero muy otra era la condición del poeta culto del siglo XVI, nutrido con el jugo de las humanidades, educado en la contemplación de las obras maestras de la antigua y de la moderna Ausonia, cuando no en los modelos más ideales del helenismo puro, o en las grandezas de la poesía hebraica. El arte exigía ya más respeto y más severo culto, y hasta en la forma y manera de publicación de los versos había de conocerse esta mayor diligencia. No corrían ya dispersos a todos vientos como las hojas fatídicas de la Sibila; y si por algún tiempo los dejaban errar los autores y contagiarse de los resabios y malas compañías que forzosamente se les pegaban en los traslados manuscritos, lo regular y ordinario era que el mismo autor se moviese al fin a recogerlos, y después de corregidos severamente con lima de humanista no menos que de poeta, los diese por sí mismo a la estampa, y si algún respeto o consideración se lo impedía por la gravedad o el carácter religioso de su persona, los dejara a lo menos en poder de algún fiel amigo, pariente o discípulo suyo, que después de su muerte los divulgase. Así la viuda de Boscán publicó las obras de su marido y las de Garcilasso, así Pedro de Cáceres las de Gregorio Silvestre, así Frey Juan Díaz Hidalgo las de D. Diego de Mendoza, así D. Francisco de Quevedo las de Fr. Luis de León y las del Bachiller Francisco de la Torre, así Luis Tribaldos de Toledo las de Francisco de Figueroa, así Francisco Pacheco y Rioja la mayor parte de las de Herrera el Divino, así D. Gabriel Leonardo de Albión las de su padre Lupercio Leonardo y las de su tío el canónigo Bartolomé, así D. Jusepe Antonio González de Salas las de D. Francisco de Quevedo. Otros egregios poetas como Lope de Vega, Valbuena y Jáuregui, fueron editores de sí mismos, y en general, cada uno de los grandes maestros de la lírica castellana en su edad más floreciente (exceptuando alguno que otro, como Cetina, Arguijo y los dos o tres poetas sevillanos que se confunden bajo el nombre de Rioja), tuvieron tarde o temprano colección aparte más o menos esmerada. Apreciar el respectivo valor de cada una de estas ediciones es tarea reservada para más adelante; al lado de textos bastante correctos como el de los Argensolas, el de Herrera y el de Jáuregui, figuran algunos tan infelices y desmañados [p. 12] (a pesar del gran nombre de su editor) como el de Fr. Luis de León, impreso por Quevedo. Bien se puede afirmar que no conoceríamos a nuestro mayor lírico, si la edición hecha a principios de nuestro siglo por sus hermanos de Religión no hubiese venido a redimirle de tantas ofensas tipográficas. Aún son peores y más ilegibles las viejas ediciones de Góngora, ya la de Vicuña Carrasquilla, ya la de D. Gonzalo de Hoces, como si a la oscuridad que voluntaria y viciosamente afectó el poeta, hubiesen querido añadir sus editores otra más tenebrosa oscuridad, derivada de haberse valido de las peores copias entre las innumerables que entonces corrían, siendo así que hoy mismo las tenemos excelentes, y alguna que puede hacer veces de original auténtico.

Pero bien o mal impresos, cada ingenio de los siglos XVI o XVII vive en casa propia, es decir, en libro suelto. A la innumerable grey de los poetas menores, serios y jocosos, dan albergue las antologías manuscritas, donde solía conservarse todo aquello que, o por licencioso, o por satírico, o por alusión política, o por cualquier otro motivo, no podía sin daño de barras traspasar el limitado círculo de los papelistas y de los curiosos que gustan de frecuentar los ángulos más oscuros de la ciudad literaria. Es gran de el número que de tales cartapacios atesora nuestra Biblioteca Nacional, y apenas hay un solo depósito literario de importancia, ya sea español o extranjero, privado o público, que no posea alguno. Mientras todos ellos no estén catalogados, y no se haya dado exacta noticia de su contenido, no podemos decir que está explorada más que a medias la riquísima literatura poética castellana de los siglos XVI y XVII. Las muestras y noticias que se contienen en los cuatro tomos del inapreciable Ensayo de libros raros y curiosos que lleva el nombre de D. Bartolomé J. Gallardo, sirven sólo para abrir el apetito y para dar ligera idea de la riqueza total.

Pero cuán grande es el número de repertorios de poesías manuscritas, otra tanta es, durante el siglo XVII, la penuria de antologías impresas. Cuatro solamente recordamos, y aun de éstas sólo la primera tiene positiva importancia. Fácilmente se alcanzará que nos referimos a las Flores de poetas ilustres, de Pedro de Espinosa, impresas en Valladolid en 1605, y calificadas por Gallardo algo hiperbólicamente de «libro de oro, el mejor tesoro de la poesía [p. 13] castellana que tenemos». Pertenecen, sin duda, las composiciones recogidas por Pedro de Espinosa al siglo de oro de nuestra literatura, y las hay preciosas entre ellas, comenzando por las suyas propias; pero ni el colector aspiraba a recoger en sus Flores el tesoro de nuestra poesía, ni las dimensiones de su libro lo toleraban, ni puede tenerse nunca por formal antología de nuestra edad clásica un libro donde (para no citar otros) brillan por su ausencia Garcilasso, Herrera, Francisco de la Torre, Jáuregui, Bartolomé Argensola, y sólo muy escasas muestras se ofrecen deArguijo, Baltasar de Alcázar, Lupercio Leonardo, Lope de Vega, Quevedo y Góngora. En rigor las Flores de poetas ilustres no son una antología general, sino el álbum de una pequeña escuela o grupo poético, al cual Pedro de Espinosa pertenecía; el libro de oro de la lozanísima y florida escuela granadina y antequerana, que sirve como de transición entre el estilo de Herrera y la primera manera de Góngora. Todos los poetas que dan tono y carácter a la coleccion de las Flores: el mismo Espinosa, autor de la amena y bizarra Fábula del Genil, tan llena de lujo y pompa descriptiva; el licenciado Luis Martínez de la Plaza, el racionero Agustín de Tejada, de entonación tan robosta y briosa; Pedro Rodríguez de Ardila, Barahona de Soto, Juan de Aguilar, Espinel, Gregorio Morillo Doña Cristobalina Fernández de Alarcón (la Sibila de Antequera), todos pertenecen o por nacimiento, o por larga residencia, o por tendencias de gusto, a esa escuela, en la cual hay que afiliar también a otros poetas no incluídos en las Flores, tales como el licenciado Juan de Arjona, que mejoró a Estacio al traducirle, y el limado y lamido Pedro Soto de Rojas, que en sus últimos tiempos se rindió a todos los delirios del culteranismo. De otros poetas del mismo grupo hay abundantes muestras en una segunda parte de las Flores de poétas ilustres, que guarda manuscrita la biblioteca de los duques de Gor en Granada. [1]

Un librero de Zaragoza, Joseph de Alfay, coleccionó en 1654 un tomo de Poesías varias de grandes ingenios españoles, y en 1670 [p. 14] dió a luz una segunda parte de la misma obra con el rótulo de Delicias de Apolo, Recreaciones del Parnaso, por las tres musas Urania, Euterpe y Caliope. Ningún pensamiento, sino el de la especulación mercantil, presidió a su trabajo, y basta ver además la fecha de ambos libros y el título del segundo para sospechar que no debe de reinar en ellos el gusto más puro. Abundan, en efecto, los versos conceptuosos y culteranos, y el mayor interés que hoy puede ofrecer la colección de Alfay, es darnos a conocer como líricos (si bien por breves muestras) a célebres dramáticos, tales como Montalbán, Vélez de Guevara, Mira de Méscua, Fr. Gabriel Téllez, Coello, Cáncer, Moreto, Matos Fragoso, Calderon y otros. Hermana gemela de las colecciones de Alfay es otra impresa en Valencia en 1680 por Francisco Mestre, con el siguiente título, que declara bastante su contenido: Varias hermosas flores del Parnaso, que en cuatro floridos cuadros plantaron... D. Antonio Hurtado de Mendoza, D. Antonio de Solis, D. Francisco de la Torre y Sebil, D. Rodrigo Artés y Muñoz, Martín Juan Barceló, Juan Bautista Aguilar y otros ilustres poetas de España. En esta colección, compuesta casi totalmente de poetas oscuros y olvidados, campea y domina a sus anchas la postrera depravación del gusto. [1]

Hasta aquí sólo hemos hecho mérito de los florilegios de poesía profana, pero sería imperdonable olvido omitir la riquísima serie de cancioneros sagrados que, sin interrumpirse un momento, estuvieron alimentando la devoción del pueblo español desde que amaneció la imprenta en nuestro suelo hasta los últimos años del siglo XVII, a través de todos los cambios, vicisitudes y transformaciones del gusto. Los más antiguos son, como queda dicho, del tiempo de los Reyes Católicos, y pertenecen a la escuela antigua. Otros muy posteriores, aunque con nombre de cancioneros o romanceros, contienen poesías de un solo autor, que con frecuencia toma para sus versos motivos y temas ajenos, hijos por lo común de la inspiración popular: así Juan López de Úbeda, Alonso de Ledesma, Bonilla, Valdivielso, Fr. Arcángel de Alarcón, Pedro de Padilla y el mismo Lope de Vega. Pero hay algunos de estos libros, que tienen verdadero carácter antológico, por ejemplo: El [p. 15] tesoro de divina poesía, de Esteban de Villalobos (1582), o el popular y conceptuoso romancerillo ascético Avisos para la muerte, del cual se hicieron muchas ediciones.

Nunca, antes del siglo XVIII, la literatura española había vuelto atrás los ojos, para contemplarse y juzgarse a sí propia. A la edad de creación espontánea y exuberante, sucedió una edad de retórica y de preceptismo, cimentada en parte en doctrinas y modelos extranjeros, y en parte mucho mayor de lo que se cree, en tradiciones y ejemplos nacionales, pues para todo los había en la literatura del siglo XVI, que había sido no menos clásica que española. Si en otros géneros como en el teatro, y más aún en la prosa, en la literatura científica y en el curso general de las ideas, es visible, durante toda aquella centuria, la influencia francesa en nuestro suelo no menos que en lo restante de Europa, esta influencia bien puede afirmarse que fué nula en la poesía lírica, donde por entonces poco o nada había que tomar de Francia, puesto que todos sus grandes líricos son posteriores a esa época. Más que Malherbe, Racan o Juan Bautista Rousseau, valían los nuestros, y no había por qué seguir ejemplares tan oscuros y medianos cuando España e Italia los tenían tan excelentes. Cuando se habla, pues, de la escuela galo-clásica del siglo XVI, hay que entenderse y no confundir las especies. Los más franceses por el pensamiento son a veces muy españoles en la ejecución. Samaniego, discípulo de La Fontaine en cuanto a los asuntos de sus fábulas, suele narrar de un modo que más que el de La Fontaine, recuerda (aunque con menos poesía de estilo) el de Lope en la Gatomaquia. Meléndez (en su segunda época) y Cienfuegos deben mucho a la prosa del Emilio y de la Nueva Heloísa; pero lo que toman de Rousseau lo vierten e interpretan en versos de legítima estructura castellana.

Sería injusto desconocer cuánto hicieron los humanistas del si glo XVIII para conservar a nuestros poetas del buen tiempo el crédito y la notoriedad que habían perdido, no por influjo de las corrientes clásicas, sino al revés, por la inundación de los malos poetas culteranos y conceptistas. La mayor parte de los monumentos de la mejor edad de nuestra lírica, hasta los más dignos de admiración y de estudio incesante, eran ya muy raros en 1750, al paso que andaban en manos de todos las coplas de Montoro y las de León Marchante, que Moratín llama dulce estudio de los barberos. [p. 16] Semejante depravación no podía continuar, y fueron precisamente discípulos y sectarios de Luzán los que pusieron la mano para remediarla. D. Luis Joseph Velázquez reimprimió en 1753 las poesías de Francisco de la Torre, cometiendo el yerro de atribuírselas a Quevedo. Desde 1622 no habían renovado las prensas españolas el texto de Garcilasso: detalle por sí solo harto significativo y lastimoso. El célebre diplomático D. José Nicolás de Azara le reprodujo en 1765, estableciendo un texto algo ecléctico, formado por la comparación de siete ediciones y de un antiguo manuscrito. Este Garcilasso de Azara fué reimpreso tres veces antes de acabarse aquel siglo, siempre en tamaño pequeño y con cierto esmero tipográfico. Fray Luis de León, no reimpreso tampoco desde 1631, debió a la diligencia de D. Gregorio Mayans el volver a luz en Valencia el año de 1761, y es indicio notable del cambio de gusto el haber sido repetida esta edición en 1785 y 1791.

Animado con estas reimpresiones parciales y otras que aquí se omiten, un D. Juan Joseph López de Sedano, hombre de alguna erudición, pero de gusto pedantesco y poco seguro, autor de cierta soporífera tragedia de Jahël, nunca representada ni representable, acometió la empresa de formar un cuerpo o antología general de los más selectos poetas castellanos. La empresa era grande y de difícil o más bien de imposible realización en el estado que entonces alcanzaban los conocimientos bibliográficos; pero sólo el hecho de haberla acometido y continuado por bastante espacio, desenterrando alguna vez verdaderas joyas (como la canción A Itálica, la Epístola Moral, etc., etc.) hará siempre honroso el recuerdo de Sedano. Al comenzar a imprimir el Parnaso Español en 1768, aún no sabía a punto fijo lo que iba a incluir en él, y tuvo que confiarse a merced de la fortuna, sin adoptar orden cronológico ni de materias ni otro alguno, ni siquiera el poner juntas las producciones de un mismo autor. Diez años duró la publicación del Parnaso, que llegó a constar de nueve tomos, y según el giro que llevaba y la buena y patriótica voluntad del excelente editor D. Antonio de Sancha, hubiera tenido muchos más, a no atravesarse en mal hora cierta negra e insulsa polémica entre Sedano y D. Tomás de Iriarte con motivo o pretexto de la traducción de la Poética de Horacio, hecha por Vicente Espinel, pieza que encabezaba el Parnaso. Iriarte [p. 17] y su amigo el ilustre biógrafo de Cervantes, D. Vicente de los Ríos, tomaron muy a pecho el desacreditar al laborioso y bien intencionado Sedano, matando en flor una empresa útil siempre, por más que ni el buen gusto ni la discreción presidiesen a ella. Aparte del desorden absoluto, que es el pecado capital de esta colección, asombra la candidez con que el bueno de Sedano, en las notas críticas que van al fin de cada volumen, se cree obligado a colmar de elogios por igual a todas las piezas que incluye, alabando en el mismo tono una canción de Herrera, una epístola de Bartolomé Leonardo de Argensola, o la primera égloga de Garcilasso, que la detestable prosa rimada del poema De los inventores de las cosas, o ciertos versos místicos, que el P. Méndez, tan ayuno de sentido estético como el mismo Sedano, quiso hacer pasar por de Fr. Luis de León.

El estilo de Sedano es tan pobre como su crítica, y a veces se extrema por lo incorrecto, sin que ningún buen saber se le pegase de los excelentes libros castellanos que de continuo manejaba. No ha faltado quien haya querido dar a su empresa el valor de una reacción nacional contra el seudo-clasicismo francés de su tiempo; pero bien examinado el Parnaso, nada hallamos en él que confirme tales imaginaciones, antes lo único que advertimos en Sedano es una preterición absoluta y desdeñosa de los poetas de la Edad Media, total olvido de los cancioneros y romanceros, y apego exclusivo a las odas, églogas y sátiras al modo greco-latino e italiano, si bien dentro de estos géneros, su natural inclinación o su gusto poco delicado no le llevara hacia los poetas más severos, sino que daba, verbigracia, la primacía entre todos los líricos españoles a D. Esteban Manuel de Villegas y a D. Francisco de Quevedo, más bien que a Fr. Luis de León o a Garcilasso.

Había precedido al colector del Parnaso en su patriótica empresa, aunque todavía con menos plan y más pobre crítica, un escritor proletario en todo el rigor de la frase, pero de incansable actividad y celo por el bien público, y de un espíritu tan castizo y tan sinceramente español, que muchas veces le hizo acertar en sus juicios más que los encopetados humanistas de su tiempo. Este escritor, aragonés de nacimiento, era D. Francisco Mariano Nifo, gran vulgarizador de todo género de noticias agrícolas, industriales y mercantiles, literarias, históricas y políticas. [p. 18] De sus innumerables publicaciones sólo se recuerda hoy la que en 1760 comenzó a repartir con el extraño y plebeyo título de Caxón de sastre literario, o percha de maulero erudito, con muchos retazos buenos, mejores y medianos, útiles, graciosos y honestos para evitar las funestas consecuencias del ocio. Tan ridícula portada da ingreso a una colección muy curiosa de piezas inéditas o raras de antiguos escritores españoles, colección que hubo de merecer el favor del público, como lo prueba el hecho de haber tenido que reimprimir Nifo en 1781 los siete tomos de que consta. Nifo, en medio de su gusto chabacano y vulgar, era hombre investigador y diligente, y en suma una especie de bibliófilo, y había conseguido hacerse con piezas muy raras que fielmente reprodujo en su libro, formando una colección nada despreciable, más próxima por el espíritu de libertad que en ella se advierte a lo que luego fué la riquísima Floresta de Böhl de Faber, que a las que formaron con alardes de rigorísmo clásico Sedano, Estala y Quintana. El famélico y tabernario Nifo (así le llaman las sátiras de su tiempo) había llegado a ser poseedor de libros que el colector del Parnaso Español no da muestras de haber conocido ni por el forro, y así en el Caxón de sastre abundan los extractos del Cancionero General, los de Castillejo y Gregorio Silvestre, y aun otros más peregrinos; verbigracia, los que toma de la Theorica de virtudes de D. Francisco de Castilla, o de las Triacas de Fr. Marcelo de Lebrixa, o de los Avisos sentenciosos de Luis de Aranda. En llamar la atención sobre este género de literatura fué único en su tiempo, y de aquí procede sin duda el aprecio con que Böhl de Faber habló siempre de él; aprecio que contrasta con los denuestos que tradicionalmente le han propinado nuestros críticos.

Muy rápidamente deben mencionarse aquí los trabajos de don Juan Bautista Conti, que por los años de 1782 y 1783 puso en lengua toscana con no vulgar elegancia y armonía muchos versos de Boscán, Garcilasso, Fr. Luis de Leon, Herrera, los Argensolas, y otros poetas clásicos nuestros ilustrándolos con observaciones de crítica menuda pero delicada y fina. Es lástima que quedase suspendida en el cuarto volumen esta colección, destinada a estrechar las relaciones entre ambas penínsulas hespéricas, tan necesitadas entonces como ahora de comprenderse y de unir sus esfuerzos contra el enemigo común, es decir, contra la invasión del gusto francés [p. 19] que, excelente sin duda en su tierra, posee cierta virtud corrosiva y disolvente respecto de las literaturas afines.

Lo mismo Conti que Sedano y todos los colectores del tiempo de Carlos III  habían limitado sus tareas a la época clásica. La Edad Media proseguía siendo tierra incógnita para los preceptistas y los retóricos, aunque comenzase ya a ser explotada metódicamente por los arqueólogos y paleógrafos. Eran sin duda imperfectísimos los trabajos de Velázquez y de Sarmiento, pero sirvieron de estímulo al verdadero creador de esta rama de la erudición nacional, al bibliotecario D. Tomás Antonio Sánchez, el primero que con espíritu crítico empezó a tejer los anales literarios de los primeros siglos de nuestra lengua, no con noticias tomadas al vuelo ni con temerarias conjeturas, sino con la reproducción textual de los mismos monumentos, inéditos hasta entonces, y no sólo inéditos, sino olvidados y desconocidos, ya en librerías particulares, ya en los rincones de oscuras bibliotecas monásticas. Este hombre, que echó tan a nivel y plomo los úicos cimientos del edificio de nuestra primitiva historia literaria, no sólo se mostró erudito, como lo eran con honra propia y notable utilidad de estos estudios un Pérez Bayer o un Rodríguez de Castro, sino también crítico y filólogo en cuanto lo permitía el estado precientífico en que vivió hasta los tiempos de Raynouard la filología románica, que era entonces ciencia adivinatoria más bien que positiva. [1] La dificultad de la empresa y el escaso número de lectores que logró para sus Poesías anteriores al siglo XV, no le consintieron publicar desde 1779 a 1790 más que cuatro volúmenes (Poema del Cid, obras de Berceo, Poema de Alejandro, y obras del Arcipreste de Hita), aunque mostró conocer más poemas que los que imprimía. Pero siempre habrá que decir para su gloria que él fué en Europa el primer editor de una Canción de Gesta, cuando todavía el primitivo texto de los innumerables poemas franceses de este género dormía en el polvo de las bibliotecas . Y no sólo fué el primer editor de El mío Cid, si no que acertó a reconocer toda la importancia del monumento que publicaba, graduándole de «verdadero poema épico, así por la [p. 20] calidad del metro, como por el héroe y demás personajes y hazañas de que en él se trata», y dando muestras de complacerse con su venerable sencillez y rusticidad, cosa no poco digna de alabanza en aquellos días en que un hombre del mérito de Forner no temía deshonrar su crédito literario, llamando a aquella Gesta homérica «viejo cartapelón del siglo XIII en loor de las bragas del Cid.»

El ejemplo de Sánchez no tuvo imitadores en mucho tiempo, salvo un ligero extracto del Cancionero de Baena, inserto en la Biblioteca Española de Rodríguez de Castro. La atención de los eruditos prosiguió dirigiéndose, no ya principal sino exclusivamente, a las riquezas del siglo de oro, hasta el punto de omitir por sistema todo lo precedente. Este espíritu severamente clásico es el que rige en las dos célebres colecciones de Estala y de Quintana, la primera de las cuales, más bien que una antología, es una pequeña biblioteca. El escolapio madrileño Pedro Estala fué sin duda, entre los humanistas españoles de su tiempo, uno de los que mostraron más elevación de doctrina estética y más independencia de criterio, hasta el punto de haber adivinado los principios fundamentales de la poética romántica en lo relativo al teatro, haciendo valiente apología de la escena española e interpretando la tragedia griega con un sentido histórico muy moderno. Luchó también por emancipar las formas líricas, del cautiverio en que las tenía el espíritu razonador, ceremonioso y prosaico de aquel siglo, y gustó de contraponer en toda ocasión el clasicismo italo-español del siglo XVI al seudo-clasicismo francés, del cual manifiestamente era enemigo, a pesar de haber tomado partido por los franceses durante la guerra de la Independencia. Siendo todavía joven, en 1786, había comenzado a publicar (oculto con el nombre de D. Ramón Fernández, que era, según dicen, su barbero) una serie de antiguos poetas castellanos, con plan mucho más amplio que el del Parnaso Español, porque Estala se proponía reproducir íntegras las obras de todos nuestros líricos de primer orden, y hacer al fin una selección de los restantes. Sólo los seis primeros tomos de la colección (en que figuran las Rimas de ambos Argensolas, de Herrera y de Jáuregui) fueron revisados por Estala. En los restantes, que llegaron hasta veinte, publicándose el último en 1798, intervinieron diversas manos, no todas igualmente doctas ni esmeradas. La mayor parte de los autores [p. 21] salieron ya sin prólogos, exceptuando el Romancero, La Conquista de la Bética   y los Poetas de la escuela sevillana, que tuvieron la buena suerte de ser ilustrados por Quintana, el cual hizo allí los trabajos preparatorios de su futura colección selecta. Entre los prólogos de Estala, que son los más extensos, merece particular elogio el de las Rimas de Herrera, como protesta enérgica contra el prosaísmo del siglo XVIII, y reacción, quizá extremada, en favor del lenguaje poético herreriano, con sus artificios y todo. La pompa, la grandilocuencia, la sonoridad y el énfasis podían envolver, y de hecho envolvían, graves peligros que luego se vieron manifiestamente; pero nadie se atreverá a culpar a Estala ni a Quintana ni a la escuela de Sevilla por haber exagerado una tendencia que en el miserable estado de nuestra poesía lírica, había llegado a ser de necesidad absoluta. A este movimiento en favor del estilo lírico distinto de la prosa, debió nuestra literatura los magníficos versos de Quintana y de Gallego, y los muy elegantes de Lista, de Arjona y de Reinoso. La colección de Fernández, aparecida muy a tiempo, contribuyó no poco a esta restauración de la gran poesía lírica, que parecía muerta y enterrada bajo el peso de las insulsas y glaciales composiciones de los Salas, Olavides, Escoiquiz y Arroyales. Aparte de esta general y beneficiosa influencia, tuvo el mérito de poner en circulación libros bastante raros, y de dar por primera vez algún lugar a la poesía de los Cancioneros, y también a ciertos romances, si bien no de los populares sino de los artísticos contenidos en el Romancero de 1614. Distinguir los unos de los otros no era empresa reservada a Quintana (que fué el colector de estos volúmenes), sino al insigne alemán Jacobo Grimm, coloso de la filología, el cual en su Silva de Romances viejos, publicada en 1811, tuvo la gloria de restablecer con el ejemplo, ya que no con la teoría, la verdadera noción del metro épico castellano, inaugurando el período científico en el estudio de nuestros romances, y deslindando con maravillosa intuición lo que en ellos quedaba de radical y primitivo, pues son realmente viejos todos los romances que incluye.

Aún no estaba madura la crítica española para tales empresas, pero la perfección dentro del gusto entonces reinante puede afirmarse que la logró Quintana con su Colección de Poesías selectas castellanas, publicada por primera vez en 1807, y reimpresa con [p. 22] grandes aumentos, correcciones y notas críticas en 1830, adquiriendo desde el pnmer día reputación de obra magistral y clásica. Hoy puede parecernos algo exigua, pero es justo confesar que ningún humanista de aquella escuela la hubiese hecho tan amplia. Cuanto puede lograr el buen gusto, unido a una alta y noble genialidad de poeta, otro tanto consiguió Quintana. Ni es pequeño mérito suyo haber logrado en algunos casos hacer violencia a su propia índole, admirando con serena imparcialidad las obras más ajenas de su manera y gusto personal. Pero en el fondo, la crítica de Quintana adolece de aquel género de exclusivismo propio de la crítica de los artistas, basada en instintos y propensiones individuales y en cierta manera de estética latente, personal e intransmisible, que sólo comprende y ama de veras lo que concuerda con su propia inspiración. Así Quintana siente con extraordinaria energía el lirisnio enfático y solemne de Herrera, o la poesía nerviosa, arrogante y varonil de Quevedo, y aun tiene palabras de sincera estimación para el arte brillante y lozano de Valbuena y de Góngora en su primer estilo; pero siente con escasa intensidad, o más bien, no siente de ningún modo la melancólica gravedad de las coplas de Jorge Manrique, o la casta serenidad de las estrofas de Fr. Luis de León, o la ardiente efusión mística de las de San Juan de la Cruz, o la austera y censoria disciplina moral de los hermanos Argensolas. Los elogios, harto mezquinos, que tributa a estos autores, más bien parecen arrancados por su deber de colector o por deferencia al gusto público, que por íntimo y personal sentido de sus peculiares bellezas; y contrastan, además, por lo seco y desabrido del tono y por las atenuaciones y reticencias, con las alabanzas que muy liberalmente prodiga a otros ingenios de calidad inferior, especialmente a los poetas del siglo pasado, con quienes su indulgencia llega a parecer parcialidad, si bien simpática y disculpable por afectos de amigo y de discípulo. Tomada la colección en sí misma, prescindiendo del aparato de sus notes críticas, adolece para nuestro gusto actual, no sólo de omisiones graves, sino de una alteración sistemática y voluntaria de los textos, que Quintana corrige libremente, sin indicarlo casi nunca, prevalido de su condición de soberano poeta lírico que trata a sus compañeros de igual a igual y aun se permite enmendarles la plana. Lo que Quintana hizo con el texto del Romancero de la colección Fernández, [p. 23] bien lo sabemos por un áspero artículo de El Criticón de Gallardo. Pero lo que generalmente no se ha advertido es que casi ninguna de las poesías de su colección se libró de este género de retoques, que luego han hecho fuerza de ley, repitiéndose en todas las antologías subsiguientes, puesto que la de Quintana ha servido hasta nuestros días de base a todas las destinadas para el uso de las escuelas. Entre ellas merecen especial recomendación la Biblioteca Selecta de Literatura Española, ordenada por los dos emigrados D. Manuel Silvela y D. Pablo Mendíbil y dada a luz en Burdeos en 1819; las Lecciones de Filosofía moral y Elocuencia del abate Marchena, notables más que por la elección de los trozos, por el excéntrico prólogo que los encabeza, lleno de temeridades críticas no todas infelices; y por último la Espagne Poétique del ilustre vate malagueño D. Juan María Maury, que en ella se propuso y realizó con lucimiento la empresa, para un extranjero dificilísima, de dar a conocer a los franceses en versos de su lengua lo más selecto y celebrado de nuestro caudal lírico.

Entretanto, en Alemania el fervor romántico había estimulado poderosamente los estudios de cosas españolas, ya formalmente acometidos en la centuria pasada por el estético Bouterweck y por el profesor de Gottinga Dieze, no sin alguna influencia del gran Lessing. Hemos hablado del libro fundamental, aunque pequeño en volumen, que Jacobo Grimm consagró en 1811 a nuestros romances. A él siguió en 1817 el romancero de Depping, el mejor de los publicados antes del de Durán. Y desde 1821 a 1825, salió de las prensas de Hamburgo la más amplia y variada antología que hasta el presente poseemos de versos castellanos, es a saber: la Floresta de Rimas antiguas, recogidas por D. Juan Nicolás Böhl de Faber, alemán de origen, pero español de alma (y aun pudiéramos decir hispanis hispanior, puesto que contra españoles, y de los más cultos y famosos, tuvo que defender la tradición nacional), antiguo cónsul de las ciudades anseáticas en el Puerto de Santa Maria, bibliófilo incansable, uno de los rarísimos eruditos, si no el único, para quien sólo tuvo plácemes el iracundo Gallardo; y en suma, hombre por mil razones digno de honrada memoria en su patria adoptiva, a la cual, además del legado de sus propias obras, que fueron un factor importante en la evolución romántica, dejó el tesoro del ingenio de su hija, por quien [p. 24] en nuestro siglo renació con singular delicadeza la novela de costumbres españolas.

Por la riqueza extraordinaria de su contenido, ninguna de nuestras colecciones puede entrar en competencia con los tres tomos de la Floresta que compiló el padre de Fernán Caballero. Poseedor Böhl de Faber de una de las más excelentes bibliotecas de literatura española de que ha quedado memoria, concentró en estos volúmenes la quinta esencia de sus lecturas, procediendo siempre con un criterio de libertad artística que le permitió dedicar largo espacio a los géneros populares, mirados por él con natural predilección. Extractos de libros rarísimos, nombres de poetas que jamás habían sonado en nuestras historias literarias, series enteras de composiciones, desdeñadas hasta entonces por la rutinaria pereza o por la intolerancia doctrinal, salieron de los ángulos de la biblioteca de Böhl de Faber para correr triunfantes por Alemania, proporcionando copiosa mies de textos al naciente estudio de los hispanistas.

Pero en España varias circunstancias contribuyeron a que esta colección no llegara a vulgarizarse sustituyendo con ventaja a todas las anteriores. La Floresta tenía defectos que amenguaban, no en pequeña parte, su utilidad, y dificultaban su manej o. Atento Böhl de Faber, como bibliófilo que era, a hacer ostentación y alarde de las riquezas por él atesoradas, dió entrada a muchas piezas que podían calificarse más de raras que de bellas, y en cambio tuvo escrúpulos de reproducir otras de indisputable valor, sólo por la consideración de que ya eran vulgares y sabidas de todo el mundo. De este modo, el afán de la novedad le llevó, por una parte, a presentar incompleto nuestro tesoro lírico, y por otra a mezclar en él bastantes piedras de dudosos quilates. Además, el orden de géneros seguido en la Floresta es arbitrario y confuso; falta todo método histórico, y hasta la disposición tipográfica resulta incómoda, puesto que jamás se especifican al principio de cada composición los nombres de los autores, sino que hay que buscarlos en un índice al fin de los tomos, con la particularidad de que, formando cada uno de éstos serie distinta, hay que recorrer los tres y abrirlos en muy diversos parajes para apreciar las muestras que de cada poeta presenta Böhl de Faber. Añádase a esto la escasez, o más bien la ausencia de notas críticas, puesto que solamente se da [p. 25] un pequeño índice biográfico para uso de los alemanes, y se comprenderá sin esfuerzo por qué esta antología, dignísima de estimación si se la considera como archivo, es de tan rudo y difícil acceso para el mero aficionado, que suele preferir la colección de Quintana, mucho más pobre sin duda, pero mejor ordenada, digerida y anotada. Conste, por último, que Böhl de Faber abusó, todavía más que Quintana y sin las disculpas que éste pudo tener, del funesto sistema de enmendar y rejuvenecer los textos, hasta el punto de omitir sin decirlo, versos y aun estrofas enteras que le parecían débiles o de mal gusto, confundiendo a cada paso su oficio de colector con el de refundidor, tan en boga por aquellos años en el mundo de la poesía dramática.

Ninguno de estos reparos puede oscurecer, sin embargo, el mérito de los servicios insignes prestados a nuestra literature por aquel varón tan simpático y tan digno de perdurable renombre. Basta comparar la Floresta con todas las colecciones posteriores, para apreciar la ventaja que les lleva. No excluímos siquiera los tomos dedicados en la Biblioteca de Autores Españoles a los poetas de los siglos XVI y XVII  por el erudito gaditano D. Adolfo de Castro, infatigable rebuscador de nuestras curiosidades literarias. [1] Es cierto que la diligencia de Castro ha exhumado muchas composiciones dignas de vida; es cierto también que el plan de su trabajo, abarcando la reproducción integra de los poetas mayores, como lo exigía el carácter de la Biblioteca de que forma parte, tiene naturalmente mucha más amplitud que el de una mera antología, por extensa que fuere; pero en cuanto a los innumerables poetas menores y a los anónimos, Castro hubiera hecho muy bien en no omitir nada de cuanto en la Floresta de Böhl se contiene, para evitar que ésta resultase, como resulta, más copiosa y variada que la suya, a pesar de ser tan distinto el volumen y el objeto de la una y de la otra.

Castro dió a conocer piezas inéditas o muy raras de Cetina, Medrano, Trillo de Figueroa y algunos otros ingenios hasta entonces olvidados o tenidos en poca cuenta; se le debe además la buena obra de haber restablecido el primitivo texto de algunas sátiras de Castillejo, que en la mayor parte de las ediciones corren [p. 26] mutiladas; pero estos méritos están harto contrapesados por injustificables omisiones y por un extremado desaliño tipográfico, que en parte debe atribuirse a la ausencia del colector mientras sus libros se imprimían. Nada pierde la fama de D. Adolfo de Castro, cimentada en gran número de trabajos originales y de investigaciones curiosas y amenas, con que se diga aquí lo que por otra parte es de toda notoriedad entre los eruditos; a saber: que el texto de la mayor parte de los poetas de los siglos XVI y XVII, recogidos por él, está muy descuidado, y el de algunos, como Góngora, incorrectísimo. Por otro lado, la poesía lírica de los dos Siglos de Oro aparece muy pobremente representada en una Biblioteca tan vasta como la de Rivadeneira con solos dos volúmenes, cuando la del siglo XVIII ocupa tres nada menos. El criterio anárquico con que procedió cada uno de los colaboradores de esta magna empresa, es la única explicación de tan extraño fenómeno, por virtud del cual quedaron excluídos de figurar en aquel monumento poetas tales como el bachiller Francisco de la Torre, el capitán Aldana, Hernando de Acuña, Rey de Artieda, Gregorio Silvestre y otros innumerables, o sólo aparecieron representados por muestras insignificantes.

En cambio, los poetas del siglo XVIII tuvieron la fortuna de ser confiados a la suma diligencia y tenaz perseverancia del delicado crítico D. Leopoldo Augusto de Cueto, conocedor profundo del período literario que le tocó ilustrar, y hábil sobre manera para proporcionarse gran número de noticias y documentos y exponerlo todo luego en forma elegante, anecdótica y amena. Nada o casi nada de lo que merece vivir en la era poética que precedió inmediatamente al romanticismo quedó olvidado: quizá la tercera parte de la colección se hizo con materiales inéditos, y en vez de las secas y algo superficiales noticias que los poetas de los siglos XVI y XVII llevan, lograron sus humildes y desdeñados sucesores extensas biografías, notas críticas de todo género, y además un copioso estudio preliminar, que no es un bosquejo como modestamente se intitula, sino una verdadera historia, quizá la mejor y más completa que tenemos de ningún período de la literatura española. Obra es ésta que trasciende con mucho de los límites de una apreciación puramente literaria, y llega a penetrar en la historia moral de aquel tan ceremonioso y tranquilo en la superficie, [p. 27] tan agitado y revuelto en el fondo. Si en el magnífico trabajo del señor Cueto puede una crítica muy adelgazada notar cierta falta de método y alguna digresión demasiado episódica, y reparar también algunas omisiones de poca monta, que sólo se hacen visibles por lo mismo que el autor parece haber aporado la materia, nadie ha de negar al egregio colector el lauro de la investigación honrada y pacientísima, del buen juicio constante, del gusto templado y fino, que si peca de timidez en algún caso, no deja en otros de contrastar con vigor las opiniones generalmente recibidas, abriendo nuevos rumbos a la crítica, y desagraviando plenamente las sombras de algunos ilustres varones, a quienes sólo el haber nacido en una época de transición oscura y laboriosa, impidió ser contados entre los más ilustres de su patria.

Figuran también entre los tomos de la Biblioteca de Autores Españoles, aunque con méritos muy diversos, el Romancero General de D. Agustín Durán, el Romancero y Cancionero Sagrados de don Justo Sancha, y los Poetas anteriores al siglo XV de D. Florencio Janer. Para la primera de estas colecciones, toda alabanza parece pequeña. El Romancero de Durán es el monumento más grandioso que hasta su tiempo se había levantado a la poesía nacional de ningún pueblo. Así lo proclamó la crítica alemana, por boca de Fernando Wolf, el más digno de formular tal sentencia. Fué Durán hombre eruditísimo en materias de poesía popular; pero no es su erudición lo que principalmente realza su incomparable libro. Mayor número de romanceros que él, y por ventura más raros, vieron Gallardo y el mismo Wolf y otros españoles y alemanes; pero ninguno de ellos tuvo en tan alto grado como Durán el amor indómito a la poesía del pueblo, la ardiente caridad de patria, y la segunda vista que el amor engendra en la crítica como en todos los esfuerzos humanos. Sabía poco de literatura comparada de los tiempos medios, ni es maravilla que ignorase muchas cosas, y en otras confundiese lo original con lo importado, cuando tales estudios apenas acababan de romper las ligaduras de la infancia, siendo en ellos Durán más bien iniciador que discípulo, puesto que su primer Romancero, el de 1832, coincidió con los primeros conatos de resurrección de las epopeyas francesas. Considérese la situación de un etudito de los últimos tiempos de Fernando VII, después de la triste incomunicación que siguió a la guerra de la Independencia, reducido [p. 28] a sus propios recursos, y sin más guía para orientarse en el laberinto de relaciones que toda cuestión de orígenes trae consigo, que los primeros tomos de la Historia Literaria de Francia o los libros de Tiraboschi, Ginguené, Fauriel o Sismondi. Después Durán pudo ver otros libros, alcanzó las primeras colecciones de poesía popular de diversos países, entró en intimidad con los extranjeros que habían tomado por campo de investigación el nuestro, y se encontró maravillado de la conformidad que notó entre los resultados obtenidos por ellos con el rigor de un método científico, continuado desde Grimm hasta Wolf, y los que él había logrado, solo o casi solo, por la fuerza de su maravilloso instinto, luchando contra todas las preocupaciones pseudo-clásicas que reinaban en torno suyo, alentado solamente, y esto de un modo tibio, por las voces amigas de Lista y de Quintana, en quienes la doctrina académica no llegó a sofocar la voz del patriotismo. Por él triunfó Durán: su Romancero es el monumento de una vida entera, consagrada a recoger y congregar las reliquias del alma poética de su raza. Los errores que tiene son errores de pormenor, fáciles de subsanar: confusión a veces de lo popular con lo artístico popularizado: transcripción ecléctica entre diversas lecciones de un mismo romance, con lo cual viene a resultar un texto restaurado. Todo esto, o casi todo, ha sido corregido por Wolf y Hoffmann en su Primavera y Flor de Romances (Berlín, 1856), que íntegra figurará en nuestra colección, por ser hasta ahora el mejor texto de los romances viejos, el que más responde a las exigencias críticas. Pero Durán hizo más que coleccionar los romances viejos, en lo cual forzosamente sus discípulos y sucesores habían de arrebatarle la palma, guiados por un método más cauto y escrupuloso: siguió la historia completa del género hasta fines del siglo XVII, soldando de este modo nuestra poesía artística con la popular, y mostrando que entre una y otra jamás existió verdadero divorcio, sino que la primera vivió del jugo de la segunda, no menos que del jugo de la antigüedad y de Italia, todo el tiempo que permaneció nacional y clásica a la española. La enorme cantidad de romances artísticos, eruditos, semiartísticos y vulgares recogidos en la colección de Durán, no es, a nuestros ojos, el menor precio ni la menor utilidad de ella. Gracias a esas muestras podemos seguir día por día la transformación de un género que, glorioso o abatido, acompañó [p. 29] todos los trances infelices o venturosos de nuestra nacionalidad, y fué amoldándose, como cera dócil, a todos los cambios de gusto y a todas las transformaciones del arte, conservando siempre, aun en medio de todos los amaneramientos líricos, la poderosa resonancia de sus orígenes épicos.

El Romancero y Cancionero Sagrados de D. Justo Sancha es un complemento necesario y obligado del de Durán, que, por ser tan numerosas, hubo de excluir de su Romancero todas las composiciones de asunto religioso y moral. Sancha, modesto pero muy benemérito aficionado, coleccionó muchas de ellas, sin ningún género de ilustraciones, como no se cuenten por tales algunas breves notas de carácter bibliográfico; y se inclinó de preferencia, lo mismo que Böhl de Faber, a reproducir lo más incógnito, lo que se hallaba en libros de más difícil acceso. Mucho y muy curioso es lo que recogió: honremos su memoria por ello, y no nos detengamos en reparos de crítica y método sobre un trabajo que parece excluirlos por el mismo candor y humildad con que su autor se presenta como mero bibliógrafo y colector de papeles raros. ¡Cuánto ha debido la historia de nuestra literatura a este género de trabajadores modestos! ¡Cuánto más que a los autores de síntesis vagas y pomposas generalidades, ya oratorias, ya filosóficas! Concretándonos a nuestro asunto, bien puede afirmarse que más que a los críticos estéticos y a los historiadores trascendentales, debemos el conocimiento de nuestra poesía de los dos siglos de oro a los bibliógrafos y bibliófilos de profesión, tales como Gallardo, Böhl de Faber, Estébañez Calderón, Salvá y Gayangos. Ellos han conservado y puesto en moda, aunque sea en círculo reducido, tantos y tantos libros de que las antologías estiradamente clásicas no copian ningún trozo, lo cual no deja de ser una fortuna, porque así no los aprenderán de memoria los muchachos, ni los citarán en sus manuales los profesores de Retórica, haciéndoles perder toda virginidad y frescura.

No existe en la Biblioteca de Rivadeneyra ningún tomo que lleve el rótulo de Cancionero General ni el de Poetas del siglo XV: laguna intolerable sin duda, y que hubiera sido muy fácil llenar, puesto que, según noticias, Durán dejó casi terminado sobre los Cancioneros un trabajo análogo al que antes había ejecutado sobre los Romanceros. Por tal omisión no figuran en ese panteón de nuestra [p. 30] riquera literaria ni Juan de Mena, ni Fernán Perez de Guzmán, ni el Marqués de Santillana, ni los dos Manriques, quedando en claro un espacio como de siglo y medio, todo el que va entre el Canciller Ayala y Garcilasso. En cambio, los poetas anteriores al siglo XV están coleccionados, y no puede negarse cierto mérito al colector D. Florencio Janer, no sólo por haberlos reunido todos en un solo volumen, dando a conocer algunos importantísimos textos inéditos, como el del Rimado de Palacio, y completando otros, como el del Arcipreste de Hita, sino además por haber corregido en algunos casos, con presencia de los códices originales, las lecciones de Sánchez, de Pidal, de Ticknor y de sus demás predecesores. Pero Janer, que era un mediano paleógrafo, distaba mucho de ser crítico ni filólogo: sus observaciones son pobres, y sus glosarios no aventajan en cosa alguna a los de D. Tomás A. Sánchez, a pesar del enorme progreso de los estudios lingüísticos desde el siglo XVIII acá.

Nos hemos detenido con particular ahinco en los tomos de la Biblioteca de Autores Españoles, porque, a pesar de lo desiguales e imperfectos que suelen ser, pueden considerarse como las únicas antologías de primera mano publicadas en España desde 1846, y como base de todas las atropelladas selecciones, que, ya con fines de enseñanza o de lucro profesoral, ya por mera especulación de librería, han venido sucediéndose hasta el momento actual. Consideramos de todo punto inútil el referirlas. [1] A lo sumo, podríamos hacer una excepción en favor de las antologías de poetas americanos, por contener una parte de nuestra lírica que todavía no ha sido incorporada en las colecciones generales. Pero a decir verdad, una sola de estas antologias, la primitiva América Poética, publicada por D. Juan María Gutiérrez, en Valparaíso, el año 1846, tiene verdadero carácter literario, a pesar de la extremada indulgencia con que el autor, llevado de su ciego americanismo, dió albergue a muchos poetas harto medianos, colmándolos de alabanzas que más les dañan que les favorecen. Existen además, por lo [p. 31] común con los títulos de Lira o de Parnaso, numerosas colecciones de poesías de Méjico, Cuba, Centro America, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, República Argentina y el Uruguay, de todas las cuales tenemos propósito de aprovecharnos en nuestro libro, para que éste sirva como lazo de unión entre todos lo que hablan y cultivan la lengua y la poesía española en ambos mundos, y para que de una vez, si es posible, queden entresacados los muchos granos de oro puro que dichas colecciones encierran, de la innumerable cantidad de escoria con que andan revueltos, por aquel frecuentísimo error que induce a todos los colectores a fijarse más en la cantidad de las páginas, que en su calidad y substancia. [1]

De tal escollo hemos procurado huir en la presente compilación, no menos que del excesivo rigorismo con que Quintana y los demás colectores clásicos han procedido. En antologías destinadas a la enseñanza estética, tal severidad puede justificarse; pero cuando se quiere dar razón cabal del desarrollo histórico de la poesía de un pueblo, es claro que no basta presentar una serie de modelos de gusto y de textos amenos. Toda composición que inaugure una forma métrica o un nuevo género lírico o un nuevo procedimiento de estilo, o revele una influencia, puede y debe ser admitida, no menos que algunas otras que, sin valer mucho intrínsecamente, han logrado por una u otra circunstancia ser populares y grandemente celebradas en algún tiempo, o se enlazan con notables acontecimientos políticos. Es claro que en todo esto ha de procederse con parsimonia y discreción, reservando el mayor espacio para las poesías realmente bellas, y no abriendo demasiado la mano en cuanto a las meramente curiosas. De las primeras procuraremos no omitir ninguna que conozcamos, dilatándonos mucho más en los poetas de primer orden que en la innumerable grey de los vates menores, si bien cuidaremos de entresacar de las obras de éstos todo lo que encierren digno de conservarse.

Nuestra Antología abarca únicamente, como su título lo manifiesta, [p. 32] la poesía lírica, entendida esta palabra en su sentido más lato; esto es, comprendiendo todos los poemas menores (oda, elegía, égloga, sátira, epístola, poemitas descriptivos, didácticos, etc.). La poesía épica en sus varias manifestaciones, desde el Poema del Cid hasta nuestros días, dará materia a una colección subsiguiente, análoga a la Musa Épica, de Quintana. Los romances viejos y populares tampoco figuran en nuestro museo. Su importancia y belleza y su especial carácter mixto de épico y lírico, exigen que se los conozca todos, y que formen serie aparte. A este fin, nada más conveniente que reimprimir, como vamos a hacerlo, con algunas adiciones propias, la excelente Primavera y Flor de Romances, de Wolf, que es hasta el presente el mejor texto conocido. Los romances de carácter artístico y erudito son, por consiguiente, los únicos que han de buscarse en nuestra Antología, de la cual deben ser complemento inseparable los dos tomos de la Primavera. [1]

Al principio de cada volumen se darán noticias biográficas, bibliográficas y críticas acerca de los autores en él incluídos, procurando en todo la mayor sobriedad y exactitud posibles.

En cuanto al sistema seguido en la reproducción de los textos, conviene hacer alguna advertencia, por lo mismo que hemos sido tan rigurosos con la manía de reconstrucción o restauración que parece haber dominado a Quintana y a Böhl de Faber. Nuestra edición no se dirige a un público de filólogos ni de paleógrafos. No es edición crítica, sino popular y destinada para la lectura de toda clase de gentes. No tolera, por tanto, el aparato de notas, variantes y discusiones previas, que serían indispensables en un trabajo erudito. Pero tampoco contendrá textos fijados ad libitum ni mucho menos restaurados. Siempre que nos sea posible (y lo será para la mayor parte de los autores), acudiremos a las primeras y más autorizadas ediciones, y en algunos casos también a los mejores manuscritos, advirtiendo en todas ocasiones cuál ha sido nuestra fuente. En algunas composiciones de excepcional belleza y de fama universal, apuntaremos todas las variantes que tengan algún valor, entendiendo por variantes las lecciones diversas que [p. 33] verosímilmente proceden del autor mismo, y de ningún modo las que han nacido del capricho de editores y críticos. Seremos muy parcos en la inserción de poesías inéditas. Es tan dilatado el campo de lo impreso y está todavía tan imperfectamente recorrido, que hemos creído oportuno limitarnos a él, dejando intacta esa otra riquísima mies para los colectores futuros.

Notas

[p. 13]. [1] . Ha sido publicada en Sevilla, 1896, a expensas del Marqués de Jerez de los Caballeros, que también ha costeado la reimpresión de la Primera Parte de las Flores. Ambas colecciones están doctamente ilustradas por los señores Quirós de los Ríos y Rodriguez Marín.

[p. 14]. [1] . Pueden añadirse todavía las dos colecciones portuguesas Postilhão d'Apollo y Fenix Renascida, donde abundan los versos castellanos.

[p. 19]. [1] . Nuestro Bastero, sin embargo, fué muy auténtico precursor de Raynouard, y tuvo positivos aciertos como filólogo, en medio de graves errores, semejantes, aunque no idénticos, a los del mismo Raynouard.

[p. 25]. [1] . Falleció en 1898.

[p. 30]. [1] . Quizá haya una solo digna de recuerdo, la Colección selecta de Autores Latinos y Castellanos, en cinco volúmenes, formada de orden del Gobierno en 1849 y 5º, por dos inolvidables profesores de la Universidad de Madrid: D. Alfredo A. Camús y D. José Amador de los Rios. La parte española fué trabajo exclusivo de Amador, que dió algunos textos con variantes útiles.

[p. 31]. [1] . Este plan fué realizado en obra aparte, publicada por la Academia Española en cuatro volúmenes, con el título de Antología de poetas hispano-americanos (1893 y s.). Para esta colección escribí la Historia de la poesía española en América, que será reimpresa con adiciones en mis Obras completas

[p. 32]. [1] . A ellos añadí uno tercero de romances recogidos de la tradición oral, y escribí aparte el Tratado de los romances viejos en dos volúmenes.