Quien desee cifrar en un solo nombre la cultura literaria de la época de D. Juan II, difícilmente hallará ninguno que tan bien responda a su intento, ni pueda servir de personificación tan adecuada, como el de Don Íñigo López de Mendoza, primer Marqués de Santillana. Su talento flexible y ameno recorrió todos los géneros y formas de la literatura poética de su tiempo; y si en el largo catálogo de sus obras no se encuentra quizá ninguna que en lo trascendental de la concepción y en el vigor de algunos detalles pueda parangonarse con el Labyrintho de Juan de Mena, tampoco adolece (a lo menos en igual grado) de los defectos de aquella manera, ora enfática y rígida, ora crespa y campanuda, con que el poeta cordobés, lidiando a brazo partido con la lengua y con el metro, daba imperfecta expresión a la innegable grandeza de sus pensamientos. La inspiración en el de Santillana corre por cauce menos profundo, pero es más apacible y tersa. A falta de condiciones de orden superior, tiene todas las que nacen de la destreza técnica, nunca rebelde al impulso de su fantasía viva [p. 78] y lozana, que pasa sin el menor esfuerzo de lo grave y doctrinal a lo galante y fugitivo. Gran señor en poesía, como en todas sus cosas, muestra en su estilo cierto nativo desembarazo e ingénita bizarría, sin que baste ni siquiera el peso de la erudición pedantesca de su siglo para entorpecer y desfigurar la elegancia no forzada ni aprendida de los movimientos de su musa. En la poesía ligera es gran maestro: por él se aclimató definitivamente en el Parnaso castellano la serranilla gallega: si tuvo predecesores dentro de su propia familia, él se llevó en esto, como en lo demás, toda la fama de los Mendozas, según el dicho de un descendiente suyo. El Arcipreste de Hita, como franco realista que era, había parodiado algo brutalmente este delicado género entre popular y trovadoresco. El Marqués de Santillana, ingenio menos vigoroso y más femenino que el Arcipreste, pero por lo mismo más sensible que él a los halagos de la belleza lírica, recogió aquellas florecillas agrestes, y, sin hacerlas perder su nativo perfume, les dió otro más penetrante y refinado, poniendo en él una gota de inocente malicia. La Vaquera de la Finojosa quedó como tipo eterno del género, perjudicando quizá con su misma pulcritud y gentileza (que hace que tan fácilmente se pegue al oído) a la justa fama que merecían compartir con ella otras hermanas suyas no menos frescas y sabrosas.
Heredero de las tradiciones doctrinales de Ayala y Fernán Pérez de Guzmán (con quienes le unían hasta los lazos de la sangre); educado con la lectura asidua de los libros sapienciales de la Escritura y de los moralistas de la antigüedad clásica, escribe Santillana Proverbios y Doctrinales, y avisos y remedios contra adversa fortuna; pero como era poeta, no procede con el árido dogmatismo del Rimado de Palacio o de Las Setecientas, sino que con su decir vivo, rápido y pintoresco, comunica amenidad a los lugares comunes filosóficos, grabándolos en la memoria con adecuadas imágenes que visten y hermosean la austeridad de la sentencia. A una obra poética de filosofía moral debió precisamente una buena parte de su fama popular, nunca extinguida; y Marqués de los Proverbios se le llamaba todavía en la tierra solariega de su madre allá por los fines del siglo XVI, cuando los valles de Cantabria litigaban contra el señorío de los descendientes de D. Íñigo.
[p. 79] Con Juan de Mena comparte el Marqués el principado de la escuela alegórica, derivada de Dante y naturalizada en Castilla por Micer Francisco Imperial. No es la Comedieta de Ponza obra de tanto empeño ni de tan vasto plan como el Labyrintho. Circunscrita a un suceso contemporáneo y reflejando fielmente la impresión del momento, debe a su carácter de actualidad histórica la mayor parte de sus bellezas. Pero, fuera del poema de Juan de Mena, no hay ninguna de las innumerables visiones que en aquel siglo se escribieron, que aventaje a ésta ni aun se la acerque, ni en el brío de la versificación, ni en lo grave y maduro de las sentencias, ni en la hábil intercalación del diálogo, ni en el boato y pompa descriptiva de algunos trozos.
Fué gran discípulo de los italianos el Marqués de Santillana, y uno de los más calificados precursores de Boscán. No sólo tomó de Dante altísimos pensamientos, sino que a veces le tradujo literalmente; v.gr.: nessun maggior dolore...
La mayor cuyta, que
aver
Puede ningún
amador,
Es membrarse del
placer
En el tiempo del
dolor...
(Infierno de los Enamorados.)
Y no sólo de Dante, sino de Petrarca y Boccaccio fué admirador fervoroso y continuo lector. Al segundo le introdujo como capital personaje en su fantasía alegórica de la Comedieta de Ponza. A imitación del primero, compuso sonetos, los más antiguos sin duda que posee la lengua castellana. La introducción de tal forma métrica, aunque fuese de un modo imperfecto y algo rudo, bastaría para dar al Marqués de Santillana un puesto entre los poetas españoles del Renacimiento, al cual ya en rigor pertenece por su gusto, educación y tendencias. Dignas son de repetirse a este propósito las arrogantes palabras con que reconoce esta deuda el divino Herrera en su comentario a Garcilaso, hablando de la versificación toscana y del tiempo en que se introdujo entre nosotros: «No en la edad de Boscán, como piensan algunos; que más antigua es en nuestra lengua, porque el Marqués de Santillana, gran capitán español y fortísimo cavallero, tentó primero [p. 80] con singular osadía, y se arrojó venturosamente en aquel mar no conocido, y volvió a su nación con los despojos de las riquezas peregrinas. Testimonio desto son los sonetos suyos, dinos de veneración por la grandeza del que los hizo, y por la luz que tuvieron en la sombra y confusión de aquel tiempo.»
Es cierto que sólo con gran trabajo podía abordar el Marqués los textos latinos en su original, y de ningún modo los griegos; pero su generoso entusiasmo por las letras triunfó en parte de estos obstáculos, y, ya que no podía poseer las formas, logró a lo menos hacerse señor de las materias. Su condición de Mecenas suplió lo que faltaba a su educación, que no había sido de humanista. Rodeado de una verdadera corte literaria, encargó a los que tenía por más doctos traducciones de los libros que más excitaban su curiosidad y más podían aprovecharle en sus estudios. «A ruego e instancia mía, primero que de otro alguno (dice él mismo), se han vulgarizado en este reyno algunos poemas, así como la Eneyda de Virgilio, el libro mayor de las Transformaciones de Ovidio, las Tragedias de Lucio Aneo Séneca, e muchas otras cosas en que yo me he deleytado fasta este tiempo e me deleyto, e son asy como un singular reposo a las vexaciones e trabaxos que el mundo continuamente trahe, mayormente en estos nuestros reynos.» Por industria de un capellán suyo, Pedro Díaz de Toledo, penetró también en estas partes de España el divino Platón, representado por el más admirable de sus diálogos, el Phedon, que ya se podía leer en nuestra lengua antes de 1450. Tarde, sin duda, e imperfectamente llegó el Marqués a trabar conocimiento con Homero, no ya en el diminuto compendio de Juan de Mena, sino en versiones derivadas de la latina del milanés Pedro Cándido Decimbre. Valióse para obtenerlas de su propio hijo, el protonotarino D. Pedro González de Mendoza, que con el tiempo había de ser gran Cardenal de España, y andaba entonces en el estudio de Salamanca. En carta inestimable para la historia del humanismo español, decía D. Íñigo a su hijo: «Algunos libros... he rescebido, este otro día, por un pariente e amigo mío, que nuevamente es venido de Italia, [1] los quales asy por [p. 81] Leonardo de Arecio como por Pedro Cándido, milanés, d'aquel príncipe de los poetas, Homero, e de la historia troyana que él compuso, a la qual Iliade intituló, traducidos del griego a la lengua latina, creo ser primero, segundo, tercero e quarto, e parte del décimo libro. E como quier que por Guydo de Columna, e informados de las relaciones de Ditis, griego, e Dares, frigio, e de otros muchos auctores, asaz plenaria e extensamente ayamos noticia d'aquellas, agradable cosa será a mí ver obra de tan alto varón e quassi soberano príncipe de los poetas, mayormente de un litigio militar o guerra, el mayor e más antiguo que se cree aver seydo en el mundo. E assy, ya sea que non vos fallescan trabajos de vuestros estudios, por consolación e utilidad mía e de otros, vos ruego mucho vos dispongades; e pues que ya el mayor puerto, e creo de mayores fragosidades, lo passaron aquellos dos prestantes varones, lo passedes vos el segundo, que es de la lengua latina la nuestro común idioma.»
No sabemos si D. Pedro González de Mendoza llegó a cumplir el deseo de su padre, tan vivamente manifestado. Pero si sabemos que Volmöller acaba de descubrir una traducción, en prosa casllana, de los cinco primeros libros de la llíada, según el texto latino de Pedro Cándido, dedicada al Rey D. Juan II. ¿Será ésta la misma del protonotario? De todos modos, corresponde a la misma época, y es la primera aparición de Homero en la literatura española.
Aunque clásico en la dirección general de su espíritu y de sus lecturas, el Marqués de Santillana no rompió bruscamente con las tradiciones de la poesía de la Edad Media. Por muchos lazos permanecía aún unido a la escuela de los trovadores. Bien lo comprueba lo que pudiéramos llamar su poética, el memorable prohemio o carta que envió al Condestable D. Pedro de Portugal con el Cancionero de sus obras. Este documento, tan traído y llevado por la crítica desde que le dió a conocer el P. Sarmiento y le imprimió íntegro el bibliotecario D. Tomás Antonio Sánchez, con notas de erudición caudalosísima para su tiempo, es medio preceptivo, medio histórico, y en uno y otro sentido muy digno de atenta consideración. No es, como los fragmentos del Arte de trovar de D. Enrique de Villena, mera imitación de las poéticas provenzales, aunque ciertamente arguye que a Santillana le eran [p. 82] familiares. Más elevados y trascendentales son sus propósitos, más alto su concepto de la poesía: «fingimiento de cosas útiles, cubiertas o veladas con muy fermosa cobertura, compuestas, distinguidas et scandidas por cierto cuento, peso y medida». Aquí hay ya una noción estética, aunque ligera y vagamente formulada, en la cual entran como elementos esenciales el concepto de la forma (fermosa cobertura), el de ficción o creación poética (fingimiento) y el de utilidad doctrinal, por donde viene la poesía a ser a los ojos del Marqués de Santillana, no sólo una ciencia, sino la «más prestante, más noble o más dina del hombre... cá las oscuridades et cerramientos de las sciencias, ¿quién las abre, quién las esclaresce, quién las demuestra e face patentes, sinon la eloquencia dulce e fermosa fabla, sea metro, sea prosa?»
Es, pues, la poesía «un celo celeste, una affection divina, un insaciable cibo (o alimento) del ánimo, y así como la materia busca la forma e lo imperfetto la perfettión, nunca esta sciencia de poesía e gaya sciencia se fallaron si non en los ánimos gentiles y elevados espíritus». Y parafraseando muy lindamente un pasaje de Casiodoro, anadía: «Esta en los délficos templos se canta, e en las cortes e palacios imperiales e reales, graciosamente es rescebida. Las plazas, las lonjas, las fiestas, los convites opulentos, sin ella asy como sordos en silencio se fallan.»
Bastaría esta carta para probar la varia y selecta erudición del Marqués de Santillana, que ya toma pensamientos de los libros retóricos de Marco Tulio, ya noticias historiales de las Etimologías de San Isidoro; ya cita (seguramente de memoria, como lo prueban las variantes), versos de la Divina Comedia, que parece haber sabido de coro; ya se dilata, complacido, en las alabanzas del Petrarca y del poeta excellente e orador insine Johan Boccaccio, recordando cuán aceptos fueron el uno al rey Roberto de Nápoles, y el otro, al rey Juan de Chipre.
El espíritu de hombre del Renacimiento, que dominaba en el Marqués de Santillana, le hace despreciar y calificar de ínfima la poesía popular, y de mediocre toda poesía en lengua vulgar, reservando el calificativo de sublime para «aquellos que las sus obras escribieron metrificando en lengua griega o latina».
De los provenzales, parece haber conocido las poéticas más bien que los poetas, y aun éstos sólo de nombre y por citas de [p. 83] los italianos. Así, de Arnaldo Daniel, uno de los poquísimos que menciona (sin duda por haberle encontrado en la Divina Comedia ) , dice expresamente que no había visto obra alguna.
Mucho más versado estaba en la lectura de los poetas franceses de los siglos XIV y XV, aunque nunca o rarísima vez los imitase. Existe todavía, aunque no desgraciadamente en España, el códice magnífico del Roman de la Rose, que perteneció a su biblioteca; y además de Guillermo de Lorris y su continuador, aparecen citados, con notable encarecimiento en sus escritos, Michaute (Michault), que escribió «un grand libro de baladas, canciones, rondeles, lays e virolays, e assonó muchos dellos»; Micer Otho de Grandson, «cavallero estrenuo e muy virtuoso, que se ovo alta e dulcemente en esta arte»; Maestre Alan Charrotier (Alain Chartier), «muy claro poeta moderno, e secretario deste rey Luis de Francia (Luis XI), que con grand elegancia compuso e cantó en metro el Debate de las quatro damas, la Bella Dama Sanmersi, el Revelle matin, la Grand pastora, el Breviario de nobles e el Hospital de amores: por cierto cosas asaz fermosas e placientes de oir». A estas aficiones del Marqués de Santillana, ya raras en su tiempo, y que no se limitaban a la literatura, sino que se extendían a los trajes, armas y costumbres francesas, aludía manifiestamente el autor de las Coplas de la Panadera, cuando presentaba a D. Íñigo en la batalla de Olmedo.
Con fabla casi
straniera,
Armado como
francés.
Obsérvese que todos los poetas franceses citados por el Marqués de Santillana, pertenecen a la escuela alegórica y pedantesca, cuyo principal monumento es el Roman de la Rose. Los poemas caballerescos habían pasado de moda, y el Marqués, que, como hombre de corte, la seguía en casi todo, no parece haber tenido conocimiento directo de ellos, a lo menos en su primitiva forma rimada. Ni uno sólo se encuentra citado en sus obras: ni uno sólo queda entre los venerables restos de su biblioteca, salvados del incendio del palacio de Guadalajara y de extravíos posteriores.
Pero mucho mayor que su inclinación a lo francés, fué su pasión por todo lo italiano. Concedía cierta preferencia a los [p. 84] franceses en el guardar del arte, esto es, en el empleo de una técnica más artificiosa y complicada, pero en todo lo demás daba la ventaja a los itálicos, «cá las sus obras se muestran de más altos engenios, e adórnanlas e compónenlas de fermosas e pelegrinas estorias... ponen sones asymesmo a las sus obras, e cántanlas por dulces e diversas maneras, e tanto han familiar acepta e por manos la música, que paresce que entre ellos ayan nascido aquellos grandes philósophos Orpheo, Pitágoras e Empedocles, los quales, asy como algunos descriven, non solamente las yras de los omes, más aún a las furias infernales con las sonorosas melodías e dulces modulaciones de los sus cantos aplacavan. ¿E quién dubda que, asy como las verdes fojas en el tiempo de la primavera guarnescen e acompañan los desnudos árboles, las dulces voces e fermosos sones non apuesten e acompañen todo rimo, todo metro, todo verso, sea de cualquier arte, peso e medida?» Este profundo sentido del ritmo musical en relación con el ritmo poético, es dote característica del Marqués de Santillana, que a ella debió la excelencia de ser sin disputa el primero y más armonioso de los versificadores de su tiempo.
Contiénense en el Prohemio del Marqués de Santillana las únicas noticias y juicios que la Edad Media española nos dejó sobre sus poetas. Puede considerarse como el primer ensayo de nuestra historia literaria, y cosas hay en él que no han sido de todo punto entendidas y aprovechadas hasta nuestros días. Fué Santillana el primero que reconoció los orígenes gallegos de nuestra poesía lírica: «E después fallaron esta arte que mayor se llama, et el arte común, creo en los reynos de Galicia e Portugal, donde non es de dubdar que el exercicio destas sciencias más que en ningunas otras regiones e provincias de España se acostumbró... E aun destos es cierto rescevimos los nombres del arte, asy como maestría mayor e menor, encadenados, lexaprén e mánsobre.» El Marqués había leído cuando muchacho un cancionero gallego, que no debía de diferir mucho de los dos que hoy se conservan en Roma: «Acuérdome, Señor muy manífico, seyendo yo en edat non provecta, mas assaz pequeño mozo, en poder de mi abuela Doña Mencía de Cisneros, entre otros libros aver visto un gran volúmen de cantigas serranas, e decires portugueses e gallegos, de los quales la mayor parte eran del rey Don Dionis de [p. 85] Portugal (creo, Señor, fué vuestro bisabuelo), cuyas obras aquellos que las leían, loaban de invenciones sotiles e de graciosas e dulces palabras.»
Fué también el Marqués fino conocedor de la literatura catalana: «Los catalanes (decía), valencianos e aun algunos del reyno de Aragón, fueron e son grandes officiales desta arte.» Conoció, a lo menos de fama, algún trovador catalano-provenzal como Guillén de Bergadá y Pau de Benvivre, y positivamente había leído mucho a todos los poetas catalanes y valencianos de su tiempo: Pedro March el viejo, cuyos proverbios de grand moralidad respondían a una de las tendencias dominantes en su espíritu; el gran petrarquista Mosen Jordi de Sant Jordi, «el qual ciertamente compuso asaz fermosas cosas, las quales él mesmo asonava, cá fué músico excelente», y a cuya coronación dedicó el Marqués uno de sus más graciosos poemas, primera prenda de fraternidad entre las musas catalanas y las castellanas; Ansías March, en fin, «grand trovador e ome de assaz elevado espíritu».
No conoció el Marqués, o desdeñó, los primitivos monumentos de la poesía heroica de Castilla: ni siquiera el nombre de cantar de gesta suena en el Prohemio ni en otra ninguna de sus obras. Sus noticias empiezan con el Mester de clerecía, y aun en esto son muy incompletas: a Berceo ni siquiera le nombra: en cambio menciona un poema no descubierto hasta hoy, Los votos del Pavón, que debió de ser continuación del Alexandre, como lo es en los poemas franceses del mismo argumento.
De los juicios de Santillana sobre los poetas posteriores al Arcipreste de Hita, entre los cuales da la preferencia a Micer Francisco Imperial, sin duda por haber imitado a Dante, hemos tenido ya ocasión de hacer mérito en el curso de estos estudios.
Tal fué la educación literaria, tales las lecturas predilectas del Marqués de Santillana. Aunque no hubiese sido bajo muchos aspectos el primer escritor de su tiempo, siempre se le debería estimar como el hombre de más varia y amena cultura que honró la corte de D. Juan II. No fué propiamente un sabio ni un humanista, pero fué, además de excelente poeta, un admirable aficionado, un espléndido Mecenas, un colector muy inteligente, un hombre benemérito en grado sumo de la cultura nacional. Su casa de Guadalajara era una Academia y un Museo. «Tenía gran [p. 86] copia de libros (dice Hernando del Pulgar) e dábase al estudio, especialmente de la filosofía moral e de cosas peregrinas e antiguas; e tenía siempre en su casa doctores e maestros, con quienes platicaba en las sciencias e lecturas que estudiaba.» Aquella bellísima colección de códices, vinculada por su hijo D. Diego (primer Duque del Infantado), no ha resistido, sino en muy pequeña parte, a las vicisitudes de los tiempos. Los restos de ella, preciosísimos sin embargo, paran hoy en la Biblioteca Nacional, salvo alguno que otro códice que en hora menguada emigró de España. Con presencia de estos códices, existentes hasta estos últimos años en la biblioteca de Osuna, y con las citas y referencias de otros autores que hace el de Santillana en sus obras, intentó con buen éxito Amador de los Ríos la restauración de la biblioteca del Marqués, que no es el capítulo menos interesante de su biografía literaria.
Su retrato físico y moral está trazado por la clásica pluma de Hernando del Pulgar en uno de los mejores capítulos de sus Claros Varones de Castilla. Fué D. Íñigo «hombre de mediana estatura, bien proporcionado en la compostura de sus miembros, e fermoso en las faciones de su rostro... Era hombre agudo e discreto, e de tan gran corazón, que ni las grandes cosas le alteraban, ni en las pequeñas le placía entender. En la continencia de su persona, e en el razonar de su fabla, mostraba ser hombre generoso e magnánimo. Fablaba muy bien e nunca le oían decir palabra que non fuesse de notar, quier para doctrina, quier para placer. Era cortés, e honrador de todos los que a él venían, especialmente de los hombres de sciencia... Fué muy templado en su comer e beber, y en esto tenía una singular continencia... Era caballero esforzado, e ante de la facienda, cuerdo e templado; e puesto en ella, ardit e osado, e ni su osadía era sin tiento, ni en su cordura se mostró jamás punto de cobardía... Gobernaba asimismo con grand prudencia las gentes de armas de su capitanía, e sabía ser con ellos señor e compañero. E ni era altivo con el señorío, ni raéz en la compañía, porque dentro de sí tenía una humildad que le facía amigo de Dios, e fuera guardaba tal autoridad, que le facía estimado entre los hombres. Daba liberalmente todo lo que a él como capitán mayor pertenescía de las presas que se tomaban, e allende de aquello, repartía de lo suyo en los [p. 87] tiempos necesarios. E guardando su continencia con graciosa liberalidad, las gentes de su capitanía le amaban, e temiendo de le enojar, no salían de su orden en las batallas... Los poetas decían por él que en la corte era grand Febo por su clara gobernación, e en campo Aníbal por su grand esfuerzo. Era muy celoso de las cosas que a varón pertenescía facer, e reprensor de las flaquezas que veía en algunos hombres... Solía decir a los que procuraban los deleytes, que mucho más deleytable debía ser el trabajo virtuoso, que la vida sin virtud, quanto quier fuesse deleytable. Tenía una tal piedad, que qualquier atribulado o perseguido que venía a él, fallaba muy buena defensa e consolación en su casa, pospuesto qualquier inconveniente que por le defender se le pudiesse seguir... Este claro varón en las huestes que gobernó... con la autoridad de su persona e no con el miedo de su cuchillo, gobernó sus gentes, amado de todos, e no odioso a ninguno... Tenía gran fama e claro renombre en muchos reynos fuera de España; pero reputaba muy mucho más la estimación entre los sabios, que la fama entre los muchos. E porque muchas veces vemos responder la condición de los hombres a su complexión, e tener siniestras inclinaciones aquellos que no tienen buenas complexiones, podemos sin duda creer que este caballero fué en grand cargo a Dios por le aver compuesto la natura de tan igual complexión, que fué hábil para recebir todo uso de virtud, e refrenar sin grand pena qualquier tentación de pecado... Si verdad es que las virtudes dan alegría e los vicios traen tristera, como sea verdad que este caballero lo más del tiempo estaba alegre, bien se puede judgar que mucho más fué acompañado de virtudes que dan alegría, que señoreado de vicios que ponen tristeza.»
La semblanza puede estar algo hermoseada, pero la exactitud de los principales rasgos es evidente, porque concuerda de todo punto con la impresión moral que nos dejan las obras del Marqués y aun el conjunto de los actos de su vida. El Marqués de Santillana era sobre todo un hombre bien equilibrado, un espíritu naturalmente recto, sereno y algo frío, que solía realizar el bien sin esfuerzo, sin lucha interior, cuando no se atravesaba el cuidado de su propio medro, al cual no puede negarse que atendió hasta con exceso, si bien en términos de relativa honestidad, para lo que toleraba la moral política de aquellos tiempos. Fué [p. 88] tan hábil como afortunado, y apenas hubo cosa en que pusiese mano, que no le saliese a la medida de su talante. En esto, corno en otras muchas cosas, se pareció a su tío Ayala; pero ni D. Íñigo tuvo que empeñarse en tan fieras y desesperadas contiendas, ni los tiempos que alcanzó, con ser muy duros, fueron tales como aquellas sangrientas postrimerías del siglo XIV, en que la noción moral estuvo a punto de naufragar en todos los espíritus, abrumados por el espectáculo de tan continuas atrocidades y perfidias. Pudo, pues, sin tanto esfuerzo como el Canciller, sacar ilesa su honra en medio de la fiera avenida de tantas ambiciones desbordadas, fundar la casa más poderosa de Castilla, legar a sus numerosos hijos el más pingüe patrimonio, y dormirse después en la paz del Señor con tan ejemplar y cristiana muerte como en el Razonamiento de Pedro Díaz de Toledo se relata. Había disfrutado de todos los halagos de la fortuna y de la gloria: temido capitán, experto político, dechado de caballeros, él imponía hasta la ley de la moda en armas y arreos militares: «Fué el primero que traxo a estos reynos (dice su secretario Diego de Burgos) muchos ornamentos e insinias de cavallería, muchos nuevos aparatos de guerra; e non se contentó con traerlos de fuera, mas añadió e emendó en ellos e inventó por sí muchas cosas, que a toda persona eran gran maravilla e de que muchos ficieron arreo. Así que, en los fechos de armas, ninguno en nuestros tiempos es visto que tanto alcanzase, nin que, en las cosas que a ellos son convinientes, toviese en estas partes deseo tan grande de gloria.»
Su fama traspasó los aledaños de la península, y Juan de Mena, en el Prohemio de su Coronación, refiere que hubo extranjeros que vinieron a Castilla sólo por el deseo de conocerle. Y añade en su diabólica y revesada prosa: «La qual volante fama, con alas de ligereza, que son gloria de buenas nuevas, encabalgó los gállicos Alpes, e discurrió hasta la frigiana tierra.»
Afortunado en todo el Marqués de Santillana, lo ha sido hasta en encontrar biógrafos y editores muy diligentes. Escribió primero su vida D. Tomás Antonio Sánchez, con la sólida erudición y recto juicio que hacen de él uno de los más calificados precursores de la escuela moderna. Y, en nuestros días, el ilustre autor de la Historia crítica de la Literatura Española, levantó a la [p. 89] memoría del Marqués el más digno y perdurable monumento con la edición completa de sus obras, escrupulosamente cotejadas con gran número de códices, e ilustradas con la vida del autor, notas y comentarios. Este trabajo, publicado en 1852, es sin género de duda uno de los que más honran la memoria de Amador de los Ríos, y una de las mejores ediciones que tenemos de cualquier autor clásico castellano. Guiándonos por tan seguros maestros, apuntaremos aquí lo substancial de la biografía del Marqués, fijándonos sobre todo en lo que puede contribuir a la ilustración de sus obras literarias.
Nació D. Íñigo López de Mendoza el 19 de agosto de 1398 en la antigua e histórica villa de Carrión de los Condes, que ya había sido cuna de otro poeta moralista, el Rabí Don Sem Tob. Pero aunque su nacimiento casual fuese en la tierra llana de Castilla, su prosapia paterna era la de los Mendozas de Álava, y su madre fué aquella fiera y arrogante rica hembra montañesa que se llamó Doña Leonor de la Vega, a quien debió el futuro Marqués, no sólo el cuidado de su educación, sino la salvación de su patrimonio contra todo género de usurpadores, detentadores y litigantes, quier por vía de derecho, quier por fuerza de armas. Aquella mujer extraordinaria, en quien se aunaban una firmeza varonil e inquebrantable y una astuta y paciente cautela, muy propia de su raza, fué quien verdaderamente formó el espíritu de su hijo, de quien podemos decir (recordando una frase que a otro propósito escribió el Padre Sigüenza) que anduvo muy montañés en todos los actos de su vida política. Y, sin duda por eso, la tradición vulgar, consignada en un libro de cuentos del siglo XVI, le presentaba, muy contra la verdad histórica, viniendo mancebo de la Montaña, en piernas y con dos lebreles, que presentó en Segovia a D. Juan II, comenzando a captarse su voluntad de esta suerte. Tan absurda conseja tiene, no obstante, cierto valor simbólico, como todas las de su género.
A la temprana edad de siete años, quedó D. Íñigo huérfano de padre. Habíalo sido el prepotente Almirante de Castilla Don Diego Hurtado de Mendoza, señor de Hita, Buitrago, Guadalajara y el Real de Manzanares, tenido por el prócer más acaudalado de Castilla en su tiempo. Su muerte fué la señal de la invasión de una parte considerable de los estados de la casa de Mendoza [p. 90] por deudos y vecinos codiciosos. Y aunque la buena maña de doña Leonor de la Vega hizo reconocer a su hijo en el señorío de Hita y Buitrago, cuyos concejos le prestaron pleito homenaje, no aconteció lo mismo en Guadalajara, de la cual se apoderó a viva fuerza un hermano del Almirante, el señor de Rello; ni en el Real de Manzanares, sobre el cual entabló litigio la Condesa de Trastamara doña Aldonza de Mendoza, hija del primer matrimonio de D. Diego; ni, finalmente, en los valles de la Montaña, donde encendieron cruenta guerra civil los Manriques, señores de Castañeda, aspirando a la posesión de Liébana, Pernía y Campoo de Suso. Un tremendo banderizo de la parte de los Manriques, Garci González Orejón, después de invadir el solar de la Vega, cayó sobre Potes con buen golpe de gente armada, cometiendo todo género de violencias y tropelías; pero fueron rechazados por los parciales de doña Leonor, que acaudillaba Pero Gutiérrez de la Lama.
Nada bastó a abatir la entereza de la señora de la Vega, que, dividiendo a sus enemigos, acabó por triunfar de todos ellos. Consiguió que el Real de Manzanares se pusiese en secuestro y tercería hasta probar el mejor derecho, nombrándose juez árbitro al Obispo de Sigüenza. El señor de Rello siguió ocupando las casas mayores de Guadalajara, pero reconoció el mejor derecho de su sobrino y se obligó a pagarle dos mil maravedís anuales a modo de alquiler de ellas. En virtud de sentencia favorable de los oidores Juan González de Acevedo y Juan Alfonso de Toro, fué reconocida doña Leonor en 1407 por señora de los valles de Carriedo, Villaescusa, Cayón, Camargo, Cabezón y el Alfoz de Lloredo. En 1409 consiguió de los Manriques la devolución de la casa y torre de la Vega, y, por último, a fuerza de requerimientos sostenidos por las armas de sus parciales, logró hacerles abandonar lo que en Liébana tenían usurpado. Al mismo tiempo, y para asegurarse el apoyo de uno de los magnates más poderosos de Castilla, concertó el matrimonio de su hijo Íñigo con doña Catalina de Figueroa, hija del Maestre de Santiago D. Lorenzo Suárez, firmándose las capitulaciones matrimoniales en Ocaña el 17 de agosto de 1408, y aportando la novia 15.000 florines de oro del cuño de Aragón. Por la corta edad de los cónyuges, los desposorios no se verificaron hasta 1412, en Valladolid, cuando ya el Maestre de Santiago había pasado de esta vida.
[p. 91] Nada positivo podemos afirmar acerca de la educación del Marqués de Santillana, salvo que fué puramente doméstica, recibida en casa de su madre y de su abuela doña Mencía de Cisneros, al calor de las tradiciones familiares de un linaje en que todos habían sido poetas o protectores de poetas: su padre el Almirante, su abuelo Pero González de Mendoza.
La primera vez que Íñigo López aparece siguiendo la corte, es en el viaje del Infante de Antequera a Aragón (1414). Tenía entonces diez y ocho años, y pudo observar de cerca el renacimiento de las artes trovadorescas y el esplendor de sus justas, tal y como le describe D. Enrique de Villena en el Arte de Trovar, que años después dedicó al propio señor de Hita y Buitrago.
El simple relato de los hechos anteriores, basta para probar la inexactitud del dicho de Hernando del Pulgar, cuando afirma «que al Marqués, muertos el Almirante, su padre, y Dona Leonor de la Vega, su madre, e quedando bien pequeño de edad, le fueron ocupadas las Asturias de Santillana e gran parte de los otros bienes; e como fué en edad que conosció ser defraudado en su patrimonio, la necesidad, que despierta el buen entendimiento, e el corazón grande, que no deja caer sus cosas, le ficieron poner tal diligencia, que veces por justicia, veces por armas, recobró todos sus bienes». Pues la verdad es que doña Leonor de la Vega no falleció hasta 1432, y que la conservación, o mejor dicho, el recobro de los estados de D. Íñigo, no se debió en primer término a la diligencia de éste, sino a la increíble habilidad de su madre, a quien con hipérbole un tanto desaforada llega a comparar Amador de los Ríos nada menos que con la gran reina doña María de Molina.
Pero si D. Íñigo no tuvo necesidad de recobrar su patrimonio, es cierto que anduvo muy diligente en acrecentarle, aprovechando cuantas ocasiones le presentó el río revuelto de las discordias políticas, comenzando por afiliarse en el partido de los Infantes de Aragón, que aspiraban a derrocar de la privanza a D. Álvaro de Luna, imponiendo a la flaca voluntad del Rey nueva y más pesada tutela.
Fué, pues, Íñigo López de los que, conjurados con el Infante D. Enrique (entonces Maestre de Santiago), desacataron la majestad real en Tordesillas y en Ávila, en 1420, obligando a Don [p. 92] Juan II a velarse con su esposa la Reina doña María y a convocar Cortes. Fué también de los que cercaron al Rey en el castillo de Montalbán, pretendiendo rendirle por hambre y forzándole a matar su propio caballo para dar de comer a sus gentes de armas.
Mal sosegadas aquellas parcialidades, retrájose D. Íñigo a sus casas de Guadalajara, y más de grado que por fuerza hubo de transigir en el viejo pleito con la Condesa de Trastamara sobre el Real de Manzanares, logrando así y todo mejor partido de lo que razonablemente hubiera podido esperarse del justo desagrado con que en la corte debían mirarle. Por la sentencia de 22 de julio de 1423, aquel estado se dividió entre doña Aldonza y el señor de Hita y Buitrago, pero éste, dos días después de haber entrado en posesión de los pueblos que la sentencia le adjudicaba, protestó solemnemente contra aquella concordia, que estimaba como nula y forzada.
Cambiando lenta y hábilmente de política, vino a encontrarse Íñigo López en 1429 en la hueste de D. Juan II y del Condestable contra el Rey de Navarra y el Infante D. Enrique, que amagaban con una invasión desde la frontera aragonesa. No fué de los primeros el señor de Hita en acudir al llamamiento, y D. Juan hubo de enojarse por ello; pero «desque vino (prosigue la Crónica), él se desculpó de tal manera, quel Rey perdió dél toda sospecha, e fizo el juramento e pleyto homenaje que los perlados e caballeros habían fecho en Palencia». Con trescientas lanzas y seiscientos infantes, fué encargado de defender la frontera por la parte de Agreda. Y entonces, antes de entrar en campaña, lanzó, a usanza de los antiguos trovadores, un cartel de desafío en verso contra los aragoneses:
Uno piensa el vayo,
Otro el que lo
ensilla
No será gran
maravilla,
Pues tan presto
viene mayo,
Que se vistan negro
sayo
Navarros e
aragoneses
E que pierdan los
arneses
En las faldas del
Moncayo..
A este cartel respondió de la parte contraria Juan de Dueñas:
Aunque visto mal
argayo,
[p. 93] Ríome desta fablilla,
Porque algunos de
Castilla
Chirlan más que
papagayo;
Ya vinieron al
ensayo
Con aquellos
montanyeses;
Preguntatlo a
cordobeses
Cómo muerden en su
sayo...
No el valor, que allí mostró en grado heroico, pero sí la fortuna desamparó a Íñigo López en los campos de Araviana, donde su reducida hueste fué destrozada por la más numerosa y aguerrida del aventurero Ruy Díaz de Mendoza el Calvo. Sólo cincuenta hombres de armas quedaron al lado del señor de Hita, sin que todos los esfuerzos del enemigo lograsen desalojarlos de un ribazo donde se habían hecho fuertes.
Aquella derrota equivalió a una victoria, así para el crédito militar de D. Íñigo, como para los adelantos de su fortuna. Le valió por de pronto una merced de quinientos vasallos en tierra de Guadalajara, y poco después, cuando en enero de 1430 Don Juan II dió sentencia de confiscación de todos los bienes y estados que en Castilla poseían los Infantes de Aragón, fué el señor de Hita uno de los que mejor parte recogieron en los despojos, obteniendo el señorío de los pueblos de Fuente el Viejo, Armunia, Pioz, Meco, Retuerta y otros hasta el número de doce.
Esta campaña de Aragón, tan aprovechada para su poder y riqueza, no fué tampoco estéril para su gloria literaria. Sus dos primeras serranillas, que son probablemente las más antiguas que compuso, pertenecen a este tiempo, como de ellas mismas se infiere:
Aunque
me vedes tal sayo,
En Ágreda soy
frontero,
E non me llaman
Pelayo
Magüer me vedes
señero...
......................
Traía
saya apretada
Muy bien presa en
la cintura,
A guissa de
Extremadura,
Cinta e collera
labrada.
Dixe: «Dios te
salve, hermana,
Aunque vengas
d'Aragón,
Desta serás
castellana.»
[p. 94] Respondióme: «Cavallero,
Non penssés que me
tenedes,
Ca primero
provaredes
Este mi dardo
pedrero;
Ca después desta
semana
Fago bodas con
Antón,
Vaquerizo de
Morana.
Mientras Íñigo López peleaba y trovaba en la frontera de Aragón, no abandonaba el Conde de Castañeda sus nunca dormidas pretensiones sobre los valles de las Asturias de Santillana. Los partidarios de los Manriques, y los de doña Leonor de la Vega, venían continuamente a las manos, llegando las cosas a punto de exigir la presencia de Íñigo en la Montaña por mayo de 1430. Hervía la tierra en pleitos y en bandos, sostenidos por doña Leonor con tesón indomable, que resistía a todos los requerimientos de la curia regia, empeñada en la imposible empresa de apaciguar los encrespados ánimos de los montañeses, en quienes parece ingénita la vocación de litigantes perpetuos y aun temerarios. Por fin, el doctor Diego Gómez de Toro consiguió hacer salir de las merindades al de Castañeda y a Íñigo López, poniendo en secuestro los valles disputados, que prosiguieron siendo materia de inextricables contiendas jurídicas, las cuales todavía duraban en el siglo XVII, y dar abundante materia a los ingentes mamotretos del famosísimo Pleito de los Valles.
A esta visita del Marqués de Santillana a los estados patrimoniales de su madre, ha de referirse la composición de una de sus más lindas y picarescas serranillas, escrita seguramente en Liébana, y llena de indicaciones geográficas:
Mozuela
de
Bores
Allá só
la Lama,
Púsome en
amores.
...................
Dixo: «Cavallero,
Tirat vos afuera:
Dexad la vaquera
Pasar el otero;
Cá dos labradores
Me piden de Frama,
Entrambos
pastores.»
[p. 95] «Sennora, pastor
Seré si queredes:
Mandarme podedes
Como a servidor:
Mayores dulzores
Será a mí la brama,
Que oyr
ruyseñores.»
Así
concluymos
El nuestro processo
Sin facer excesso,
Et nos avenimos.
E fueron las flores
De cabe
Espinama
Los
encubridores.
Al año siguiente (1431), vino a llenar de gloria las armas cristianas, abriendo breve paréntesis en el monótono curso de las discordias civiles, la expedición a Granada y la memorable batalla de la Higuera, aunque el suceso, con ser grande, resultase por de pronto estéril y de más aparato que substancia. Detenido en Córdoba por grave dolencia, no tomó parte personal en aquel triunfo el señor de Hita; pero sí su mesnada, que dirigía Pedro Meléndez de Valdés, y que con heroica temeridad llegó hasta el centro de la hueste musulmana, encontrándose de súbito cercada por innumerable muchedumbre y aislada del resto del ejército, con lo cual hubiera infaliblemente sido exterminada, sin el oportuno auxilio del arrojado señor de Batres, que, rompiendo por la morisma con sus gentes, acorrió a las que llevaban la enseña de su sobrino.
Sabido es que, después de la batalla, y en parte por las competencias suscitadas sobre quién había llevado la mayor prez en esta acción caballeresca, fueron ahondándose las divisiones y agriándose los ánimos del Condestable y de sus émulos, parando por entonces las cosas en ser reducidos a prisión Fernán Pérez de Guzmán, el señor de Valdecorneja Fernán Alvarez de Toledo, el Conde de Haro D. Pedro Fernández de Velasco, el Obispo de Palencia D. Gutierre, y otros deudos muy cercanos de Íñigo López, a quienes se acusaba de mantener ocultos tratos con los Reyes de Aragón y de Navarra, en detrimento de la paz pública. Temió Íñigo López por su propia seguridad, y se retrajo en su castillo de Hita, apercibiéndose a larga defensa, sin confiar [p. 96] mucho en las palabras y seguridades que el Rey y D. Álvaro le daban: actitud prudente y reservada en que se mantuvo hasta que vió fuera de prisión a sus parientes.
En 14 de agosto de 1432 falleció en Valladolid su madre, dejándole en herencia el tan disputado señorío de la Vega. Nuevos pleitos con su media hermana doña Aldonza (Condesa de Trastamara y Duquesa de Arjona), a quien había desheredado doña Leonor en su testamento, serían materia de muy enojosa relación, aunque sirvieron para confirmar una vez más que el señor de Hita era digno heredero de la sagaz y afortunada prudencia de su madre. Baste decir, adelantando un poco los hechos, que en 1442, muerta ya la Duquesa, logró por fin verse en posesión del Real de Manzanares, que por tantos años había permanecido en secuestro.
A facilitar los medros de Íñigo López y hacerle salir triunfante de los enmarañados litigios que ocuparon buena parte de su vida, contribuyeron sin duda las cualidades esencialmente simpáticas de su persona, que en la corte llegaron a hacerle grato aun a los que más prevenidos debían estar contra su política expectante y nada franca. Sobresalía en todo género de ejercicios caballerescos, y así le vemos en los breves intervalos de paz que se disfrutaron en Castilla, presentarse como mantenedor de justas y pasos de armas con los gentiles hombres de su casa, siendo muy celebrado el que en 1433 sostuvo en Madrid contra D. Álvaro de Luna y sesenta caballeros de la suya. «E de la parte del Condestable (dice la Crónica de D. Juan II) quedaron por principales Pedro de Acuña e Gómez Carrillo, su hermano. E de la otra parte de Íñigo López quedaron Diego Hurtado, su fijo, e Pero Meléndez Valdés. E pasaron en esta justa asaz de señalados fechos.» «E fizo la fiesta Íñigo López (dice por su parte el cronista de D. Álvaro), con quien fueron a cenar el Condestable e todos los justadores, e aun otros caballeros e gentiles hombres de la casa del Rey.» Y no sólo al Condestable, sino al mismo Rey D. Juan II tuvo ocasión de recibir y agasajar, ya en su castillo de Buitrago, cuando en 1435 suplicó al Rey que «le pluguiese ir, porque le quería allí hacer sala», ya en sus casas de Guadalajara en 1436, cuando fué D. Juan padrino de la boda del primogénito del Marqués de Santillana con doña Brianda de [p. 97] Luna, sobrina del Condestable. En esto de alianzas de familia, fué sobremanera hábil y afortunado Íñigo López, que ya tres años antes había casado a una hija suya con el primogénito de la familia de la Cerda, afirmando más y más de este modo el poderío de su casa.
Ni le faltaron en este período de su vida, que es sin duda culminante y decisivo, ocasiones de mostrar, en campo más heroico que el de las guerras civiles, lo mucho que como hombre de guerra y como diplomático valía. Rotas las treguas con los moros de Granada en 1436, Íñigo López tuvo a su cargo la defensa de la frontera como capitán mayor del reino de Jaén. En aquella campaña, que fué una serie de prósperos sucesos, el señor de Hita, valerosamente asistido por sus hijos Íñigo López y Pero Laso (el segundo de los cuales mató por su propia mano en singular combate a Aben Farax ben Juceph, jefe de la hueste granadina), cercó, entró y ganó por fuerza de armas las villas y fortalezas de Huelma y Bexix, obligando a los moros a pedir treguas, que en 1438 les fueron otorgadas por tres años, a condición de entregar quinientos cincuenta cautivos cristianos y pagar en parias veinte y cuatro mil doblas de oro. [1]
La poesía, por boca de Juan de Mena, en la Coronación, compuesta en aquel mismo año, enalteció dignamente el soberano esfuerzo de aquel
Capitán de la
frontera
Cuando la vez
postrimera
Metió Huelma a
sacomano...
Y, en el comentario en prosa que acompaña al poema, se dice de él que «trabajaba de día e velaba de noche, por acrescentar el servicio de Dios e del muy alto rey e señor e por ensanchar los sus reinos e poner allende los padrones de los sus límites, robando ganados, escalando castillos, derribando e postrando alcarías e torres, ganando lugares, tallando arboledas, matando e desmembrando los sarracenos, enviando sus ánimas a la boca del Huerco».
En medio de estas escenas de sangre y de muerte, brotó, [p. 98] como flor de poesía fronteriza y recuerdo de una mañana de correría sobre las avanzadas enemigas, la serranilla quinta:
Entre
Torres e Canena,
Acerca de Sallozar,
Fallé moza de
Bedmar.
¡San Julián en
buena estrena!
Pellote negro
vestía,
E lienzos blancos
tocaba,
A fuer del
Andalucía,
E de alcorques se
calzaba.
...........................
Preguntéle
do venía,
Desque la ove
saluado,
O quál camino
facía.
Díxome que d'un
ganado
Quel guardaban en
Racena,
E passava al olivar
Por coger e varear
Las olivas de
Ximena.
Dixe:
«Non vades sennera,
Sennora, que esta
mañana
Han corrido la
ribera
Aquende de Guadiana
Moros de Valdepurchena,
De la guarda de
Abdilbar,
Ca de ver vos
mal passar
Me sería grave
pena.»
Mientras que D. Íñigo campeaba tan bizarramente en la frontera, movíanle en Castilla nuevos pleitos sus émulos, alentados por el favor de D. Álvaro de Luna. Los Manriques se apoderaban de buena parte de los estados de Santillana, apoyados en una sentencia de 3 de diciembre de 1438. Garci González de Orejón tornaba a sus correrías en Liébana. Pero González de Bedoya juraba quemar los lugares de Íñigo López «e cuanto fallase suyo». Sañudo el señor de Hita al ver galardonados sus servicios con el apoyo que a cara descubierta se daba a tales banderizos, se retrajo en su casa fuerte de Guadalajara, madurando su venganza contra el Condestable, y conjurándose sin rebozo con todos los magnates descontentos que llevaban la voz del Rey de Navarra y del Infante D. Enrique. Quiso D. Juan II despojarle del señorío de Guadalajara, so pretexto de hacer merced de la villa al [p. 99] príncipe D. Enrique; pero Íñigo López cerró las puertas a los mensajeros del rey, y pasando a la ofensiva, fué de los primeros que rompieron las hostilidades en 1441, comenzando por ocupar a Alcalá de Henares con una hueste de trescientos hombres. El Arzobispo de Toledo, cuyo era aquel señorío, envió a rescatarle con fuerzas muy superiores (no menos que mil seiscientos hombres de armas) al Adelantado de Cazorla Juan Carrillo de Toledo. Los dos pequeños ejércitos se encontraron en el arroyo de Torote, y aunque Íñigo López sostuvo bravamente el peso de la batalla, no sólo quedó derrotado y perdió la mayor parte de su gente, sino que fué gravísimamente herido de un saetazo, y estuvo a punto de muerte. «Non fué pequeño (dice la Crónica) el llanto que se fizo en la casa de Íñigo López, ni menor el alegría que el Arzobispo e los suyos deste caso recibieron.»
Poco les duraron tales regocijos. Íñigo López convaleció de su herida, y la conjura triunfó, aunque por breve tiempo, dando D. Juan II, bien contra su grado, la famosa sentencia de Tordesillas de 9 de julio de 1441, que desterraba de la corte por seis años a D. Álvaro y sus parciales, siendo el señor de Hita quien había de velar cerca del Rey por el cumplimiento de su palabra. Pero D. Juan II logró emanciparse pronto de tan ignominiosa tutela, y dando por nulo todo lo actuado, volvió a llamar al Condestable y a entregarse ciegamente a su voluntad, en tanto que los grandes, cada vez más ofendidos y rencorosos, buscaban seguridad en sus castillos, guareciéndose Íñigo López en el suyo de Buitrago.
Pero si era grande su saña contra el Condestable, tampoco su genial prudencia le consentía aventurarse demasiado por los Infantes de Aragón, cuyas tropelías, desmanes y continua intrusión en casa ajena, comenzaban a hacerlos odiosos a la mayor parte de los próceres castellanos, que se consideraban ya bastante fuertes para destruir por sí propios el poderío de D. Álvaro, sin recurrir a tan interesados auxiliares. Y nuestro poeta, que no sólo participaba de tales ideas, sino que mostraba tener una política propia, quiso separar su causa de la de todos los que no fuesen muy íntimos deudos suyos, y empezó por ajustar una especie de liga ofensiva y defensiva con D. Luis de la Cerda, confirmándola en II de noviembre con recíprocos juramentos. [p. 100] Después, y mediante formal promesa que el Príncipe D. Enrique le hizo de cederle y traspasarle todos los derechos reales sobre los valles, términos y distritos de las Asturias de Santillana, acudió en 1444 con toda su gente de armas a la guerra contra el Rey de Navarra, que fué completamente derrotado en la batalla de Pampliega. Las consecuencias de esta jornada fueron para Íñigo López muy ventajosas, puesto que, no sólo obtuvo en 28 de julio regio albalá cediéndole absolutamente los codiciados valles, sino que consiguió en breve tiempo reducirlos a su obediencia por medio de su primogénito D. Diego Hurtado de Mendoza, que ocupó por fuerza de armas las Merindades, después de haberse apoderado o por sorpresa, (o por traición infame de su propio hijo) de la temible persona de Orejón, a quien malamente hizo decapitar en el lugar de Ventanilla, como parece por aquel notable testamento que comienza: «Yo, Garci González de Orejón, el cuchillo a la garganta en poder de mis enemigos...»
Prosiguiendo Íñigo López en el servicio de la causa real, cuyo triunfo iba entonces tan ligado con sus propios intereses, concurrió en 19 de mayo de 1445 a la decisiva batalla de Olmedo, de la cual salió herido de muerte el Infante D. Enrique, y con él su causa y la de sus hermanos. A D. Álvaro de Luna, cuyo poder parecía subir a su apogeo cuando precisamente estaba próximo a hundirse entre vapores de sangre, valió aquella jornada el Maestrazgo de Santiago: Íñigo López, que con su primo el conde de Alba fué de los que más parte tuvieron en la victoria, y que dos años después cerraba la guerra tomando a los aragoneses la villa de Torija, fué galardonado con los títulos de Marqués de Santillana y Conde del Real de Manzanares. Pero aquella especie de reconciliación entre la nobleza y D. Álvaro, cimentada con la repartición de los despojos del Infante D. Enrique, no podía menos de ser efímera, porque en el fondo persistían los antiguos odios, y el mismo D. Álvaro, como impulsado a la perdición por una fatalidad irresistible, labraba con sus propias manos el instrumento de su ruina, concertando las segundas bodas de Don Juan II con la princesa Doña Isabel de Portugal, cuya ambición desde el primer momento entró en lucha con la del Condestable, agrupándose en torno de la Reina todos los magnates descontentos, y no de los últimos el Marqués de Santillana, que [p. 101] comenzaba por insinuarse en su vanidad femenil con galantes canciones y decires:
Dios vos fizo sin
enmienda
De gentil persona e
cara,
E sumando sin
contienda,
Qual Gioto non vos
pintara...
D. Álvaro vió la tormenta que se le venía encima, y quiso repararse, aunque tarde, ordenando en Tordesillas el II de mayo la prisión de sus principales enemigos, el Conde de Benavente, el de Alba, Suero de Quiñones y su hermano. D. Íñigo fué respetado por entonces, y aun se procuró atraerle con nuevas mercedes; pero la persecución de su primo y más predilecto amigo el Conde de Alba, enconó sobremanera su ánimo, haciendo imposible su avenencia con el Condestable. Estos hechos le inspiraron el hermoso diálogo filosófico de Bías contra Fortuna, que es una de sus poesías capitales, si ya no la primera de todas ellas.
Pero no sólo con meditaciones y consideraciones de filosofía moral acudía el Marqués al reparo de su primo, sino que él fué uno de los primeros que concurrieron a la junta sediciosa de Coruña del Conde, reclamando la libertad de los magnates presos, aunque protestando respetar todas las preeminencias de la majestad regia; tras de lo cual formó liga ofensiva y defensiva con el Arzobispo de Toledo D. Alonso Carrillo, con el Marqués de Villena y el Conde de Plasencia, prometiéndose mutuo apoyo contra toda persona que no fuese la del Rey. Y si bien una nueva invasión de aragoneses y navarros unió transitoriamente a los castellanos, la ruina ya inminente de D. Álvaro no tardó en consumarse, y a ella contribuyó no poco el Marqués de Santillana, enviando a su primogénito D. Diego con trescientas lanzas, para que, unidas a las doscientas de Álvaro de Estúñiga, se apoderasen de la persona del Condestable. Flaqueó míseramente en tal coyuntura el ánimo de D. Juan II, y firmó por último el mandamiento de prisión, cometiendo la ejecución al Conde de Plasencia.
Ni siquiera el cadalso de Valladolid pareció expiación suficiente para desarmar los rencores del Marqués. A duras penas bastó su espíritu profundamente cristiano para moverle a algún [p. 102] linaje de piedad con el grande enemigo abatido. Y aun esta piedad fué de un género muy extraño. Su musa, de ordinario tan grave y serena, encontró medio de poner en boca del Maestre decapitado una larga confesión de sus pecados, que es en el fondo una invectiva ferocísima, por el estilo de lo más acerbo que puede encontrarse en Los Castigos de Víctor Hugo o en las expansiones más rencorosas de la sátira política de cualquier tiempo. El Doctrinal de privados tiene sin duda acentos de los más enérgicos que pueden encontrarse en la poesía castellana del siglo XV; pero si el poeta salió bien librado, no se confirmó mucho por esta vez aquella reputación suya de manso, benévolo y humano, cualidades que tanto encarecen en el Marqués de Santillana sus contemporáneos. ¡Cómo serían los restantes, puesto que él parece haber sido el hombre de mejores entrañas entre cuantos entonces intervenían en los negocios de la república! Es cierto que, en su largo sermón, el Maestre de Santiago acaba por arrepentirse de todo, y el Marqués le abre de par en par las puertas de la salvación; pero es después de haber desahogado en más de cincuenta estrofas su furor vindicativo, mal disfrazado con el manto de la justicia y de la filosofía:
Casa
a casa ¡guay de mí!
E campo a campo
allegué;
Cosa ajena non dexé
Tanto quise quanto
vi.
Agora, pues, vet
aquí
Quánto valen mis
riquezas,
Tierras, villas,
fortalezas,
Tras quien mi vida
perdí.
¡Oh
fambre de oro rabiosa!
¿Cuáles son los
corazones
Humanos que tú
perdones
En esta vida
engañosa?...
...........................
¿Qué
se fizo la moneda
Que guardé para mis
daños
Tantos tiempos,
tantos años,
Plata, joyas, oro e
seda?
Ca de todo non me
queda
Si non este
cadahalso...
¡Mundo malo, mundo
falso,
[p. 103] Non es quien contigo pueda...!
............................
Ca si lo ajeno
tomé,
Lo mío me tomarán;
Si maté, non
tardarán
De matarme, bien lo
sé;
Si prendí, por tal
pasé;
Maltraí, soy mal
traído:
Anduve buscando
ruydo,
Basta assaz lo que
fallé...
No sobrevivió mucho el Marqués de Santillana a la caída de D. Álvaro; pero antes de él fueron descendiendo a la tumba los principales personajes de su tiempo y las prendas más caras de su corazón, sirviéndole estas muertes, que en tan breve espacio se sucedieron, como de eficaces amonestaciones para prepararse al último tránsito e irse desprendiendo de las pasiones mundanas que todavía le cegaban en el grado que hemos visto. Moría en julio de 1454 el Rey D. Juan II, que no tuvo día bueno después del suplicio de D. Álvaro. A fines del año siguiente perdía el Marqués a su mujer doña Catalina de Figueroa, aquella «sabia, honesta, virtuosa e obediente compañera», a la cual parece haber amado con amor entrañable y aun guardado fidelidad rarísima en hombre de su siglo, sin que valgan en contra los devaneos de las serranillas, que pueden ser mera ficción poética. No consta de D. Íñigo otra descendencia que la legítima, que fué por cierto numerosísima. Todos sus coetáneos están contestes en afirmar que fué hombre de grandes virtudes domésticas y de puros y suaves afectos, de que tenemos hermosa muestra en el encantador villancico que dedicó a tres fijas suyas.
A la muerte de doña Catalina había precedido en pocos meses la de D. Pedro Laso de la Vega, que parece haber sido el más amado del Marqués entre todos sus hijos, a juzgar por las dolorosas y entrañables palabras que en su boca pone Juan de Lucena en el diálogo de Vita Beata: «¡Oh suavísimo fijo D. Pedro Laso! quando de ti me acuerdo, olvido tus hermanos, olvido mis nietos, e toda mi gloria amata el dolor de tu muerte. Ninguna consolación redime mi alma, salvo pensar que te veré, sin temor que más mueras.»
Y como si todas estas desgracias no hubiesen sido bastantes [p. 104] para postrar el ánimo del Marqués, pasaba a poco tiempo de esta vida su poeta predilecto, el inseparable compañero de su gloria literaria, Juan de Mena, en fin, que sucumbía en Torrelaguna, de rabioso dolor de costado, en 1456. Es tradición que D. Íñigo López de Mendoza le hizo dar monumental sepultura en aquella villa; pero lo cierto es que ya en el siglo XVI se había perdido la memoria de tal enterramiento, y que por ningún caso puede atribuirse a la elegante pluma del Marqués el sandio epitafio que algunos escritores dicen que existe o que existía en aquella villa.
Golpes tan repetidos no podían menos de labrar hondamente en alma ya tan inclinada a la piedad como la del Marqués de Santillana. Así es que, en los cuatro últimos años de su vida, escasa parte tomó en los negocios del reino, a pesar de la grande estimación que de su persona y consejo hacía D. Enrique IV. Asistió a las Cortes de Cuéllar, en que se trató de la cruzada contra los moros de Granada, pronunciando con tal ocasión un razonamiento sustancioso y discreto «como propiamente convenía para la lengua de tan buen caballero, gracioso en el fablar e esforzado en las armas», razonamiento que plugo al rey mucho, y que, a lo menos en extracto, nos ha conservado el cronista Diego Enríquez del Castillo. En la campaña de 1455 y en la tala y estrago de la Vega de Granada, dió buena cuenta de su persona, como lo hacía en toda función de guerra; pero detenida en sus comienzos aquella empresa por la flojedad e indecisión de ánimo de D. Enrique, el Marqués de Santillana, que era devotísimo de la Virgen, con cierto género de devoción caballeresca, muy propio de quien llevaba por mote en su escudo el Ave María y en su celada Dios e vos (aludiendo, como a la hora de su muerte declaró, a la misma celestial Señora y no a ninguna hermosura terrena) fué en romería a Guadalupe, donde su piedad le inspiró acentos que parecen robados a la lira del Canciller Ayala. Y luego se retrajo definitivamente a su casa de Guadalajara, «aparejándose para bien morir», sosegando o transigiendo sus antiguos pleitos, fundando un hospital en aquella villa, cabeza de sus estados, y haciendo cuantiosas donaciones a los monasterios de Lupiana, Sopetrán y el Paular, que siempre le contaron entre sus más egregios bienhechores. De otras buenas obras suyas nos da razón Francisco de Medina y Mendoza, el primer biógrafo del Gran [p. 105] Cardenal de España: «Criaba las hijas e hijos de los vecinos de Guadalajara en su casa, e las hijas casaba e dotaba, e a los hijos criábalos y dábales oficios, y casábalos.»
Falleció el Marqués en Guadalajara en 25 de marzo de 1458. Los pormenores de su enfermedad y cristiano tránsito están descritos, con verdad substancial sin duda, aunque en forma un tanto retórica, por su Capellán Pedro Díaz de Toledo, en un diálogo filosófico que compuso (imitando de lejos el Phedon platónico, que antes había traducido) con el título de Diálogo, o Razonamiento sobre la muerte del Marqués de Santillana. [1] Es libro algo pedantesco y fatigoso de leer en su integridad, pero el autor no sólo merece crédito, como testigo presencial de todo, sino que declara no haber puesto cosa alguna de su cosecha en las palabras que atribuye al Marqués moribundo y a su primo el Conde de Alba, que es el tercer interlocutor del Diálogo. Baste transcribir las últimas del Marqués; ellas mismas, por su sencillez y unción, dan testimonio de su autenticidad: «Yo non esperaba, dottor, de vos otras palabras de las que fablades, e non soy tanto decaydo de mi sentido, que non tenga en memoria aquel dicho de Job, que la vida del hombre sobre la tierra es como acto militar e de guerra, e sus días son como días de jornalero, e como sombra que pasa, nuestros días sobre la tierra: que por vulgar proverbio se trae lo que Job en otro lugar dice, que el ombre nascido de la mujer, esse poco tiempo que vive, está lleno de muchas miserias, e asy como flor sale e se quebranta e fuye, segund que fuye la sombra, e nunca en un ser permanesce... En muchas e diversas maneras e diversas veces yo he recebido de vos muchos e agradables plaseres e buenas obras, e por poner sello a la buena voluntad e amor que siempre me avistes, ha plasido a Nuestro Señor que vos fallásedes aquí al tiempo de mi passamiento; e allende de lo que yo me trabajaba por me esforzar e rescebir la muerte syn turbación e con tranquilidad e reposo, hame provocado a lo asy faser el dulce e suave e scientifico resonar [p. 106] vuestro. E ya veo en mí señales que la vida se acaba: encomiendo mi alma a Dios que la crió e redimió, e fago fin de mi vida derramando lágrimas de mis ojos, e gimiendo demando a Dios misericordia e piedad, e con el rey David digo: «Confieso mi injusticia e peccado a ti Dios mío, e tú perdonarás la impiedad e maldad mía.» E suplícote que pongas la tu passion entre mí y el juicio tuyo, e expirando digo: Domine Jesús, suscipe spiritum meum in manibus tuis... Domine, tibi commendo spiritum meum.»
Fué enterrado D. Íñigo, conforme a su postrimera voluntad, en el monasterio de San Francisco de Guadalajara, cerca de la sepultura de su padre el Almirante y de su mujer Doña Catalina de Figueroa.
Tal fué este varón insigne, que no necesita panegíricos incondicionados para que se vea cuánto excedió, aun moralmente, el nivel ordinario de los hombres de su siglo. No hemos disimulado ninguna de las sombras de su vida. ¡Dichoso quien entonces no las tuvo mayores! En el Marqués de Santillana, como en el Canciller Ayala, como en D. Juan Manuel, como en otros próceres moralistas de los tiempos medios, no siempre hubo perfecta armonía y consecuencia entre lo rígido y austero de la doctrina ética y su aplicación a la vida pública. Pero siempre se les ha de agradecer el haber mantenido, aunque fuese de una manera doctrinal y especulativa, un ideal de justicia en medio de las prevaricaciones de aquella edad de hierro. Y aun puede decirse que la frecuente contemplación de este ideal ético, derivado en parte de la filosofía de la antigüedad, y en parte mayor de las enseñanzas cristianas, amansó la nativa fiereza de sus ánimos, y no sólo los hizo cultos, sino magnánimos y generosos, ajenos casi siempre a las torpes violencias a que el desenfreno de las luchas civiles, en tiempos en que todo se fiaba al esfuerzo del propio brazo, precipitaba aun a hombres de tan relevantes y superiores condiciones como D. Álvaro de Luna. Nada semejante al asesinato de Alonso Pérez de Vivero puede encontrarse en la honrada biografía del Marqués de Santillana; y aun en su misma encarnizada y perseverante lucha contra el poderío del Maestre, si es cierto que pecó algunas veces de disimulación y cautela, así como de ensañamiento póstumo, no hubo a lo menos sombra de alevosía ni de perfidia; y quizá no eran enteramente retóricos los [p. 107] pretextos de celo por el bien público con que así él como los demás adversarios del Condestable procuraban dar color de honestidad política a sus incesantes ligas y conjuras, que ahora llamaríamos pronunciamientos.
La simpatía personal que durante toda su vida había acompañado al Marqués de Santillana, no hizo más que acrecentarse después de su muerte, conforme iban borrándose u olvidándose los defectos y las flaquezas inherentes a la condición humana. Su gloria literaria lo cubrió todo, y le circundó de una aureola luminosa. Puede decirse que hubo una literatura entera consagrada a enaltecer su memoria. Ya en vida le había decretado los honores de la apoteosis Juan de Mena en su Coronación; después lo hicieron Diego de Burgos en el Triunfo del Marqués, y Gómez Manrique en sus Coplas a la muerte del Marqués de Santillana. Era el Triunfo del Marqués un poema alegórico, notariamente imitado de la Comedieta de Ponza, así en el metro como en la substancia, y fundado en un sueño o visión que el secretario del Marqués declaraba bajo juramento haber tenido realmente: «Estando yo en Burgos al tiempo de su passamiento, una noche antes o después, o por ventura a la mesma daquel día en que el señor de bienventurada memoria tuvo el primer sentimiento de la enfermedad suya, a mí parescía en sueños ver a vuestra merced (el segundo Marqués de Santillana D. Diego) cubierto de paños de luto fasta los pies, en la cabeza un grandcapirote de la misma manera, firmando vuestra mano en unas actas e el preheminente e ynsine título suyo, del qual oy vuestra manífica persona es decorada e noblescida, la qual visión claramente daba a entender, a quien a los sueños alguna fée diera, su gloriosa partida.» [1]
Todos los grandes hombres de la antigüedad, poetas, historiadores, filósofos y guerreros, se levantan de la tumba para ensalzar al Marqués, cerrando esta procesión de sombras algunos castellanos, tales como D. Enrique de Villena, D. Alonso de Cartagena, el Tostado, Juan de Mena, el mártir de Aljubarrota Pero González de Mendoza, y aquel Garcilaso de la Vega cuya heroica muerte batallando contra infieles cantó Gómez Manrique con robustísimos acentos.
[p. 108] Este mismo feliz ingenio, más obligado que otro alguno a la memoria del Marqués, a quien debía su educación literaria, lamentó en prosa y en metro «la inrreparable pérdida que este nuestro regno facía, que bien se puede decir que perdió en él otro Fabio para sus consejos, otro César para sus conquistas, otro Camilo para sus defensas, otro Livio para sus memorias. Este seyendo el primero de semblante prosapia e grandeza de estado que en nuestros tiempos congregó la ciencia con la caballería e la loriga con la toga; que yo que recuerdo aver pocos, e aun verdad fablando, ninguno de los tales [1] que a las letras se diese; e non solamente digo que las non procuraban más que las aborrescían, reprehendiendo a algund caballero si se daba al estudio, como si el oficio militar sólo en saber bien encontrar con la lanza e ferir con la espada consistiese. La qual errada opinión este varón magnífico arrancó de nuestra patria, reprobándola por theórica, e faciéndola incierta por plática; en la paz prosas e metros de mayor alegranza escribiendo que ninguno de los passados; en las guerras mostrándose un Marco Marcelo en el ordenar, e un Castino en el acometer, seyendo a sus caballeros, como Mario por sí decía, consejero en los fechos e compañero en los peligros. Este de los enemigos visibles no se vencía, ni de los invisibles se sojuzgaba. Finalmente, este fué tanto en perfección bueno e provechoso para esta región, que bien sin dubda ella puede decir, e con Geremías, que es quedada sin él como viuda la señora de gentes. Pues tras este grandíssimo e general dapno, el particular e muy intolerable mío sentí: que yo perdí en él otro padre, de quien verdadero me reputaba fijo, segund las honrras e acatamientos, e bien puedo decir mercedes que de su merced rescibía: perdí señor e pariente de quien me cuidaba ser más que de ninguno de los restantes amado... Ca en presencia me alegraba e acataba más e mucho más que a la pobreza de la virtud e estado mío requería: pues, en absencia, pregonero era de algund bien, si en mí había, publicándolo con grande instancia, acrecentándolo con non fingidas violencias, e actorisándolo con su grandíssima abtoridad... El en el componer en metro me [p. 109] apregonó, non en verdad en lo tal seyendo yo digno, como dixo San Juan, de desatar las correas de su zapato: que todos los materiales que la merced suya por familiares tenía, es a saber, viva e pronta discreción, gracia gratis dada, profunda sciencia, grandeza de estado que lo bueno face mejor, eran e son agenos de mí, más como quiera... yo me esforcé algunos metros componer, los quales por aquel noble señor mío tanto fueron aprobados, que del todo tiró a mí el velo de la vergüenza...»
Fué el Marqués de Santillana personaje obligado en los diálogos filosóficos del siglo XV. El Dr. Pedro Díaz de Toledo puso en su boca altas moralidades sobre la inmortalidad y la vida futura: Juan de Lucena (traduciendo libremente a Bartolomé Fazzio) le hizo disertar sobre el sumo bien y la vita beata. Sus máximas y sentencias fueron glosadas como las de un moralista clásico: los Proverbios, especialmente, que por su índole aforística lograron más popularidad que ningún otro libro del Marqués, lo fueron en prosa por el Dr. Pedro Díaz de Toledo (más adelante Obispo de Málaga), y en versos nada desapacibles, del mismo metro que los del original, por Luis de Aranda, poeta del siglo XVI. [1] Aun en pleno Renacimiento fué respetado el nombre del Marqués de Santillana en las escuelas más clásicas: recuérdese la veneración con que le nombran siempre Herrera y Argote de Molina. Sus preceptos de sabiduría práctica nunca perdieron estimación, y todavía en pleno siglo XVII los recuerda a cada momento el P. Nieremberg en el libro que llamó Obras y Días: manual de señores y príncipes. Finalmente, el Marqués de Santillana es popular hoy mismo en aquel grado y medida en que puede serlo un autor de la Edad Media: es cierto que sólo los doctos leen sus obras completas, pero aun el vulgo literario sabe de memoria La vaquera de la Finojosa y tiene noticia de la Querella de amor.
Son pocos, aunque interesantes, los opúsculos en prosa del Marqués de Santillana. Entre ellos sobresale la famosa carta sobre los orígenes de la poesía, de la cual ya hemos razonado [p. 110] bastante. Pero tampoco deben caer en olvido la dirigida a su hijo el protonotario D. Pedro sobre la utilidad de las traducciones, ni las glosas que puso a sus mismos Proverbios, ni la consulta dirigida al obispo D. Alonso de Cartagena sobre el oficio de la caballería, ni menos el curioso ensayo de elocuencia declamatoria: Lamentación en prophecia de la segunda destruyción de España, que parece un reflejo de aquel famoso trozo de la Crónica general conocido con el nombre de Llanto de España. Nadie diría que el noble prócer que de tan peregrina manera se empeñaba en latinizar su estilo en estas páginas enfáticas, fuera el mismo que recopiló los refranes que dizen las viejas tras el fuego. Esta colección paremiológica (repetidas veces impresa después de 1508) es probablemente la más antigua que posee ninguna lengua vulgar; y, por raro caso, quien juntó estas venerables reliquias de la tradición popular, fué un hombre que hacía alarde de menospreciar los cantos del pueblo «de que la gente baja e de servil condición se alegra». De tales contradicciones está plagada la naturaleza humana, y es raro, aun entre los más dominados por el prestigio de la erudición, el que tarde o temprano no vuelve los ojos con amor a las memorias de su infancia.
Tenemos la buena suerte de poseer íntegro, o poco menos, el muy copioso repertorio poético del Marqués de Santillana. La importancia social del personaje hizo que se multiplicasen las copias de sus versos y que se solicitasen ávidamente los ejemplares de su Cancionero, como sabemos que lo hicieron el Condestable de Portugal y Gómez Manrique. Alguno de los códices que han llegado a nuestros días, hasta con la firma del poeta está autorizado. De los principales se valió Amador de los Ríos para su edición, ciertamente muy limpia y correcta, y digna de exceptuarse de la general censura que los eruditos extranjeros suelen formular sobre el notorio desaliño y precipitación con que aquí hemos solido imprimir los textos de nuestra Edad Media.
En cinco grupos clasificó Amador las poesías del Marqués de Santillana: obras doctrinales e históricas, sonetos fechos al itálico modo, obras devotas, obras de recreación y obras de amores. No hay inconveniente en aceptar los términos de esta clasificación; pero, en obsequio al orden cronológico, debe empezarse la lectura de las obras del Marqués por las poesías amorosas, que generalmente [p. 111] son las más antiguas, con excepción de alguna que otra, más bien galante que amorosa, que pertenece sin duda a edad más avanzada.
Los títulos más valederos de Santillana a la gloria poética, están en esta sección de sus obras. En la poesía ligera nadie le niega la primacía sobre todos los ingenios de su siglo, y aun no la pierde en cotejo con lo más delicado y gracioso que puede encontrarse en las escuelas trovadorescas de otras partes. «Es autor, (dice Puymaigre) de canciones más graciosas que las de Teobaldo de Champagne, de pastorelas más lindas que las de Giraldo Riquier.» «Dulce melancolía, profunda verdad poética (dice Clarus) hallo en el poema que lleva el título de Querella de amor, en que se aparece en sueños al poeta el enamorado Macías, traspasado por cruda saeta, quejándose de la pérdida de su amada.» Tiene razón el docto alemán: hay en esta deliciosa composición un misterio, una vaguedad lírica, un género de sentimiento que pudiéramos decir musical e indefinido, rarísimo en la poesía de la Edad Media, y de que sólo en los cancioneros gallegos pueden encontrarse anteriores ejemplos. Por el contrario, el Planto que fizo Pantasilea, reina de las Amazonas, poema evidentemente inspirado en la Crónica Troyana, rebosa de arrogancia y brío, y en las quejas que arranca a la enamorada reina la muerte de Héctor, hay arranques de pasión tan elocuentes y hermosos, que cualquier gran poeta dramático pudiera honrarse con ellos. En cuanto a las serranillas, toda alabanza parece agotada. Es cierto que carecen de la ingenuidad primitiva de los cantos de ledino y de las canciones de amigo, pero quizá no vale menos la blanda ironía con que el Marqués renueva un tema que había entrado en la categoría de los lugares comunes como el del encuentro del caballero y la pastora. Y esto sin caer en los excesos de feo realismo en que a veces se complace el Arcipreste de Hita, sino conteniéndose en los límites de una regocijada malicia, que se satisface con hacer asomar la sonrisa a los labios. Y obsérvese cómo siendo el tema siempre el mismo, el Marqués acierta a diversificarle en cada uno de estos cuadritos, gracias a la habilidad con que varía el paisaje y reune aquellas circunstancias topográficas e indumentarias que dan color de realidad a lo que, sin duda, en la mayor parte de los casos es mera ficción poética. [p. 112] La gracia de la expresión, el pulcro y gentil donaire del metro, prendas comunes a todas las composiciones cortas del Marqués de Santillana, llegan a la perfección en estas serranillas, de las cuales unas parece que exhalan el aroma de tomillo de los campos de la Alcarria, mientras otras, más agrestes y montaraces, orean nuestra frente con la brisa sutil del Moncayo, o nos transportan a las tajadas hoces lebaniegas. El paisaje no está descrito, pero está líricamente sentido, cosa más difícil y rara todavía. Ninguno entre los excelentes poetas que cultivaron este género en el siglo XV, ni el atildado Bocanegra, ni Carvajal, que transportó el género a Italia, pudieron aventajar al Marqués de Santillana, y la mayor alabanza que de ellos puede hacerse, es que siguieron dignamente sus huellas. Clarus declara intraducibles a cualquier lengua estas composiciones, pero Puymaigre ha salido muy airosamente de la empresa de poner en verso francés La Vaquera de la Finojosa
La misma frescura, el mismo primor y gentileza que en las serranillas, hay en algunas canciones, decires y otras poesías breves del Marqués de Santillana, especialmente en el villancico a sus hijas, donde se intercalan hábilmente varios cantarcillos populares:
La
niña que amores ha,
Sola, ¿cómo
dormirá?
............................
Suspirando yva la
niña,
Et non por mi,
Que yo bien se lo
entendí...
Algunos de estos juguetes deben toda su gracia a la infantil sencillez de la expresión, a su misma carencia de arte, verbigracia, los que empiezan:
Si
tú deseas a mí
Yo non lo sé;
Pero yo deseo a ti
En buena fe...
De vos bien servir
En toda sazón,
El mi corazón
Non se sá
partir..
[p. 113] Quien de vos merced espera,
Señora, nin bien
atiende,
¡Ay que poco se le
entiende!
Recuérdate de mi
vida,
Pues
que viste
Mi partir e
despedida
Ser
tan triste.
Recuérdate que
padesco
E
padescí
Las penas que non
meresco,
Desque
vi
La respuesta non
debida
Que
me diste,
Por lo cual mi
despedida
Fué
tan triste...
Hay una canción en gallego, y es sin duda de las últimas que en tal lengua fueron compuestas por trovador castellano:
Por
amar nao sabyamente,
Mays como louco
sirvente,
Hey servido a quen
non sente
Meu cuidado...
Entre los decires, que se distinguen de las canciones por no tener estribillo ni tema inicial, merece la palma el siguiente, en que se pinta con mucha gracia de expresión un encuentro, una aparición fugitiva, de muy diverso género que las de las serranillas:
Yo
mirando una ribera,
Vi venir por un
gran llano
Un ome que
cortesano
Parescía en su
manera:
Vestía ropa
extranjera,
Fecha al modo de
Bravante,
Bordada, bien
rozagante,
Pasante de la
estribera.
Traía
al su diestro lado
Una muy hermosa
dama,
De las que toca la
fama
En superlativo
grado:
Un capirote
charpado,
A manera bien
extraña,
A fuer del alta
Alimaña
Donosamente ligado.
[p. 114] De gentil seda amarilla
Eran aquestas dos
hopas,
Tales que nunca vi
ropas
Tan lindas a
maravilla:
El guarnimiento e
la silla
D'aquesta linda
señora,
Certas, después nin
agora,
Non lo vi tal en
Castilla.
Por
música e maestría
Cantaba esta
canción,
Que fizo a mi
corazón
Perder el pavor que
avía:
«¡Bien debo loar
Amor,
Pues
todavía
Quiso tornar mi
tristor
En
alegría!»
Aunque obras de amores se llamen éstas, claro es que nadie ha de buscar en ellas la expresión directa y sincera del sentimiento amoroso. Son versos cortesanos, versos de sociedad, y las mismas graciosas hipérboles a que el autor recurre para encarecer el vivo fuego de amor que le consume, prueban la tranquilidad de su alma, y que escribe por divertirse y por divertir a sus amigas:
Vos
sois la que yo elegí
Por soberana
mestressa,
Más fermosa que
deesa,
Señora de quantas
vi.
Vos soys la por
quien perdí
Todo mi franco
albedrío,
Doncella de honesto
brío,
De cuyo amor me
vencí.
............................
Gentil
dama, tal paresce
La cibdat do vos
partistes,
Como las compañas
tristes
Do el buen capital
fallesce.
De toda beldat
caresce,
Ca vuestra
philosomía
El centro
esclarescería
Do la lumbre se
aborresce...
Paresce
como las flores
En el tiempo del
estío,
A quien fallesce
rocío
E fatigan las
calores.
............................
[p. 115] Como selva guerreada
Del aflato del
Sitonio,
Sobre quien pasa el
otonio
E su robadora
helada,
Finca sola e
despoblada,
Tal fincó vuestra
cibdat,
E con tanta
soledat,
Qual sin Héctor su
mesnada.
............................
Aurora
de gentil Mayo,
Puerto de la mi
salut,
Perfectión de la
virtud,
E del sol candor e
rayo;
Pues que matar me
queredes
E tanto lo
deseades,
Bástevos ya que
podades,
Si por venganza lo
avedes.
¿Quién
vió tal ferocidat
En angélica figura,
Nin en tanta
fermosura
Indómita
crueldat?...
¡Los contrarios se
ayuntaron,
Cuytado, por mal de
mí!
Tiempo, ¿dónde te
perdí
Que ansy me
gualardonaron?
............................
¡Oh,
si fuesen oradores
Mis suspiros e
fablasen,
Porque vos
notificasen
Los infinitos
dolores
Que mi triste
corazón
Padesce por vos
amar,
Mi fulgura, mi
pesar,
Mi cobro e mi
perdición!
Qual
del cisne es ya mi canto,
E mi carta la de
Dido:
Corazón
desfavorido,
Cabsa de mi grand
quebranto,
Pues ya de la
triste vida
Non avedes
compasión,
Honorat la
deffunción
De mi muerte
dolorida...
El prototipo de esta poesía galante, ligeramente amanerada, pero casi siempre graciosa, es El Aguilando. El aguinaldo que [p. 116] Santillana pide a su dama en día de Reyes, consiste en que le restituya la libertad que perdió:
Sacatme ya de
cadenas,
Señora, e facetme
libre:
Que Nuestro Señor
vos libre
De las infernales
penas.
Estas sean mis
estrenas,
Esto sólo vos
demando,
Este sea mi
aguilando;
¡Que vos faden
fadas buenas!
.............................
Por tanto, señora
mía,
Usat de piadosas
leyes,
Por estos tres
Santos Reyes
Y por el su sancto
día.
Por bondat e
fidalguía,
O por sola
humanidat,
Vos plaga mi
libertat,
O por gentil
cortesía...
Con los títulos de El Sueño, El Triumphete de Amor, El Infierno de los Enamorados, compuso el Marqués poemas amorosos más extensos, que lograron en su tiempo mucho crédito y fueron imitados por Guevara, Garci-Sánchez de Badajoz y otros trovadores de la última época. Pero, a decir verdad, la lectura de estos poemas, sin ser de todo punto desapacible, no deja en la memoria ni en el oído tan dulce impresión como la de los villancicos, decires y serranillas. El valor poético está aquí, como en otros muchos casos, en razón inversa de la extensión y del peso, y aun de las graves y eruditas pretensiones del autor. Lo más fugitivo y ligero, es lo que ha conseguido volar sobre las alas de los siglos. En sus visiones y sueños, el Marqués de Santillana abusa de su caudal mitológico e histórico: se hace monótono, retórico y pedante, y cae en todas las frialdades de la alegoría, a la cual de consuno le arrastraban la imitación mal entendida de Dante y de los Triunfos del Petrarca, y también la lectura y excesivo aprecio que hacía del Roman de la Rose y de las obras de Alain Chartier y otros poetas franceses. Pero, a pesar de lo insulso del género, no deja de despuntar y abrirse camino, de vez en cuando, el ingenio vivo y ameno, la fantasía pintoresca del Marqués [p. 117] de Santillana, que colora con muy agradables matices la parte descriptiva de estos poemas:
En este sueño me vía
Un día claro e
lumbroos,
En un vergel muy
fermoso
Reposar con
alegría.
El qual jardín me
cubría
Con sombras de
olientes flores,
Do cendraban
ruiseñores
Su perfetta
melodía.
............................
Non mucho se dilató
Esta próspera
folgura,
Ca la mi triste
ventura
Emproviso la trocó;
E la claridat mudó
En nublosa
escuridat,
E la tal felicidat,
Como la sombra,
passó.
............................
E los árboles
sombrosos
Del vergel ya
recontados,
Del todo fueron
mudados
En troncos fieros,
ñudosos.
Los cantos
melodïosos
En clamores
redundaron,
E las aves se
tornaron
En áspides
ponzoñosos...
La imitación de Dante es deliberada y visible en todas estas composiciones. En el Sueño, el poeta, perdido por oscura selva, encuentra y toma por guía al adivino Tiresias:
¿Quién
o cuál expresaría
Quáles fueron mis
jornadas
Por selvas
inusitadas
E tierras que non
sabía?...
Pero en el octavo
día,
Caminando por un
monte,
Quando el padre de
Phetonte
Sus clarores
recluía,
Un
ome de buen semblante,
Del qual su barba e
cabello
[p. 118] Eran manifiesto sello
En edat ser
declinante,
............................
Por
aquel monte venía,
Honestamente
arreado,
Non de perlas nin
brocado,
Nin de neta
orphebrería;
Mas hopa larga
vestía
A manera de
sciente,
E la su fabla
prudente
Al hábito
conseguía...
Tiresias, después de haber interpretado el sueño del poeta, le envía a buscar la casta Diana, única deesa que puede revessar, apagar y resfriar los dardos del Amor. La descripción de los jardines en que sestea la diosa con su séquito de ninfas cazadoras, es lo más vivo y ameno del poema:
Vi
fermosa montería
De vírgines que
cazaban:
A los Alpes
atronaban
Con la su gran
vocería...
............................
De
cándidas vestiduras
Eran todas arreadas
En arminios
aforradas
Con fermosas
bordaduras.
Charpas e ricas
cinturas,
Sotiles e bien
obradas;
De gruessas perlas
ornadas
Las ruvias
cabelladuras.
E
vi más, que navegaban
Otras doncellas en
barcos
Por la ribera, e
con arcos
Maestramente
lanzavan
A las bestias, que
forzavan
Las paradas, e
fluían
Allí donde se
entendían
Guarescer, mas
acavaban.
¿Quién
los diversos linajes
De canes bien
enseñados,
Quién los montes
elevados,
Quién los fermosos
boscajes,
Quién los vestiglos
salvajes
[p. 119] Que allí vi recontaría?
Ca Homero se
fartaría,
Si sopiera mil
lenguajes.
............................
La
ninpha, non se tardando,
Me llevó por la
floresta,
Do era la muy
honesta
Virgen, su monte
ordenando:
E desque más fuí
andando,
Recordéme de
Acteón;
E de semblante
occasión
Con temor yva
dudando.
Pero
desque fuy entrando
Por unas calles
fermosas,
Las quales murtas e
rosas
Cubren
odoryferando,
Poco a poco
separando
Se fué la temor de
mí,
Mayormente desque
vi
Lo que vó
metrificando.
E
fuémonos acercando
Donde la deesa
estaba,
Do mi viso vacilaba
En su fulgor
acatando.
............................
Pero
después la pureza
De la su fulgente
cara
Se me demostró tan
clara
Como fuente de
belleza.
Por cierto
naturaleza,
Si divinidat
cessara,
Tal obra non
acabara,
Nin de tan grand
sotileza.
La escena, como se ve, no puede estar preparada con más gracia; pero infelizmente se estropea todo con el razonamiento de la diosa, que es un solemne ejemplar de pedantería, en que, después de citar a Dares Frigio y a Guido de Columna, con todo el catálogo de los héroes de su Crónica Troyana (libro favorito del Marqués), se pinta como mucho más reñida y sangrienta batalla la que sostienen personajes tales como Perfetta Fermosura, Cordura, Destreza, Pereza, Entendimiento, Nobleza, Buen Donayre y Juventut. Pero aun en esto mismo, ¡qué versificación tan nutrida y animada a veces!
[p. 120] Ya sonaban los clarones
E las trompetas
bastardas,
Charamías e
bombardas
Pacían distintos
sones:
Las baladas e
canciones
E rondeles que
facían,
Apenas los
entendían
Los turbados
corazones...
En el Triumphete de Amor predomina la imitación del Petrarca, ya anunciada en el título mismo y en los primeros versos:
Vi
lo que persona humana
Tengo que jamás non
vió,
Nin Petrarcha, que escribió
De triunphal
gloria mundana.
El aparato alegórico es muy sencillo: andando el Marqués de caza, encuentra el séquito de Venus y Cupido, que en son de triunfo atraviesan por aquella selva:
Dos cosseres
[1] arrendados
Cerca d'una fuente
estavan,
De los quales non
distavan
Los pajes bien
arreados.
Vestían
de aceytuní
Cotas bastardas,
bien fechas,
De muy fino
carmesí,
Raso, las mangas
estrechas,
Las medias partes
derechas
De vivos fuegos
brosladas,
E las siniestras
sembradas
De goldres llenos
de flechas.
............................
Pregunté
sin dilación:
«Sennores, ¿do es
vuestra vía?»
Mostrando grand
affection,
Pospuesta toda
folía,
Dixeron sin
villanía:
«A nos place que
sepades
Aquesto que
preguntades,
Usando de cortesía.
[p. 121] Sabet que los triumphantes
En grado
superiores,
Honorables
dominantes,
Cupido e Venus,
señores
De leales amadores,
Delivraron su
pasaje
Por este espeso
selvaje
Con todos sus
servidores.»
En aquella «fermosa compaña» vienen reyes y emperadores, ilustres donas, poetas y sabidores, personajes de la Escritura, de la mitología y de la historia clásica
De
los christianos a Dante
Vi, Tristán e
Lanzarote,
E con él a Galeote,
Discreto e sutil
mediante.
El Dios de amor lleva «muy lucífera corona de piedras fulgentes»:
Cándida
como la zona
De los signos
transparentes.
Pero aún es mayor el aparato del carro de Venus:
Paresció
luego siguiente
Un carro triumphal
e neto,
De oro
resplandeciente,
Fecho por modo
discreto:
Por ordenanza e
decreto
De nobles donas
galantes,
Quatro caballos
andantes
Lo tiravan plano e
reto...
Una de las «ancillas sofraganas» de Venus, embraza un arco espantable, y deja mal ferido de amores al poeta
El Infierno de los Enamorados, compuesto en el mismo metro que las dos visiones anteriores, empieza con la acostumbrada decoración de selva dantesca:
Por
quanto decir quál era
El selvaje
peligroso
E recontar su
manera,
Es acto
maravilloso...
[p. 122] Allí se ve asaltado el poeta de muy fieros animales, tigres, serpientes y dragones, hasta que topa con un jabalí o puerco salvaje de muy disforme catadura y braveza, que lanzaba «flamas ardientes» por los ojos, y una niebla «de grand fumo e negror» por la boca:
Estando
muy espantado
Del animal
monstruoso,
Vi venir acelerado
Por el valle
fronduroso
Un ome, que tan
fermoso
Los vivientes nunca
vieron,
Nin aquellos que
escribieron
De Narciso, el
amoroso.
............................
Era
su cara luciente
Como el sol, quando
en Oriente
Face su curso
agradable.
Un
palafrén cavalgaba
Muy ricamente
guarnido;
E la silla
demostrava
Ser fecha d'oro
bruñido:
Un capirote vestido
Sobre una ropa bien
fecha
Traía de manga
estrecha,
A guissa d'ome
entendido.
Traía
en su mano diestra
Un venablo de
montero,
Un alano a la
siniestra,
Fermoso e mucho
ligero:
E bien como
cavallero
Animoso e de
coraje,
Aquexava su viaje,
Siguiendo el
vestiglo fiero.
............................
E
desque vido el venado
E los dapnos que
facía,
Soltó muy
apressurado
Al alano que
traía,
E con muy grand
osadía
Bravamente lo
firió;
Assy que luego cayó
Con la muerte que
sentía.
E
como quien tal oficio
Lo más del tiempo
seguía,
[p. 123] Sirviendo d'aquel servicio
Que a su deesa
placía,
Acabó su montería,
E, falagando sus
canes,
Olvidaba los afanes
E cansancio que
traía.
El personaje cuya aparición se describe con tanto brío, no es otro que el héroe de Eurípides, el casto amigo y servidor de Diana, el hijo de Teseo y entenado de Fedra, a quien el Marqués conocía seguramente por las tragedias de Séneca:
«Hipólito fuy llamado,
E morí, segunt
murieron
Otros, non por su
pecado,
Que por donas
padescieron;
Mas los dioses que
sopieron
Cómo non fuese
culpable,
Me dan siglo
delectable
Como a los que
dinos fueron.
E
Dïana me depara
En todo tiempo
venados,
E fuentes con agua
clara
En los valles
apartados,
E archos
amaestrados,
Con que fago cierto
tyros,
E centauros et
satyros
Que m'enseñen los
collados.
Todos los que han padecido muerte por castidad, moran en aquel valle,
Los
cuales todos vinieron
En este logar que
vedes,
E con sus canes e
redes
Facen lo que allá
ficieron.
El Marqués responde a Hipólito que él es de la partida donde nasció Trajano, y que Venus, desde su edad juvenil, le sometió a la servidumbre de una señora,
A
quien creo, que non siente
Mi cuydado e
perdición.
Hipólito, para desengañarle, le hace visitar el infierno del amor:
[p. 124] «¡Ay (dixo) qué bien sería
Que siguiésedes mi
vía,
Por ver en qué
trabajades
E la gloria que
esperades
En vuestra
postrimería!»
............................
Comenzamos
de consuno
El camino peligroso
Por un valle como
bruno,
Espesso, ancho e
fragoso;
E sin punto de
reposo
Aquel día nan
cessamos,
Fasta tanto que
llegamos
En un castillo
espantoso.
El
qual un fuego cercava
En torno, como
fossado;
E, por bien que
remirava
De qué guissa era
labrado,
El fumo desordenado
Del todo me
resistía;
Assy que non
discernía
Punto de lo
fabricado.
El penetrar en tal edificio, atemoriza un poco a Santillana, pero el fermoso infante le asegura que aquella flama no es quemante, ni ardor que empesca a persona viva; y que por tanto puede penetrar sin recelo en el encantado castillo, sirviéndole él de guía:
Entramos
por la barrera
Del alcázar bien
murado,
Fasta la puerta
primera,
A do yo vi
entretallado
Un
título bien obrado
De letras, que
concluía:
«El que por Venus
se guía,
Entre a penar su
peccado.»
Entre los enamorados que en aquel infierno penan, están, por supuesto, todos los de las Heroídas y las Metamorfosis de Ovidio: Filis y Demofón, Canace y Macareo, Dido y Eneas, Hero y Leandro, y no falta tampoco Francesca de Rímini:
E la donara de
Ravena,
De quien fabla el
florentino.
[p. 125] El marqués hace más que acordarse del episodio de Francesca: le traduce en parte, aplicándosele a Macías y a la dama por quien sucumbió el trovador gallego. La imitación está a mil leguas del original, pero en algunos rasgos no me parece tan desdichada como da a entender Puymaigre:
E
por ver de qué trataban,
Muy paso me fuí
llegando
A dos que vi
razonando,
Que en nuestra
lengua fablaban.
Los
quales, desque me vieron
E sintieron mis
pisadas,
Una a otra se
volvieron
Bien como
maravilladas.
«¡Oh ánimas
affanadas
(Yo les dixe), que
en España
Nacistes, si non
m'engaña
La fabla, e fuestes
criadas!
Decidme:
¿de qué materia
Tractades, después
del lloro,
En este limbo e
miseria
Do Amor hizo su
thesoro?...
Ansy mesmo vos
imploro
Que yo sepa do
nacistes,
E cómo e por qué
venistes
En el miserable
choro.»
E
bien como la serena
Cuando plañe a la
marina,
Comenzó su
cantilena
La una ánima
mezquina,
Diciendo: «Persona
dina,
Que por el fuego
passaste,
Escucha, pues
preguntaste,
Si piedat algo te
inclina.
La
mayor cuyta que aver
Puede ningún
amador,
Es membrarse del
placer
En el tiempo del
dolor;
E ya sea que el
ardor
Del fuego nos
atormenta,
Mayor dolor nos
aumenta
Esta tristeza e
langor.
Ca
sabe que nos tractamos
De los bienes que
perdimos
[p. 126] E del gozo que passamos
Mientra en el mundo
vivimos,
Fasta tanto que
venimos
A arder en aquesta
flama,
Do non se curan de
fama
Nin de las glorias
que ovimos.
E
si por ventura quieres
Saber por qué soy
penado,
Pláceme, porque si
fueres
Al tu siglo
transportado,
Digas que fuy
condepnado
Por seguir d'Amor
sus vías:
E finalmenteMacías
En España fuy
llamado.»
............................
El Marqués de Santillana no aplicó sólo a asuntos de amores este cuadro, harto cómodo, de visión alegórica. Le empleó también para llorar la defunssion de D. Enrique de Villena:
Me
vi todo solo al pie de un collado
Selvático, expesso,
lexano a poblado,
Agreste, desierto e
tan espantable...
..........................................
Vi
fieras difformes e animalias brutas
Salir de unas
cuevas, cavernas e grutas,
Faciendo señales de
gran tribulanza.
..........................................
Asy
conseguimos aquella carrera
Fasta que llegamos
en somo del monte,
Non menos cansados
que Dante a Acheronte,
Allí do se passa la
triste ribera.
E como yo fuesse en
la delantera,
Asy como en fiesta
de la Candelaria,
D 'antorchas e
cirios vi tal luminaria,
Que la selva toda
mostraba qual era.
Fendiendo
la lumbre, yo fuí discerniendo
Unas ricas andas e
lecho guarnido,
de filo d'Arabia
labrado e texido,
E nueve doncellas
en torno plañendo.
Los cabellos
sueltos, las faces rompiendo,
Asy como fijas de
padre muy caro,
Diciendo:
«¡Cuytadas!... Ya nuestro reparo
Del todo a pedazos
va desfallesciendo.»
Ya se entiende que estas nueve doncellas eran las nueve [p. 127] musas. Por lo demás, este poemita (que ni siquiera parece completo) vale muy poco; no contiene más que elogios vagos y una retahila de nombres de sabios y poetas, con los cuales muy inoportunamente se compara a D. Enrique, sin nada que de un modo peculiar se refiera a su persona. ¡Cuánto más viva idea dan de él las dos estancias que le consagró Juan de Mena!
Persiste el género dantesco en la linda Coronación de Mosén Jordi, en el Planto de la Reyna Doña Margarida, en el poemita a la canonización de San Vicente Ferrer y del Maestro Pedro de Villacreces (en que hay algunas reminiscencias del Paraíso) y en la Visión de las tres virtudes Firmeza, Lealtad y Castidad, que es evidente remedo de la canción que principia
Tre donne in torno al cor mi son venute...
Pero la obra más importante del Marqués de Santillana en este género, así por su extensión material, que alcanza a ciento veinte estancias de arte mayor, como por las bellezas que indudablemente contiene, es la Comedieta de Ponza. El título descaminó a antiguos eruditos, haciéndoles creer que tal obra debía de tener algo de dramática. No repararon que el Marqués, hasta en el título quiso imitar a Dante, y que la razón verdadera de la imposición de tal nombre, es aquella curiosa e infantil clasificación de los géneros literarios que en el prohemio o carta a la Condesa de Módica y de Cabrera, doña Violante de Prades, claramente se especifica: «E intituléla deste nombre, por quanto los poetas fallaron tres maneras de nombre a aquellas cosas de que fablaron, es a saber: tragedia, sátyra, comedia. Tragedia es aquella que contiene en sí caydas de grandes reyes e príncipes, asy como de Hércoles, Príamo e Agamenón e otros atales, cuyos nascimientos e vidas alegremente se comenzaron, e grand tiempo se continuaron, e después tristemente cayeron. E del fablar destos usó Séneca el mancebo, sobrino del otro Séneca, en las sus «Tragedias», e Johán Boccaccio en el libro De casibus virorum illustrium. Sátyra es aquella manera de tablar que tovo un poeta que se llamó Sátyro, el qual reprehendió muy mucho los vicios e loó las virtudes; e desta manera, después dél, usó Oracio, e aun por esto dixo Dante:
[p. 128] L'altro e Oracio sátiro, che vene.
Comedia es dicha aquella cuyos comienzos son trabajosos, e después el medio e fin de sus días alegre, gozoso e bienaventurado; e desta usó Terencio Peno, e Dante en el su libro, donde primero dice haber visto los dolores e penas infernales, e después el Purgatorio, e después alegre e bienaventuradamente el Paraíso.»
Algo hay, sin embargo, que remotamente se enlaza con el arte dramático en esta composición, puesto que mucha parte de ella se compone de largos razonamientos puestos en boca de diversas personas, a quienes sucesivamente va introduciendo el autor en la escena ideal de una visión alegórica. Dió asunto a este memorable poema la sangrienta jornada naval ganada por los genoveses en aguas de la isla de Ponza, cerca de Gaeta, en 1425, sobre la armada del rey Alfonso V de Aragón, que allí cayó prisionero juntamente con sus hermanos el rey de Navarra D. Juan y el infante D. Enrique. El poeta, después de algunas estancias de invocación, y una muy pomposa sobre las vicisitudes de la Fortuna, finge que vió en sueños
Quatro donas,
Cuyo aspecto e
fabla muy bien denotava
Ser quasi deesas o
magnas personas.
Vestían de negro, y fácilmente declaraban su alcurnia por el blasón de sus armas, entalladas en «sendas tarjas de rica valía», sobre las cuales apoyaban las manos. Eran, pues, la Reina Doña María de Aragón, la de Navarra Doña Blanca, la infanta Doña Catalina, mujer de D. Enrique, y la reina viuda de Aragón Doña Leonor, madre de los tres infantes. Cerca de ellas estaba un varón de aspecto venerable:
En
hábito honesto, más bien arreado,
E non se ignoraba
la su perffectión,
Ca de verde lauro
era coronado.
No poco sorprenderá al lector moderno saber que tal varón era Juan Boccaccio, que, según la vulgar idea que de su literatura se tiene, parece el consolador menos apropiado para damas de tan alta guisa y severa honestidad, y en circunstancias tan aflictivas. Pero en el siglo XV Boccaccio era mucho mejor conocido [p. 129] que ahora, y no se le leía solamente en el Decamerone, sino en todas sus obras, así vulgares como latinas, que le acreditaban no solamente de poeta, sino de humanista y escritor enciclopédico. Una había entre ellas, la de casibus virorum illustrium, que corría traducida al castellano con el título de Caída de Príncipes, y a la cual debió su autor el figurar en la Comedieta de Ponza con el singular carácter que en ella se le asigna:
¿Eres tú,
Boccaccio, aquel que tractó
De tantas materias,
ca yo non entiendo
Que otro poeta a ti
se igualó?
¿Eres tú,
Boccaccio, el que copiló
Los
casos perversos del siglo mundano?
Las lamentaciones de las cuatro señoras, los consuelos de Boccaccio, que, para mayor propiedad, habla en italiano (muy estropeado por los copistas), la relación de la batalla y del sueño fatídico que antes de ella tuvo la Reina doña Leonor, el panegírico del Rey de Aragón y de sus hermanos, la aparición de la Fortuna, que viene a consolar a las Reinas, anunciándoles que no solamente saldrán de cautiverio sus maridos, sino que dominarán ellos y sus sucesores grandes imperios y extendidas regiones, llenan el cuadro de este poema, un tanto abigarrado y henchido de alusiones pedantescas y retahílas de nombres clásicos, pero en el cual abundan trozos notabilísimos; ya por el brío de la sentencia, como en las palabras puestas en boca de la Fortuna; ya por el fuego y animación del relato, como en la descripción de la batalla, que compite con lo mejor de Juan de Mena en este orden de poesía épico-histórica; ya por bellezas genuinamente líricas, como en las tres estancias que contienen una bella, sentida y armoniosa paráfrasis del Beatus ille de Horacio, y son sin disputa el más antiguo trozo de poesía horaciana en nuestra lengua, digno por todas razones del honor que le concedió Herrera, citándole en sus comentarios a Garcilaso. Salvo esta reminiscencia directamente clásica, aunque más en el espíritu que en la forma, lo que predomina en la Comedieta, como en casi todos los poemas largos del Marqués de Santillana, es la imitación de Dante. La descripción de la Fortuna, por ejemplo, está visiblemente inspirada en el canto VII del Infierno. A Boccaccio, no [p. 130] sólo se le introduce en el poema, sino que las Reinas le hablan de su Fiameta, y aun puede creerse que aluden a sus cien novelas:
«E como Fiameta con
la triste nueva
Que del pelegrino
le fué reportada,
Segunt la tu mano
registra e aprueba...
..................................
Asy fatigada,
turbada e cuydosa,
Temiendo los fados
e su poderío,
A una arboleda de
frondes sombrosa,
La cual circundaba
un fermoso río,
Me fuy por deporte,
con grand atavío
De muchas señoras e
dueñas notables..,
..................................
Fablaban
novellas e placientes cuentos
E non olvidaban las
antiguas gestas...»
Mucho más dramático en el estilo que la Comedieta de Ponza, es el Diálogo de Bías contra Fortuna, por más que no haya en él verdadera acción, nudo ni desenlace, sino meramente una controversia doctrinal entre un personaje histórico y otro alegórico, el filósofo Bías y la Fortuna, defendiendo victoriosamente el primero aquel lugar común de la filosofía estoica: que la constancia del sabio es superior a todas las mudanzas de las cosas humanas, y que no hay entre ellas ninguna que pueda invadir el inviolable recinto de su conciencia, ni turbar la tranquilidad de su alma, ni menoscabar un punto su libertad. Este poema filosófico, que consta de 180 coplas de arte menor, es sin disputa la obra maestra del Marqués de Santillana en el género de la poesía elevada. Los pocos defectos que tiene (derivados casi todos del falso concepto de la erudición que predominaba en el siglo XV) desaparecen ante la luz de sus innumerables bellezas. Es imposible exponer con más gracia una doctrina más severa. Y esta gracia de expresión, dote característica del señor de Hita, no empece aquí el nervio de la sentencia, antes bien se combina armoniosamente con él, templando la gravedad estoica con la amenidad y viveza de las descripciones y el giro suelto y flexible del diálogo, en donde no sin fundamento reconoce Amador de los Ríos algo que anuncia «el pintoresco decir de nuestros grandes dramáticos». «Hay que confesar (añade Puymaigre) que los versos de este poema son muchas veces armoniosos, algunas realmente bellos, y que en [p. 131] muchos trozos el diálogo, cortado feliz y hábilmente, tiene aquella energía que Corneille imitó de los dramaturgos españoles. Es la obra de un verdadero poeta, dominado por el entusiasmo de la antigüedad pagana.» En confirmación de estos juicios, no hay sino recordar la serena y luminosa descripción de los Campos Elíseos, que puede admirarse aun después de conocida la de Virgilio, o el rápido movimiento interrogativo con que Bías encarece la instabilidad de las cosas humanas. Los que rutinariamente afirman que en el siglo XV no se hicieron más versos dignos de ser leídos que los de las Coplas de Jorge Manrique, nada perderían con dar una ojeada a este poema y otros más, tan semejantes a aquél en su fondo y en su forma, y entonces quizá saldrían de su error, y no disimularían ya su incuria con el manto de un buen gusto, ligero y desdeñoso.
Aunque el Bías contra Fortuna y la confesión de D. Alvaro, conocida con el título de Doctrinal de Privados (sobre cuyo carácter y mérito ya se ha indicado algo), sean, a mi juicio, las obras capitales del Marqués de Santillana, todavía es cierto que, por haber estado olvidadas, ya que no desconocidas, hasta estos últimos tiempos, no han logrado tan general notoriedad como los Proverbios de gloriosa dotrina e fructuosa enseñanza, que compuso para la educación del Príncipe D. Enrique. Su propósito y sus fuentes están declarados por el mismo Marqués en el prólogo: «Su dotrina e castigos sea asy como fablando padre con fijo. E de haberlo asy fecho Salomón, manifiesto parece en el su libro de los Proverbios; la entención del qual me plogo seguir, e quise que assy fuesse, por quanto si los consejos e amonestamientos se deven comunicar a los próximos, más e más a los fijos; e asy mesmo por quel fijo antes deve rescebir el consejo del padre, que de ningund otro... E por quanto esta pequeñuela obra me cuydo contenga en sí algunos provechosos metros, acompañados de buenos enxemplos, de los quales yo non dubdo que la Vuestra Excellencia e alto engenio non caresca; pero dubdando que por ventura algunos dellos vos fuessen ygnotos, como sean escrittos en muchos diversos libros, e la terneza de la vuestra edad non aya dado tanto lugar al estudio d'aquellos, penssé de facer algunas breves glosas e comentos, señalándovos los dichos libros e aun capítulos...»
[p. 132] «Por ventura, ilustre e bienaventurado Príncipe, algunos podrían ser ante la Vuestra Excellencia, a la presentación de estos dichos versos, que pudiessen decir o dixeren que solamente basta al príncipe o al cavallero entender en governar o regir, bien sus tierras, e guando al caso verná defenderlas, o por gloria suya conquerir o ganar otras, e ser las tales cosas superfluas e vanas. A los quales Salomón ha respondido en el libro antedicho de los Proverbios, donde dice: «La sciencia e la doctrina los locos la menosprecian.» Pero a más abondamiento digo que ¿cómo puede regir a otro aquel que a sí mesmo non rige? ¿Nin cómo se regirá nin se governará aquel que non sabe nin ha visto las gobernaciones e regimientos de los mal regidos e gobernados? Ca para cualquier prática mucho es necessaria la theórica, y para la theórica la prática... Ca ciertamente, bienaventurado Príncipe, asy como yo escrevía este otro día a un amigo mío: la sciencia non embota el fierro de la lanza, nin face floxa el espada en la mano del cavallero...
Bienaventurado Príncipe, podría ser que algunos, los quales por aventura se fallan más puestos a las reprehensiones... dixessen yo aver tomado todo, o la mayor parte destos «Proverbios», asy como de Platón, de Aristótiles, de Sócrates, de Virgilio, de Ovidio, de Terencio e de otros philósophos e poetas. Lo qual yo non contradiría, antes me place que asy se crea e sea entendido. Pero estos que dicho he, de otros lo tomaron, e los otros de otros, e los otros d'aquellos que por luenga vida e sotil inquisición alcanzaron las experiencias e cabsas de las cosas.»
Claro es que en una compilación de este género no cabe más originalidad que la del estilo, ni más mérito poético que el de la expresión, que en la mayor parte de los metros del Marqués es elegante, rápida y sentenciosa, y hace que fácilmente se graben sus consejos en la memoria. Nuestro D. Rafael Floranes, que trabajó con grande ahinco y fortuna en la corrección del texto de estos Proverbios, muy estragados en las antiguas ediciones, dice no sin razón que «el Marqués ideó estas máximas con ingenio y artificio grande, en un género de metro dulcísimo y en estilo grandemente suave, para que, saboreada su lección, se repita a menudo». Plan no puede decirse que tenga esta obra, puesto que cada capítulo comprende sentencias de diverso género, al modo [p. 133] de los Proverbios de Salomón o del Libro de la Sabiduría . Y así sucesivamente se discurre de amor y temor, de prudencia y sabiduría, de justicia, de paciencia y honesta corrección, de sobriedad, de castidad, de fortaleza, de liberalidad y franqueza, de verdad, de continencia y codicia, de envidia, de gratitud, de amistad, de paternal benevolencia, de senectud o vejez, y, finalmente, de la muerte. La extremada concisión de los Proverbios y la estrechez del metro los hacían obscuros a veces, y de aquí las glosas que de ellos se hicieron en prosa, comenzando por las del mismo Marqués, y prosiguiendo con las muy pedantescas y prolijas de su capellán Pedro Díaz de Toledo, que también glosó en la misma forma otros Proverbios atribuídos a Séneca, y que son de San Martín Dumiense.
Para dar a conocer íntegramente el cuerpo de las obras poéticas del Marqués de Santillana, sólo resta mencionar los 42 sonetos fechos al itálico modo y remitidos juntamente con la Comedieta de Ponza a la Condesa de Módica y Cabrera, doña Violante de Prades. «Esta arte (dice el Marqués en la dedicatoria), falló primeramente en Italia Guydo Cavalgante (Cavalcanti), e después usaron della Checo d'Asculi, e Dante, e mucho más que todos Francisco Petrarca, poeta laureado.» Entre estos sonetos los hay de toda especie, amorosos, morales, políticos, religiosos. Abundan las imitaciones directas del Canzoniere del Petrarca; así los sonetos que principian:
Quando yo veo la
gentil criatura...
Sitio de amor con
grand artellería...
¡Oh dulce esguarde,
vida e honor mía...!
Doradas ondas del
famoso río...
El ensayo, para haber sido el primero, no puede calificarse de enteramente infeliz. En los endecasílabos predomina con cierta monotonía la acentuación sáfica: las cesuras suelen no coincidir con las pausas de sentido, y obligan a hacer un alto desagradable, para que el verso conste: abundan además las terminaciones agudas, como luego habían de abundar en Boscán; las rimas aparecen unas veces cruzadas, como en los más antiguos sonetos italianos, pero otras se combinan al modo actual, si bien entonces varía la rima central del segundo cuarteto. Pondremos un [p. 134] ejemplo de cada uno de estos dos tipos, advirtiendo que el primero abunda mucho más que el segundo:
¡Oh
dulce esguarde, vida e honor mía,
Segunda Elena,
templo de beldat,
So cuya mano, mando
e señoría
Es el arbitrio mío
e voluntat!
Yo
soy tu prisionero, e sin porfía
Fuiste señora de mi
libertat,
E non te pienses
fuya tu valía,
Nin me desplega tal
captividat.
......................................
Non
es el rayo de Phebo luciente,
nin los filos
d'Arabia más fermosos,
Que los vuestros
cabellos luminosos,
Nin gema de
estupaza tan fulgente.
Eran
ligados d'un verdor placiente
E flores de jazmín
que los ornava:
E su perfetta
belleza mostraba
Qual viva flama o
estrella d'Oriente.
Tal ensayo no tuvo resultado por entonces: durante más de medio siglo, el oído, apegado cada vez más a la cadencia de los versos de arte mayor, rechazó la del endecasílabo, y los sonetos del Marqués de Santillana permanecieron solitarios en la literatura española hasta la edad gloriosa del Emperador. Pero aunque Boscán omitiese el citarlos, por ignorancia o por cautela, no hay duda que el mérito de su introducción en el Parnaso de la Península no le corresponde a él, sino al Marqués de Santillana. Ni se han de despreciar por imperfectos y por desapacibles a nuestros oídos, pues ninguna forma de arte nace adulta, y harta gloria es el haber sentido la necesidad de ensanchar los límites del mundo poético y el haberse arrojado a ello aunque fuese a tientas. En verdad que el Marqués de Santillana no es ningún Dante ni ningún Petrarca, sino un reflejo algo pálido de ellos; pero tal imitación y disciplina era en su tiempo estrictamente necesaria para que la musa castellana comenzase a soltar los andadores. Sus obras, si bien se las considera, están llenas de gérmenes de vida, así en la métrica, que él ingeniosamente perfeccionó en los géneros menores e intentó renovar en los más altos, como en el espíritu mismo que en ellas domina, en esa [p. 135] manera de estoicismo cristiano que por dos siglos había de continuar su carrera, hasta lograr forma definitiva en los tercetos de la Epístola Moral y en lo prosa de D. Francisco de Quevedo. [1] [p. 136] [p. 137]
[p. 80]. [1] . Probablemente Nuño de Guzmán, gran bibliófilo, que estaba en relaciones con los humanistas de Florencia.
[p. 97]. [1] . El protocolo de estas treguas fué publicado e ilustrado por Amador de los Ríos en el tomo X de las Memorias de la Academia de la Historia.
[p. 105]. [1] . Publicóle por primera vez el erudito, modesto y juicioso escritor don Antonio Paz y Melia, en el tomo de Opúsculos literarios de los siglos XV y XVI, que formó para la Sociedad de Bibliófilos Españoles. Además del Códice de la Biblioteca Nacional (antes de la de Osuna), que sirvió para esta edición, existe una buena copia del siglo XVI en mi biblioteca particular.
[p. 107]. [1] . Publicado este poema en el Cancionero general de 1511, pero sin el prólogo, que está en uno de los Cancioneros manuscritos de Palacio.
[p. 108]. [1] . En esto no está en lo justo Gómez Manrique, arrastrado, sin duda, por el furor apologético. Precisamente en nuestra historia literaria de los siglos XIV y XV sobran ejemplos de lo contrario.
[p. 109]. [1] . Esta glosa se imprimió en Granada en 1575. Con el título de Avisos sentenciosos sobre el modo de conducirse en el trato civil de la gente, fué reimpresa en 1781 en el tomo V del Caxon de Sastre de Nipho. Hay alguna otra edición del siglo pasado.
[p. 135]. [1] . Siendo el Marqués de Santillana el autor del siglo XV de quien nos queda un cuerpo de poesías más numerosas y variadas, parece oportuno hacer aquí el inventario de los principales metros y combinaciones que usa:
Estancias de arte mayor.— En la Comedieta de Ponza, en la Defunsión de D. Enrique de Villena, en las preguntas a Juan de Mena, en las coplas respondiendo a Gómez Manrique, en el Favor de Hércules contra Fortuna, en la Pregunta de Nobles.
Endecasílabos.— En los sonetos.
Octavillas de versos octosílabos en esta disposición: a—b—b—a—a—c— c—a: por ejemplo:
Al tiempo que va
trenzando
Apollo sus crines
d'oro
E recoge su thesoro
Facia el horizonte
andando,
E Diana va
mostrando
Su cara
resplandeciente,
Me fallé cabe una
fuente
Do vi tres dueñas
llorando...
Es el metro usado en el Doctrinal de Privados, en el Decir contra los Aragoneses, en la Canonización de San Vicente Ferrer y Fray Pedro de Villacreces, en la de Mossén Jordi, en El Sueño, en la Querella de Amor (salvo las canciones de Macías, cuyos principios se intercalan), en la Visión y en varios decires amorosos.
También se encuentran las rimas cruzadas en esta disposición: a—b—a—b—c—a—c—a: por ejemplo:
¡Oh, maldita sea la
fada
Cuytada, que me
fadó!...
¡Oh madre
desventurada
La que tal fija
parió!
Amazona, reina
triste,
Del dios d'Amor
maltratada,
En fuerte punto
nasciste,
O en algún ora
menguada.
En esta combinación están escritos El Planto de la Reina Pantasilea, El Triumphete de Amor, las Coplas al Rey D. Alonso de Portugal, y algún decir.
En el Infierno de los Enamorados, la disposición de los consonantes es ésta: a—b—a—b—b—c—c—b : v. gr.
La Fortuna, que non cessa
Siguiendo el curso fadado,
Por una montanna
espessa,
Separada de
poblado,
Me levó como robado
Fuera de mi
poderío,
Asy que el libre
albedrío
Me fué del todo
privado
Coplas de ocho versos octosílabos con pie quebrado en el sexto. La distribución de los consonantes es esta: a—b—b—a—c—d—d—c. Es el metro de Bías contra Fortuna: v. gr.:
E los cíclopes
dexados
En los sus
ardientes fornos,
Saliré por los
adornos
Verdes e fértiles
prados,
Do son los campos
rosados
Eliseos,
Do todos buenos
desseos
Dicen que son
acabados...
Coplas de ocho versos con cuatro pies quebrados en esta forma: a—b—a— b—b—c—c—b. Es el metro de los Proverbios: v. gr.:
Refuye los
novelleros
Decidores,
Como a lobos
dapnadores
Los corderos;
Ca sus lindes e
senderos
Non atrahen
Si non lazos, en
que caen
Los grosseros.
Coplas de siete octosílabos, con esta disposición de rimas: a—b—b— a—c—c—a; v . gr.:
Vi la cámara do era
En mi lecho
reposando,
Bien tan clara,
como quando
Notturnal fiesta s'
espera;
E vi la gentil
deessa
D 'Amor, pobre de
liessa,
E cantar como
endechera...
Décimas
sobre la quartana del señor Rey D. Juan II, compuestas por
el Marqués y por Juan de Mena; v. gr.:
Porque la que nunca
venga
Al señor rey se le
vaya,
Concertemos una
arenga
Tal que de menos
nan tenga
Nin de más nada non
aya.
Pues tenes el
atalaya
Vos, señor, en todo
más,
Dat el nudo por
compás,
Que yo non me tome
atrás
A guissa del
andarraya...
En las canciones y decires hay gran variedad y riqueza de combinaciones; v. gr., coplas de nueve octosílabos:
Diversas veces
mirando
El vuestro gesto
agravado,
Me soy tanto
enamorado,
Que siempre vivo
penando;
Mas quien non vos
amará
Contemplando tal
belleza,
O todo ciego será,
O en él non
habitará
Discrepción ni
gentileza...
Las canciones tienen tema, unas veces de cuatro, otras de tres versos. Las serranillas 1.ª, 2.ª, 4.ª, 5.ª, 7.ª, 8.ª, 10.ª están en octosílabos; la 3.ª 6.ª y 9.ª (que son las más lindas) en versos de seis sílabas. La 7.ª y 8.ª, que son muy breves, carecen de tema inicial. Sólo La Vaquera de la Finojosa tiene verdadero estribillo.