De 1419 a 1454 se extiende el reinado de D. Juan II de Castilla: período capitalísimo en la historia política y literaria de nuestra Edad Media, si ya no preferimos ver en él un anticipado ensayo de vida moderna y como una especie de pórtico de nuestro Renacimiento. Una agitación desordenada, cuanto fecunda, invade entonces todas las esferas de la vida: la anarquía señorial lucha a brazo partido con el prestigio de la institución monárquica, sostenido, no por las flacas fuerzas del soberano, sino por el talento y la heroica firmeza de un verdadero hombre de Estado, que, de no haber sucumbido en la lucha, hubiera realizado con medio siglo de anticipación una gran parte del pensamiento político de los Reyes Católicos. Dése a esta primera mitad del siglo, no el nombre que en la cronología dinástica le corresponde, sino el de reinado de D. Alvaro de Luna; y quien registre los ordenamientos de Cortes de aquel tiempo, y siga al mismo tiempo en las crónicas la cadena de los sucesos, no tendrá reparo en contar aquel larguísimo reinado, de tan infausta apariencia (en que no hubo día sin revueltas, conspiraciones, ligas, quebrantamientos de la fe jurada, venganzas feroces y desolaciones de las [p. 8] tierras), entre las crisis más decisivas y violentas, pero a la postre más beneficiosas, por que ha pasado la vida social de nuestro pueblo. Las tablas ensangrentadas del cadalso de Valladolid, fueron el pedestal de la gloria de D. Álvaro: aparente y sin fruto, como logrado por inicuas artes, resultó el triunfo de sus adversarios; su pensamiento le sobrevivió engrandecido y glorificado por la aureola del martirio, y si en el vergonzoso reinado de Enrique IV pareció que totalmente iba a hundirse entre oleadas de sangre y de cieno, resurgió triunfante con la Reina Católica, para levantar el trono y la nación a un grado de majestad y concordia ni antes ni después alcanzado.
De la misma suerte que en lo político, es este reinado época de transición entre la Edad Media y el Renacimiento por lo que toca a la literatura y a las costumbres. El espíritu caballeresco subsiste, pero transformado o degenerado, cada vez más destituído de ideal serio, cada vez más apartado de la llaneza y gravedad antiguas, menos heroico que brillante y frívolo, complaciéndose en los torneos, justas y pasos de armas más que en las batallas verdaderas, cultivando la galantería y la discreta conversación sobre toda otra virtud social. Sin humanizarse en el fondo las costumbres, y en medio de continuas recrudescencias de barbarie, se van limando, no obstante, las asperezas del trato común, y hasta los crímenes políticos toman carácter de perfidia cortesana, muy diverso de la candorosa ferocidad del siglo XIV. Crece por una parte el ascendiente de los legistas, hábiles en colorear con sus apotegmas toda violación del derecho, y por otra comienza a aguzarse el ingenio y sutileza de la nueva casta de los políticos, de que hemos visto en el canciller Ayala el primer modelo. No es ya el impulso desordenado, la ciega temeridad, el hervor de la sangre, la fortaleza de los músculos, el apetito de lucha o de rapiña lo que decide de los negocios públicos, sino las hábiles combinaciones del entendimiento, la perseverancia sagaz, el discernimiento de las condiciones y flaquezas de los hombres. Rara vez se pelea por la grande empresa nacional; los moros parecen olvidados, porque no son ya temibles; la lucha continua, la única que apasiona los ánimos, es la interna, en la cual rara vez se confiesan los verdaderos motivos que impelen a cada uno de los contendientes. Un velo de hipocresía y de [p. 9] mentira oficial lo cubre todo. Los mejores y de más altos pensamientos, como D. Álvaro, aspiran a la realización de un ideal político, sin confesarlo más que a medias, y aun quizá sin plena conciencia de él, movidos y obligados en gran manera por las circunstancias. Los restantes, so color del bien del reino y de la libertad del Rey, se juntan, se separan, juran y perjuran, se engañan mutuamente, y, más que los intereses de su clase, celan sus personales medros y acrecentamientos, dilapidando el tesoro real con escandalosas concesiones de mercedes, o cayendo sobre los pueblos y los campos como nube de langostas. Todos los lazos de la organización social de la Edad Media parecen flojos y próximos a desatarse. Aun el fervor religioso parece entibiarse por la soltura de las costumbres, por el menoscabo de la disciplina, por el abuso de prelacías nominales y de beneficios comendatarios, por la intrusión de rapaces extranjeros que devoraban in curia los frutos de nuestras iglesias, sin conocerlas ni aún de vista; y como si todo esto no bastara, por el reciente espectáculo del Cisma y de las tumultuosas sesiones de Constanza y Basilea. Es cierto que no se llega a la protesta herética como en Bohemia, y si se levantan voces aisladas como la de Pedro de Osma o las de los sectarios de Durango, pronto son ahogadas o enmudecen en medio de la reprobación general; pero no es difícil encontrar, en poetas y prosistas de los más afamados, indicios de una cierta licencia de pensar, y más aún, de extravagante irreverencia en la expresión. D. Enrique de Villena junta el saber positivo con los sueños y delirios de la magia, de la astrología y de la cábala, y no retrocede ante el estudio y práctica de las supersticiones vedadas y de las artes non complideras de leer. Enrique IV se rodea de judíos y de moros, viste su traje, languidece y se afemina en las delicias de un harén asiático, y es acusado por los procuradores de sus reinos de tener entre sus familiares y privados «cristianos por nombre sólo, muy sospechosos en la fe, en especial que creen e afirman que otro mundo no hay sino nacer y morir como bestias». La narración tan ingenua y veraz del viajero León de Rosmithal confirma plenamente esta disolución moral, que tenía que ir en aumento con la conversión falsa o simulada de innumerables judíos, a quienes el terror de las matanzas, el sórdido anhelo de ganancia o la ambición [p. 10] desapoderada, llevaba a mezclarse con el pueblo cristiano, invadiendo, no sólo los alcázares regios, para los cuales tenían áurea llave, aun sin renegar de su antigua fe, sino las catedrales y los monasterios, donde su presencia fué elemento continuo de discordia, hasta que una feroz reacción de sangre v de raza comenzó a depurarlos. No se niega que hubiese entre los cristianos nuevos conversos de buena fe, y aun grandes Obispos y elocuentes apologistas, como ambos Santa María; pero el instinto popular no se engañaba en su bárbara y fanática oposición contra el mayor número de ellos, hasta cuando más gala hacían de amargo e intolerante celo contra sus antiguos correligionarios. Ni cristianos ni judíos eran ya la mayor parte de los conversos, y toda la falacia y doblez de que se acusa a los pueblos semitas, no bastaba para encubrirlo. Tal levadura era muy bastante para traer inquieta a la Iglesia y perturbadas las conciencias.
Resultado de toda esta perturbación, nacida de causas tan heterogéneas (a las cuales quizá convendría agregar la influencia del escolasticismo nominalista de los últimos tiempos, las reliquias del averroísmo y los primeros atisbos de la incredulidad italiana), fué un estado de positiva decadencia del espíritu religioso, la cual se manifiesta ya por la penuria de grandes escritores teológicos (con dos o tres excepciones muy señaladas, pero todavía más célebres e influyentes en la historia general de la Iglesia del siglo XV que en la particular de España); ya por el frecuente uso y abuso que los moralistas hacen de las sentencias de la sabiduría pagana, al igual, si ya no con preferencia, a los textos y máximas de la Escritura y Santos Padres; ya por las irreverentes parodias de la Liturgia, que es tan frecuente encontrar en los Cancioneros Misa de Amor, Los siete Gozos de Amor, Vigilia de la enamorada muerta, Lecciones de Job aplicadas al amor profano, y otras no menos absurdas y escandalosas, si bien en muchos casos no prueban otra cosa que el detestable gusto de sus autores, y no se les debe dar más trascendencia ni alcance que éste. Pero sea como fuere, la profanación habitual de las cosas santas es ya por sí sola un síntoma de relajación espiritual, de todo punto incompatible con los períodos de fe profunda, sean bárbaros o cultos.
Mucho más menoscabado que el prestigio de la Iglesia, andaba el del trono. Con una sola excepción, la del efímero reinado de [p. 11] D. Enrique III, tan doliente y flaco de cuerpo, como entero y robusto de voluntad; la dinastía de los Trastamaras, fundada por un aventurero afortunado y sin escrúpulos, que para sostenerse en el poder usurpado tuvo que hartar la codicia de sus valedores y mercenarios, no produjo más que príncipes débiles, cuya inercia, incapacidad y abandono, va en progresión creciente desde los sueños de grandeza de D. Juan I hasta las nefandas torpezas de D. Enrique IV. D. Juan II, nacido para el bien y hábil para discernirle como hombre de entendimiento claro y amena cultura, tuvo a lo menos la feliz inspiración de buscar en una voluntad enérgica y un brazo vigoroso la fortaleza que faltaban a su voluntad y a su brazo, pero ni aun así mostró valor para sobreponerse al torrente de la anarquía, y al cabo firmó su perenne deshonra con firmar la sentencia de muerte de su único servidor leal, del hombre más grande de su reino. A tan vergonzosas abdicaciones de la dignidad regia, a tan patentes muestras de iniquidad y flaqueza, todo en uno, respondía cada vez más rugiente y alborotada la tiranía del motín nobiliario, exigiendo todos los días nuevas concesiones y repartiéndose los desgarrados pedazos de la púrpura regia. A la arrogancia de las obras acompañaba el desenfreno de las palabras. Nunca se habló a nuestros reyes tan insolente y cínico lenguaje como el que osaron emplear contra Enrique IV ricos-hombres, prelados, procuradores de las ciudades, todo el mundo, en suma, condenándole en documentos publicas a una degradación peor que la del cadalso de Ávila. Y no había sido mucho más blando el tono de las recriminaciones de los Infantes de Aragón y de sus parciales en tiempo de su padre. Si no solían discutirse los fundamentos de la potestad monárquica, porque los tiempos no estaban para teorías, lo que es en la discusión de los negocios políticos del momento, se llegó a un grado de libertad o de licencia, que pasmaría aun en tiempos revolucionarios. Todo el mundo decía lo que pensaba, ya en prosa, ya en verso; había cronistas a sueldo de cada uno de los bandos, y Mosén Diego de Valera, Alonso de Palencia, Hernando del Pulgar, y los autores de las Coplas del Provincial, de la Panadera y de Mingo Revulgo, ejercían una función enteramente análoga a la del periodismo moderno, ya grave y doctrinal, ya venenoso, chocarrero y desmandado.
[p. 12] Para aguzar los espíritus no era esta mala escuela, pero en cambio producía una fermentación malsana, agriaba los corazones y agravaba, si era posible, el malestar del reino, cuya gangrena requería cauterios más enérgicos que el de pasquines vergonzantes o epístolas sembradas de lugares comunes de filosofía moral. De hecho, y salvo los intervalos en que D. Álvaro de Luna tuvo firmes las riendas del gobierno, la Castilla del siglo XV, sobre todo después de su muerte, no vivió bajo la tutela monárquica, sino en estado de perfecta anarquía y descomposición social, de que las mismas crónicas generales no informan bastante, y que hay que estudiar en otras historias más locales, en genealogías y libros de linajes, en el Nobiliario de Vasco de Aponte para Galicia, en las Bienandanzas y Fortunas de Lope García de Salazar para la Montaña y Vizcaya, en los Hechos del Clavero Monroy para Extremadura, en las crónicas de la casa de Niebla para Andalucía. No hubo otra ley que la del más fuerte: se lidió de torre a torre y de casa a casa; los caminos se vieron infestados de malhechores, más o menos aristocráticos, y apenas se conoció otra justicia que la que cada cual se administraba por su propia mano.
Pero tales movimientos convulsos y desordenados no eran indicio de empobrecimiento de la sangre, sino más bien de plétora y exuberancia de ella. Toda aquella vitalidad miserablemente perdida en contiendas insensatas y puesta al servicio de la fiera ley de la venganza privada, era la misma que pocos años después iba a llegar con irresistible empuje hasta Granada, desarraigar definitivamente la morisma del pueblo español, dilatarse vencedora por las rientes campiñas italianas y, no cabiendo en Europa, lanzarse al mar tenebroso y ensanchar los límites del mundo. Para dar tal empleo a esa fuerza, hasta entonces maléfica y desordenada, bastó ahorcar a unos cuantos banderizos; bastó que los reyes volviesen a serlo, y que la cuchilla vengadora de Alfonso XI pasase a las manos de la Reina Católica, para nivelar en una misma justicia a Ponces y Guzmanes, Monroyes y Solises, Oñacinos y Gamboinos, Giles y Negretes, Pardos y Andrades.
Esta época tan llena de sombras en lo político, fué brillante y magnífica en el alarde de la vida exterior, y fecunda, activa y [p. 13] risueña en las manifestaciones artísticas. A ella pertenecen los primores del gótico florido, tan lejano de la gravedad primitiva, pero tan rico de caprichosas hermosuras; la prolija y minuciosa labor como de encajes con que se muestra la escultura en los sepulcros de Miraflores; la eflorescencia de la arquitectura civil en alcázares y fortalezas, donde se unen dichosamente la robustez y la gallardía; innumerables fábricas mudéjares en que alarifes moros o cristianos conservan la tradición del viejo estilo y llevan a la perfección el único tipo de construcciones peculiarmente español; y, finalmente, nuestra iniciación en la pintura por obra de artistas flamencos o italianos. No vive el grande arte sin el pequeño, y por eso nunca antes de la primera mitad del siglo XVI, en que todos los elementos de nuestra vida nacional se determinaron con su propio y grandioso carácter, fué tan notable como en el siglo XV el esplendor de las artes industriales, suntuarias y decorativas, la esplendidez en trajes, armas y habitaciones, y hasta los refinamientos del lujo en la cámara y en la mesa. Las fiestas caballerescas eran como en el Paso de armas, de Suero de Quiñones, se describen. Se comía conforme a las prescripciones del Arte Cisoria, de D. Enrique de Villena, cuyos menudos preceptos y sutiles advertencias pueden dar envidia al gourmet de paladar más fino y escrupuloso. Los trajes y afeites de las mujeres eran tales como minuciosamente los describe en su Corbacho el Arcipreste de Talavera. Que moralmente hubiera en todo esto peligro y aun daño notorio, es cosa evidente de suyo; pero que toda esta vida alegre, fastuosa y pintoresca, que llevaban, no ya sólo los grandes señores y ricos-hombres, sino hasta acaudalados mercaderes de Toledo, de Segovia, de Medina o de Sevilla, en trato y relación con los de Gante, Brujas o Lieja, con los de Génova y Florencia, fuese, a la vez que un respiro y un rayo de sol en medio de tantos desastres, un estímulo y un regalo para la fantasía, y una atmósfera adecuada para cierto género de cultura, tampoco puede negarse.
Los modelos del arte y de la ciencia comenzaban a venir de Italia. La antigua hegemonía literaria de Francia sobre los demás pueblos de la Edad Media, estaba definitivamente perdida desde el siglo XIV. Dante, Petrarca y Boccaccio habían destronado completamente a los troveros franceses y a los trovadores [p. 14] provenzales, sin excluir aquellos que en algún modo podían considerarse como maestros suyos. El genio francés, que tanto creó en aquellas edades, no había acertado a perfeccionar nada ni a poner estilo ni acento personal en sus obras. La cantidad había ahogado monstruosamente a la calidad, en aquellas selvas inextricables de canciones de gesta, de fabliaux, de leyendas devotas y de misterios dramáticos. En aquella masa informe estaban contenidos casi todos los elementos de la literatura moderna, pero rudos y sin desbastar, esperando el trabajo de selección y la obra del genio individual: Francia, que en los tiempos modernos se ha distinguido principalmente por el don de adaptar y perfeccionar las invenciones y pensamientos ajenos, y por el modo fácil y agradable de presentarlo y exponerlo todo, tenía en la Edad Media cualidades absolutamente contrarias: el don de la invención enorme, facilísima y atropellada, no el de la perfección ni el de la mesura. Por eso la primera literatura de carácter moderno no fué la francesa, sino la italiana, la más tardía en su aparición de todas las literaturas vulgares, la que desde el primer momento pareció reanudar la tradición clásica, en parte conocida, en parte adivinada por secreto influjo de raza.
Ya hemos visto cuándo y cómo empezó a sentirse entre nosotros este influjo. Micer Imperial y sus discípulos introducen en Sevilla, a fines del siglo XIV, el estudio y el culto de la Divina Comedia, que muy pronto se extiende y propaga en la corte casllana. Tras de Dante entraron Petrarca y Boccaccio, y con ellos el Renacimiento de la antigüedad latina. Comunicaciones cada día más frecuentes con Italia aceleraron este movimiento, al cual no fué extraña la asistencia en Roma de algunos prelados y otros doctos varones de nuestra Iglesia a la ida o a la vuelta de los concilios de Constanza y Basilea (1414-1431), sobresaliendo entre ellos D. Diego Gómez de Fuensalida, obispo de Zamora, el arcediano de Briviesca D. Gonzalo García de Santa María, D. Álvaro de Isorna, obispo de Cuenca, y más que todos aquel memorable converso D. Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, cuyo nombre se encuentra mezclado en toda empresa de cultura durante el reinado de D. Juan II, y de quien cuentan que dijo Eugenio IV: «Si el obispo de Burgos en nuestra corte viene, con gran vergüenza nos asentaremos en la silla de San Pedro.» [p. 15] D. Alonso de Cartagena, que en Basilea había sostenido los derechos de la Sede apostólica con no menos brío que la precedencia de su rey sobre el de Inglaterra, entró allí en trato familiar con Eneas Silvio, una de las más simpáticas figuras del Renacimiento antes y después de su pontificado; y ovo dulce comercio por epístolas con Leonardo Aretino, entrando en discusión con él sobre su nueva traducción de la Ética de Aristóteles, lo cual da a entender que el obispo borgense no era enteramente peregrino en la lengua griega. De este mismo Leonardo Aretino recibía cartas filosóficas D. Juan II, tan admirador de su doctrina y tan penetrado de la nobleza y excelencia del saber, que tratando como a príncipe al modesto humanista de Florencia, le enviaba embajadores que le hablaban de rodillas. Si a este infantil y candoroso entusiasmo por las letras humanas se añade la antigua comunicación de la ciencia jurídica por medio de las escuelas de Bolonia y Padua, siempre muy frecuentadas de españoles, y más después de la fundación del Colegio Albornoziano, se verá hasta qué punto comenzaban a ser estrechos los lazos del espíritu entre España e Italia. Fueron ya no pocos los poetas y prosistas castellanos del siglo XV que en Italia recibieron su educación en todo o en parte: Juan de Mena, Juan de Lucena y Alonso de Palencia descuellan sobre todos, siendo más visible y marcada en ellos que en otros escritores la tendencia al latinismo de dicción y de pensamiento. Finalmente, la obra definitiva del Renacimiento se cumple por un humanista de purísima educación italiana, Antonio de Nebrija, el gran reformador de la disciplina gramatical.
Pero antes que Nebrija, con el concurso de Arias Barbosa, diese a los estudios de humanidades la forma y organización definitiva que habían de conservar en el glorioso siglo XVI, fué menester que el Renacimiento español, rezagado en medio siglo respecto del italiano, pasase por un período de vulgarización y de dilettantismo más aristocrático y cortesano que gramatical y erudito, período de traducciones y adaptaciones, en que se procuraba coger el seso real según común estilo de intérpretes. «Si se carece de las formas, poseamos al menos las materias», decía el Marqués de Santillana, que, no bastante noticioso de la lengua latina, empleaba como traductor a su propio hijo, D. Pero González de Mendoza, el que fué después Gran Cardenal de España. [p. 16] Crecía la afición a los libros, que venían en su mayor parte de Italia, y comenzaban a formarse suntuosas colecciones de códices, descollando entre los más apasionados bibliófilos D. Íñigo López de Mendoza y el Maestre de Calatrava D. Luis Núñez de Guzmán. Rarísimo aún el conocimiento del griego como lo había sido en Italia en el siglo XIV, puesto que el Petrarca no lo supo, y Boccaccio sólo pudo alcanzar alguna tintura de él en sus postreros años; lo poco que de aquella literatura pasó en el siglo XV a la nuestra, venía por intermedio de los traductores latinos, como es de ver en la Ilíada de Juan de Mena, en el Fedón y el Axioco de Pedro Díaz de Toledo, en el Plutarco y el Josefo de Alonso de Palencia, en las homilías de San Juan Crisóstomo y otras obras de Padres y Doctores eclesiásticos. A los latinos se los traducía directamente, y por lo común con extrema fidelidad literal, más que con discreción de sentido, en estilo sobremanera revesado y pedantesco, con afectada imitación o más bien grosero calco del hipérbaton del original. Prototipo de tales versiones es la Eneida de D. Enrique de Villena, con las prolijas glosas que la acompañan, en que vierte el traductor toda la copia de su saber enciclopédico e indigesto. El gusto no estaba maduro aún para que entrasen en la literatura moderna Horacio y los elegíacos, cuyas bellezas requieren más hondo conocimiento de la lengua y civilización greco-romana y más refinado gusto; pero se traducían las obras de carácter narrativo, y así el futuro Gran Cardenal Mendoza ocupaba sus ocios de estudiante en facilitar a su padre la lectura de las Metamorfosis de Ovidio, gran repertorio de fábulas mitológicas, al cual llamaban entonces la Biblia de los Poetas, porque de él principalmente se sacaban argumentos y comparaciones, y todo género de alardes de erudición profana. Simultáneamente, y muy estimados en su calidad de españoles, pasaban a nuestra lengua Lucano y Séneca el trágico. Era la prosa forma única de estas versiones, sin que haya una sola excepción en contrario, lo cual se explica bien, considerando que en ella se atendía únicamente a la materia y de ningún modo a los caracteres del estilo poético, que ni el traductor ni sus lectores entendían; y así a Lucano se le traducía, no en concepto de épico, sino de historiador de la guerra civil entre César y Pompeyo, y a Séneca, no como poeta dramático, sino por las máximas y [p. 17] sentencias morales que en sus tragedias se encuentran. La afición a la lectura de los moralistas era carácter especialísimo de este período, como lo había sido de nuestra primera Edad Media, salvo que entonces eran preferidos aquellos libros orientales que suelen revestir la enseñanza con las amenas formas del cuento y del apólogo, y ahora, por el contrario, se daba mayor estimación a la forma directa con que aparece la doctrina en los libros de los moralistas clásicos; y aun entre éstos, más que la rotundidad de los períodos ciceronianos (cuya plena imitación no se logró hasta el siglo XVI), agradaba el vivo y ardiente decir de Séneca y su manera cortada y vibrante. Intérprete lo mismo de Marco Tulio que del filósofo de Córdoba, pero mostrando predilección por el segundo, aparecía a la cabeza de estos moralistas el obispo Cartagena, seguido a corta distancia por su grande amigo el señor de Batres, que se decía el Lucilo de aquel Séneca, y por el doctor Pedro Díaz de Toledo, que dilató sus estudios hasta Platón, y conserva reminiscencias de sus diálogos en su propio Razonamiento sobre la muerte del Marqués de Santillana.
Ni estaban olvidados los historiadores, cuya serie había abierto el canciller Ayala trasladando a Tito Livio; Vasco de Guzmán hacía la primera traducción de Salustio; otros vulgarizaban a Julio César, a Orosio y a Quinto Curcio, ya de sus originales, ya de versiones anteriores toscanas y catalanas. Y dándose la mano la antigüedad sagrada con la gentílica, no sólo se traía de la verdad hebraica toda la Biblia por obra de judíos y cristianos, con alto honor de la munificencia y alto espíritu del Maestre de Calatrava, sino que los libros más fundamentales de San Agustín, San Gregorio el Magno y San Bernardo, los dos famosos tratados ascéticos de San Juan Clímaco y el monje Casiano, la Leyenda Áurea de Jacobo de Voragine, y otras muchas producciones de la literatura eclesiástica de los diversos siglos, transportadas al habla vulgar, alternaban en las nacientes bibliotecas señoriales con las producciones del mundo clásico, sirviendo como de lazo de concordia entre unas y otras el saber enciclopédico de San Isidoro, perenne institutor de las Españas, de cuyas Etimologías, nunca olvidadas, se hacía por este tiempo curiosísima traducción, muy digna de la estampa.
De Italia nos había venido la luz del Renacimiento, y no [p. 18] podían quedar olvidados en este movimiento de traducciones los poetas y humanistas italianos, ora hubiesen escrito en su lengua nativa, ora en la lengua clásica, o bien en una y en otra, como más frecuentemente acontecía. A todos precedió, como era natural que sucediese, el Alighieri, el maestro de la nueva poesía alegórica, cuya Divina comedia era trasladada en 1427 por D. Enrique de Villena, «a preces de Íñigo López de Mendoza», coincidiendo casi con la traducción catalana de Andreu Febrer, terminada setenta días antes. No había llegado en Castilla la época de la dominación poética del Petrarca; pero en cambio, el Petrarca humanista y moralista era uno de los autores más leídos y más frecuentemente citados; estaba representado por gran número de códices en la Biblioteca del Marqués de Santillana, y corrían ya, vertidos al castellano, antes de terminar el siglo, los Remedios contra próspera y adversa fortuna, las Flores e Sentencias de la Vida solitaria, el libro De viris illustribus, parte de las Epístolas, y las Reprehensiones e Denuestos contra un médico rudo e parlero, obra en que entendió cuando joven el futuro primer Arzobispo de Granada, y entonces oscuro bachiller, Hernando de Talavera. Pero el más afortunado de los patriarcas de la literatura italiana, en cuanto al número y calidad de versiones que de sus obras se hicieron, fué Boccaccio, que fué traducido casi por entero, ya en las novelas y obras de recreación, como el Decamerón, la Fiameta, El Corbacho y el Ninfal de Admeto, ya en los repertorios, para su tiempo muy útiles, de mitología, historia y geografía, que llevan los títulos de Genealogía de los Dioses, Libro de montes, ríos y selvas, Tratado de mujeres ilustres y Libro de las caídas de los Príncipes. Cada una de las principales obras de Boccaccio, forma escuela dentro de nuestra literatura del siglo XV, a excepción del Decamerón, cuya semilla no germina hasta los grandes narradores de la Edad de Oro. Pero de la Fiameta nacen inmediatamente El Siervo libre de Amor, de Juan Rodríguez del Padrón, y la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro, primeras muestras de la novela sentimental; y los dos opuestos libros del escritor de Certaldo en loor y en vituperio del sexo femenino, tienen larguísima progenie, que alcanza desde el Libro de las virtuosas et claras mujeres, de D. Álvaro de Luna, hasta el deleitoso y regocijado Corbacho, del Arcipreste de Talavera, que [p. 19] fabla de los vicios de las malas mujeres et de las complisiones de los omes. Al mismo tiempo se acrecentaba con nuevos materiales la antigua serie de apólogos y ejemplos, y desde 1425 las picantísimas facecias de Poggio Bracciolini lograban entrada en el Libro de Isopete ystoriado, junto a las fábulas de la antigüedad y a los cuentos de nuestro Pedro Alfonso.
Al mismo tiempo que crece el número de traducciones del latín y del italiano, van haciéndose rarísimas las del francés, que tanto abundaron en el siglo XIV. Todavía, sin embargo, el Mar de Historias, de Fernán Pérez de Guzmán, y el Árbol de Batallas, nos dan razón de esta antigua influencia, y no son las únicas, aunque sí las más importantes que pueden citarse. ¿Qué más? Hasta de la literatura inglesa, que debía suponerse tan peregrina y apartada de nuestro conocimiento, vino primero al portugués y luego al castellano un poema de tanta curiosidad como la Confesión del Amante, de Gower, por diligencia de un Roberto Payno (Robert Payne), canónigo de Lisboa, dándonos indicio de que no había sido enteramente inútil para la comunicación intelectual de ingleses y españoles el cruzamiento de la casa de Lancáster con la sangre de nuestros reyes.
Con ser tan considerable el número de versiones y tan varios sus orígenes, todavía no bastan para dar razón cabal del predominio que lograba la cultura clásica en Castilla. Otras se perdieron, sin duda, y es cierto, además, que muchos libros no se tradujeron, sino que se leían en latín o en italiano. El catálogo de la biblioteca del Marqués de Santillana, tal como le restauró Amador de los Ríos, teniendo en cuenta los preciosos restos que de ella han llegado a nuestros días y las indicaciones que el mismo prócer hace en sus obras, prueba que no faltaban en ella ni un Terencio, ni un Horacio, ni un Juvenal, ni un Quintiliano, ni la Historia Natural de Plinio, ni otro alguno de los principales autores de la latinidad clásica descubiertos hasta entonces.
Trascendentales hubieron de ser, pero no en todo beneficiosos, los efectos de esta inundación de nuevos textos. Por de pronto, el cambio de rumbo trajo consigo el abandono y aun el menosprecio de la mayor parte de los géneros cultivados hasta entonces, y pareció que la tradición literaria iba a cortarse bruscamente, [p. 20] con todos los peligros inherentes a tales excisiones violentas, y por lo común estériles. Deslumbrados los ingenios del siglo XV por el prestigio de una cultura superior, aunque muy imperfectamente conocida, comenzaron a mirar con desdeñosa compasión las antiguas producciones del arte nacional, que en breve tiempo pasaron por informes y bárbaras. El Mester de clerecía y el verso alejandrino habían muerto con el canciller Ayala. Sobre los Cantares de gesta y la poesía popular, cayó con todo el peso de su autoridad el formidable anatema del Marqués de Santillana: «Infimos son aquellos poetas que, sin regla, orden ni cuento, facen aquellos cantares et romances de que la gente de baja et servil condición se alegra». Cuando de este modo se acentúa el funesto divorcio entre el arte popular y el erudito, sucede fatalmente que lo popular degenera en vulgar, y lo erudito en pedantesco. La poesía más alta y genuinamente española, la que había sido patrimonio y regalo de grandes y pequeños, elaborada por todos y por todos sentida, emigraba de los castillos y de las moradas señoriales para refugiarse en la plaza pública. Se la proscribía de los Cancioneros; no se hablaba de ella en las artes de trovar; caía en vilipendio y en cierto género de infamia la profesión de juglar, y cuando poetas, salidos no ya del pueblo, sino de la hez del populacho, truhanes y ropavejeros, mozos de mulas y judihuelos mal convertidos, lograban penetrar en las cortes poéticas y aun en los alcázares regios por las artes de su ingenio o por las de su desvergüenza, lejos de llevar a la poesía culta y aristocrática la savia del genio popular, viciaban y corrompían la una cosa por la otra, trasladando al palacio el tono de la taberna y de la mancebía, al mismo tiempo que, con sandios alardes de una cultura indigesta, borraban de sus cantares todo rasgo de ingenuidad y frescura. Y como al propio tiempo el espíritu nacional anduviese decaído y muy olvidado de lo que principalmente le importaba, y las contiendas civiles en que míseramente gastaba sus bríos no diesen noble materia para el canto, faltó el estímulo de la producción épica, y a los antiguos relatos heroicos sustituyeron sátiras personales y ferocísimas. Cierto es que casi todos los romances que llamamos viejos adquirieron en el siglo XV la forma en que hoy los vemos, o una muy próxima a ella; pero es rarísimo, especialmente entre los históricos (que son [p. 21] el nervio de nuestra poesía popular y lo más característico de ella), el que no tenga orígenes mucho más remotos y pueda suponerse compuesto entonces por primera vez. El vulgo no se olvidó de ellos; proseguía cantándolos, e insensiblemente los refundía; pero apenas acrecentó su número hasta que se reanuda la guerra nacional, y con ella viene la riquísima vegetación de los romances fronterizos, última corona de nuestra musa popular.
Aun en la literatura sabia y erudita habían cambiado de todo punto los modelos. Ya no imperaban el Oriente, ni la Francia del Norte, ni siquiera Provenza y Galicia, aunque de su tradición lírica quedasen muchos rastros, sino Italia, y por medio de Italia la antigüedad. La cultura semítica nos había trasmitido desde el siglo XII al XIV cuantos elementos contenía adaptables a la civilización cristiana, pero ella misma no era ya ni sombra de lo que había sido, y en su último refugio, en el reino de Granada, abigarrado conjunto de berberiscos y renegados, parecía haber dicho su ultima palabra con el historiador Ebn-Aljatib, y nada podía comunicarnos ya que nos importara. Los estudios entre los judíos yacían también en notable decadencia: no había ya Maimónides, ni Aben-Ezras entre ellos. La ruina de las principales aljamas, las conversiones en masa bajo el terror del hierro y del fuego, la mezcla cada día mayor con la población cristiana, iban arruinando la tradición literaria de la Sinagoga, y producían el doble resultado de bastardear el tipo judaico y el cristiano. Los hombres más inteligentes del judaísmo habían pasado al gremio de la Iglesia, y hombre de tan pura estirpe hebrea como el obispo D. Alonso de Cartagena, figuraba al frente del Renacimiento clásico y no juraba sino por Cicerón y por Séneca. Hábil será quien llegue a descubrir ningún toque de orientalismo en sus escritos. Quizá el ultimo escritor en quien puede reconocerse directa influencia de la cultura científica, ya que no del estilo, de árabes y hebreos, es D. Enrique de Villena, especialmente en su tratado de Astrología y en el del aojamiento o fascinología, obras excéntricas que de ningún modo reflejan el gusto dominante, sino la peculiar dirección de espíritu del fantástico y estudioso prócer que vivió en todo fuera de su tiempo, o por rezagado o por adelantado en demasía. El auto de fe que se hizo con sus libros por expreso mandamiento de D. Juan II, rasgo aislado y [p. 22] aun casi único de intolerancia en una época que no se distinguía por lo fervorosa ni por lo rígida, sino antes bien por lo suelta y desmandada en ideas y en costumbres, prueba que los arabistas y los hebrayquistas (como D. Enrique decía) no estaban ya en buen crédito con los letrados ni con la gente piadosa, o que quería parecerlo. En tiempo de Alfonso el Sabio o de D. Sancho el Bravo, ni los libros de D. Enrique habrían sido quemados, ni hubiera podido formarse su singular leyenda.
Abandonado, pues, el estudio de las fuentes orientales que habían dado tan peregrino sabor a nuestra primitiva prosa, apareció, informe aún y embrionario, un nuevo tipo de dicción artificiosamente latinizada, en que, con raras dislocaciones de frase, se pretendía remedar la construcción hiperbática, y con retumbantes neologismos se aspiraba a enriquecer el vocabulario so pretexto «de non fallar equivalentes vocablos en la romancial texedura, en el rudo y desierto romance, para exprimir los angélicos concebimientos virgilianos». La aspiración era generosa, pero evidentemente prematura, y muy expuesta, por ende, a descaminos pedantescos que en la prosa de Juan de Mena y en la del último periodo de D. Enrique de Aragón llegaron a un extremo casi risible. Pero en medio de todo esto hay que reconocer que los ingenios del siglo XV fueron los primeros que intentaron poner en nuestra prosa número y armonía, los primeros que tuvieron el instinto del ritmo prosaico, adivinado vagamente por ellos en el cadencioso período latino.
Ni puede decirse que todas cayeron en el vituperable extremo que dejamos señalado. A unos, como a Cartagena y a Fernán Pérez de Guzmán, los salvó su buen gusto instintivo; a otros, la materia histórica que trataron, más próxima a la realidad y menos expuesta a la invasión de la turbia y amanerada retórica que por aquellos tiempos corría. Cabalmente, la verdadera medida de lo que alcanzaban sus fuerzas literarias, la dió esta edad en la prosa mucho más que en la poesía. Pequeño volumen ocuparían las composiciones de los Cancioneros, que pueden ser leídas sin enfado por quien no sea erudito ni historiador de oficio, y en cambio tenemos de esta mitad de siglo hasta siete u ocho libros en prosa que aun el mero aficionado lee con el mayor deleite, y que son joyas de la literatura patria: la elocuente y apasionada [p. 23] Crónica de D. Álvaro de Luna, la bizarra y pintoresca del Conde de Buelna D. Pedro Niño, que excede en amenidad al más interesante y peregrino de los libros de caballerías; las Generaciones y Semblanzas de nuestro Plutarco, Fernán Pérez de Guzmán, en cuyas páginas reviven los hombres del siglo XV con los mismos cuerpos y almas que tuvieron; el picante y sazonadísimo Corbacho del Arcipreste de Talavera, tan rico de idiotismos populares, tan salpimentado de gracejo netamente castizo, digno precursor de la lengua de la Celestina y aun de la de Cervantes; la Visión Delectable de Alfonso de la Torre, en que la especulación científica se viste con los colores de la fantasía alegórica, produciendo un ensayo nada infeliz de novela filosófica, en estilo grave y robusto a la par que brillante; la Vita Beata de Juan de Lucena, poco original, sin duda, pero escrita, o más bien, traducida con pluma digna del siglo XVI, en algunos pasajes. Hasta en los ensayos de novela, especialmente en la Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, hay tentativas no enteramente frustradas de elocuencia sentimental, si bien el fárrago retórico y la pedantería de las alusiones clásicas suelen ahogar el limpio lenguaje de la pasión. La prosa de la primera mitad del siglo XV, sin ser tipo de perfección en nada, es un tipo tan enérgicamente caracterizado, tan simpático y genial, que no sólo nos deleita en sus monumentos legítimos, sino hasta en la ingeniosa falsificación del Centón Epistolario.
La poesía, sin embargo, continuaba siendo el género predilecto y más cultivado de todos, y compensaba con la extraordinaria abundancia y con la destreza técnica lo mucho que de valor intrínseco y de intención formal solía faltarla. La corte de D. Juan II fué principalmente una corte poética, y este aspecto suyo es el más conocido y no el menos interesante en la relación histórica y social, aunque no sea el de más positivo valor estético. Y aun aquí conviene hacer distinciones: Juan de Mena y el Marqués de Santillana, cada cual en su línea, son verdaderos poetas; y aun los que no llegan a tanto, suelen tener momentos muy felices. Además, en el arte de versificar hubo indudable progreso y aun cierto género de perfección relativa, y no fué estéril ni mucho menos la reforma que Juan de Mena, principalmente, quiso introducir en el dialecto poético, mostrando en esto más cordura y gusto que en las innovaciones que hizo en la prosa.
[p. 24] Conservaba esta escuela poética muchas de las prácticas propias de las escuelas de trovadores, cuya tradición había heredado de los poetas del Cancionero de Baena, herederos a su vez de la escuela gallega, como ésta de la provenzal. Después de tantas vicisitudes y transformaciones, poco o nada podía quedar del espíritu de una poesía lírica que en su país de origen había dejado de existir siglo y medio antes, desapareciendo con el estado social que la dió vida. No había, pues, ni podía haber imitación directa de los trovadores de Aquitania, arcaicos y oscurísimos en la lengua, y llenos de alusiones a personas y casos que ya no se entendían. El Marqués de Santillana no poseía ningún cancionero provenzal, ni más obra de aquella literatura que la enciclopedia de Matfre d'Ermengaud, titulada Breviari d'amor. Lo que se conservaba de los provenzales era la tradición métrica, más o menos degenerada, en manos de los tratadistas del Consistorio de Tolosa. D. Enrique de Villena los imitaba en su Arte de Trovar, y Juan Alonso de Baena se preciaba mucho de haber leído las cadencias logicales de los limosines. Con Cataluña había mucha hermandad literaria, como lo prueban los elogios de Santillana a Ausias March y el poemita de la Coronación de Mosén Jordi; pero Jordi y Ausias March eran poetas enteramente italianizados.
Tampoco creemos, a pesar de la respetable opinión de Puymaigre, que la Francia del Norte pueda reclamar gran cosa en el movimiento poético de la corte de D. Juan II. Es cierto que el Marqués de Santillana parece más versado en aquella literatura que en la provenzal; poseyó un hermoso códice del Roman de la Rose, y cita con oportunidad y exactitud algunas composiciones de Alain Chartier. Pero todo esto era para él materia de erudición, no de imitación: sus verdaderos modelos están en otra parte.
Quedan, pues, como únicas fuentes indisputables de la poesía cortesana de este reinado: 1.º, la tradición lírica de los cancioneros gallegos, visible en las serranillas, en los villancicos, en las esparsas, en las canciones, en los motes, y en general, en todas las poesías ligeras y cantables; 2.º, la forma alegórica de Dante, combinada a veces con reminiscencias del Petrarca, especialmente en los Triunfos, y de algún otro poeta italiano; 3.º, un fondo [p. 25] doctrinal de lugares comunes filosóficos, derivado de la frecuente lectura de los moralistas antiguos, especialmente de Séneca. Además, y por excepción, suelen encontrarse en algunos poetas, de los mas cultos, deliberadas imitaciones de algún poeta latino: Juan de Mena las tiene de Lucano y de Virgilio, y el Marqués de Santillana una bellísima de Horacio. Pero este caso es poco frecuente. En realidad, la escuela no era erudita, como lo había sido a su manera el antiguo Mester de clerecía: era poesía de corte y de salón, y aunque alternasen en ella hombres verdaderamente doctos, que la trataban con miras graves y procuraban enderezarla al provecho común de la república, la mayor parte de sus cultivadores eran meros aficionados, grandes señores que veían en el arte de trovar un nuevo modo de gala y gentileza, lo que hoy llamaríamos una rama del sport más refinado, y lo mismo combinaban rimas, que acosaban jabalíes en el monte o rompían lanzas en los torneos. La cultura literaria de estos próceres, lo mismo que la de los poetas de humilde origen, paniaguados y favoritos suyos, era con frecuencia muy superficial, y se reducía al conocimiento de aquella parte elemental del tecnicismo prosódico indispensable para la práctica. Con esto, y con la lectura de algunas crónicas y libros de caballerías, había bastante para ensayarse sin deslucimiento en los géneros más fáciles.
Hay, pues, en los Cancioneros una muchedumbre incontable de poesías breves y fugitivas: algunas de ellas fáciles, frescas y graciosas; otras, discretas, sutiles y alambicadas; las más, insulsas en la frase y triviales en el concepto, sin nada que realce y distinga unas de otras. Pero, para ser enteramente justos, hay que poner esta poesía en su marco propio, y hacernos cargo de que los contemporáneos no la vieron como nosotros en las rancias páginas de un códice donde se ha tornado letra muerta, sino rodeada de todos los prestigios que podían ofrecer las fiestas y saraos de una corte magnífica y ostentosa, en que estas poesías no se leían, sino que se cantaban, salvando, sin duda, lo gracioso del tono la insignificancia de la letra.
Al lado de esta poesía, que es, desgraciadamente, la que más abunda, y en la cual parecen apuradas todas las combinaciones posibles de los metros de arte menor (por lo cual hoy mismo no puede ser inútil su estudio para el versificador más hábil y [p. 26] ejercitado), hay, y no en pequeño número, poemas didácticos de moral y política, y visiones alegóricas de vicios y virtudes. No se excluyen de esta poesía grave y sentenciosa los metros cortos, pero suele preferirse la estancia de arte mayor, compuesta de ocho versos dodecasílabos. Estos poemas no son largos en general, comparados con los del Mester de clerecía o con los poemas clásicos del Renacimiento; el mismo Labyrintho de Juan de Mena, con sus 300 estancias, es de extensión muy moderada, aunque a los contemporáneos pareció un grande e inusitado esfuerzo. Pero, aunque materialmente no puedan llamarse prolijos, suelen ser de muy cansada lectura por la erudición impertinente de que rebosan, por la falta de interés narrativo, por lo vulgar, aunque bien intencionado, de los documentos morales, y por la plaga de alegorías monótonas e incoloras. Esto ha de entenderse, sin embargo, con muchas y muy notables salvedades, y, desde luego, a Mena y a Santillana no los alcanza más que en parte.
El número de poetas de este reinado es verdaderamente asombroso, aun descartando de él, como debe descartarse, a grandes ingenios del tiempo de Enrique IV y de la Reina Católica (los Manriques, por ejemplo), que con manifiesto olvido y trastorno de la cronología literaria han sido incluídos en él. Pero con esta exclusión y todo, y ateniéndonos al catálogo que en 1865 formó D. José Amador de los Ríos (catálogo que hoy podría aumentarse un tanto con hallazgos posteriores), resulta para un período de cuarenta y siete años la formidable cifra de doscientos diez y ocho poetas, de quienes, pocas o muchas, han llegado a nosotros composiciones, o a lo menos noticia segura de que existieron. Hay entre estos poetas mucha gente oscura; pero otros son personajes de la mayor notoriedad, que suelen tener una biografía mucho más poética e interesante que sus versos, como sucedió también entre los provenzales y en todas las escuelas de trovadores. Las crónicas del tiempo están llenas de sus hechos, y apenas falta apellido alguno de los más ilustres de Castilla, Aragón y Portugal; por lo cual, el estudio de los Nobiliarios tiene que ser inseparable del estudio histórico de los Cancioneros, y a cada paso se ve obligado el investigador literario a recurrir a las páginas de Argote, de Haro o de Salazar de Castro, para identificar los nombres de los poetas.
[p. 27] Centro de esta escuela literaria fué la propia persona del rey D. Juan II, aventajado discípulo del canciller D. Pablo de Santa María, que le había iniciado en «la moral philosophia e lengua latina e arte oratoria e poética», al decir de Mosén Diego de Valera. «Sabía del arte de la música, cantaba y tañía bien... oía muy de grado los dezyres rimados et conocía los vicios de ellos... plazíanle mucho libros e historias»; tal nos le retrata Fernán Pérez de Guzmán. Su carácter indolente y aniñado, que le hizo vivir en perpetua tutela, se acomodaba muy bien a los juegos del espíritu, pero no le dejaba pasar de un frívolo pasatiempo. Los poquísimos versos suyos que quedan, nada importan sino por el nombre de su autor, y otro tanto puede decirse de los de D. Álvaro de Luna, que tan aventajadas condiciones de prosista natural y abundante mostró en su libro De las Claras et Virtuosas Mujeres. Si algo curioso hay en sus rimas, como muestra del tono falso y convencional en que solían expresarse los afectos, es la extravagancia de las hipérboles amorosas, que no se detiene ni ante el sacrilegio.
Si por cosa baladí pueden dejarse a un lado los versos de estos poetas, por otra razón no menos atendible conviene sacar del cuadro de la literatura del reinado de D. Juan II las composiciones, alguna de ellas muy notable, que suelen atribuirse al obispo D. Alonso de Cartagena. Sin negar la posibilidad, ni aun la verosimilitud de que cultivase el arte de los trovadores, como lo hacía todo el mundo en su tiempo, y como parece indicarlo Fernán Pérez de Guzmán cuando elogia su amor a la sotil poesía, es lo cierto que no hay ningún dato positivo para afirmarlo. El Cancionero general no reconoce más poetas Cartagenas que uno, y como éste hizo versos a la Reina Católica, no puede ser el obispo de Burgos, que no alcanzó, ni con mucho, su felicísimo reinado. Separar lo que el Cancionero presenta unido, y repartirlo arbitrariamente entre dos poetas, puede ser procedimiento ingenioso, pero no de buena crítica.
Ni hay que empeñarse en añadir nombres a un catálogo en que tantos sobran. La cosecha poética en este tiempo fué tal, que pone espanto al investigador más paciente y aguerrido. No se puede formar idea de ella por el Cancionero general de Hernando del Castillo, que para esta época es pobrísimo, y apenas [p. 28] contiene muestras de unos veintinueve trovadores que realmente perteneciesen a ella. Las verdaderas colecciones poéticas para este reinado son otros Cancioneros, la mayor parte manuscritos: el llamado de Gallardo, dos de la Biblioteca de Palacio, el de Stúñiga en parte, el de Híjar, varios de la Biblioteca de París, sin olvidar, para los muchos portugueses que ya comenzaban a escribir en castellano, el copioso y bien conocido Cancionero de Resende, del cual debemos esmerada reimpresión a los bibliófilos de Stuttgard.
Nadie puede exigir de nosotros, y sería, por otra parte, tarea impropia de este lugar y fastidiosísima por todo extremo, el examen individual de tantos versificadores, adocenados e insípidos en su mayor número. Los Cancioneros están reclamando un trabajo crítico, bibliográfico, filológico e histórico, para el cual existen ya, aunque muy desparramados, excelentes materiales. Convendría hacer un catálogo general de todos estos poetas, con nota exacta de las diversas composiciones suyas registradas en cada una de las colecciones, y con cuantas noticias pudieran allegarse acerca de sus personas. Pero este trabajo, que por muchos conceptos sería de la mayor utilidad, nada tiene que ver con el juicio puramente literario, el cual sólo debe recaer sobre aquellos versos que son realmente poesía, y que, muy escasos siempre y en todas partes, por fuerza han de serlo más en escuelas tan artificiosas como la del siglo XV, que principalmente estimaba la poesía como pueril gimnasia de rimas o como ostentación de una falsa ciencia. En este volumen y en los cuatro anteriores, hemos procurado reunir cuanto en los cancioneros puede interesar a una persona de gusto que no haga de la historia del siglo XV objeto especial de sus estudios. [1] Al juzgar hoy esta poesía, debemos ser fieles al mismo criterio que predominó en nuestra selección, y detenernos sólo ante las figuras culminantes.
Tres poetas compendian la literatura del tiempo de D. Juan II, y son también los únicos cuyas obras merecieron conservarse íntegras y ser coleccionadas aparte. Este homenaje indirecto [p. 29] que les prestaron sus contemporáneos, ha venido a ser confirmado por el juicio de la posteridad. Estos tres poetas son Fernán Pérez de Guzmán, el Marqués de Santillana y Juan de Mena. Ellos darán principal asunto a nuestro estudio, pero antes conviene decir algo de un extraño personaje de quien no se conserva un solo verso, pero a quien es imposible omitir en una historia de nuestra poesía, porque fué autor de la primera Poética castellana.