Conocidos ya los tres poetas mayores de la corte de Don Juan II, conviene dar noticia de algunos ingenios de segundo orden que, si no por el mérito real de sus versos, por haber acumulado a su fama poética méritos más sólidos de prosistas, o bien por alguna singularidad de su persona y de su vida, merecen ser apartados de la plebe cuasi anónima que abruma las páginas de los Cancioneros. Los que principalmente parecen dignos de tal separación, son Juan Rodríguez del Padrón y Mosén Diego de Valera.
Juan Rodríguez del Padrón, más bien que poeta, es un tipo poético: sus versos son medianos, aunque sencillos, y a veces tiernos; su prosa vale algo más que sus versos, y su biografía y su leyenda interesan más que sus versos y su prosa. Desgraciadamente, los casos principales de su vida permanecen todavía [p. 196] envuetos en densa niebla, y es más lo que puede conjeturarse o adivinarse entre líneas, que lo que resulta de testimonios auténticos y positivos, aun contando las confesiones del propio poeta, que son sin duda lo más importante.
Fué Juan Rodríguez de la Cámara (más comúnmente llamado del Padrón) el último trovador de la escuela gallega. No se sabe que compusiera versos en su lengua nativa, pero no sólo siguió las prácticas de aquella escuela en la parte formal y exterior de sus coplas castellanas, sino que trasladó a ellas cierto sentimentalismo apasionado y cierta vaguedad mística que, unidos a la languidez blanda y femenina del ritmo, denuncian al momento su patria y origen, no menos que su indudable parentesco con los poetas del Cancionero Vaticano. Fué de los últimos poetas españoles que sin violencia de lenguaje pueden ser llamados trovadores: nombre que es grave impropiedad aplicar a un Juan de Mena o a un Ausias March, por ejemplo, poetas clásicos e italianizados de pies a cabeza, doctos, estudiosos y reflexivos. Por el contrario, Juan Rodríguez del Padrón, cuya vida es un poema de amor, encontraría su puesto natural en la galería biográfica de Nostradamus o del Monje de las Islas de Oro. Cuando leemos, por ejemplo, el Ham, ham, huid que rabio, nos parece oír los aullidos de Pedro Vidal, disfrazado con piel de lobo para que le cazasen los monteros de su dama Lupa de Penautier.
La patria de Juan Rodríguez está declarada, aunque de un modo vago en sus obras. Era gallego como Macías, su amigo, su ídolo, a quien parece que se propuso imitar en los amores, ya que no en la muerte:
Si te place que mis
días
Yo fenezca mal
logrado
Tan en breve,
Plégate que con
Macías
Ser meresca
sepultado;
Y decir debe
Do la sepultura
sea:
«Una tierra los
crió,
Una muerte los
levó,
Una gloria los
possea.»
La tierra es Galicia, pero el pueblo no se determina. La comarca, sin embargo, puede fijarse con entera seguridad. El [p. 197] apellido de su familia, Cámara, aparece en el Tumbo de la iglesia Iriense, dado a conocer por el P. Fita y el canónigo Ferreiro; [1] el apellido del Padrón viene a confirmar que nació en aquella antiquísima villa o en algún pueblo de sus cercanías, probablemente en la Rocha, donde colocan las principales escenas de su novela El siervo libre de amor, que esta llena de recuerdos locales: la puerta de Morgadán, que «muestra la vía por la ribera verde a la muy clara fuente de la selva», «el nuevo templo de la diosa Vesta, en que reinaba la deesa de amores contraria de aquélla», o sea la iglesia de Santa María de Iria, edificada sobre las ruinas de lo que en tiempo de los romanos fué templo de Vesta. No se contenta con que su héroe Ardanlier consume grandes hazañas en la corte del Emperador, en Hungría, Polonia y Bohemia, sino que le trae para mayores aventuras «a las partes de Iria, riberas del mar Océano, a las faldas de una montaña desesperada, que llamavan los navegantes la alta Crystalina, donde es la vena del albo crystal, señorío del muy alto príncipe, glorioso, excelente y magnifico rey de España». Allí escoge un paraje en la mayor soledad, y haciendo venir «muy sotiles geométricos», les manda romper por maravilloso arte «una esquiva roca, dentro de la qual obraron un secreto palacio rico, fuerte, bien labrado, y a la entrada un verde, fresco jardín, de muy olorosas yervas, lindos, fructíferos árboles, donde solitario vivía», entregado a los deportes de la caza. Este secreto palacio, donde se desata la principal acción de la novela con la trágica muerte de los dos leales amadores Ardanlier y Liessa, es «el que hoy día llaman la Roca del Padrón, por sola causa del Padrón encantado, principal guarda de las dos sepulturas que hoy día perpétuamente el templo de aquella antigua cibdad, poblada de los caballeros andantes en peligrosa demanda del palacio encantado, ennoblecen: los quales, no podiendo entrar, por el encantamiento que vedaba la entrada, armaban sus tiendas en torno de la esquiva Rocha, donde se encierran las dos ricas tumbas, y se abren por [p. 198] maravilla al primero de mayo, e a XXIV y XXV de Junio y Julio, a las grandes compañas de los amadores que vienen de todas naciones a la grand perdonanza que en los tales días los otorga el alto Cupido, en visitación y memoria de aquellos. E por semblante vía fué continuado el sytio de aquellos cavalleros, príncipes y gentiles omnes..., e fué poblado un gracioso villaje, que vino después a ser gran cibdat, según que demuestran los sus hedificios... manante a la parte siniestra aquella nombrada fuente de los Azores, donde las lyndas aves de rapiña, gavilanes, azores, melyones, falcones del generoso Ardanlyer, acompañados de aquellas solitarias aves que en son de planto cantan los sensíbles lays, despues de vesitadas dos vezes al día las dos memoradas sepulturas, descendían tomar el agua, según fazer solían er vida del grand cazador que las tanto amaba: e cebándose en la escura selva, guardaban las aves domésticas del secreto palacio, que despues tornaron esquivas, silvestres, en guisa que de la Naya y de las arboledas de Miraflores sallen hoy día esparveres, azores gentiles y pelegrynos, falcones que se cevan en todas raleas, salvo en gallinas y gallos monteses, que algunos dizen faysanes, conociéndolas venir de aquellas que fueron criadas en el palacio encantado, en cuyas faldas, no tocando al jardín o vergel, pacían los coseres, portantes de Ardanlyer, despues de su fallecimiento, e las lindas hacaneas, palafrenes de las fallecidas Lyesa e Irena y sus dueñas e doncellas; que vinieron después en tanta esquividad y braveza, que ninguno, por muy esforzado, solo, syn armas, osaba passar a los altos bosques donde andaban. En testimonio de lo qual, hoy día se fallan caballos salvajes de aquella raza en los montes de Teayo, de Miranda y de Buján, donde es la flor de los monteros, ventores, sabuesos de la pequeña Francia (Galicia), los quales afirman venir de la casta de los tres canes que quedaron de Ardanlyer».
Bien se perdonará lo extenso de la cita, si se considera lo raro que es encontrar en toda la literatura caballeresca un paisaje que no sea enteramente quimérico y tenga algunas circunstancias tomadas del natural. Juan Rodríguez del Padrón es quizá el primero de nuestros escritores en quien, aunque vagamente, comienza a despuntar el sentimiento poético de la naturaleza; y no es ésta la menor singularidad de sus obras.
[p. 199] Nada sabemos de sus primeros años. Su familia era, al parecer, antigua y noble, aunque no muy sobrada de bienes de fortuna. Él fué muy linajudo, muy dado a la heráldica y a los nobiliarios, como lo prueba el tratado de la Cadira del honor ; y en su misma novela no desperdicia ocasión de encarecer su prosapia con transparentes alusiones y alegorías, como cuando nos habla de «la secreta cámara de la qual, en señal de victoria, el buen Gudisán (o Gadisán) tomó nombradía, y todos aquellos que de él descendieron; de los cuales yo soy el menor, rico del nombre de ser de los buenos, e solo heredado en su lealtad».
Aunque Juan Rodríguez del Padrón recibió educación clásica y se le atribuye con bastante fundamento una traducción de las Heroidas de Ovidio, y en todos sus libros en prosa hace alarde de una erudición indigesta, [1] parece que los sueños poéticos de su mocedad hubieron de alimentarse principalmente con la lectura de los libros de caballerías del ciclo bretón (a los cuales ya podía añadirse el Amadís peninsular, gallego o portugués de origen), y de libros de linajes que solían ser tan novelescos y fantásticos como aquéllos. Tuvo Juan Rodríguez gran reputación en esta materia, y los genealogistas posteriores citan mucho un nobiliario suyo, que quizá exista en algún rincón de Galicia, pero que hasta ahora no ha sido dado a la estampa.
Cuándo entró nuestro poeta al servicio del Cardenal D. Juan de Cervantes, gallego de origen, obispo de Segovia en 1442, y en 1449 Arzobispo de Sevilla, es punto difícil de averiguar; pero hay una extraña composición del poeta, que induce a conjeturar que le acompañó al Concilio de Basilea, donde ya estaba aquel [p. 200] prelado en abril de 1434. Son versos imprecatorios a cierta dama desdeñosa, insertos en el Cancionero de Stúñiga:
Por
pena quando fablares,
Jamás ninguno te
crea;
Quantos caminos
fallares,
Te vuelvan a
Basilea.
...........................................
El trotón que
cavalgares
Quede en el primer
villaje;
Las puentes por do
pasares
Quiebren contigo al
pasaje.
..............................................
En tiempo de los
calores
Fuyan te sombras et
ríos,
Ayres, aguas et
frescores,
Sol et fuego et
grandes fríos.
Tristeza
et malenconía
Sean todos tus
manjares
Fasta que aquí te
tornares
Delante mi señoría,
Cridando: ¡Merced!
¡Valía!
Con decir que entre los familiares del Cardenal se contaban hombres como El Tostado, Juan de Segovia y el futuro Papa Pío II (Eneas Silvio) (autor, entre paréntesis sea dicho, de una novela amatoria, no muy lejana del género, aunque si del estilo de El siervo libre de amor), fácilmente se entenderá lo que en tal compañía hubo de medrar la educación literaria de Juan Rodríguez, y allí fué probablemente, y no en Galicia, donde adquirió su caudal, mayor o menor, de doctrina clásica. Es cierto que viajó mucho por Italia, en compañía de su señor; y es verosímil, ya que no enteramente probado, que sus instintos románticos y aventureros le llevasen a peregrinaciones más lejanas, haciéndole pisar el suelo del Asia, no ya sólo en los Santos lugares (donde algunos, engañados por una rúbrica inexacta del Cancionero de Baena, suponen que se metió fraile), sino en los postrimeros reinos del Oriente, dado que llegase a cumplir el propósito que al fin de la Cadira del honor indica como próximo a realización, de visitar «las regiones indianas», aunque «rescibiese ofensa de las gentes paganas, bestiales, monstruosas». Pero en todo esto acaso no haya de verse otra cosa que una hipérbole sugerida por el despecho [p. 201] amoroso del poeta; y sólo queda en pie la antigua tradición del viaje a Jerusalén, a la cual añaden poéticamente los gallegos que de Tierra Santa trajo las palmas que crecen en el huerto de los franciscanos de Herbón.
La falta de toda cronología en la vida del poeta, dificulta extraordinariamente la investigación de sus hechos. Pero parece que hemos de suponer esta romería posterior a sus desventurados amores, y quizá consecuencia indirecta de ellos. Teatro de estos amores fué la corte de Castilla, lo cual prueba que ya para entonces Juan Rodríguez había dejado la domesticidad del Cardenal Cervantes. Corre en muchos libros la especie, no documentada pero sí muy probable, de que fué paje de D. Juan II. Sólo este cargo u otro análogo pudo darle entrada en la corte, puesto que, a pesar de su hidalguía, era persona bastante oscura. Entonces puso los ojos en él una grand señora, de tan alta guisa y de condición y estado tan superiores al suyo, que sólo con términos misteriosos se atreve a dar indicio de quien fuese, y de los palacios y altas torres en que moraba. El analista de la Orden de San Francisco, Wadingo, dijo ya que Juan Rodríguez había sido engañado artificiosamente por una dama de palacio (artificiosè a regia pedisequa delusus). Mil referencias hay en El siervo libre de amor a esta mistriosa historia, aunque se ve en el autor la firme resolución de no decirlo todo, por pavor y vergüenza. «Esfuerzate en pensar (dice a su amigo, el juez de Mondoñedo), lo que creo penssarás: yo aver sido bien afortunado, aunque agora me ves en contrallo; e por amor alcanzar lo que mayores de mí deseaban... Desde la hora que vi la gran señora (de cuyo nombre te dirá la su epístola), quiso enderezar su primera vista contra mí, que en sólo pensar ella me fué mirar, por symple me condenaba, e cuanto más me miraba, mi simpleza más y más confirmaba: si algún pensamiento a creer me lo inducía, yo de mí me corría, y menos sabio me juzgaba... ca de mí ál non sentía, salvo que la grand hermosura e desigualdad de estado la fazía venir en acatamiento de mí, porque el más digno de los dos contrarios más claro luciese en vista del otro, e, por consiguiente, la dignidat suya en grand desprecio y menoscabo de mí, que quanto más della me veía acatado, tanto más me tenía por despreciado, e quanto más me tenía por [p. 202] menospreciado, más me daba a la gran soledat, maginando con tristeza...»
A través de este revesado estilo, bien se dej a entender que la iniciativa partió de la señora, avezada sin duda a tales ardimientos, y que Juan Rodríguez, haciendo el papel del vergonzoso en palacio, incierto y dudoso al principio de que fuese verdad tanta dicha, acabó por dejarse querer, como vulgarmente se dice, y «la prendió por señora y juró su servidumbre». La muy generosa señora cada día le mostraba más ledo semblante. «E quanto más mis servicios la continuaba, más contenta de mi se mostraba, y a todas las señales, mesuras y actos que pasaba en el logar de la fabla, el Amor le mandaba que me respondiesse... E yo era a la sazón quien de placer entendía de los amadores ser más alegre y bien afortunado amador, y de los menores siervos de amor más bien galardonado servidor.» Cuando en tal punto andaban las cosas, y creía que se le iban a abrir las puertas de aquel encantado paraíso (si es que ya para aquel tiempo no le habían sido franqueadas de par en par, como sin gran malicia puede sospecharse), perdióle al poeta el ser muy suelto de lengua, y hacer confianza de un amigo suyo, que al principio no quiso creer palabra de lo que le contaba, y luego acabó por darle un mal consejo. «El qual, syn venir en cierta sabiduría, denegóme la creencia, e desque prometida, vino en grandes loores de mí, por saber yo amar, y sentir yo ser amado de tan alta señora, amonestándome por la ley de amistat consagrada, no tardar instante ni hora enviarle una de mis epístolas en son de comedia, de oración, petición o suplicación, aclaradora de mi voluntad... Por cuya amonestación yo me dí luego a la contemplación, e sin tardanza, al día siguiente, primero de año, le envié ofrecer por estrenas la presente, en romance vulgar firmada:
Recebid alegremente
Mi señora, por
estrenas
La
presente.
La presente canción
mía,
Vos
envía
En vuestro logar de
España,
A vos y a vuestra
compaña
Alegría,
[p. 203] E por más ser obediente,
Mi corazón en
cadenas
Por
presente.
E pues yo hice
largueza
Sin promesa de los
bienes
Que
poseía,
Plega a vuestra
señoría
En
tal día
Estrenar vuestro
sirviente,
Librándole de las
penas
Que
hoy siente.»
En contestación a estas estrenas o aguinaldo, recibió un ledo mensaje por el cual le fué prometido logar a la fabla y merced al servicio. Es tan malo y estragado el único texto que poseemos de la novela, que apenas se puede adivinar cómo acabó la aventura, ni en qué consistió la deslealtad de que acusa al amigo. Lo que resulta claro es que la muy excelente señora llegó a entender que su galán había quebrado el secreto de sus amores, y se indignó mucho contra Juan Rodríguez: «no me atreguando la vida.» Entonces él, lleno de temor y de vergüenza, se retrajo al templo de la gran soledat, en compañía de la triste amargura, sacerdotisa de aquélla, y desahogó sus tristezas en la prosa y versos del libro tantas veces citado, haciendo al mismo tiempo tan duras penitencias como Beltenebrós en la Peña Pobre o D. Quijote en Sierra Morena. «Enderezando la furia de amor a las cosas mudas, preguntaba a los montañeros, e burlaban de mí; a los fieros salvajes, y no me respondían; a los auseles que dulcemente cantaban, e luego entraban en silencio, e quanto más los aquexaba, más se esquivaban de mi.» Entonces compuso aquella canción:
Aunque me vedes asy
Cativo, libre
nací...
y aquella otra mucho más poética, y en variedad de metros, como lo pedía la locura de amor del poeta, y lo romántico de sus afectos:
Cerca el alba,
quando están
En paz segura
Las aves cantando
el verne,
Pasando con grand
afán
A la ventura
[p. 204] Por una ribera verde,
Oí loar con mesura
Un gayo dentre las
flores,
Calandrias y
ruiseñores,
Por essa mesma
figura.
E
en son de alabanza
Decía un discor:
Servid al Señor,
Pobres de andanza;
Y yo por locura,
Canté por amores,
Pobre de favores,
Mas no de tristura.
Y por más que decía
No me respondía;
No pude sofrir
De no les decir
Mi gran turbación
Por esta canción.
..........................
E
por no más atraher
A me querer
responder,
En señal de
alegría,
Cantaba con grande
afán
La antigua canción
mía:
Catyvo de mi tristura.
No sé qué postrimería
Ayan buena los mis
días,
Quando el gentil
Macías
Priso muerte por
tal vía.
Por ende, en
remembranza
Cantaré con
amargura:
Cuydados y maginanza,
Catyvo de mi
tristura...
Así anduvo errando por las malezas, hasta que se falló ribera del grand mar, en vista de una grand urca de armada, obrada en guisa de la alta Alemaña, cuyas velas... escalas e cuerdas eran escuras de esquivo negror. Allí venía por mestressa una dueña anciana, vestida de negro, acompañada de siete doncellas, en quienes fácilmente se reconoce a las siete virtudes. Una de ellas, la muy avisada Syndéresis, recoge al poeta en su esquife, y es de suponer que le devolviera el juicio perdido, porque aquí acaba la novela, en la cual indudablemente falta algo.
[p. 205] Si levantamos el velo alegórico y prescindimos de oscuridades calculadas, que aquí se acrecientan por el mal estado de la copia, apenas se puede dudar de que el fondo de la narración sea rigurosamente autobiográfico. De lo que no es fácil convencerse, a pesar de las protestas del poeta, es de lo platónico de tales amores. El temor de la muerte pavorosa, que amaga al poeta con el trágico fin de Macías; el misterio en que procura envolver todos los accidentes del drama; y la antigua tradición, consignada al fin de la Cadira de honor, que le supone desnaturado del reyno a consecuencia de estos devaneos, son indicios de una pasión ilícita y probablemente adúltera, como solían serlo los amoríos trovadorescos. Así se creía en el siglo XVI, cuando un autor ingenioso, y que seguramente había leído El siervo libre de amor, forjó sobre los amores de Juan Rodríguez una deleitable y sabrosa, aunque algo liviana, novela, del corte de los mejores cuentos italianos, en la cual se supone que la incógnita querida de Juan Rodríguez del Padrón era nada menos que la reina de Castilla, doña Juana, mujer de Enrique IV y madre de la Beltraneja. [1]
Ciertamente que el nombre de esta señora anda tan infamado en nuestras historias, que nada tiene que perder porque se le atribuya una aventura más o menos; pero basta fijarse en los anacronismos y errores del relato, que le quitan todo carácter histórico. Ni Juan Rodríguez era aragonés, como allí se dice, sino gallego; ni sus aventuras pudieron ser en la corte de Enrique IV, puesto que El siervo libre de amor, principal documento que tenemos sobre ellas, no contiene ninguna alusión a fecha posterior a 1439, ni puede sacarse del tiempo en que Gonzalo de Medina era juez de Mondoñedo, es decir, por los años inmediatos a 1430. Y sabido es que el primer matrimonio del príncipe D. Enrique, no con Doña Juana de Portugal, sino con Doña Blanca de Navarra, no se efectuó hasta 1440. Sin embargo, la [p. 206] leyenda de los amores regios de Juan Rodríguez tiene todavía un hábil sustentador, que cree resuelta la dificultad con cambiar el nombre de la reina, y leer, en vez de Doña Juana, Doña Isabel de Portugal, segunda mujer de D. Juan II. Pero tampoco las segundas bodas del rey D. Juan fueron hasta 1447, y ya el Cancionero de Baena, compuesto en general de obras de trovadores muy antiguos, y compilado seguramente antes de 1445, puesto que el colector declara en el prólogo que quiere agradar a la reina Dona María y a las dueñas y doncellas de su casa, contiene (núm. 470) la famosa canción:
Vive leda, si
podrás..,
con la rúbrica de haberla compuesto «Juan Rodrígues del Padrón quando sse fué meter frayre a Jerusalén..., en despedimiento de su señora». Fuera en Jerusalén o en otra parte donde se hizo fraile (que en esto pudo equivocarse Baena), lo importante es la noticia de que ya en aquel tiempo había entrado en religión. Ni tal estado, ni la edad bastante madura que debemos suponer a mediados del siglo XV en quien había sido amigo de Macías, permiten dar asenso a la fábula de sus amores con la reina, ni colgar tal milagro por leves conjeturas a aquella pobre señora que, siquiera por madre de la Reina Católica, algún respeto póstumo merece. Verdad es que el autor de la novela anónima no se paró en barras, y no contento con hacer a Juan Rodríguez amante de la Reina de Castilla, le lleva luego, no al claustro, sino a la corte de Francia, donde «la Reina, que muy moza y hermosa era, comenzó a poner los ojos en él, y aficionándosele favorececello, de manera que los amores vinieron a ser entendidos, pasando en ellos cosas notables, de manera que vino a estar preñada....y a él le fué forzoso irse para Inglaterra, donde, antes de llegar a Cales para embarcarse... fué muerto por unos caballeros franceses».
El hecho de inventarse tan absurdos cuentos sobre su persona, prueba que el trovador gallego quedó viviendo como tipo poético en la imaginación popular y en la tradición literaria. Fué el segundo Macías, único superior a él entre los llagados de la flecha de amor, que penaban en el simbólico infierno de Guevara y Garci Sánchez de Badajoz. Este último dice:
[p. 207] Vi también a Juan Rodríguez
Del Padrón, decir
penando:
«Amor, ¿por qué me
persigues?
¿No basta ser
desterrado?
¿ Aún al
alcance me sigues?
Éste
estaba un poco atrás,
Pero no mucho
compás
De Macías
padeciendo,
Su misma canción
diciendo:
«
Vive leda, si podrás.»
[1]
Su trágica muerte debió de ser inventada también para asimilar más y más su leyenda a la de Macías, el cual, más que su amigo, fué su ídolo poético, el único de sus días a quien creía merescedor de las frondas de Dafne. Pero si no muerte sangrienta, destierro y extrañamiento largo parecen haber sido la pena de los amores de Juan Rodríguez, hasta que en el claustro de Herbón, que contribuyó a edificar con sus bienes patrimoniales, encontró refugio contra las tempestades del mundo y de su alma. Es cierto que no hay datos seguros acerca de la fecha de su profesión, y aun algunos dudan de ella; pero algo vale la constante creencia de la orden franciscana, consignada por el analista Wadingo, [2] y robustecida por la tradición local.
Las obras de Juan Rodríguez del Padrón llenan un tomo de la Sociedad de Bibliófilos Españoles, ordenado con mucho esmero y doctas ilustraciones por D. Antonio Paz y Melia, uno de los más beneméritos investigadores de nuestras antigüedades literarias, que cada día va enriqueciendo con la publicación de nuevos textos. Con ser tan célebre Juan Rodríguez como trovador, no pasan de diez y siete las composiciones suyas de probada autenticidad que han podido reunirse, y por lo general son muy breves. Seis de ellas están intercaladas en El siervo libre de amor: las restantes se han tomado del Cancionero general, del de Baena, del de Stúñiga, del que fué de Herberay des Essarts, y de dos de la [p. 208] Biblioteca de Palacio. Las principales quedan citadas ya, como páginas que son de la vida apasionada de su autor. Todas se refieren a sus amores, excepto la última canción, y la más bella de todas, Flama del divino rayo, que es el canto de su conversión. Con ella quiso reparar sin duda la irreverencia que en su título, más que en su contexto, tienen Los siete gozos de Amor y Los mandamientos de amor, superados luego por otras profanaciones más graves de Mosén Diego de Valera, Suero de Ribera y Garci Sánchez de Badajoz. Por lo demás, Los Siete Gozos de que se trata son espirituales y platónicos, y nada hay de escandaloso en ellos más que la extravagante idea de parodiar los gozos de la Virgen:
Ante
las puertas del templo
Do recibe el
sacrificio
Amor, en cuyo
servicio
Noches y días
contemplo,
La tu caridad
demando,
Obedescido Señor,
Aqueste ciego
amador,
El qual te dirá
cantando,
Si dél te mueve
dolor,
Los siete gozos
d'amor...
Los diez mandamientos de amor empiezan con una visión alegórica:
La
primera hora passada
De la noche
tenebrosa,
Al tiempo que toda
cosa
Es segura y
reposada,
En el ayre vi
estar,
Cerca de las nubes
puesto,
Un estrado bien
compuesto,
Agradable de mirar.
En
medio del qual vi luego
El Amor con dos
espadas
Mortales,
emponzoñadas,
Ardiendo todas en
fuego,
Para dar penas
crueles
A vosotros los
amantes,
Porque no le soys
constantes
Servidores, ni
fïeles...
[p. 209] El Amor promulga su ley por medio del verdadero amante Juan Rodríguez, y en su galante decálogo enumera las condiciones que ha de reunir el perfecto cortesano: lealtad, desinterés, esfuerzo, franqueza o esplendidez, mesura, ser estudioso en obras de gentileza, sin olvidar los traeres apuestos y cumplidos;
Que el amor con la
pobreza
Mal se puede
mantener...
La extraña fantasía romántica en que el poeta se supone convertido en perro rabioso: «Ham, ham, huyd, que rabio», me ha parecido siempre de un gusto perverso, aunque curiosa por un rasgo de superstición popular que tiene sello muy galaico, y aun céltico si se quiere:
No cesando de
rabiar,
No digo si por
amores,
No valen
saludadores
Ni
las ondas de la mar.
En el género erótico resulta muy superior a Macías, cuyos versos son la insulsez misma. Pero la historia de la escuela gallega los recordará siempre juntos, porque ellos se la llevaron al sepulcro. Juan Rodríguez quiso que sus nombres fuesen inseparables, y los juntó, no sólo al fin del poema de Los Siete Gozos, sino en esta linda canción, que hoy diríamos humorística:
Sólo
por ver a Macías
E del amor me
partír,
Yo me querría
morir,
Con tanto que
resurgir
Pudiese dende a
tres días.
Mas
luego que resurgiese,
¿Quién me podría
tener
Que en mi mortaja
non fuesse,
Lynda sennora, a te
ver,
Por ver qué planto
farías,
Sennora, o que
reyr?
Yo me querría
morir,
Con tanto que
resurgir
Podiese dende a
tres días.
[p. 210] Floranes copió del Cancionero de Fernán Martínez de Burgos un Decir que fizo Juan Rodríguez del Padrón contra el amor del mundo, única poesía suya que conocemos en metro de arte mayor, si es que realmente le pertenece, sobre lo cual puede caber duda. [1]
La enumeración que en ella se hace de los grandes hombres que fueron víctimas del amor, es muy curiosa, y corresponde exactamente a la que se contiene en el único fragmento conocido de aquel Pau de Bellviure, trovador catalán, citado por el Marqués de Santillana, y de quien dice Ausias March que se volvió loco por amores:
Que per amar sa
dona-s'torná foll...
Dice la estrofa de Bellviure, conservada en el Conort de Ferrer:
Per fembra fó
Salomó enganat,
Lo rey Daviu e
Samsó exament,
Lo payre Adam ne
trencá 'l manament,
Aristotill ne fou
com encantat,
E Virgili fou
pendut per la tor,
E Sant Johan perdé
lo cap per llor,
E Ipocrás morí per
llur barat.
Donchs si avem per
dones folleiat,
No smayar tenint
tal companya.
Sansón, Adam, David, Salomón, figuran también en el catálogo de Juan Rodríguez, mezclados con Aristóteles y Virgilio:
E porque entiendas
que digo verdat,
Probar te lo quiero
por libros e texto,
Quanta e quan
grande es la tu maldat,
E' quantos
perdieron sus almas por esto.
El sabio
Virgilio colgado en un cesto
Feciste lo estar en
torre de Priso...
[p. 211] E' aun
Aristótiles con su grand saber,
Con quexa muy
grande syendo enamorado,
Él se consentió de
ser ensellado
Así como bestia, de
una mujer...
Hipócrates no figura en la lista de Juan Rodríguez, pero en cambio están los héroes de la Crónica Troyana: está la reina Dido, Medea la sabia, y, lo que es más curioso, Merlín y los caballeros de la demanda del Santo Grial:
Aun se falla que el
sabio Merlín
Mostró a una dueña
a tanto saber,
Fasta que en la
tumba le fizo aver fin,
Que quanto sabía
nol pudo valer..
..........................................
En la grand demanda
del Santo Greal
Se lee de muchos
que así andodieron
Siempre por ti
pasando grand mal,
Pesares e cuitas,
que al non ovieron:
Asaz caballeros e
dueñas murieron,
También otrosí
fermosas doncellas:
Sus nombres non
digo dellos nin dellas,
Que por sus
estorias sabrás quiénes fueron...
Restan de Juan Rodríguez del Padrón tres libros en prosa mucho más interesantes que sus versos. El primero es una novela, género rarísimo, como es sabido, en la literatura del siglo XV. Su título, El siervo libre de amor; su división alegórica, la que el mismo autor declara en el proemio: «El siguiente tratado es de partido en tres partes principales, según tres diversos tiempos que en sy contiene, figurados por tres caminos y tres árbores consagrados, que se refieren a tres partes del alma, es a saber: al corazón y al libre albedrío y al entendimiento, e a tres varios pensamientos de aquéllos. La primera parte prosigue el tiempo que bien amó y fué amado: figurado por el verde arrayán, plantado en la espaciosa vía que dicen de bien amar, por do siguió el corazón en el tiempo que bien amaba. La segunda refiere el tiempo que bien amó y fué desamado: figurado por el árbor de paraíso, plantado en la desciente vía que es la desesperación, por do quisiera seguir el desesperante libre albedrío. La tercera y final trata el tiempo que no amó ni fué amado: figurado por la [p. 212] verde oliva, plantada en la muy agra y angosta senda, que el siervo entendimiento bien quisiera seguir.. »
En esta obra, de composición algo confusa y abigarrada, hay que distinguir dos partes: una novela íntima, cuyo protagonista es el autor mismo; especie de confesión de sus amores, sobre la cual ya hemos dicho bastante: y otra novela, entre caballeresca y sentimental, que es la Estoria de los dos amadores Ardanlier e Liesa, en la cual no negamos que pueda haber alguna alusión a sucesos del poeta; pero que en todo lo demás es un cuento de pura invención, exornado con circunstancias locales y con reminiscencias de algún hecho histórico bastante cercano a los tiempos y patria del autor. De la primera, es decir, de la narración íntima, tenía modelos bien conocidos ya en España, en la Vita Nuova de Dante (de donde pudo tomar la idea de entremezclar la prosa con los versos) y en la Fiameta de Boccaccio; pero aunque seguramente había leído ambas obras, se abstuvo de imitarlas directamente y buscó inspiración en los lamentables casos de su propia vida. La historia de Ardalier y Liesa ha sido escrita por quien conocía, no sólo las ficciones bretonas, sino el Amadís de Gaula, puesto que la prueba de la roca encantada recuerda la de la ínsula Firme y el arco de los leales amadores; pero con esta derivación literaria se juntan recuerdos de los aventureros españoles que fueron con empresas de armas a la dolce Francia como D. Pero Niño; a Hungría, Polonia y Alemania como Mosén Diego de Valera. Ardanlier sostiene un paso honroso cerca de Iria, como Suero de Quiñones en la puente de Orbigo: hay también un candado en señal de esclavitud amorosa, salvo que no le lleva el héroe, sino la infanta Irene, que le entrega la llave en señal de servidumbre. Y para que la ficción tenga todavía raíces más hondas en la realidad, la trágica historia de los amores de Ardanlier, hijo de Creos, rey de Mondoya, y de Liesa, hija del Señor de Lira, reproduce en sus rasgos principales la catástrofe de doña Inés de Castro; si bien el novelista, buscando un fin todavía más romántico, hace al desesperado príncipe traspasarse con su propia espada, después del asesinato de su dama, fieramente ordenado por el rey, su padre. Es, pues, El siervo libre de amor, como otras novelas de siglo XV, (v. gr.: el libro catalán de Curial y Güelfa) una obra de estilo compuesto, en que se confunden de [p. 213] un modo caprichoso elementos muy diversos, alegóricos, históricos, doctrinales y caballerescos, sin que pueda llamarse enteramente libro de caballerías, puesto que en él se da más importancia al amor que al esfuerzo, y es pequeña, por otra parte, la intervención del elemento fantástico y sobrenatural, de magia y encantamientos. Más bien debe ser calificada, pues, de novela sentimental, como la Cárcel de Amor de Diego de San Pedro o el Tractado de Arnalte y Lucenda, a los cuales precede en fecha, debiendo ser tenido por la más antigua muestra de su género que hasta ahora conocemos en España. Y, de las que en adelante se escribieron, quizá la que tiene más directo parentesco con ella es la dulce y melancólica Menina e Moça de Bernardim Ribeiro, que también confesó en ella, como en cifra, sus desventurados amores. Ya hemos indicado cuánto realzan la novela de Juan Rodríguez ciertos accidentes de color local gallego, y hasta puede verse una profana e irreverente transformación de la sepultura del Apóstol en aquel otro Padrón encantado, donde perseveran en dos ricas tumbas «los cuerpos enteros de Arlandier y Liesa, fallecidos por bien amar, fasta el pavoroso día que los grandes bramidos de los quatro animales despierten del grand sueño, e sus muy puríficas ánimas posean perdurable folganza». Aquel recinto era encantado, y tenía tres cámaras o alojes de fino oro y azul, para probar sucesivamente a los leales amadores que quisiesen arrojarse a aquella temerosa aventura. Grandes príncipes africanos, de Asia y Europa, reyes, duques, condes, caballeros; marqueses y gentiles hombres, lindas damas de Levante y Poniente, Meridión y Setentrión, con salvoconducto del gran rey de España, venían a la prueba: los caballeros a haber gloria de gentileza, fortaleza y de lealtad; las damas de «fe, lealtat, gentileza y grand fermosura... Pero solo tristeza, peligro y afán, por más que pugnaban, avían por gloria, fasta grand cuento de años quel buen Macías... nacido en las faldas dessa agra monta; viniendo en conquista del primer aloje, dió franco paso al segundo albergue... y entrando en la cárcel, cesó el encanto, y la secreta cámara fué conquistada». [1]
[p. 214] No son novelas, pero corresponden más bien al género recreativo que al didáctico, y tienen algo de alegoría, otros dos libros de Juan Rodríguez del Padrón, confundidos o citados inexactamente por algunos bibliógrafos, y aun atribuído uno de ellos a D. Enrique de Villena. Son el Triunfo de las donas y la Cadira del Honor, obras enlazadas entre sí de tal modo, que la primera puede considerarse como introducción de la segunda, pero tratan muy diversa materia: la primera el elogio de las mujeres, la segunda el panegírico de la nobleza hereditaria.
El Triunfo de las donas no es obra solitaria en la literatura del siglo XV, sino perteneciente a un grupo muy numeroso de libros compuestos, ya en loor, ya en vituperio del sexo femenino, e inspirados todos evidentemente por dos muy distintas producciones de Juan Boccaccio, que en los últimos días de la Edad Media era muy leído en todas sus obras, latinas y vulgares, y no solamente en el Decamerón, como ahora acontece. Estos dos libros eran Il Corbaccio o Laberinto d'Amore, sátira ferocísima o más bien libelo grosero contra todas las mujeres, para vengarse de las esquiveces de una sola; y el tratado De claris mulieribus, que es la primera colección de biografías exclusivamente femeninas que registra la historia literaria. Tan extremado anduvo Boccaccio en este segundo libro respecto de encomios (aunque mezclados siempre con alguna insinuación satírica), como extremada había sido la denigración en el primero. Uno y otro tratado, recibidos con grande aplauso en Castilla, alcanzaron imitadores entre los ingenios de la brillante corte literaria de D. Juan II, dividiéndolos en opuestos bandos. A la verdad, la palma del ingenio y de la gracia más bien correspondió a los detractores que a los apologistas de las mujeres, puesto que ninguna de las defensas del sexo femenino, incluso la misma de D. Álvaro de Luna (que es para mi gusto la mejor de todas), puede competir en riqueza de lenguaje, en observación de costumbres, en abundancia de sales cómicas, con el donosísimo Corbacho o Reprobación del [p. 215] amor mundano del Arcipreste de Talavera, Alfonso Martínez, el más genial, pintoresco y cáustico de los prosistas anteriores al autor de la maravillosa Celestina.
De los tratados escritos para vindicar a las mujeres, algunos se han perdido, como el de D. Alonso de Cartagena; otros se conservan, como este Triunfo de las donas de Juan Rodríguez del Padrón, como el Libro de las virtuosas et claras mujeres del Condestable D. Álvaro, como la Defensa de virtuosas mujeres de Mosén Diego de Valera, sin contar con las traducciones que al mismo propósito se hicieron, así del libro latino de Boccaccio, como del Carro de las Donas del catalán Fr. Francisco Eximenis. La misma abundancia de tales panegíricos, prueba que los detractores eran numerosos y temibles, llegando a formar una especie de secta que tuvo por bandera el Corbaccio, y más adelante las coplas de Torrellas, a que replicaron Suero de Ribera y Juan del Enzina. La fabricación de estos libros y la animación de tal polémica persisten en el siglo XVI, dando por frutos, de la una parte, el Diálogo de las condiciones de las mujeres de Cristóbal de Castillejo; de la otra el Gynaecepenos de Juan de Espinosa y el Tratado en laude de mujeres de Cristóbal de Acosta. Todos estos libros sirven para la historia de las ideas y de las costumbres: algunos, como el diálogo de Castillejo y el Llibre de les dones de Jaume Roig, tienen, además, alto y positivo valor poético.
No puede decirse otro tanto del Triunfo de las donas que nuestro Juan Rodríguez dedicó a la Reina Doña María, la más digna, virtuosa y noble de las vivientes, la muy enseñada et perfecta... soberana de las reinas de España, con el vano intento de refutar el «maldiciente et vituperoso Corvacho. de cuyo autor o componedor «el non menos lleno de vicios que de años, Boccaccio,» dice que había perdido su fama loable, por aver parlado más del convenible, e aver fingido novelas torpes e deshonestas». Si el Corbaccio italiano es grosero y fastidioso, el Triunfo castellano sería poco menos que ilegible, si a veces no resultase gracioso de puro disparatado. Escrito en forma casi escolástica, prueba por cincuenta razones justas la excelencia de la mujer sobre el hombre. Véanse algunas: «por haber sido criada despues de todas las cosas; por haber sido formada en el paraíso, en compañía de los ángeles, y no como el hombre, que lo fué con las bestias en el [p. 216] campo damasceno; por haber sido formada «de carne purificada», y no del barro de la tierra; por ser «criada del medio et non de los extremos del hombre»; por ser naturalmente mas honesta, tanto, que «en el acto de engendrar... es en son de forzada, el hombre en son de forzador: la mujer tiende la vista a los sobrecelestes cuerpos, segunt la propiedat del animal razonable: el hombre a la cosas baxas mira, siguiendo la qualidat de los brutos animales...»; porque el Anticristo, hijo de perdición, ha de ser hombre y no mujer; «porque las bestias más fieras ofenden al hombre, e a la mujer catan reverencia»; porque las partes del mundo tienen nombre de mujeres...» Todo esto con gran aparato de autoridades divinas, naturales y humanas. El poeta no habla en nombre propio, sino que pone todo este razonamiento en boca de la ninfa Cordiama, convertida en fuente por amores del gentil Aliso, transformado en arbusto, cuyos pies baña con sus aguas. ¡Lástima que el resto del libro no corresponda a esta graciosa ficción en que nos parece descubrir al lector asiduo de las Metamorfosis de Ovidio! El pasaje más curioso y mejor escrito de todo el tratado, es sin duda la descripción de las modas afeminadas de los galancetes del siglo XV. Es una curiosa página de costumbres, que debe transcribirse a la letra, aunque sea bastante conocida, por haberla copiado Sempere y Guarinos en su Historia del lujo. «Et quál solicitud, quál estudio nin trabajo de mujer alguna en criar su beldat, se puede a la cura, al deseo, o al afán de los hombres por bien parescer, egualar?... ¿Et cuántos son aquellos que sus faziendas, por traher ropas brocados e de sotil orfebrería, vendieron simplemente, creyendo poderse dar aquello que les denegó la naturaleza, la qual se llama a engaño, e todas oras dellos reclama por diversos modos? Unos, de cuerpos non largos con altos patines en tiempo non pluvioso la engañando; otros, aviendo las piernas sotiles, en traher dobles calzas, e aquellas en grueso paño aforradas; algunos otros que, por la sotileza de los cuerpos, espíritus, non ombres parescen, cuerspos de gigantes se saben (todo el algodón e lana del mundo encaresciendo) artificialmente fazer. E otros que, por ser visto delgados, con poco más de una tela se visten. E son infinitos, et aqueste es el engaño de que más ofendida naturaleza se siente, que siendo llenos de años, al tiempo que más debrían de gravedat [p. 217] que de liviandat ya demostrar los actos, e los blancos cabellos por encobrir, o por furtar los naturales derechos, de negro se fazen tennir, et almásticos dientes, más blancos que fuertes, con engañosa mano enxerir. Nin rescibe por ventura menor ofensa guando el estrecho cuerpo por el angosto jubón, tiradas calzas e justo calzado, a grand pena, mayormente reposando puede respirar los tiernos cueros al desnudar le levando consigo mas non los clavos, que firmes en los dedos quedan, non menos que si los huesos fuesen de un falcón sacre nascidos. ¿Mas non es cosa de maravillar que, por sentir un tan suave olor, como es aquel que la grasa del calzado envía de sí, mayormente si por matina se juzga del oler, un semejable dolor se deva continuo soffrir? En todo se quiere al divino olor parescer que de sí envían las aguas, venidas por distillación en una quinta essencia, el arreo et afeytes de las donas, el qual non de las aromáticas especias de Arabia, nin de la mayor India, mas de aquel lugar donde fué la primera mujer formada parece que venga...»
Poco nos detendrá la «muy alta» Cadira del honor, «obrada con perfecta mano por la virtud y la nobleza, dos plantas fructuosas, en nombre diversas, en frutos muy semejantes», que prenden en el vergel de merecimiento, que está al fin de la selva del afán, en las montañas de los buenos deseos. Esta insulsa alegoría puede en su segunda parte ofrecer algún interés a los iniciados en la llamada ciencia heráldica o del blasón, puesto que el autor plantea, y a su modo resuelve con autoridad de juristas, las siguientes cuestiones: si puede tomar armas cualquier persona; si las puede tomar por sí mismo o las debe recibir del príncipe; si puede en una provincia o reino tomar las de otro soberano, sin su licencia; si un solo color, aunque sea metal, puede hacer armas por sí; quién tiene en las armas más excelencia, si el águila o el león. El famoso glosador Bártulo no se había desdeñado de tocar estos puntos en su tratado De insignis et armis, y a su autoridad acude principalmente Juan Rodríguez, llamándole el Dolor cevil. La primera parte de la Cadira versa sobre la distinción entre la nobleza teológica, la moral, la vulgar y la política, que no es virtud moral, sino «honorable beneficio, por mérito o graciosamente, de antiguos tiempos avido del Príncipe, o por subcesión, que face a su poseedor del pueblo ser diferente». Hoy nos [p. 218] inclinamos más a la opinión de Juan de Lucena, que en la Vita Beata escribe: «no miran que la nobleza nasce de la virtud y no del vientre de la madre, ni acatan que el gavilán del espino es mejor que el de la haya».
Hizo el autor esta Cadira a ruego de varios caballeros mancebos de la corte de D. Juan II, que diferían en sus pareceros sobre la nobleza e hidalguía; y parece haber escrito antes sobre la misma materia otro tratado de que estaba más satisfecho, el Oriflama, cuyo manuscrito había dejado en Padua o en Venecia, según dice en una especie de deprecación final dirigida a su libro: «no olvidando la tu menor hermana, asáz más graciosa e mejor compuesta, el Oriflama, que en Ia silla de Antenor sentada en las saladas ondas, plañiendo queda el nuestro departimiento e la su hedad non cumplida, por se ver de mí apartar». [1]
Se atribuye a Juan Rodríguez del Padrón, y a mi ver con fundamento, una traducción (muy incorrecta y poco exacta, pero de expresión apasionada en ciertos pasajes), de las Heroídas de Ovidio, con el extraño título de Bursario, [2] que el traductor explica de este modo: «porque asy como en la bolsa hay muchos pliegues, asy en este tratado hay muchos oscuros vocablos y dubdosas sentencias, y puede ser llamado bursario, porque es tan breve compendio, que en la bolsa lo puede hombre llevar; o es dicho bursario porque en la bolsa, conviene a saber, en las células de la memoria, debe ser refirmado con grand diligencia, por ser más copioso tratado que otros.» El traductor añadió algunas cartas de su cosecha, como la de Madreselva a Manseol, y las de Troylo y Briseyda, cuya sustancia procede de la Crónica [p. 219] Troyana. [1] En todas ellas se ve la misma pluma devaneadora y sentimental que trazó los razonamientos de El siervo libre de amor.
Nada diremos de la Crónica gallega de Iria, que se cita con nombre de Juan Rodríguez, puesto que todas las copias que se la atribuyen son modernas y de tiempo muy sospechoso (siglo XVII), y, por otra parte, dicha Crónica no es más que un extracto de parte de la Historia Compostelana y del Chronicon Iriense, con algunas especies cronológicas tomadas de las obras de Juan Beleth, doctor parisiense del siglo XII, compaginado todo ello, al parecer, por un clérigo llamado Ruy Vázquez en 1468.
Por lo demás, ni sabemos que Juan Rodríguez escribiera nunca en su lengua materna, ni el carácter de esta narración, [p. 220] inculta y sencillísima, recuerda en modo alguno el tipo retórico y artificioso de su prosa, visiblemente imitada de la de D. Enrique de Villena, de la cual difiere sólo en la abundancia de galicismos, originados sin duda de la larga residencia de su autor en países donde era nativa o familiar la lengua francesa: [1] defecto que se ha de notar también en el cronista de D. Pedro Niño, aunque tan superior a Rodríguez del Padrón y a casi todos los prosistas de su tiempo, en gracia y amenidad. Pero aun como prosista influyó bastante Juan Rodríguez, con ser para nuestro gusto tan empalagoso. Por ejemplo, la Sátira de felice e infelice vida del Condestable D. Pedro de Portugal, parece un calco bastante servil de su estilo. [2]
Escritor de más vigoroso temple, y, considerado como político y moralista, uno de los mejores de su siglo, fué Mosén Diego de Valera, «persona de gran ingenio (en frase del Padre Maria na), dado a las letras, diestro en las armas, demás de otras gracias de que ninguna persona, conforme a su hacienda, fué más dotado». [3] Este aventurero político, en cuya vida andan mezcladas empresas de caballería andante con planes de arbitrista, fechorías de corsario y habilidades de periodista de oposición, es uno de los tipos más curiosos que pueden encontrarse en aquella pintoresca y abigarrada sociedad del siglo XV. Mientras que el espíritu débil y enfermizo de Juan Rodríguez de Padrón se disipaba en quimeras de amor que le ponían en los confines de la locura, el espíritu positivo de Mosén Diego de Valera, aguzado por la experiencia de los viajes y el trato de los hombres en una vida larguísima, [4] escogía por campo de su actividad y ocasión [p. 221] de no vulgares medros para su persona, el arte y oficio de la política, que ejercía de un modo dogmático, erigiéndose en consultor oficioso de príncipes y magnates y redactor fecundo de aquel género de papeles que hoy llamaríamos programas y manifiestos. Sus mismos defectos de carácter y de estilo, su petulancia, fanfarria, locuacidad y entremetimiento, su pedantería sentenciosa y fantástica erudición histórica, tan bien notadas por su paisano el autor del Diálogo de la lengua, cuando le llamaba gran hablista y parabolano (esto es, hablador y embustero), le sirvieron admirablemente para el caso, y se compadecían en él con dotes muy reales, no sólo de entendimiento y amena cultura, sino de hidalguía, franqueza y celo por el bien público.
Nació Valera en la cuidad de Cuenca el año 1412, según se infiere de una nota puesta al final de su Crónica Abreviada, donde advierte «que la acabó en el Puerto de Santa María la víspera de San Juan de 1482, a los sesenta y nueve años de su edad». Se le supone hijo o nieto de Juan Fernández de Valera, regidor de Cuenca y criado de la Casa de D. Enrique de Villena, que le dedicó algunos tratados, entre ellos su famosa Consolatoria. De todos modos, su linaje, aunque noble y antiguo, no parece haber sido muy favorecido de bienes de fortuna, hasta que la mucha industria de nuestro personaje vino a levantarle. Él mismo dice que no poseía más que un arnés y un pobre caballo. Desde la edad de quince años se crió en palacio, entre los donceles de D. Juan II y del príncipe D. Enrique. Asistió en 1431 a la campaña de la vega de Granada y a la batalla de la Higuera: en 1435 al sitio de Huelma, siendo armado caballero al pie de los muros de aquella fortaleza por el frontero de Jaén, Fernán Álvarez, señor de Valdecorneja. Pero las treguas ajustadas en breve tiempo con los moros vinieron a dejar ocioso su ardor bélico, y deseando dar muestra de él en extrañas tierras y ganar honra y prez de [p. 222] Caballería, impetró licencia del rey para su viaje, obteniendo además cartas comendatorias para el rey de Francia y para el duque de Austria, Alberto, rey de Hungría y de Bohemia, hijo del emperador Segismundo.
Corría el mes de abril de 1437, cuando Diego de Valera salió de España. Poco sabemos de su paso por Francia, salvo que concurrió al sitio de Montreal, reconquistada de los ingleses por Carlos VII. Pero el principal teatro de sus hazañas fué entonces Alemania, o más propiamente el reino de Bohemia, donde ardía la guerra civil entre Alberto y una parte de sus súbditos, secuaces de la herejía de Juan de Huss, a quienes se designaba con los nombres de taboritas y calixtinos. Propuso Alberto a Valera tomarle a sueldo en aquella guerra, pero él rechazó tal oferta, diciendo que «no era allí venido a ganar sueldo, mas a le servir en aquella guerra como cada uno de los continos de su casa». El rey quedó tan satisfecho de aquella bizarra respuesta, que dos días antes de salir a campaña mandó llevar a la posada de nuestro doncel «una tienda y un chariote toldado, y un caballo que lo tirase e dos hombres que lo gobernasen e armasen la tienda», que quiso que estuviese próxima a la del Conde Roberto de Balsí, muy amigo de los castellanos desde el paso de armas que, con suerte adversa, pero con mucho crédito de su valor, había sostenido en Segovia en 1435 con el Conde de Benavente, D. Rodrigo Alonso Pimentel, en presencia de D. Juan II y de su corte.
En la guerra contra los herejes de Bohemia se señaló mucho Valera, juntamente con otros aventureros españoles como el bizarro justador Juan de Merlo, Hernando de Guevara, Pedro de Cartagena (hermano del obispo de Burgos), el conde D. Martín Enríquez, y otros que repetidas veces suenan en las Crónicas del tiempo. «Yo por cierto no vi en mis días (decía Hernando del Pulgar a la Reina Católica) ni oí que en los pasados viniesen tantos caballeros de otros reynos e tierras extrañas a estos vuestros reynos de Castilla e de León, por fazer armas a todo trance, como vi que fueron caballeros de Castilla a las buscar por otras partes de la christiandat. Conoscí al Conde D. Gonzalo de Guzmán e a Juan de Merlo: conoscí a Juan de Torres e a Juan de Polanco, e a Mosén Pero Vázquez de Sayavedra, a Gutierre Quixada, e a Mosén Diego de Valera: e oí decir de otros [p. 223] castellanos que, con ánimo de caballeros, fueron por los reinos extraños a facer armas con qualquier caballero que quisiera facerlas con ellos, e por ellas ganaron honra para sí e fama de valientes y esforzados caballeros para los fijosdalgo de Castilla.» [1]
Ni menos que el valor campeó entonces en Valera la cortesía caballeresca y la devoción a las cosas de su patria, como lo probó en aquella memorable ocasión en que, cenando con el rey Alberto y varios caballeros de su séquito, osó decir el Conde Roberto de Scilly, sobrino del emperador, que el rey de Castilla no podía usar armas reales, por haberlas perdido D. Juan I en Aljubarrota, como lo probaba la bandera que mostraban los portugueses en el monasterio de Batalha. Valera, que no entendía el alemán, se hizo explicar en latín las palabras del conde, e hincando una rodilla en tierra, pidió al rey licencia para hablar, y concedida, expuso que había dos géneros de armas, de linaje e de dignidad, y que éstas sólo con la dignidad real podían perderse, ofreciendo sustentarlo en campo abierto contra todo el que osara contradecirlo. Agradó a los circunstantes no menos la bizarría de Valera que lo bien concertado de su razonamiento, y la solidez de su doctrina heráldica; disculpóse el conde lo mejor que pudo, como quien debía agradecimiento a D. Juan II por haberle honrado con el collar de la Orden de la Escama, cuando vino en peregrinación a Santiago; afirmó el rey de Bohemia que el castellano decía verdad, y que merecía nombre, no sólo de caballero, sino de doctor, y desde aquel día tomó empeño en colmarle de obsequios y distinciones, especialmente cuando, terminada la guerra, se preparaba a regresar a Castilla. Entonces recibió la Orden del Dragón de Hungría, la del Toisón o Tusinique de Bohemia, y la del Águila Blanca de Austria; además de doscientos ducados de ayuda de costa para el viaje, y una carta sumamente honorífica para el rey de Castilla, que añadió a las mercedes del soberano extranjero el collar de la Orden de la Escama, el yelmo del torneo, cien doblas de oro, y el dictado honorífico de Mosén, que no era el menor favor para persona tan infatuada y vanidosa como Diego de Valera.
Llegó en esto a Castilla un heraldo del duque de Borgoña, [p. 224] Felipe el Bueno, anunciando que Pedro de Beauffremont, señor de Charny, iba a defender un paso de armas junto a la ciudad de Dijon. Mosén Diego quiso romper una lanza en aquella justa, y solicitó y obtuvo para ello permiso del rey, que le encargó visitar después en Lubeck a su tía la reina de Dacia, princesa de la familia de Alencastre. Partió, pues, Mosén Diego a Dijon con gran pompa y aparato, «vestido de una ropa de velludo azul, forrada de martas cebellinas», y precedido de un faraute regio llamado Asturias. Las Memorias de Olivier de la Marche hablan largamente de este paso honroso, llamado el del árbol de Carlomagno, haciendo digna conmemoración «de un caballero de los reinos de Castilla llamado Mosén Diego de Valera, que era de pequeña estatura, pero de grande y noble corazón, gracioso y cortés, y muy apacible a todo el mundo». «Llegó al dicho árbol (añade Olivier) armado de todas armas, sólo descubierta la cabeza: venía sentado en su carro, un escudero llevaba las riendas de su corcel, y delante de él iba un heraldo portador de su cota de armas.» Allí quebró lanzas con Tibaldo, señor de Rougemont, y con Jacques de Challaux, señor de Aineville, saliendo vencedor de ambos encuentros, y ganando mucha honra y prez de caballería; y el duque le manifestó su agrado, regalándole doce tazas y dos xervillas de plata del peso de cincuenta marcos.
Hasta aquí lo que pudiéramos llamar vida andantesca de Mosén Diego de Valera. Ahora comienza su vida política y diplomática. No entraremos en los detalles de las varias misiones que en distintos tiempos llevó a la corte de Francia (donde parece haber sido muy estimado del rey Carlos VII), ya para conseguir en 1443 la libertad del Conde de Armagnac, por quien se interesaba D. Juan II como pariente suyo; ya para tratar en 1445 del casamiento del rey de Castilla con la princesa de Francia madama Radegundis: proyecto que se frustró por la oposición de D. Álvaro de Luna, que se empeñó en traer de Portugal, con la infanta Doña Isabel, «el cuchillo con que se cortó la cabeza».
Fué Mosén Diego, en todo tiempo, grande y capital enemigo del Condestable, sin que los primeros motivos de esta animadversión estén muy claros. Puede decirse que su oficio de predicador político se inaugura en 1441, con la epístola que desde Segovia, donde estaba al servicio del príncipe D. Enrique, dirigió [p. 225] al rey, poco tiempo antes de ser entrada la villa de Medina del Campo por el Rey de Navarra y el infante D. Enrique, los cuales, de este modo sedicioso, obligaron a D. Juan II a consentir en la sentencia arbitral que desterró de la corte a D. Álvaro. La carta era una exhortación a la paz, y pareció bien a los del Consejo del rey, salvo al arzobispo de Sevilla D. Gutierre de Toledo, que desenfadadamente exclamó: «Digan a Mosén Diego que nos envíe gente o dineros; que consejo non nos fallece». [1] De la doctrina de la epístola nada había que decir en verdad, por ser ajustada toda a la más cuerda política; ni menos del estilo, grave y modesto, como en pocas escrituras de aquel siglo puede encontrarse. La misma generalidad de sus consejos la perjudicaba en parte para el efecto inmediato que su autor se proponía. Pero es cierto que los deberes de la majestad real estaban ponderados con muy discretos y felices modos, con libertad afable y respetuosa «Traed a memoria, señor, que soys rey: mirad bien quál es vuestro oficio; que bien acatado, Señor, el reynar más es, sin duda, cargo que gloria... No es maravilla si los que teneys el poder de Dios en el mundo, algunos trabaxos, congoxas e males por salvación de vuestros pueblos sufrays. Ca estas cosas todas son juntas al señorío, e la fortuna ninguno libra de golpe de llaga, desde aquel que posee la más alta silla e usa de púrpura e oro, hasta aquel que se asienta en la tierra e de lienzo crudo cubre sus carnes... E no menos deveys acatar como los príncipes, en uno juntos con vuestros súbditos e naturales, soys asy como un cuerpo humano, e bien tanto como no se puede cortar ningún miembro syn gran dolor e daño del cuerpo, otro tanto non puede ningún súbdito ser destruydo sin gran pérdida e mengua del Príncipe. Pues acate agora Vuestra Merced, sy van las cosas segund los comienzos, ¿quántos miembros serán de cortar? y estos cortados, dezidme, señor: ¿qué tal quedará la cabeza?... Catad, señor, que escrito es por algunos santos varones, España aver de ser otra vez destruyda. No plega a Dios en vuestros tiempos esto contezca; que mal aventurado rey es, en cuyo tiempo los sus señoríos reciben cayda... Agora, [p. 226] señor, de estas dos partes, que en uno contienden, Dios sabe, cierto quién ha la justicia, e todos sabemos, asy del un cabo como del otro, aver mucho a Dios ofendido; porque no dudo quiera tomar muy dura venganza e la vitoria quién la avrá, esto sabe nuestro señor. Mas pongamos ahora que haya aquella vitoria, aquella parte que mas desseays; cierto será muy gran maravilla poderla aver sin muy gran daño suyo e perdimiento de vuestros reynos, e mucha mengua de vuestra corona... Buscad, señor, todas las vías porque estas cosas no vengan al postrimer remedio de batalla.»
Si Valera se presentaba como mediador pacífico en 1441, disimulando cuanto podía su personal afición e interés por el Príncipe y contra el Condestable, muy diversas eran las circunstancias en 1448, fecha de la segunda y más memorable de sus cartas. Para entonces era declaradamente Mosén Diego un hombre de partido, empujándole más y más en tal vía el fracaso de su segunda embajada a Francia, y el desaire que en la primera le había inferido D. Álvaro de Luna, haciendo a un caballero de su casa, y no a él, portador del sello regio en virtud del cual salieron de prisión el conde de Armagnac y sus hijos. Las Cortes de Valladolid de 1448, a las cuales asistió Valera como procurador por Cuenca, juntamente con Gómez Carrillo de Albornoz, señor de Torralba y Beteta, le presentaron ocasión de hacer lo que ahora llamaríamos un acto político de oposición. Poco antes había mandado prender el rey a los condes de Benavente y de Alba, al hermano del Almirante, a Suero de Quiñones y a su hermano, en suma, a los principales enemigos de D. Álvaro; otros habían huído de estos reinos, y D. Juan II anunciaba a las Cortes su propósito de confiscar los bienes, alcaldías y tenencias de los presos y de los fugitivos, repartiendo los despojos entre sus fieles servidores. Todos los procuradores dijeron que sí, hasta que llegó el voto de Cuenca, y entonces (dice la Crónica) «Mosén Diego ovo de responder, e dixo al rey D. Juan: «Señor, humilmente suplico a Vuestra Alteza no reciba enojo, si yo añadiere algo a lo dicho por estos procuradores. Es cierto, señor, que no se puede decir, salvo que el propósito de Vuestra Alteza sea virtuoso, santo e bueno, pero paresceria si a Vuestra Real Majestad pluguiese, sería cosa razonable mandase llamar todos [p. 227] estos caballeros, así los ausentes como los presos, que por sus procuradores paresciesen en vuestro alto Consejo, e la causa allí se ventilase. E guando se hallare que por la mera justicia les podríades tomar lo suyo, quedaría que Vuestra Alteza usase de lo que más le pluguiese, es a saber: de la clemencia, o del rigor de la justicia: en lo qual a mi ver se guardarían dos cosas: Primera, que se guardarían las leyes, que quieren que ninguno sea condenado sin ser oído e vencido. Segunda, que no se pudiese por vos, señor, decir lo que Séneca dice: que muchas veces acaesce la sentencia ser justa y el juez injusto, y esto es quando se da sin la parte ser oída.» Tal defensa de los eternos fueros de la justicia, honra y acredita mucho la entereza de Diego de Valera, aunque la emplease con un monarca tan débil.
El rey oyó esta peroración con gesto alegre, pero Fernando de Rivadeneyra, que después fué Mariscal, «ovo tan grande enojo de lo dicho por Mosén Diego, que dixo: Voto a Dios, Diego de Valera, vos os arrepintáis de lo que habéis dicho: de lo qual el rey ovo enojo, e dixo a Fernando de Rivadeneyra con gesto turbado que callase. Y el rey no esperó más habla de los otros procuradores, e partióse para Tordesillas».
Allí le siguió, ocho días después, una larga carta de Mosén Diego, que servía de complemento a su oración parlamentaria, y que, a pesar de encabezarse con el texto Da pacem, Domine, in diebus nostris, más que de exhortación a la paz, tenía de combustible lanzado a la hoguera de la discordia civil. Manifiestamente se proponía el autor imitar las dos famosas epístolas que forjó el canciller Ayala en nombre del sabidor moro granadino Benahatín, y, a vueltas de muchas máximas saludables y de algunas pedanterías excusadas, emprendía el proceso político del rey en términos sobremanera acerbos y descomedidos: «E aunque no quede persona alguna a quien gran parte del daño no toque, a vos, señor, toca mucho más que a todos: como la pérdida entera sea vuestra, y la mayor infamia y vergüenza a vuestra real persona redunde... Pues debéis, señor, acatar quanto es grande carga la que tenéis, e a que la real dignidad vos obliga, e quál es el Juez que vos ha de juzgar, a quien ninguna cosa se esconde, cuyo poder y querer son iguales... E si agora, señor, vos pensáis por hierro o rigor vuestros reinos pacificar, esto es [p. 228] muy duro a mí de creer; que ya es el velo de la vergüenza rompido y el temor de Dios olvidado, y el avaricia en tanto crecida, que no se contenta ni harta ninguno. Y como Benahatín al rey D. Pedro decía: Guarda que tus pueblos no osen decir, que si osasen decir, osarán hacer, e si vuestros súbditos han osado decir e hacer, la experiencia es dello testigo... Ya probastes el hierro, e rigor, de lo qual ¿qué otra cosa salió salvo muertes de infinitos hombres, despoblamientos de cibdades e villas, rebeliones, fuerzas e robos, e lo que peor es, grandes errores en nuestra fe?... E según sentencia de Isaías, el príncipe vindicativo no es digno de haber señorío... ¿El rey Saúl por qué perdió el reino, seyendo ungido por mandado de Dios? ¿Por qué Roboan, fijo del rey Salomón? ¿Por qué Ezequías, rey de Jerusalén? ¿Por qué infinitos otros de quien las historias hacen mención? E sin dubda, señor, bienaventurado es aquel a quien los ajenos peligros hacen sabio. Pues para dar tranquilidad e sosiego e paz perpetua en vuestros reynos, según mi opinión, quatro cosas son necesarias... conviene saber, entera concordia de vos y del príncipe, restitución de los caballeros ausentes, delibración de los presos, de los culpados general perdón...¡Oh, señor!, pues muévase agora el ánimo vuestro a compasión de tan duros males: mirad con los ojos del entendimiento las muy vivas llamas en que vuestros reynos se consumen y queman: acatad con recto juicio el estado en que los tomastes, e quál es el punto en que los tenéis, e qué tales quedarán adelante, si van las cosas según los comienzos: e si de nosotros no habéis compasión, habedla, siquiera, señor, de vos; que mucho es cruel quien menosprecia su fama.»
La carta incendiaria de Mosén Diego causó indecible placer entre los enemigos del Maestre de Santiago, al paso que éste y los suyos la graduaban de intolerable y sedicioso desacato. «Vista por el rey esta carta (prosigue la Crónica), mandó llamar a Alonso Pérez de Vivero, e a Fernando de. Rivadeneyra, e mandóles que en su presencia la tornasen a leer, y leída la llevasen al Maestre: el qual la hizo leer ante sí, e ovo muy grande enojo de la ver. E a causa desta carta, Mosén Diego estuvo en gran peligro, e fué mandado que le non fuesse librado ninguna cosa que del [p. 229] rey había, [1] ni menos lo que se le debía de la procuración. E como desta carta se tomasen diversos traslados, llevaron uno a D. Pedro Destúñiga, conde de Plasencia, al qual tanto plugo de la ver, que envió por Mosén Diego, e quiso que fuese suyo, e dióle el cargo de la crianza de D. Pedro de Estúñiga, su nieto.»
Puesto entonces al servicio de uno de los más encarnizados enemigos del Condestable, Valera, «partícipe de sus miras, cómplice en sus proyectos y por ventura instigador de sus pasiones, no fué el que menos contribuyó al gran trueco que iban a tener las cosas, y se vengó a su sabor del arrogante valido». Son palabras de Quintana en su excelente Vida de D. Álvaro, la cual en su brevedad elegante encierra más substancia que todo el prolijo y retórico libro de Rizzo y Ramírez.
Fué atroz realmente la venganza de Mosén Diego: en sus manos hicieron pleito homenaje de prender o matar al Maestre los Condes de Plasencia, Benavente y Haro y el Marqués de Santillana. Él fué quien llevó el cargo de la gente de armas de D. Álvaro de Estúñiga, cuando caminó a Burgos a prender a D. Álvaro, y, finalmente, se le atribuyó entonces (y para su buen nombre moral y literario importaría mucho que tal atribución fuese incierta) la redacción de la carta que el rey envió a las ciudades y villas de su señorío, haciéndoles saber las causas de la prisión y suplicio del condestable. Esta pieza, más que un documento oficial, parece un libelo grosero y feroz, no solamente contra el condestable, sino contra el mísero rey que le autorizaba con su firma, y que allí hace vergonzosa confesión de su nulidad y apocamiento. Y aquí conviene oír de nuevo la justiciera voz de Quintana, que ciertamente no ha sido de los panegiristas ciegos de D. Álvaro: «Cuando Valera defendía los derechos de la justicia en las Cortes de Valladolid, era un ciudadano honrado y un procurador a Cortes entero y respetable; mas al extender este manifiesto es un escritor absurdo y fastidioso, infamador de su rey, cegado por la animosidad, hombre que se complace vilmente en dar estocadas en un muerto.»
Lo único que puede decirse en favor de Mosén Diego es que, [p. 230] si contribuyó como el que más a hacer rodar en el cadalso la noble cabeza del Maestre, no por eso fué cómplice, ni siquiera espectador impasible de los escándalos del reinado siguiente, a pesar del natural afecto que debía de profesar al Príncipe en cuyo servicio había encanecido. Así nos lo persuade, no sólo su voluntario alejamiento de la corte de Enrique IV, no obstante el cargo de maestresala que en ella tenía, sino la carta que, siendo corregidor de Palencia en 1462, escribió al rey denunciando con suelta y ardiente lengua el abandono en que tenía «los fechos tocantes a la guerra y gobernación de sus reinos»; la forma en el dar las dignidades, así eclesiásticas como seculares, a hombres indignos, «no mirando servicios, virtudes, linajes, ciencias, ni otra cosa alguna, salvo por sola voluntad, e lo que peor es, que muchos afirman que se dan por dineros»; el gran apartamiento del monarca, que no dejaba llegar hasta él las quejas de sus vasallos; la infidelidad en el pago de las obligaciones escritas en los libros de su cámara; y, finalmente, otro mal mayor, «que todos los pueblos a vos subjectos reclaman a Dios demandando justicia, como non la fallen en la tierra vuestra, e dicen que como los corregidores son ordenados para facer justicia e dar a cada uno lo que suyo es, que los más de los que hoy tales oficios exercen son hombres imprudentes, escandalosos, robadores e cohechadores, e tales que vuestra justicia venden públicamente por dinero, syn temor de Dios ni vuestro, e aun de lo que más blasfeman es que, en algunas cibdades e villas de vuestros reinos, vos, señor, mandays poner corregidores no los aviendo menester nin syendo por ellos demandados, lo qual es contra las leyes de vuestros reinos».
No sabemos qué efecto haría esta carta en el ánimo confuso y turbado del rey, que, si no estaba falto de entendimiento para comprender la gravedad de sus enormes culpas, carecía de toda virilidad física y moral para remediarlas. Valera parece haber abandonado de todo punto su servicio, trocándole por el de sus antiguos favorecedores los Estúñigas, y luego por el de la casa de Niebla, cuando D. Pedro de Estúñiga casó con doña Teresa de Guzmán, hija del Duque de Medinasidonia. Desde entonces fué Andalucía su residencia habitual: en Sevilla fué espectador de los sangrientos bandos de Ponces y Guzmanes que en su [p. 231] Crónica refiere; y en el castillo del Puerto de Santa María fecha la mayor parte de sus últimas cartas, por las cuales sabemos que no sólo alcanzó la aurora del feliz imperio de los Reyes Católicos, sino que les asistió con su consejo y con todos aquellos servicios que su robusta ancianidad toleraba. Así le vemos dirigirse a Fernando el Católico en agosto de 1476, reclamando contra «el pedido e monedas» que nuevamente se había mandado repartir con notable descontento de los pueblos, y proponiendo como mejor arbitrio «una general ymposición en todas las cosas de comer e mercaderías». Aquel mismo año y mes le escribe las nuevas de la batalla naval ganada en aguas del cabo de Santa María por los genoveses contra el Rey de Portugal y su aliado el de Francia. En otras epístolas propone reformas en la administración de justicia, reducción del oro y la plata a su justo valor, uniformidad en el sistema monetario, escala franca o sea libre comercio para los extranjeros amigos «que puedan sacar de vuestros reynos todas las cosas acostumbradas... levándolas en navíos de vuestros naturales». En febrero de 1482, después de la sorpresa de Zahara, remite un plan de campaña para la guerra de Granada y especialmente para el cerco de Málaga, de cuya posesión dependía el éxito de la guerra. Al mes siguiente envía al marqués de Cádiz «otro Cid en nuestros tiempos nacido» el parabién de la toma de Alhama. Después del descalabro de Loja y del desastre de la Axarquía, vuelve a insistir en la necesidad de apoderarse de los puertos de la mar y no obstinarse en el antiguo sistema de las talas y correrías. Propone el plan de una armada para guardar el Estrecho. Aconseja en 1485, después de la toma de Ronda, «comer en barro e desfacer las baxillas e vender las joyas, e tomar la plata de monasterios e iglesias». De 1486 es su última carta, en que comunica a los reyes las nuevas de Inglaterra que habían traído algunos mercaderes: la muerte del tirano Ricardo III y el advenimiento de Enrique VII. No tenemos posterior noticia de Mosén Diego: todo induce a creer que no alcanzó a ver rendida a Granada, ni a Málaga siquiera.
Si todas estas cartas acreditan en gran manera la sagacidad política, la experiencia bélica, la pericia marinera, el claro y recto juicio de Valera en cosas de hacienda y de gobierno, y sobre todo su patriotismo ferviente y elocuencia sincera, no es menor [p. 232] prueba de su recia fibra, no entorpecida por el peso de los años, el haber armado a su costa dos carabelas en tiempo de la guerra de Portugal, lanzándose a empresas de corso en la costa de Guinea. Con ellas, su hijo, Charles de Valera, asaltó y puso fuego a una nao grande portuguesa llamada La Borralla, «cargada de arneses de Milán, e cubiertas, e brocados, e sedas de gran valer»; y luego barajó trece islas de Guinea, y prendió al capitán que el Rey de Portugal tenía en ellas, y trajo por botín cuatrocientos esclavos. No parece, sin embargo, que tales empresas piráticas le enriqueciesen mucho, puesto que a menudo se queja del atraso de sus pagas, del mucho dinero que había invertido en balde, y del escaso galardón que los reyes daban a sus tan cacareados servicios.
El caudal literario de Mosén Diego, no es tan exiguo como da a entender el conde de Puymaigre. Al contrario, fué uno de los escritores más fecundos de su siglo, y apenas hubo género en que no pusiese la mano. Su estilo es uno de los más fáciles y agradables de aquella centuria, en que puede decirse que hubo dos líneas de prosistas: una la pedantesca y latinizada, que empieza en D. Enrique de Villena y termina en Alonso de Palencia; otra la sana, jugosa y robusta prosa política que se dilata desde las Generaciones y semblanzas de Fernán Pérez de Guzmán hasta los Claros varones y las Letras de Hernando del Pulgar. A esta última pertenecen los escritos de Mosén Diego de Valera, y en especial sus veintisiete Epístolas enviadas en diversos tiempos e a diversas personas, que son, sin disputa, la mejor de sus obras, y uno de los documentos más preciosos de la lengua del siglo XV. Sin ser propiamente cartas familiares, sino más bien memoriales, disertaciones y arengas políticas disfrazadas en forma epistolar, participan, no obstante, de la soltura y animación propias de las correspondencias auténticas, y el estilo, casi siempre natural y a las veces enérgico y apasionado, parece transportarnos en medio de las luchas políticas del siglo XV, que hablan allí con más viveza que en las páginas de ninguna historia.
Sigue en mérito y en interés a las cartas el Memorial de diversas hazañas, [1] que más propiamente debiera titularse Crónica [p. 233] de Enrique IV, y coincide en todo lo substancial con lo que vulgarmente se llama Crónica castellana de Alonso de Palencia, sin más fundamento que estar tomada en parte de las Décadas latinas de aquel historiógrafo.
Pero no es el Memorial la obra histórica más conocida de Valera. La más popular, la que se reprodujo en numerosas ediciones (más de doce) durante los siglos XV y XVI, la que por el nombre de su autor fué designada con el título de Valeriana, es la gruesa compilación, que lleva los títulos de Corónica de España y Corónica Abreviada, dirigida a la Reina Católica, e impresa en Sevilla en 1482 por Alonso del Puerto. Y son de notar en la advertencia final los encarecimientos que el autor hace del arte de la imprenta, inventado en sus días, y por virtud del cual alcanzaba a ver multiplicado uno de sus libros. «Agora de nuevo, serenísima princesa, de singular ingenio adornada, de toda dotrina alumbrada, de claro entendimiento manual, así como en socorro puestos ocurren con tan maravillosa arte de escrevir do tornamos en las edades áureas, restituyéndonos por multiplicados códices en conocimiento de lo pasado, presente e futuro, tanto quanto ingenio humano conseguir puede, por nación alemanes muy expertos e continuos inventores en esta arte de impremir, que sin error divina dezir se puede: de los quales alemanes es uno Michael Dachaver, de maravilloso ingenio e dotrina, muy esperto, de copiosa memoria, familiar de Vuestra Alteza, a espensas del qual e de García del Castillo, vecino de Medina del Campo, tesorero de la hermandad de la cibdad de Sevilla, la presente Historia General en multiplicada copia por mandado de Vuestra Alteza... fué impresa por Alonso del Puerto, etc. etc.»
El hecho de haber sido la primera Crónica general que vió la luz pública, no contribuyó poco a la boga, bastante inmerecida, que obtuvo este libro. Venía a llenar la necesidad apremiante de un compendio de la historia nacional, y sirvió por medio siglo a falta de otro mejor. Fué base de esta compilación, como de todas las de su género, que tanto abundan en nuestra literatura de los siglos XIV y XV, la antigua Crónica general mandada escribir por Alfonso el Sabio; pero Mosén Diego de Valera, muy dado a todo género de patrañas e historias fabulosas, y tan falto de toda luz crítica respecto de las cosas pasadas y remotas, como [p. 234] prudente y avisado en las próximas y presentes, procuró enriquecer su obra con ficciones tomadas de muy distintos originales, intercalando sin discreción todo lo que había leído en otros centones históricos franceses y latinos, y cuanto había oído en sus peregrinaciones por Europa. La primera parte de su Crónica, que es una especie de cosmografía, puede alternar con los viajes de Mandeville, de los cuales en parte está sacada. Valera admite la existencia de hombres acéfalos, con ojos en los hombros y narices en los pechos: diserta largamente sobre el Preste Juan y su corte: nos enseña que en Inglaterra hay hojas de árboles que se convierten en pescados, y otras en aves marinas parecidas a las gaviotas. Las partes segunda y tercera, que terminan respectivamente en la invasión de los godos y en la invasión de los árabes, y aun la mayor parte de la cuarta, sirven no para la historia real, sino para estudiar el desarrollo de la historia poética, que tanto en las ficciones enlazadas con la pérdida de España (cueva de Toledo, aventuras de la Cava), como en las leyendas de Bernardo, Fernán González y el Cid, aparece engalanada con nuevos pormenores, en que se ha de ver el reflejo, ya de verdaderos libros de caballerías como la Crónica Sarracina de Pedro del Corral, ya de cantares de gesta degenerados y de última hora, como el de las mocedades de Rodrigo, quizá no conocidos tampoco originalmente, sino por virtud de compilaciones históricas intermedias entre la General y la Valeriana. Desde la muerte de San Fernando, en que termina el texto atribuído a Alonso el Sabio, Mosén Diego sigue con bastante exactitud las crónicas regias; pero al llegar al reinado de D. Juan II (límite de su obra) escribe por cuenta propia, y nos da en rigor una nueva Crónica de este reinado, muy digna de atención como de testigo presencial y aun actor en casos muy importantes, con la circunstancia de no haberse valido de la Crónica, que ya entonces existía, pues aunque muchas veces se la pidió a la reina, en cuya cámara estaba, nunca consiguió leerla, y tuvo que contentarse con sus personales recuerdos: «Así, muy poderosa princesa, escribiré como a tiento aquello de que me acordare e sé que pasó en verdad desde que fuí en edad de quince años, en que a su servicio vine, hasta su fallescimiento (el del rey D. Juan II).» A pesar de tan terminante declaración, que, como dirigida a la misma reina, [p. 235] excluye toda sospecha de falsedad, es tal la semejanza entre ciertos capítulos de la crónica y el texto de la Valeriana, que no han faltado quienes acusasen a Mosén Diego de haber intercalado, por pura vanagloria, en la Crónica de D. Juan II, los lugares en que se habla de su persona, sus dos primeras cartas políticas y todo el relato de la prisión y proceso de D. Álvaro de Luna. Pero lo verosímil es creer que tal interpolación fué hecha después de 1482 por cualquiera que había leído la Crónica abreviada y juzgó de gran curiosidad añadir sus noticias a las de la Crónica de Don Juan II, que pasó por tantas manos antes de llegar a las de Galíndez de Carvajal.
La Genealogía de los reyes de Francia, tomada en su mayor parte de la Crónica Martiniana; un breve tratado sobre los Orígenes de Roma y Troya; un Tratado de los linajes nobles de España, y algún otro opúsculo de materia genealógica, inéditos hasta el presente, completan la serie de las obras históricas de Mosén Diego de Valera. De interés también puramente histórico para nosotros son el célebre Tratado de las armas, más comúnmente llamado de los rieptos e desafíos, del cual existen dos rarísimas ediciones sin año ni lugar de impresión: breve, exacto y elegante compendio de las leyes y prácticas caballerescas observadas en Francia, Inglaterra, Alemania y España, digno, en suma, de quien tantas lanzas había roto en justas y torneos y a tantos pasos de armas había llevado su empresa; el de las Preeminencias y cargos de los Oficiales de armas, incluyendo no sólo los llamados reyes, sino los farautes y persevantes; y aun si se quiere el Ceremonial de Príncipes, que declara las prerrogativas de emperadores, reyes, duques, marqueses, condes, etc. Se le atribuye además una traducción del Árbol de las batallas, libro francés de Honorato Bonet; pero la única que hemos visto es de Antón de Zorita, criado del Marqués de Santilana, para quien la hizo en 1441. [1]
Entre los tratados que pudiéramos decir doctrinales, de moral [p. 236] o de política, sección muy abundante en las obras de Mosén Diego, merecen especial aprecio el de Providencia contra Fortuna, muchas veces impreso al final de los Proverbios del Marqués de Santillana, y reproducido casi íntegro por Capmany como tipo de la mejor prosa del siglo XV, aunque no sea más que un tejido de lugares comunes; el Breviloquio de Virtudes, el Doctrinal de Príncipes, inédito todavía, aunque es de los más curiosos, porque principalmente trata de las diferencias entre el rey y el tirano; la Exhortación a la paz, que es casi una paráfrasis de las dos cartas que dingió a D. Juan II; y, finalmente, la Defensa de virtuosas mujeres y el Espejo de verdadera nobleza, libros que tienen punto por punto los mismos temas que el Triunfo de las donas y la Cadira del honor de Juan Rodríguez del Padrón, con la diferencia de dar Valera más espacio a los ejemplos históricos que a la argumentación escolástica, y con la diferencia todavía mayor del estilo, que en el cronista de Cuenca es por lo común llano, apacible y ameno, al paso que en el trovador gallego peca constantemente de alegórico, redundante, emblemático, y si se quiere poético, pero con mala manera de lirismo. [1]
Sólo la importancia del personaje presta alguna curiosidad a las poesías de Mosén Diego de Valera que nos han servido de [p. 237] pretexto para dar esta breve razón de su persona. Estos versos, pocos y malos, se encuentran dispersos en varios Cancioneros impresos y manuscritos: hay cinco composiciones en el de Stúñiga, y otras varias en el que fué de Gallardo, en los de la Biblioteca Nacional de París, en uno de la Biblioteca de Palacio. Las únicas que suelen citarse, no por otra cosa que por lo disparatadas e irreverentes, son las parodias eróticas (inéditas todavía, según creo) de los siete Salmos penitenciales y de la Letanía, donde, entre otros santos de su peculiar calendario, invoca a Tarquino, el forzador de Lucrecia. Escribió Valera alguna que otra poesía política, entre ellas una con ocasión del suplicio de D. Álvaro, pero sus letanias y sus salmos son los que hicieron escuela. Pronto le imitaron como a porfía Juan de Dueñas y Suero de Ribera en sus respectivas Misas de Amor, [1] donde se leen los más absurdos sacrilegios, traduciendo, v. gr., el Agnus Dei: «Cordero de Dios de Venus», y el Credo in unum Deum:
Creo, Amor, que tú
eres
Cuidado do placer
yace,
Que faces a quien
te place
Rescebidor de
placeres...
Ya veremos cómo a todos les arrebató la palma en tan detestable género aquel energúmeno de Garci Sánchez de Badajoz, que compuso las Lecciones de Job alegorizadas al Amor, «y estaba en punto, si la locura no le atajara (dice D. Diego de Mendoza) de hacer al mismo tono todas las homilías y oraciones». Cómo se compagina todo esto con tanta cristiandad como dicen que había en tiempos antiguos, no seré yo quien lo determine: puede que a estos poetas les pasase lo que a los sacristanes, que pierden la reverencia a las imágenes de los santos de puro quitarlas el polvo. Creemos inútil, en trabajo tan compendioso como el presente, tejer el inventario de los innumerables versificadores del tiempo de D. Juan II, puesto que nada nuevo podrían añadir a lo que conocemos por el estudio de los ingenios culminantes. Con decir que en aquella corte todo el mundo hizo versos, bien puede [p. 238] inferirse la cantidad, y también la calidad, de semejante producción. El aspecto social es lo único que suele interesar en esta poesía, y la biografía de los poetas suple muchas veces las deficiencias de sus versos. Poco valen, por ejemplo, los de Suero de Quiñones; pero para nadie puede ser indiferente el saber que los compuso, y que probablemente fueron dirigidos a aquella misma dama por cuyo amor, y en señal de esclavitud, llevaba todos los jueves al cuello una cadena de fierro, hasta que concertó su rescate en «trescientas lanzas rompidas por el asta con fierros de Milán», en la Puente de Órbigo, camino de Santiago, quince días antes y quince después de la festividad del Apóstol. Aquí la prosa de un documento oficial, el testimonio del notario Pedro Rodríguez de Lena, triunfa de toda ficción posible. Es la caballería en su segundo período, frívola, mundana y galante, tanto más deslumbradora en sus quimeras, cuanto más próxima a su ocaso. Ilustres poetas modernos, el Duque de Rivas en el Paso Honroso, Maury en Esvero y Almedora, han renovado este argumento, que entre los contemporáneos no inspiró versos, sin duda porque el caso, en medio de su extrañeza, tenía en España y fuera de ella, especialmente en la corte de los Duques de Borgoña, hartos ejemplos.
Más que las querellas de amor, y las divisas y los motes de los trovadores aristocráticos del siglo XV, sirven para la historia las cínicas y desvergonzadas lucubraciones de sus protegidos o parásitos, los poetas semipopulares o más bien plebeyos, de que ya hemos visto tantas muestras en el Cancionero de Baena, empezando por su propio colector, que es uno de los más desaforados, maldicientes y pedigüeños. Este género de sátira procaz, licenciosa y callejera, abunda en tiempo de D. Juan II, pero menos que en los dos reinados posteriores. El poeta que principalmente la personifica, así por lo espontáneo y acerado del chiste, como por la torpeza habitual de su empleo, Antón de Montoro, el Ropero de Córdoba, empezó a escribir en este período; pero alcanzó al de los Reyes Católicos, y el principal y digno teatro de su musa facinerosa y desalmada fué la corte de Enrique IV; allí iremos a buscar, como en su propio centro, a Montoro, que fué, sin disputa, el rey de los poetas de donaire en e] siglo XV. Juan de Valladolid, el llamado Juan Poeta, su émulo en truhanería y [p. 239] defachatez, ya que no en ingenio, pasó por la corte napolitana de Alfonso V, y a ella pertenece su estudio. Micer Martín el Tañedor, que, como su apodo lo indica, era un juglar, músico y poeta al propio tiempo, tiene la singularidad de haber sido poeta bilingüe: nacido quizá en el reino de Aragón, componía versos indiferentemente en castellano y en catalán:
A mí más me place
oyr a Martín,
Quando canta e tañe
alegres vegadas
Sus cantigas dulces
muy bien concordadas,
Así en castellano
como en lymosin.
(Núm. 97 del
Cancionero de Baena.)
Tuvo un hermano llamado Diego, tañedor como él, más conocido que por sus propias canciones, por una sátira feroz que contra él lanzó Antón de Montoro, diciendo entre otras lindezas que el Duque (de Medina Sidonia) y el Maestre de Santiago dormían con su mujer. En el Cancionero de burlas hay también algunas coplas, poco picantes ni chistosas, de un Maese Juan el Trepador, guarnicionero de oficio.
En mejor compañía que estos copleros, y algo separados de ellos también por su condición y estado, deben andar los reyes de armas Toledo y Moxica, y el honrado escudero Pedro de la Caltraviesa. De Toledo, que era un mediano poeta erótico, escribió Antón de Montoro en uno de sus epigramas:
¿Cuál quisiérades
vos más:
Que se perdiera la
fe,
O la planta de
Noé?
Fernán Moxica tiene diálogos con su dama muy fáciles y donosos, de cortesano y apacible discreteo, y versificados con tanta soltura, que parecen de la época de Castillejo. Muestra pretensiones bastante justificadas de poeta culto: después de la batalla de la Higuera, celebró a D. Juan II en un poema alegórico, haciendo gala de seguir como maestros a D. Enrique de Villena y al Marqués de Santillana:
Mas Enrique de
Villena,
Con el barón de la
Vega,
Alumbren mi mano
ciega,
Faciendo conclusión
llana.
[p. 240] De Pedro de la Caltraviesa dió a conocer Amador de los Ríos un largo y enérgico decir en que se pinta con vivos colores y sin ningún género de reticencias la situación moral de Castilla. El estilo fresco y desembarazado de esta pieza, conserva cierto sabor popular y patriótico:
Después
de muertos los godos,
Que se ganó el
Portogal,
Non sabían decir
todos:
Guardabrazos nin brazal,
Placas, almete,
gorjal.
Tales nombres
nin oyeron,
Mas la batalla
vencieron
Del Puerto de
Muradal.
De
penachos non usaron,
Con temor del
vendaval,
Los que por fuerza
ganaron
A Jahén et Rabanal.
Faca extraña nin
chival
Los que digo
non decían,
Empero bien
defendían
Sus capas et su
portal.
Lorigas
et brafoneras,
Grand jaez et
correal,
Capellinas con
baveras,
Bacinetes de
casual,
Tiracolas con
ramal,
Faldas, moscaques,
panceras,
Quexotes et
canilleras,
Mazas de medio
quintal,
Caballos
de Zacatena,
Cofia, dagas et
frontal,
Sillas fuertes con
cadena,
Graves estoques,
puñal...
Esta guarnición
atal
Usaron los
castellanos,
Et vencieron por
sus manos
Mucha batalla
campal.
La catástrofe de D. Álvaro de Luna, quien todavía dió mayores pruebas de grandeza humana sobre las tablas ensangrentadas del radalso que en la cumbre del poder y de la prosperidad, tuvo inmensa resonancia en el alma de sus contemporáneos, y dió materia a gran número de poesías, si bien ninguna aventajó [p. 241] al iracundo y vengativo canto que la nobleza castellana levantó por boca de D. Íñigo de Mendoza en el día de su triunfo. Hay composiciones de Mosén Diego de Valera, de Juan Poeta, de Fernando de la Torre (el Testamento del Maestre), de Juan Agraz, de Pero Guillén de Segovia, y hasta de un catalán, Berenguer de Masdovelles, que los compuso en su lengua nativa. Casi todos estos versos son hostiles a la memoria de D. Álvaro, como obra de enemigos suyos o de trovadores asalariados por sus enemigos, y en casi todos domina la idea de que sólo desde aquel día empezaba a ser rey D. Juan II:
Agora eres tú el
rey
Magnífico e
soberano:
Agora cumples la
ley...
Bésente todos la
mano,
le decía Juan de Valladolid. Y añadía Juan Agraz, poeta de Albacete, con más libertad y elevación política:
Rey que siempre
deseastes
Buen faser e buen
vevir,
Pues del sueño
despertastes,
Non vos tornés a
dormir...
Que Dios quiere
consentir
Que vuestra real
persona
Presto pueda
redemir
Lo que cumple a la
corona.
..............................
Así como al rey
Asuero,
Incitado por Ester,
El Bien Sumo
verdadero
Alumbró vuestro
poder,
No ympidades el
poder
Que vos dió la
dignidad,
Nin tornés a
someter
Vuestra excelsa
potestad...
Una sola poesía hay de tendencias apologéticas, aunque un tanto embozadas: el dezir de Pedro Guillén de Segovia, notable poeta cuyas principales obras pertenecen al reinado siguiente. [1]
[p. 242] La impresión que deja el espectáculo de esta abigarrada muchedumbre de copleros de pobre y oscura condición, y a veces de ínfimo origen, tiene algo de extraña y contradictoria. Cuando vemos a un sastre remendón, y judío converso por añadidura como Antón de Montoro, alternar en correspondencia poética con el Marqués de Santillana; y a Juan de Valladolid, hijo de un pregonero o de un verdugo, recorrer festejado, no sólo todas las cortes de nuestra Península, sino las italianas de Nápoles, Mantua y Milán, parece a primera vista que el ingenio allanaba todas las distancias, creando una especie de democracia. Pero considerándolo más atentamente, tal ilusión comienza a desvanecerse, y hay que confesar que la mayor parte de estos juglares degenerados hicieron todo lo posible por deshonrar su arte y deshonrarse a sí propios, no sin que en esta degradación moral tuviese mucha parte el género de protección que se les otorgaba, no muy diversa de la que recaía en los truhanes y mozos de pasatiempo. Es de suponer, por ejemplo, que a los ojos de Alfonso V, Juan Poeta valiese todavía menos que aquel Mosén Borra, miles gloriosus, que había trocado la toga del jurisconsulto por los cascabeles del bufón, y a quien el rey se complacía en llenar de oro las faltriqueras y la escarcela, hasta que cayese desfallecido bajo el peso de las monedas. Faltos, pues, de todo ideal y de toda delicadeza artística; divorciados del pueblo e infieles a su origen; faltos también de positiva cultura y de paladar moral, entregados alternativamente a la maledicencia grosera o a la lisonja vil; profanadores de todo lo sagrado y caballeresco; sabandijas de corte, tanto más despreciadas y vilipendiadas, cuanto mayores eran los esfuerzos que hacían para sobreponerse a sus compañeros de domesticidad en aquella lucha de pasquines soeces, presentan el repugnante espectáculo de una jauría de canes hambrientos disputándose los despojos de la mesa de su señor. El Cancionero de obras de burlas provocantes a risa es el libro de oro de esta escuela; ya volveremos a él: parece escrito en una mancebía por una reunión de rufianes ebrios. Pero no se ha de negar que esta [p. 243] bárbara poesía tiene un cierto género de vida, grosera y material sin duda, que contrasta con lo amanerado y fastidioso de la poesía amatoria y alegórica de los Cancioneros, y para el historiador importa mucho más que ésta, porque la historia recoge en todas partes las palpitaciones de la vida, y puede descender a todos los lodazales sin mancharse.
Muchos poetas de la corte de D. Juan II, tales como Lope de Estúñiga, Juan de Dueñas, Juan de Tapia, Suero de Ribera, pasaron a Nápoles con Alfonso V, y ya es tiempo de buscarlos en este nuevo teatro abierto a las musas castellanas.
[p. 197]. [1] . Monumentos antiguos de la Iglesia Compostelana, pág. 6. (Madrid, 1883.) El Padre Fita discurre docta e ingeniosamente sobre Rodríguez del Padrón y su novela en el capítulo VIII del libro que, en colaboración con don Aureliano Fernández Guerra, publicó en 1880 con el título de Recuerdos de un viale a Santiago de Galicia. (Madrid, 1880.)
[p. 199]. [1] . Recuérdese, por ejemplo, la dedicatoria de El siervo libre de amor, a su amigo el juez de Mondoñedo, Gonzalo de Medina: «Mas como tú seas otro Virgilio e segundo Tulio Cícero, príncipes de la eloquencia, non confiando del my simple ingenio, seguiré el estilo, a ty agradable, de los antiguos Omero, Publio Maro, Persio, Séneca, Ovidio, Platón, Lucano, Salustio, Estacio, Terencio, Juvenal, Horacio, Dante, Marco Tulio Cicero, Valerio, Lucio, Eneas, Ricardo (?), Quintiliano, trazando ficciones, según los gentiles nobles, de dioses dañados e deesas, no porque yo sea honrador de aquellos, más pregonero del su grand error, y siervo yndigno del alto Jesús.» De todos los autores nombrados en esta retahíla, maldito si ninguno puede reclamar cosa importante en El siervo libre de amor; Juan Rodríguez no los cita más que para dar a entender que los conocía de nombre.
[p. 205]. [1] . Esta entretenida narración, que se halla en un códice de la Biblioteca Nacional, y que, a juzgar por su principio, debió de formar parte de una colección de biografías o cuentos de trovadores, en que también se hablaba de Garci Sánchez de Badajoz, fué publicada por don Pedro José Pidal en la Revista de Madrid (noviembre de 1839), reproducida en las notas del Cancionero de Baena, y últimamente en los apéndices de las Obras de Juan Rodríguez del Padrón.
[p. 207]. [1] . Es la misma inserta en el cancionero de Baena, y recordada en la novela anónima, que la llama tan celebrada entre nosotros. Grande honra la dió Juan de Valdés con citarla en el Diálogo de la lengua.
[p. 207]. [2] . Minoram subiit institutum in patria, ubi, concessis facultatibus coenobio construendo, vitam duxit religiosissimam. Floruit sub annum 1450. (Scriptores Ordinis Minorum , en el artículo Fray Juan de Herbón).
[p. 210]. [1] . Este decir no figura en las Obras de Juan Rodríguez del Padrón. La copia de Floranes fué hallada por el Sr. Paz y Melia después de impresa su colección, y se apresuró a darla a conocer en el tomo de Opúsculos Literarios de los siglos XIV a XVI, con que en 1892 ha enriquecido la colección de nuestros Bibliófilos. Ha de advertirse, sin embargo, que esta composición es casi literalmente la misma que dos voces se lee en el Cancionero de Baena (números 331 y 533), la primera a nombre de Diego Martínez de Medina, la segunda a nombre de Fernán Sánchez de Talavera.
[p. 213]. [1] . Es lástima que libro tan peregrino haya llegado a nuestros días en una sola e incorrectísima copia, la contenida en el códice Q. 224 de la Biblioteca Nacional. En algunas partes apenas hace sentido, y parece que faltan
palabras. De ella proceden las dos ediciones que se han hecho de esta novela, la primera por don Manuel Murguía en su no terminado Diccionario de escritores gallegos (Vigo, 1862), y la segunda por el Sr. Paz y Melia en su ya elogiada colección de las Obras de Juan Rodríguez de la Cámara o del Padrón (Madrid, 1884).
[p. 218]. [1] . Del Triunfo de las donas no se conocen más que dos códices: uno de la Biblioteca del Duque de Frías, y otro de la Nacional. Las copias de la Cadira abundan más: hay una en el Museo Británico, otra en la Academia de la Historia y otra entre los manuscritos de la Casa de Osuna, agregados hoy a la Nacional. Teniendo presentes la mayor parte de estos textos, y notando las variantes, ha publicado ambas obras el Sr. Paz y Melia, sin olvidarse de añadir la traducción francesa del Triunfo, hecha en 1460 por un portugués llamado Fernando de Lucena en la corte de Felipe el Bueno, Duque de Borgoña. Se conservan dos manuscritos de esta versión (uno de ellos muy lujoso) en la Biblioteca de Bruselas; y Brunet cita una edición de 1530.
[p. 218]. [2] . Publicada por el Sr. Paz y Melia en los apéndices de su colección.
[p. 219]. [1] . En una de estas epístolas apócrifas, la de Troylo a Briseyda, se lee el siguiente pasaje, en verdad muy poético, y que a su discreto editor le ha traído a la memoria una divina escena de Romeo y Julieta:
«Miémbrate agora de la postrimera noche que tú e yo manimos en uno, e entravan los rayos de la claridat de la luna por la finiestra de la nuestra cámara, y quexávaste tú, pensando que era la mañana, y decias con falsa lengua, como en manera de querella: «¡Oh fuegos de la claridat del radiante divino, los quales, haziendo vuestro ordenado curso, vos mostrades y venides en pos de la conturbal hora de las tinieblas! Muevan vos agora a piedat los grandes gemidos y dolorosos suspiros de la mezquina Breçayda, y cesat de mostrar tan ayna la fuerza del vuestro grant poder, dando logar a Bresayda que repose algund tanto con Troylos su leal amigo!» E dezías tú, Bresayda: «¡Oh quánto meternía por bienaventurada si agora yo supiese la arte mágica, que es la alta sciencia de los mágicos, por la qual han poder de hazer del día noche y de la noche día por sus sabias palabras y maravillosos sacrificios... ¿E por qué no es a mí posible de tirar la fuerza al día? E yo, movido a piedat por las quexas que tú mostrabas, levánteme y salli de la cámara y vi que era la hora de la media noche, quando el mayor sueño tenía amansadas todas las criaturas, y vi el ayre acallantado, y vi ruciadas las fojas de los árboles de la huerta del alcázar del rey mi padre, llamado Ilión, y quedas, que no se movían, de guisa que cosa alguna no obraban de su virtut. E torné a ti, y dixete: «Breçayda, no te quexes, que no es el día como tú piensas.» E fueste tú muy alegre con las nuevas que te yo dixe...»
2. Su nombre llevaba un códice, con trazas de original, que existía (y quizá exista aún) en el Archivo de la Iglesia de Santillana, y del cual envió el Abad copia en 1643 a don Lorenzo Ramírez de Prado. Esta copia se conserva hoy en la Biblioteca de Palacio. Con nombre de Ruy Vázquez, y la misma fecha de 1468, está en otra copia, también moderna, de la Biblioteca Nacional.
[p. 220]. [1] . Hasta los nombres de los héroes de su novela, Ardanlier y Liesa («Liesse») tienen sabor francés.
[p. 220]. [2] . En una de las glosas de su Sátira (escrita antes de 1466), el Condestable de Portugal narra la fábula de la transformación de Aliso, tomada del Triunfo de las donas; y en otra compendia el argumento de la novela de El siervo, que debió de ser bastante conocida en Portugal, puesto que en unos versos de Duarte de Brito, insertos en el Cancionero de Resende, se cita a Ardanlier y Liessa, con otras parejas de enamorados, entre ellos Panfilo y Fiameta, y Grimalte y Gradissa.
[p. 220]. [3] . Libro XXI, cap. XVI.
[p. 220]. [4] . La principal biografía de Mosén Diego de Valera es la que publicó don Pascual de Gayangos en la Revista Española de Ambos Mundos (1854),
y fué reproducida en la Antología Española de Ochoa (París, 1862). Véase también una nota muy bien hecha en el Cancionero de Stúñiga: y la introducción del Sr. Balenchana a las Epístolas de Valera, edición de la Sociedad de Bibliófilos Españoles.
La mayor parte de los datos que tenemos sobre Mosén Diego, proceden de sus mismas obras, en que gustó mucho de hablar de su persona; y por la índole un tanto ponderativa y jactanciosa, del personaje, han de leerse con cierta cautela.
[p. 223]. [1] . Claros Varones, título XVII.
[p. 225]. [1] . Esta carta es muy conocida, por hallarse inserta en la Crónica de Don Juan II (año 41, cap. IV).
[p. 229]. [1] . Hasta entonces había sido criado o camarero suyo: e yo que servía entonces el plato, dice en su Crónica Abreviada, capítulo CXXV.
[p. 232]. [1] . Le publicó por primera vez don Cayetano Rosell, en el tomo III de Crónicas de los Reyes de Castilla, de la Biblioteca de Rivadeneyra.
[p. 235]. [1] . Así el Tratado de las armas, como el Ceremonial de Príncipes, el de las Preeminencias, el Espejo de verdadera nobleza y el Tratado en defensa de virtuosas mujeres, figuran en el tomo publicado por la Sociedad de bibliófilos españoles, en 1878, con el título de Epístolas de Mosén Diego de Valera... juntamente con otros cinco tratados del mismo autor. Cuidó de esta edición don José Antonio de Balenchana.
[p. 236]. [1] . Es curiosa la diatriba que contra Boccaccio se lee en este libro. «Pues a ti, Juan Boccaccio, que en los postrimeros días de tu vida las amortiguadas llamas de amor revivastes, por las quales fueste constreñido tus loables fechos con poquillas letras manzillar, ¿tú eres aquel que escreviste libro de Claras mujeres, onde con gran trabajo ayuntaste la castidad e perpetuas virginidad de muchas? ¿Tú eres aquel que escriviendo el tu libro de las Caydas, recontando las condiciones de las mujeres no buenas, dixiste: no quiera Dios que yo diga por todas; que en ellas hay muchas santas, e castas, e virtuosas, las quales con grant reverencia son de acatar; e después, olvidada la vergüenza de ti, escreviste en el tu Corvacho lo que mi lengua debe callar? ¡Oh, vergonzosa cosa, no solamente para ti, más aun para el hombre del mundo que menos supiese!...» Y en nota añade: «Decía yo esto, porque cuando Juan Boccaccio escrevió este libro Corvacho, era enamorado de una dueña florentina, e como fuese él en edat aborrescible para ser amado, ella burlaba mucho dél, e amaba a un otro mancebo florentino; y el mesmo Juan Boccaccio en este Corvacho, dize que la dueña, estando con aquel mancebo muchas veces burlando dél, desía: «Ves allí al enamorado mío», de lo qual mucho indignado Juan Boccaccio, escribió en este libro muchas fealdades generalmente de todas las mujeres.»
[p. 237]. [1] . Publicada la de Ribera por Ochoa, Rimas Inéditas del siglo XV, página 389. La de Juan de Dueñas está en el Cancionero inédito que fué de Gallardo.
[p. 241]. [1] . De la poesía política en tiempo de D. Alvaro de Luna hizo especial estudio Amador de los Ríos, en dos artículos publicados en la Revista de España (1872). El mismo Amador, en el tomo VI (capítulo III), de su Historia Crítica, y don Pedro José Pidal en el prólogo al Cancionero de Baena, discurren largamente sobre los poetas eruditos populares del siglo XV, y hacen notar su importancia como fuente histórica.