Hoy, con la misma verdad que en tiempo del buen Cura de los Palacios, repite la voz unánime de la historia, y afirma el sentir común de nuestro pueblo, que en tiempo de los Reyes Católicos «fué en España la mayor empinación, triunfo e honra e prosperidad que nunca España tuvo». Porque si es cierto que los términos de nuestra dominación fueron inmensamente mayores en tiempo del Emperador y de su hijo, y mayor también el peso de nuestra espada y de nuestra política en la balanza de los destinos del mundo, toda aquella grandeza, que por su misma desproporción con nuestros recursos materiales tenía que ser efímera, venía preparada, en lo que tuvo de sólida y positiva, por la obra más modesta y más peculiarmente española de aquellos gloriosos monarcas, a quienes nuestra nacionalidad debe su constitución definitiva, y el molde y forma en que se desarrolló su actividad en todos los órdenes de la vida durante el siglo más memorable de [p. 8] su historia. Lo que de la Edad Media destruyeron ellos, destruído quedó para siempre: las instituciones que ellos plantearon o reformaron, han permanecido en pie hasta los albores de nuestro siglo; muchas de ellas no han sucumbido por consunción, sino de muerte violenta; y aun nos acontece volver los ojos a algunas de ellas cuando queremos buscar en lo pasado algún género de consuelo para lo presente.
Aquella manera de tutela más bien que de dictadura, que el genio político providencialmente suele ejercer en las sociedades anárquicas y desorganizadas, pocas veces se ha presentado en la historia con tanta majestad y tan fiero aparato de justicia.
«Recebistes de mano del muy alto Dios» (decía a los Reyes el Dr. Francisco Ortiz, en 1492, en el más elocuente de sus Cinco Tratados) «el ceptro real en tiempos tan turbados, cuando con peligrosas tempestades toda España se subvertía, cuando más el ardor de las guerras civiles era encendido, cuando ya los derechos de la república acostados iban en total perdición. No había ya lugar su reparo. No había quien sin peligro de su vida sus propios bienes e sin miedo poseyese: todos estaban los estados en aflicción, e con justo temor en las cibdades recogidos; los escondrijos de los campos con ladronicios manaban sangre. No se acecalaban las armas de los nuestros para la defensa de los límites cristianos, mas para que las entrañas de nuestra patria nuestro cruel fierro penetrase. El enemigo doméstico sediento bebía la sangre de sus cibdadanos: el mayor en fuerza e más ingenioso para engañar, era ya más temido e alabado entre los nuestros; y así estaban todas las cosas fuera del traste de la justicia, confusas e sin alguna tranquilidad turbadas. E allende daquesto, la leí e medida de las contrataciones de los reinos, que es la pecunia... con infinitos engaños cada día recebía nuevas formas e valor diverso en su materia segund la cobdicia del más cobdicioso, habiendo todos igual facultad para la cuñar e desfacer en total perdición de la república. Pues ¿a quién eran seguros los caminos públicos? A pocos por cierto: de los arados se llevaban sin defensa las yuntas de los bueyes: las cibdades e villas por los mayores ocupadas, ¿quién las podrá contar? Ya la majestad venerable de las leyes habla cubierto su faz: ya la fe del reino era caída...»
[p. 9] Ni se tengan éstos por encarecimientos retóricos, de que poco necesitaba el orador que tan dignamente supo ensalzar la conquista de Granada. Los documentos públicos y privados, que dan fe del miserable estado del reino en tiempo de Enrique IV, abundan de tal suerte, que casi parece un lugar común insistir en esto. Hasta los embajadores extranjeros, por ejemplo, los del duque de Borgoña, en 1473, unían su voz al clamor general contra el menosprecio de la justicia y la licencia de los poderosos para abatir a los que no lo eran, y la desolación de la república, y los robos que se hacían del patrimonio real, y la licencia que se concedía a todos los malhechores, «y esto con tanto atrevimiento como si no hubiera juicio entre los hombres». Bien conocido es, y quizá puede juzgarse apasionado, aunque por su misma insolencia sea notable testimonio del escándalo a que las cosas habían llegado, el terrible memorial de agravios que los próceres alzados contra Enrique IV formularon en Burgos en 29 de Septiembre de 1464. Pero no puede negarse entera fe a lo que no con vagas declamaciones, sino enumerando casos particulares, nos dejó escrito Hernando del Pulgar en la 25ª de sus Letras, dirigida en 1473 al obispo de Coria, documento doblemente importante por su fecha, anterior en un año sólo al advenimiento de los Reyes Católicos. Allí se encuentran menudamente recopilados «las muertes, robos, quemas, injurias, asonadas, desafíos, fuerzas, juntamientos de gentes, roturas que cada día se facen abundanter en diversas partes del reino». «Ya vuestra merced sabe (dice el cronista) que el duque de Medina con el Marqués de Cádiz, el conde de Cabra con Don Alonso de Aguilar, tienen cargo de destruir toda aquella tierra de Andalucía, e meter moros cuando alguna parte destas se viere en aprieto. Estos siempre tienen entre sí las discordias vivas e crudas, e crecen con muertes e con robos, que se facen unos a otros cada día. Agora tienen treguas por tres meses, porque diesen lugar al sembrar; que se asolaba toda la tierra, parte por la esterilidad del año pasado, parte por la guerra, que no daba lugar a la labranza del campo... Del reino de Murcia os puedo bien jurar, señor, que tan ajeno lo reputamos ya de nuestra naturaleza como el reino de Navarra; porque carta, mensajero, procurador ni cuestor, ni viene de allí ni va de acá más ha de cinco años. La provincia de León tiene cargo [p. 10] de destruir el clavero que se llama maestre de Alcántara, [1] con algunos alcaides e parientes que quedaron sucesores en la enemistad del maestre muerto. El clavero sive maestre, siempre duerme con la lanza en la mano, veces con cient lanzas, veces con seiscientas... ¿Qué diré, pues, señor, del cuerpo de aquella noble cibdad de Toledo, alcázar de emperadores, donde grandes y menores todos viven una vida bien triste por cierto y desaventurada? Levantóse el pueblo con don Juan de Morales e prior de Aroche, y echaron fuera al conde de Fuensalida e a sus fijos, e a Diego de Ribera que tenía el alcázar, e a todos los del señor maestre. [2] Los de fuera echados han fecho guerra a la cibdad, la cibdad también a los de fuera: e como aquellos cibdadanos son grandes inquisidores de la fe, dad qué herejías fallaron en los bienes de los labradores de Fuensalida, que toda la robaron e quemaron, e robaron a Guadamur y otros lugares. [3] Los de fuera, con este mismo celo de la fe, quemaron muchas casas de Burguillos, e ficieron tanta guerra a los de dentro, que llegó a valer en Toledo sólo el cocer de un pan un maravedí por falta de leña... Medina, Valladolid, Toro, Zamora, Salamanca, y eso por ahí está debajo de la cobdicia del alcaide de Castronuño. [4] Hase levantado contra él el señor duque de Alba para lo cercar; y no creo que podrá, por la ruin disposición del reino, e también porque aquel alcaide... allega cada vez que quiere quinientas o seiscientas lanzas. Andan agora en tratos con él, porque dé seguridad para que no robe ni mate. En Campos naturales son las asonadas, e no mengua nada su costumbre por la indisposición del reino. Las guerras de Galicia de que nos solíamos espeluznar, ya las reputamos caviles e tolerables, immo lícitas. El condestable, el conde de Treviño, con esos caballeros de las Montañas, se trabajan asaz por asolar toda aquella tierra hasta Fuenterrabía. Creo que salgan con ello, según la priesa le dan. No hay más Castilla; sino, más guerras habría... Habemos dejado ya [p. 11] de facer alguna imagen de provisión, porque ni se obedesce ni se cumple, y contamos las roturas e casos que acaescen en nuestra Castilla, como si acaesciesen en Boloña, o en reinos do nuestra jurisdicción no alcanzase... Certifícoos, señor, que podría bien afirmar que los jueces no ahorcan hoy un hombre por justicia por ningún crimen que cometa en toda Castilla, habiendo en ella asaz que lo merescen, como quier que algunos se ahorcan por injusticia... Los procuradores del reino, que fueron llamados tres años ha, gastados e cansados ya de andar acá tanto tiempo, más por alguna reformación de sus faciendas que por conservación de sus consciencias, otorgaron pedido e monedas: el qual bien repartido por caballeros e tiranos que se lo coman, bien se hallará de ciento e tantos cuentos uno solo que se pudiese haber para la despensa del Rey. Puedo bien certificar a vuestra merced, que estos procuradores muchas e muchas veces se trabajaron en entender e dar orden en alguna reformación del reino, e para esto ficieron juntas generales dos o tres veces: e mirad quán crudo está aún este humor e quan rebelde, que nunca hallaron medicina para le curar; de manera que, desesperados ya de remedio, se han dejado dello. Los perlados eso mismo acordaron de se juntar, para remediar algunas tiranías que se entran su poco a poco en la iglesia, resultantes destotro temporal; e para esto el señor arzobispo de Toledo, e otros algunos obispos, se han juntado en Aranda. Menos se presume que aprovechará esto.»
Basta este cuadro, cuyas tintas (conforme al genio blando y misericordioso de Pulgar) son más bien atenuadas que excesivas, para comprender el caos de que sacó a Castilla la fuerte mano de la Reina Católica, asistida por el genio político y la bizarría militar de su consorte. El mal exigía remedios heroicos, y por eso fué aplicado sin misericordia el cauterio. Ninguno de los más ardientes panegiristas de la Reina Católica (¿y quién puede dejar de serlo?) ha contado entre sus excelsas cualidades la tolerancia y la mansedumbre excesivas, que, cuando hacen torcer la vara de la justicia, no han de llamarse virtudes, sino vicios. Todos, por el contrario, convienen en que fué más inclinada a seguir la vía del rigor que la de la piedad; « y esto facía (añade su cronista Pulgar) por remediar a la gran corrupción de crímenes que [p. 12] falló en el reino cuando subcedió en él». [1] Más de 1500 robadores y homicidas desaparecieron de Galicia en espacio de tres meses, ante el terror infundido por los dos jueces pesquisidores que la Reina envió en 1481: cuarenta y seis fortalezas fueron derribadas entonces, y veinte más tarde: ajusticiados como principales malhechores Pedro de Miranda y el mariscal Pero Pardo. Cuando en 1477 la Reina puso su tribunal en el alcázar de Sevilla, «fueron sus justicias (según el dicho de Andrés Bernáldez) tan concertadas, tan temidas, tan executivas, tan espantosas a los malos», que más de cuatro mil personas huyeron de la ciudad, unos a Portugal, otros a tierra de moros. Aquietados los bandos de Ponces y Guzmanes; convertido en héroe épico y en Aquiles de la cruzada granadina el más terrible de los banderizos andaluces; allanada en Mérida, en Medellín y en Montánchez la desesperada resistencia del feudalismo extremeño, sostenido en los hombros hercúleos del clavero de Alcántara D. Alonso de Monroy; organizada en las hermandades la resistencia popular contra tiranos y salteadores, pudo ponerse mano en la restauración interior del reino, empresa harto más difícil que lo había sido la de vengar la afrenta de Aljubarrota en los llanos de Toro, y depositar los trofeos de aquella retribución sobre la tumba del malogrado don Juan I.
No bastaba decapitar materialmente la anarquía mediante aquellas terríficas y espantables anatomías de que habla el Dr. Villalobos, sino que era preciso cortarla las raíces para impedirla retoñar en adelante. Y entonces se levantó con formidable imperio la potestad regia, nunca más acatada y más amada de nuestro pueblo, porque nunca, desde los tiempos de Alfonso XI, habían tenido nuestros reyes tan plena conciencia de su deber, y nunca había hecho tanta falta lo que enérgicamente llamaban nuestros mayores el oficio de rey. Y con este oficio cumplieron los Reyes [p. 13] Católicos, no ciertamente a sabor de los que hoy reniegan de la tradición, o quisieran amoldarla a sus peculiares antojos, pero sí en consonancia con las leyes de nuestra civilización y con el impulso general de las monarquías del Renacimiento. Puede decirse que en aquel momento solemne quedó fijada nuestra constitución histórica.
La reforma de juros y mercedes de 1480, verdadera reconquista del patrimonio real, torpemente enajenado por D. Enrique IV; la incorporación de los maestrazgos a la corona, con lo cual vino a ser imposible la existencia de un estado dentro de otro estado; la prohibición de levantar nuevas fortalezas, y allanamiento de muchas de las antiguas, con cuyos muros la tiranía señorial se derrumbó para siempre; la centralización del poder mediante los Consejos; la nueva planta dada a los tribunales, facilitando la más pronta y expedita administración de justicia; el predominio cada día creciente de los legistas; la anulación de la aristocracia como elemento político, no como fuerza social; las tentativas de codificación del doctor Montalvo y de Lorenzo Galíndez, prematuras sin duda, pero no infecundas; la directa y eficaz intervención de la corona en el régimen municipal, hondamente degenerado por la anarquía del siglo anterior; el nuevo sistema económico que se desarrolló en innumerables pragmáticas, las cuales, si pecan de prohibitivas con exceso, porque quizá lo exigía entonces la defensa del trabajo nacional, son dignas de alabanza en lo que toca a la simplificación de monedas, pesos y medidas, al desarrollo de la industria naval y del comercio interior, al fomento de la ganadería; la transformación de las bandas guerreras de la Edad Media en ejército moderno, con su invencible nervio, la infantería, que por siglo y medio había de dar la ley a Europa; y en otro orden de cosas, muy diverso, la cruenta depuración de la raza mediante el formidable instrumento del Santo Oficio y el edicto de 1492; la reforma de los regulares claustrales y observantes, que, realizada a tiempo y con mano firme, nos ahorró la revolución religiosa del siglo XVI... son aspectos diversos de un mismo pensamiento político, cuya unidad y grandeza son visibles para todo el que, libre de las pasiones actuales, contemple desinteresadamente el espectáculo de la historia.
A la robustez de la organización interior; a la enérgica disciplina [p. 14] que, respetando y vigorizando la genuina espontaneidad del carácter nacional, supo encauzar para grandes empresas sus indomables bríos, gastados hasta entonces míseramente en destrozarse dentro de casa, correspondió inmediatamente una expansión de fuerza juvenil y avasalladora, una primavera de glorias y de triunfos, una conciencia del propio valer, una alegría y soberbia de la vida, que hizo a los españoles capaces de todo, hasta de lo imposible. La fortuna parecía haberse puesto resueltamente de su lado, y como que se complaciese en abrumar su historia de sucesos felices y aun de portentos y maravillas. Las generaciones nuevas crecían oyéndolas, y se disponían a cosas cada vez mayores. Un siglo entero y dos mundos, apenas fueron lecho bastante amplio para aquella desbordada corriente. ¿Qué empresa humana o sobrehumana había de arredrar a los hijos y nietos de los que en el breve término de cuarenta y cinco años habían visto la unión de Aragón y Castilla, la victoria sobre Portugal, la epopeya de Granada y la total extirpación de la morisma, el recobro del Rosellón, la incorporación de Navarra, la reconquista de Nápoles, el abatimiento del poder francés en Italia y en el Pirineo, la hegemonía española triunfante en Europa, iniciada en Orán la conquista de África, y surgiendo del mar de Occidente islas incógnitas, que eran leve promesa de inmensos continentes nunca soñados, como si faltase tierra para la dilatación del genio de nuestra raza, y para que en todos los confines del orbe resonasen las palabras de nuestra lengua?
A tan prodigioso alarde de fuerza y poderío; a tanta extensión de imperio, no podía menos de acompañar un desarrollo de cultura más o menos proporcionado a la grandeza histórica de aquel período. Y así fué, en efecto, aunque no con la misma intensidad en todos los órdenes de la actividad intelectual, porque no maduran todos los frutos a un tiempo, ni las peculiares evoluciones del arte se ajustan siempre con estricto rigor a la cronología política, por más que remota e indirectamente nunca dejen de enlazarse con ella. En aquel período están los gérmenes de cuanto floreció en nuestro siglo de oro, pero casi nunca son más que gérmenes. En aquel reinado nacieron, y en parte se educaron, los grandes reformadores de la poesía y de la prosa castellana en tiempo del Emperador Carlos V, los Boscán, los Garcilaso, los Mendoza, los [p. 15] Villalobos, los Guevara, los Valdés, los Oliva, pero sus triunfos pertenecen a la generación siguiente. Salvo la maravilla de la Celestina, todavía la literatura del tiempo de los Reyes Católicos corresponde más bien a la Edad Media que al período clásico, aunque de mil modos le anuncia y prepara. El teatro se emancipa y seculariza, pero sin salir todavía de sus formas elementales, églogas, farsas, representaciones, de tosquísimo artificio. La lírica se remoza en parte por infusión, de elementos populares, pero, en el campo de la imitación erudita, no avanza un paso sobre el arte de los Menas y Santillanas. La historia, ni en Pulgar mismo, se atreve a abandonar la forma de crónica. Los moralistas más originales parecen un eco de los del reinado de D. Juan II. Los monumentos más importantes de la novela, como el Amadís de Garci Ordóñez de Montalvo, son refundiciones de libros anteriores. En toda esta literatura de fin de siglo, por otra parte tan digna de consideración, lo que más se echa de menos es espíritu de novedad, audacia para lanzarse por rumbos desconocidas; lo que, a primera vista, parece que debía faltar menos en tiempo de los Reyes Católicos. Un fenómeno idéntico, pero más general, observamos en la literatura del primer tercio de nuestro siglo. Es evidente que el romanticismo, sobre todo en Francia, germinó en imaginaciones excitadas desde la cuna por el grandioso tumulto de la Revolución y de las guerras del Imperio; y sin embargo, nada más lejano del romanticismo que la tímida, acompasada y académica literatura de la Revolución y del Imperio.
No pretendemos extremar la comparación entre cosas tan diversas, mucho más cuando, estudiando atentamente la literatura de las postrimerías del siglo XV, descubrimos en ella esperanzas y promesas que indican un vigor latente, y explican y preparan la magnífica eflorescencia del tiempo del Emperador. Pero no hay duda que aquella edad fué de transición en todas las esferas del arte, y que en ninguna llegó a crear una forma propia y definitiva, si se prescinde de la excepción solitaria antes indicada.
¡Pero qué lujo de detalles, qué exuberancia de fantasía, qué pompa y suntuosidad en algunas de estas formas de transición, especialmente en las maravillas de decoración que entonces produjo la arquitectura! Parece que el arte ojival, en este postrer período, sucumbe ahogado bajo una lluvia de flores en Burgos, en [p. 16] Valladolid, en Toledo. La ligereza, la esbeltez y la elegancia de las líneas, quedan en segundo término, ante la riqueza y el lujo de la ornamentación. Diríase que no se construye más que para decorar, para halagar los ojos con visiones espléndidas, trabajando la piedra como labor de encajes, convirtiendo las fachadas y los patios en escaparates de orfebrería, pidiendo a una fauna y a una flora fantásticas motivos incesantemente renovados por una imaginación caprichosa e inagotable.
Es condición de toda forma de arte sobrevivirse a sí misma, y coexistir con la que la sucede. Por más de sesenta años siguieron levantándose en España fábricas ojivales, más o menos floridas, al lado de los primeros edificios del Renacimiento. Y lejos de ser violento el choque entre los dos estilos, ni poder tirarse bien en los primeros momentos una línea divisoria, vemos que el segundo apareció tímidamente y casi a la sombra del primero, combinándose con él en diversas proporciones, de donde resultó un conjunto abigarrado, pero no falto de originalidad: un estilo de transición que en Castilla llamamos plateresco, profuso en menudísimas labores. Poco a poco las bóvedas se rebajaban, el arco apuntado iba cediendo al semicircular, si bien las columnas greco-romanas aparecían más altas de lo que tolera Vitrubio, y el frontón se aguzaba hasta cerrarse en pirámide; la invasión de los nuevos elementos era, con todo eso, indudable, por mucho trabajo que a veces cueste reconocerlos: ¡tan desfigurados están! Los primores incomparables de ejecución salvan de la tacha de falta de armonía esta manera licenciosa, pero elegante, que se personifica en el gran nombre de Enrique Egas. Al mismo tiempo, Fr. Juan de Escobedo, educado sólo en las prácticas ojivales, se arroja nada menos que a la restauración de un monumento de la antigüedad, y casi por instinto levanta los arcos derruídos del acueducto de Segovia.
El predominio de la arquitectura romana iba creciendo por días, a medida que los españoles dilataban su paseo triunfal por Italia. Los Egas, los Fernán Ruiz, los Diego de Riaño, los Covarrubias, los Bustamante, los Juan de Badajoz, son ya arquitectos de pleno Renacimiento, en las obras de los cuales, si las medidas y proporciones antiguas no andan muy exactamente observadas, la tendencia a sujetarse a ellas es innegable, siquiera la regularidad [p. 17] que en sus obras buscan, yazga oprimida por la pomposa, alegre y lozana vegetación que campea en sus portadas, y que hace el efecto de una selva encantada del Ariosto o de los libros de caballerías. Los accesorios ahogan el conjunto y sin duda le enervan; pero son tales los detalles de menudísima escultura, tal la belleza de los medallones, frontones y frisos, que el crítico más severo no puede menos de darse por vencido ante un arte que de tal modo busca el placer de los ojos, y lamentar de todo corazón la triste, seca y maciza regularidad que después vino a agostar todas aquellas flores, a ahuyentar de sus nidos a aquellos pájaros y a interrumpir aquella perpetua fiesta que tal impresión de regocijo y bienestar produce en el ánimo no preocupado por teorías exclusivas e inexorables.
Pero este arte tan español, tan halagüeño y tan gracioso, llevaba en sí propio el germen de su ruina. Al vestir la desnudez de los miembros de la arquitectura romana, lo mismo que al sustituir la crestería de la antigua iglesia gótica con los relieves del Renacimiento, se procedía como si el ornato tuviese por sí un valor independiente de la construcción. Las artes, que en la Edad Media fueron auxiliares de la arquitectura y se confundieron en la grandiosa unidad del templo, se sobreponían al arte principal, le ahogaban con sus brazos y le quitaban robustez y virilidad a fuerza de abrumarle de galas. La escultura, que ya se levantaba pujante y transformada, encontraba en esto sus ventajas, acelerándose el instante de su emancipación. El cincel lozanísimo de Gil de Siloe apuraba en los sepulcros de la Cartuja de Miraflores todos los primores y delicadezas del arte ojival en sus postrimerías, convirtiendo el alabastro en sutilísima tela labrada como a punta de aguja. La antigua imagineria, próxima a caer envuelta en las ruinas del templo gótico, hacía el derroche y alarde más ostentoso de sus riquezas en los colosales retablos de varios cuerpos, en los nichos con doseletes, en las portadas de las iglesias y de los palacios; pero, sobre todo, en los monumentos funerales, tan risueños a veces, que parecen imaginados para hacer apacible la idea de la muerte. No hay accidente del traje que no se reproduzca en la piedra con tanta minuciosidad como si el artista bordara en seda o en tercipelo. Y al mismo tiempo que Damián Forment, en cuyas obras se siente algo del aliento y de la fiereza de Donatello, inunda las iglesias de Aragón [p. 18] con sus figuras de magnífica grandeza esculpidas con terrible resolución y manejo, según la expresión de Jusepe Martínez, el arte de los entalladores, el trabajo en madera llega a su apogeo en las sillerías de coro de Felipe de Borgoña; y el arte (que entonces lo era y maravilloso) de los rejeros y herreros, se adelanta con firme paso en las vías del Renacimiento, inmortalizando su nombre el burgalés Cristóbal de Andino en la reja de la capilla del Condestable, una de las primeras obras en que artífice español procuró regirse por las medidas clásicas. Era llegado el momento de la iniciación pura y directa en el gusto italiano, y ésta se verificó en la escultura de los monumentos sepulcrales antes que en ningún otro género de obras. Artífices toscanos y genoveses dieron en Andalucía los primeros ejemplares del nuevo estilo: en el sepulcro del arzobispo Hurtado de Mendoza; en los mausoleos de la Cartuja de las Cuevas de Sevilla. Pero en los de la Capilla Real de Granada, enterramiento de los Reyes Católicos y de sus hijos doña Juana y D. Felipe, quizá el cincel del florentino Domenico Fancelli quedó vencido por el del español Bartolomé Ordoñez, aunque la fortuna, avara con él de sus favores, haya mantenido hasta nuestros tiempos en la oscuridad su nombre, el más digno de ser citado entre los predecesores de Berruguete, que en 1520 volvía de Italia, trayendo en triunfo el arte de Miguel Ángel. Al lado de la enérgica vitalidad que en aquel fin de siglo mostraba la escultura, produciendo obras que ni antes ni después han sido igualadas en nuestro suelo, parecen pobre cosa los primeros conatos de la pintura, oscilante entre los ejemplos del arte germánico y los del italiano, y más floreciente en la corona de Aragón que en la de Castilla, como lo prueba la famosa Virgen de los Conselleres, de Luis Dalmau, memorable ensayo de imitación del primitivo naturalismo flamenco. Pero fuera de ésta y alguna otra excepción muy señalada, las tablas que nos quedan del siglo XV, interesantísimas para el estudio del arqueólogo, y no bien clasificadas aún, dicen poco al puro sentimiento estético, y los nombres de sus oscuros autores Fernando Gallegos, Juan Suárez de Castro, Juan Núñez, Antonio del Rincón, Pedro de Aponte, no despiertan eco ninguno de gloria. Sin embargo, el progreso de unos a otros es evidente; ya Alejo Fernández rompe la rigidez hierática y realiza un notable progreso en la técnica. Y, por otra parte, la pintura mural y decorativa tiene [p. 19] alta representación en las obras de Juan de Borgoña. El arte pictórico español, propiamente dicho, el único que tiene caracteres propios y refleja el alma naturalista de la raza, no ha nacido aún; tardará todavía un siglo en nacer, un siglo de tímida y sabia imitación italiana, que cubre y disimula el volcán próximo a estallar.
También la música asoció su voz a los triunfos y pompas de este reinado, y vió cumplirse durante él notables evoluciones en su parte especulativa, a la vez que en la práctica empezaban a ampliarse los términos de su dominio. Los Reyes mismos daban el ejemplo de protegerla: más de cuarenta cantores fueron asalariados por la Reina Isabel, tan famosos algunos como Anchieta y Peñalosa, además de los tañedores de órgano, clavicordio, laúd y otros instrumentos. El Libro de la Cámara del Príncipe D. Juan, que compuso Gonzalo Fernández de Oviedo, nos muestra cuánta importancia se concedió a la música en la educación del primogénito de la corona. «Era el príncipe Don Joan mi Señor (dice Oviedo) naturalmente inclinado a la música, e entendíala muy bien, aunque su voz no era tal como él era porfiado en cantar... En su cámara avía un claviórgano, e órganos, e clavecímbanos, e clavicordio, e vihuela de mano e vihuelas de arco e flautas, e en todos estos instrumentos sabía poner las manos. Tenía músicos de tamborino e salterio e dulzainas et de harpa, e un rebelico muy precioso que tañía un Madrid, natural de Caramanchel, de donde salen mejores labradores que músicos, pero éste lo fué muy bueno. Tenía el príncipe muy gentiles menistriles, altos de sacabuche e cheremías e cornetas e trompetas bastardas, e cinco o seys pares de atabales: e los unos e los otros eran muy hábiles en sus oficios, e como convenían para el servicio e casa de tan alto príncipe.»
Existía, pues, además de la música religiosa, un arte cortesano, cuyas relaciones con la música popular son evidentes en algunos villancicos y cantarcillos de Juan del Encina, cuyos tonos, juntamente con la letra, nos ha conservado el inestimable Cancionero de la biblioteca de Palacio, transcrito y publicado por Barbieri. Y aunque todavía los compositores profanos de este tiempo no hubiesen alcanzado a emanciparse de los artificios del contrapunto, ya es visible en ellos la tendencia expresiva y el deseo de acomodar la música a la letra. Igual fenómeno acontecía simultáneamente en [p. 20] el campo de la poesía, y a veces por virtud de los mismos hombres, puesto que Juan del Encina (por ejemplo) era a un tiempo músico y poeta. Los temas del arte popular pasaban al arte erudito, lo profano y lo religioso se compenetraban estrechamente, y la labor inconsciente y genial de los artistas se reforzaba con las audacias de los preceptistas y escritores técnicos, que eran ya en bastante número, y que si bien en los fundamentos especulativos suelen permanecer aferrados a la doctrina de Boecio, la modifican y atenúan con originales interpretaciones, arrojándose algunos a sentar principios notablemente revolucionarios y de no pequeña trascendencia para la estética musical. Autorizado el carácter matemático de la Música y supuesto entre las disciplinas liberales por Casiodoro, por Boecio, por San Isidro, por todos los grandes institutores de la Edad Media, había logrado el arte del sonido penetrar desde muy temprano en las escuelas episcopales y monásticas, y luego en las más famosas universidades, donde nunca tuvieron asiento el arte de la mazonería ni el de la imaginería, a pesar de los portentos que cada día creaban. El Bachiller Alfonso de la Torre, autorizado intérprete de la ciencia oficial del siglo XV, expone bellamente en aquella novela alegórica y enciclopédica que llamó Visión Delectable, la elevada noción que entre sus contemporáneos prevalecía sobre la Música y sus efectos. «Tanta es la necesidad mía (hace decir a la propia Música), que sin mí no se sabría alguna sciencia o disciplina perfectamente. Aun la esfera voluble de todo el universo por una armonía de sones es traída, et yo soy refeción et nudrimento singular del alma, del corazón et de los sentidos, et por mí se excitan et despiertan los corazones en las batallas, y se animan et provocan a causas arduas y fuertes; por mí son librados et relevados los corazones penosos de la tristura, y se olvidan de las congojas acostumbradas. Y por mí son excitadas las devociones et afecciones buenas para alabar a Dios supremo et glorioso, et por mí se levanta la fuerza intellectual a pensar transcendiendo las cosas espirituales, bienaventuradas y eternas».
Este concepto científico de la Música, si es cierto que la realzaba sobre sus hermanas las otras artes, injustamente desheredadas, traía consigo el peligro, muy sensible para la Música misma, de ver olvidada y sacrificada su verdadera importancia estética en aras de fantásticos idealismos o de un vano y pedantesco aparato [p. 21] geométrico. Por fortuna y como reacción y contrapeso a esta tendencia dogmática y estéril, los cantores y músicos prácticos, los organistas y maestros de capilla, comenzaron a imprimir ciertos epítomes o cuadernos puramente prácticos, sumas de canto llano y canto de órgano. Guillermo Despuig, uno de los más antiguos, declaraba francamente en 1495 que la institución musical de Boecio, aunque singular y divina, «era casi enteramente inútil para el arte de cantar». Y todavía fué más allá Gonzalo Martínez de Bizcargui (1511), acusado por su adversario Juan de Espinosa «de enseñar e poner en escripto herejías formales en Música, contradiciendo a Boecio... e a todos cuantos autores antes dellos et en su tiempo han escripto desta mathemática». Pero el gran revolucionario musical de entonces, el que la historia general del arte no ha olvidado, por más que tardase más de cien años en fructificar su reforma, adoptada y desarrollada luego por Zarlino, fué el andaluz Bartolomé Ramos de Pareja, que desde 1482 se había hecho famoso en la Universidad de Bolonia con su doctrina del temperamento, que inició nueva tonalidad y levantó nueva escala contra el hexacordo tradicional, suponiendo necesariamente alteradas las razones de las cuartas y quintas en los instrumentos estables.
Trazado rápidamente, y no otra cosa permiten los límites de esta digresión, el cuadro de la vida nacional en aquellos órdenes que más o menos inmediatamente se ligan con el que es objeto de nuestras indagaciones, procede ya concentrar nuestra atención en la literatura, haciéndonos cargo ante todo de los dos grandes hechos que aceleraron su progreso durante este reinado y abrieron las puertas de una nueva era. Estos dos hechos son la influencia triunfante de los humanistas, y la introducción de la imprenta en nuestro suelo.
La cultura clásica, que de un modo imperfecto y a veces de segunda mano, había penetrado en la corte de D. Juan II, y que con más severa disciplina habían recibido algunos españoles en la corte napolitana de Alfonso V, triunfa en tiempo de los Reyes Católicos, merced a los esfuerzos combinados de humanistas italianos residentes en España y de humanistas españoles educados en Italia. Ni a unos ni a otros faltó altísima y regia protección y estímulo y recompensa, que no nacía de vano dilettantismo, ni de efímero capricho [p. 22] de la moda, sino del convencimiento en que nuestros monarcas estaban de cumplir así una misión civilizadora. Aunque el Rey Católico distase mucho de ser ajeno a las buenas letras, como lo persuade el hecho de haber sido educado clásicamente por un traductor de Salustio, el maestro Francisco Vidal de Noya, la principal y más directa y eficaz iniciativa en este orden pertenece a la Reina Isabel, que ya en edad madura llegó a superar las dificultades de la lengua latina, bajo el magisterio de Doña Beatriz Galindo, y protegió el estudio de las humanidades con tal ahinco, que hizo exclamar al protonotario Lucena, en su Epístola exhortatoria a las letras: «La muy clara ninpha Carmenta letras latinas nos dió: perdidas en nuestra Castilla, esta Diana serena las anda buscando; quien sepa de las letras latinas que perdió Castilla, véngalo a decir a su dueño, e avrá buen hallazgo... ¿Non vedes quantos comienzan aprehender, mirando su realeza?... Lo que los reyes f asen bueno o malo, todos ensayamos de lo facer: si es bueno, por aplacer a nos mesmos: si es malo, por aplacer a ellos. Jugaba el rey, eran todos tahures: estudia la Reyna, somos agora estudiantes.»
Y no sólo estudiaba la Reina, sino las Infantas, sus hijas, celebradas todas cuatro por Luis Vives como mujeres eruditas, sin excluir a la infeliz Doña Juana, que contestaba de improviso en lengua latina a los discursos gratulatorios que la dirigían en las ciudades de Flandes. Del príncipe D. Juan refiere su criado Gonzalo Fernández de Oviedo, que «salió buen latino e muy bien entendido en todo aquello que a su real persona convenía saber». Todavía tenemos cartas latinas suyas entre las de Marineo Sículo; y Juan del Encina, al dedicarle su traducción de las Bucólicas de Virgilio, dice de él que «favorescía maravillosamente la sciencia, andando acompañado de tantos e tan doctísimos varones».
El ejemplo de la casa real fué prontamente seguido por los próceres castellanos, que en todo aquel siglo venían ya distinguiéndose por la afición más o menos ilustrada a las letras y a sus cultivadores. El Almirante D. Fadrique Enríquez hizo venir en 1484 a Lucio Marineo Sículo; el Conde de Tendilla, embajador en Roma, trajo en 1487 a Pedro Mártir de Anglería, el cual empezó por comentar en Salamanca las sátiras de Juvenal, con tal aplauso y concurso de gentes, que tenía que entrar en clase llevado en hombros de sus discípulos.
[p. 23] A estos dos principales educadores de la nobleza castellana, hay que añadir los nombres, literariamente menos famosos, de los dos hermanos Antonio y Alejandro Geraldino, encargado el primero de la enseñanza de la Infanta Doña Isabel, y el segundo de la de sus hermanas. Uno y otro dejaron más fama de pedagogos que de escritores: del hermano mayor sólo se citan unas Bucólicas Sagradas: del menor, que fué protonotario apostólico y poeta laureado, y últimamente obispo de la isla de Santo Domingo, una oración gratulatoria al Papa Inocencio VIII. Tiene no obstante, el mérito de haber sido uno de los primeros que empezaron a recoger lápidas e inscripciones romanas en España.
Mucho mayor es la importancia del lombardo Pedro Mártir, no sólo por el gran número de discípulos que tuvo en Valladolid y en Zaragoza, figurando entre ellos los primeros nombres de la aristocracia castellana, sino por la originalidad de su persona, por su talento nada vulgar de escritor, y por el grande interés histórico de sus libros, considerados como fuente histórica, abundantísima, aunque no siempre segura, para las cosas de su tiempo. Pedro Mártir de Anglería o Anghiera, andante en corte de los Reyes Católicos y de sus sucesores desde 1488 a 1526; preceptor de la juventud cortesana en las artes liberales; canónigo de Granada, en cuya guerra había tomado parte y a cuya conquista asistió; primer abad de la Jamaica, donde no residió nunca; embajador al sultán del Cairo; miembro del primitivo Consejo de Indias; corresponsal asiduo de Papas, Cardenales, Príncipes, magnates y hombres de letras, ofrece en su prosa uno de los más antiguos y clásicos tipos de lo que hoy diríamos periodismo noticiero. Mientras otros latinistas se esforzaban en renovar las formas clásicas de la historia y vestir con la toga y el laticlavio a los héroes contemporáneos, él escribía día por día, en una latinidad muy abigarrada y pintoresca, llena de chistosos neologismos, cuanto pasaba a su lado, cuantos chismes y murmuraciones oía, dando con todo ello incesante pasto a su propia curiosidad siempre despierta, y a la de sus amigos italianos y españoles. Tenía para su oficio la gran cualidad de interesarse por todo y no tomar excesivo interés por ninguna cosa, con lo cual podía pasar sin esfuerzo de un asunto a otro, y dictar dos cartas mientras le preparaban el almuerzo. Acostumbrado a tomar la vida como un espectáculo curioso, gozó ampliamente [p. 24] de cuantos portentos le brindaba aquella edad, sin igual en la historia; y estuvo siempre colocado en las mejores condiciones para verlo y comprenderlo todo, desde la guerra de Granada hasta la revuelta de las Comunidades. Su espíritu, generalmente recto, propendía más a la benevolencia que a la censura, sobre todo con aquellos de quienes esperaba honores y mercedes que contentasen su vanidad, muy subida de punto, aunque inofensiva, y su muy positivo amor a las comodidades y a las riquezas, que la fortuna le concedió ciertamente con larga mano. Hombre de ingenio fino y sutil, italiano hasta las uñas, quizá presumía demasiado de su capacidad diplomática; pero, a lo menos, poseyó en alto grado el don de observación moral, el conocimiento de los hombres. Sus juicios no han de tomarse por definitivos; pero reflejan viva y sinceramente la impresión del momento. Él mismo, como todos los escritores de su género, rectifica a cada paso y sin violencia alguna lo que en cartas anteriores había consignado. El Opus Epistolarum es un periódico de noticias en forma epistolar, dividido en 812 números, y no de otro modo debe ser juzgado. Más aparato histórico tienen sus ocho Decades de Orbe novo, que fueron un libro de revelación, el primer libro por donde la historia del descubrimiento de América vino a difundirse en Europa. La latinidad no era muy clásica que digamos; pero a pesar de este defecto, que en aquellos tiempos difícilmente se perdonaba, todo el público letrado de Italia devoró ávidamente estas Décadas, dando ejemplo de ello el mismo Papa León X, que las leía de sobremesa a su sobrina y a los Cardenales. Pedro Mártir, siguiendo su peculiar instinto, había elegido lo más ameno, lo más exótico, lo más pintoresco y divertido de aquella materia novísima, deteniéndose, no poco, en las rarezas de historia natural, en los detalles antropológicos, y en notar maligna y curiosamente los ritos, las costumbres y supersticiones de los indígenas, en aquello en que más contrastaban con los hábitos del Viejo Mundo. Esta especie de curiosidad científica realza sobremanera su libro, además del agrado de su estilo, incorrectísimo ciertamente y a veces casi bárbaro, pero muy suelto, chispeante e ingenioso. Tiene Pedro Mártir, como preceptor y gramático, su importante representación en la historia del humanismo español, y pudo escribir sin mucha nota de jactancia, aunque en frases de pedantesco y depravado gusto, que habían mamado [p. 25] la leche de su doctrina casi todos los próceres de Castilla (suxerunt mea litteraria ubera principes Castellae fere omnes), pero cuál fuese la calidad de esta leche, no poco desemejante de la lactea ubertas de Tito Livio, lo están pregonando a voces los mismos escritos de Mártir; y ciertamente que si la severa disciplina de otros maestros indígenas, como los Nebrijas, Barbosas, Núñez y Vergaras, no hubiese llevado el gusto por senderos más clásicos que los de esta latinidad viciada y barroca, que viene a ser el calco de una fraseología moderna, no hubiera emulado ni menos excedido la España clásica del siglo XVI los esplendores de la Italia del siglo XV.
De todos modos, es harto evidente el servicio que Pedro Mártir hizo a la historia de nuestro más glorioso reinado, para que por defectos de forma hayamos de regatearle sus méritos de observador incansable y curioso, no menos que de narrador sensato y lúcido. Más modestos, aunque no menos positivos, fueron los que la prestó el siciliano Lucio Marineo, discípulo de Pomponio Leto, y profesor en Salamanca de Elocuencia y Poesía latina desde 1484 hasta 1496, en que pasó a ejercer su ministerio al aula regia, acompañando luego al Rey Católico en su viaje a Nápoles (1507) como capellán suyo. Su vida, lo mismo que la de Pedro Mártir, se prolongó mucho dentro del reinado de Carlos V, y le permitió dejar varios libros enteramente consagrados a la ilustración de nuestras cosas, con espíritu sobremanera encomiástico, y quizá adulatorio en algún caso. Su correspondencia familiar en diez y siete libros, menos explotada hasta ahora que la de Mártir, abunda en noticias singulares para nuestra historia política y literaria. En ilustrar los anales de Aragón, especialmente en el período próximo a su tiempo, fué de los primeros; y siempre será consultada con utilidad, aunque no sin cautela, la vasta enciclopedia histórico-geográfica que tituló De rebus Hispaniae memorabilibus, cuyos primeros libros, por su traza y por la variedad de especies que en ellos se mezclan, tienen mucho parecido con los modernos libros de viajes, así como los últimos pertenecen enteramente a la narración histórica, y conducen mucho para la ilustración de los reinados de D. Juan II de Aragón y de los Reyes Católicos.
El mismo Marineo Sículo, en una oración dirigida a Carlos V, [p. 26] nos dejó curiosa conmemoración de los eruditos españoles de su tiempo, contando entre ellos a sus propios discípulos y a los de Pedro Mártir, muchos de los cuales nada dejaron impreso, pero cuyo ejemplo influyó mucho por la alta prosapia de los que le daban. El Arzobispo de Zaragoza, D. Alfonso de Aragón, hijo bastardo del Rey Católico; el Arzobispo de Granada, D. Francisco de Herrera; los Obispos de Salamanca y Plasencia, D. Francisco de Bovadilla y D. Gómez de Toledo; el futuro Arzobispo de Sevilla e Inquisidor general, D. Alonso Manrique, que en su juventud había enseñado griego en Alcalá, grande amigo y protector de Erasmo; el Cardenal de Monreal, D. Enrique de Cardona, y su hermano D. Luis, Obispo de Barcelona; el Abad de Valladolid, D. Alfonso Enríquez, a quien califica Marineo de litteratissimus juvenis; el Obispo de Osma, Cabrero, concionator egregius; el Condestable D. Pedro de Velasco, a quien Marineo oyó explicar en el gimnasio de Salamanca, siendo muy joven, las epístolas de Ovidio y la Historia natural de Plinio; el Marqués de los Vélez, D. Pedro Fajardo; el Duque de Arcos, D. Rodrigo Ponce de León; el Marqués de Denia, D. Bernardo de Rojas y Sandoval, que emprendió sexagenario el estudio de la gramática latina, y llegó a ser eminente en ella; el doctísimo Conde de Oliva, D. Serafín Centelles; el Conde de Tendilla, D. Íñigo López de Mendoza, «vir sapiens et litteris excultus»; el Marqués de Tarifa y Adelantado de Andalucía, D. Fadrique Enríquez de Rivera, gran conocedor de la historia antigua, y vástago de una dinastía de Mecenas y de cultivadores de las letras y de las artes; Rodrigo Tous de Monsalve, patricio hispalense, «omni genere doctrinae doctissimus»... Si a todos estos nombres aristocráticos, recordados en el discurso de Marineo, se añaden los de sus propios corresponsales y los de Pedro Mártir, tales como el Duque de Braganza y Guimaraens, D. Juan de Portugal, D. Alonso de Silva D. Diego de Acevedo, Conde de Monterrós, D. García de Toledo y D. Pedro Girón, no podrá menos de formarse muy ventajosa idea del ardor desplegado por la nobleza española para iniciarse en la nueva cultura, secundando el ejemplo de los Reyes Católicos.
Pero ni Pedro Mártir, ni Lucio Marineo, ni los Geraldinos, aventureros literarios más o menos brillantes, preceptores meramente aristocráticos, hombres harto medianos de carácter y de [p. 27] inteligencia, y en los cuales se trasluce siempre algo del advenedizo y del parásito, hubieran podido extender la acción del Renacimiento fuera del recinto cortesano, si no les hubiese secundado, y en parte precedido, una legión de humanistas españoles, que con mayor celo y desinterés y con más espíritu didáctico, trabajaron por difundir en las escuelas de España la noción clásica que habían recogido en Italia. Lo primero era la reforma de los métodos gramaticales, el abandono de los antiguos y bárbaros textos, la formación de los primeros vocabularios, y la difusión de los autores clásicos, ya en su original, ya en versiones más o menos ajustadas. Y es cierto que en esta parte pocos pueden disputar la prioridad de tiempo a Alonso de Palencia, que si no llegó a poseer la lengua griega (a pesar de haber vivido en la domesticidad del Cardenal Bessarion y de haber tenido familiar trato con Jorge de Trebisonda y otros doctos bizantinos), por lo cual sus infieles y revesadas traducciones de Plutarco y de Josefo lograron muy poco aprecio, mereció bien de las humanidades latinas por trabajos estrictamente filológicos, que son los más antiguos de su género en Castilla: el Opus sinonimorum, que tenía ya terminado en 1472, y el Universal Vocabulario en latín y romance, trabajo de su vejez, emprendido por orden de la Reina Isabel, y dado a luz en 1490, un año antes del Diccionario de Antonio de Nebrija, que le lleva grandes ventajas y que inmediatamente le sepultó en el olvido. Hoy vive Palencia en la memoria de las gentes más bien a título de cronista que de lexicógrafo, por más que en la latinidad, vigorosa y pintoresca a veces, aunque crespa y enmarañada, de sus Décadas, bien se trasluzcan los esfuerzos de su autor para dominar la prosa clásica, cuyo estudio le sirvió para ensanchar los lindes de la nuestra hasta el grado de relativa perfección que muestra la Batalla de los lobos y perros, y más todavía el tratado de la Perfección del triunfo militar.
Pero los trabajos de Palencia, si se le considera meramente como humanista, no fueron más que el preludio de los de Antonio de Nebrija, el extirpador de la barbarie, el que mezcló (como cantaba el helenista Arias Barbosa) las sagradas aguas del Permeso con las del Tormes. [1] «Fué aquella mi doctrina tan noble [p. 28] (decía el mismo Nebrija, con justo aunque poco disimulado orgullo), que aun por testimonio de los envidiosos y confesión de mis enemigos, todo aquesto se me otorga: que yo fuí el primero que abrí tienda de la lengua latina y osé poner pendón para nuevos preceptos... y que ya casi de todo punto desarraigué de toda España los Doctrinales, los Peros Elías y otros nombres aun más duros, como los Galteros, los Ebrardos, Pastranas y, otros no sé qué apostizos y contrahechos gramáticos, no merecedores de ser nombrados. Y que si cerca de los hombres de nuestra nación alguna cosa se habla de latín, todo aquello se ha de, referir a mí. Es, por cierto, tan grande el galardón deste mi trabajo, que en este género de letras otro mayor no se pueda pensar.» [1]
Nebrija, en efecto, que tornaba de Italia en 1473, después de una residencia de diez años, y muchos antes que Pedro Mártir ni Lucio Marineo pensasen en venir a nuestro suelo, traía como triunfal despojo de su largo viaje, e iba a difundir por medio de la enseñanza, primero en Sevilla, después en Salamanca [2] y finalmente en Alcalá, la última palabra de la filología clásica de entonces, es decir, el método racional y filosófico de Lorenzo Valla, contrapuesto al empírico y rutinario de los gramáticos anteriores. Su doctrina, derramada en innumerables opúsculos, y condensada al fin en su extensa Gramática (cuya primera edición es de 1481), se alzó triunfante sobre las ruinas del alcázar de la barbarie, por él abatido en descomunal certamen. Su nombre se convirtió en sinónimo de gramático, y desde el siglo XVI hasta nuestros días, las artes para enseñar la lengua latina siguieron intitulándose con su nombre, aunque poco conservasen de su doctrina, ni menos del generoso espíritu de alta cultura que la informaba. Casi [p. 29] nadie, por ejemplo (salvo Simón Abril, y éste muy tardíamente), le siguió en lo que constituía la segunda parte de su método, en lo que implicaba un apartamiento de la tendencia escolástica, una dirección popular. Si en su voluminosa Gramática, escrita para uso de los maestros, había seguido la costumbre, universal entonces, de exponer los preceptos en lengua latina, no por eso cayó en el absurdo (triunfante hasta el siglo pasado) de creer que fuera cosa conveniente, ni siquiera posible, iniciar a nadie en los rudimentos de una lengua, valiéndose de la misma lengua que el principiante ignoraba. Por eso, siguiendo la alta inspiración de la Reina Católica, escribió, en romance contrapuesto al latín, sus Introducciones «para que con facilidad puedan aprender todos, y principalmente las religiosas y otras mujeres consagradas a Dios». De este modo (como él decía) «sacaba la novedad de sus obras de la sombra y tinieblas escolásticas a la luz de la corte». Y aún dió un paso más, y por él le debe eterna gratitud nuestro idioma. Su Arte de la Lengua Castellana, publicado casi providencialmente el mismo año de la conquista de Granada y del descubrimiento del Nuevo Mundo, fué la primera gramática que de ninguna lengua vulgar se hubiese dado a la estampa: es, sin disputa, el más antiguo de todos los libros de filología romance.
Nebrija, en igual o mayor grado que cualquier humanista italiano de su tiempo, renovó y amplió en su persona aquel enciclopédico saber que los antiguos consideraban inseparable de la profesión, en otro tiempo tan honrada e ilustre, de gramático. Porque no sólo fué versado en las lenguas griega y hebrea, de las cuales sabemos que compuso también gramáticas que no han llegado a nuestros tiempos, sino que abarcó en el círculo de sus estudios la interpretación de los autores, así en la materia como en la forma, lo cual le obligó a hacer frecuentes excursiones al campo de la teología, como lo prueban sus Quincuagenas; al del derecho, como lo acredita su Lexicon juris civilis; al de la Arqueología, cuando estudió por primera vez el circo y la naumaquia de Mérida; al de las ciencias naturales, como editor de Dioscórides; al de la Cosmografía y la Geodesia, y esto no meramente en calidad de compilador erudito, sino midiendo, por primera vez en España, un grado del meridiano terrestre, como base para la unidad de un sistema métrico: que a esto y a otras innumerables [p. 30] cosas se extendía en el Renacimiento la ciencia de los llamados gramáticos. Y si a esto se añade que Nebrija fué historiador elegante (aunque excesivamente retórico y poco original) de las cosas de su tiempo, y fué además poeta latino, de sincera inspiración, y no de los fabricantes de centones, para prueba de lo cual bastaría la hermosa elegía que compuso al visitar, después de muchos años, su patria, nadie podrá dejar de ver en el ilustre maestro andaluz la más brillante personificación literaria de la España de los Reyes Católicos, puesto que nadie influyó tanto como él en la general cultura, no sólo por su vasta ciencia, robusto entendimiento y poderosa virtud asimiladora, sino por su ardor propagandista, a cuyo servicio puso las indomables energías de su carácter, arrojado, independiente y cáustico. Gracias a ello, y a la protección resuelta de la Reina Católica y de Cisneros, pudo en toda ocasión reivindicar altamente los fueros de la libertad científica, y proseguir impertérrito la reforma de los estudios, sin que las fuerzas le desfalleciesen aun en la extrema ancianidad. Y todavía en su lecho de muerte, contemplando imperfecta su obra, llamaba con sus votos quien la completase, y repetía incesantemente aquel verso virgiliano, que luego había de recoger el Brocense, considerándose a sí propio como el vengador invocado por Nebrija:
Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor.
A su nombre debe ir unido inseparablemente el de su grande amigo, y comprofesor de lengua griega, el portugués Arias Barbosa, discípulo de Angelo Policiano. Poco dejó escrito, y su nombre fué eclipsado muy pronto por el de su más egregio discípulo el Comendador Griego, Hernán Núñez; pero hay justicia en reconocer que Arias Barbosa fué el patriarca de los helenistas españoles, y el que en Salamanca inauguró esta enseñanza, por lo cual dijo bien Andrés Resende en su Encomium Erasmi:
.................
docuit nam primas iberos
Hippocrenaeo
Graias componere voces
Ore..........................................................
Pero la Universidad de Salamanca, nacida en los tiempos medios, y aferrada todavía a la tradición escolástica, debía presentar, como la de París, larga resistencia a los humanistas innovadores, [p. 31] que tan diverso sentido traían de la vida y de la ciencia. Por otra parte, el régimen excesivamente democrático de aquellas aulas, solía alejar de ellas a profesores muy beneméritos. Una votación de estudiantes en oposición a cátedra desairó a Nebrija, cargado de años y de méritos, y le obligó a trocar las aulas de Salamanca por las de Alcalá. Esta Universidad, creada de nueva planta por el Cardenal Jiménez en 1508, ofrecía un asilo más hospitalario a los nuevos estudios. Su fundador había excluído de aquellas aulas la enseñanza del Derecho civil, reduciendo mucho la del canónico. La Teología continuaba imperando, pero no ya en su forma antigua, dogmática y polémica, sino más bien en la de estudio e interpretación del texto sagrado, para lo cual el conocimiento de los originales hebreo y griego y el trabajo crítico de los humanistas eran preciso y necesario instrumento. Por eso en el período de gloria de la escuela complutense, que abarca los primeros sesenta años de su vida, se cultivaron en ella con igual amor la antigüedad profana y la sagrada. [1] Allí brillaron simultáneamente el cretense Demetrio Ducas, maestro de lengua griega; los hebraizantes conversos Alfonso de Zamora, Pablo Coronel y Alfonso de Alcalá; los dos hermanos Vergaras, traductor el uno de Aristóteles y el otro de Heliodoro, y autor de la más antigua gramática griega compuesta en España, que fué al mismo tiempo una de las más difundidas en Europa durante aquel siglo; el toledano Lorenzo Balbo de Lillo, a quien se debieron correctas ediciones de Valerio Flaco y Quinto Curcio; el reformador filosófico Hernán Alfonso de Herrera, primero que osó levantar la voz contra los peripatéticos en su Disputación de ocho levadas contra Aristótil y sus secuaces, precediendo, no sólo a las tentativas de Pedro Ramas, sino a las del mismo Luis Vives; Diego López de Stúñiga, docto y acérrimo contradictor de Erasmo; Mateo Pascual, fundador del Colegio Trilingüe; Pedro Ciruelo, que hermanó el estudio de las Matemáticas con el de la Teología. De las cuarenta y dos cátedras que el Cardenal estableció, seis eran de gramática latina, cuatro de otras lenguas antiguas, cuatro de retórica y ocho [p. 32] de artes, o sea de filosofía. Erasmo reconoce y pondera en muchas partes el esplendor científico de Compluto, de la cual dice que con más razón podía llamarse πανπλουτον , por ser rica en todo género de sabiduría.
La grande obra de aquellos egregios varones fué la Políglota Complutense, monumento de eterna gloria para España, sean cuales fueren sus defectos, enteramente inevitables entonces; obra que hace época y señala un progreso en la lectura del texto bíblico, y que era en su línea el mayor esfuerzo que desde las Hexaplas de Orígenes se había intentado en el mundo cristiano. La Políglota se hizo incluyendo, además del texto hebreo, el griego de los Setenta, el Targum caldaico de Onkelos (sólo para el Pentateuco), uno y otro con traducciones latinas interlineales, y la Vulgata. Llena los cuatro primeros tomos el Antiguo Testamento; el quinto (que fué el primero en el orden de la impresión) está dedicado al Testamento Nuevo (texto griego y latino de la Vulgata), y el sexto es de gramáticas y vocabularios (hebreo, caldeo y griego). Los trabajos preparatorios duraron diez años. A los artífices de este monumento los hemos nombrado ya: la parte hebrea corrió a cargo de los tres judíos conversos, siendo de Alfonso de Zamora la gramática; en la parte griega trabajaron el cretense Ducas, Vergara, el Pinciano (Hernán Núñez), y algo Antonio de Nebrija, que más bien intervino en la corrección de la Vulgata. Códices hebreos, los había con abundancia en España, y de mucha antigüedad y buena nota, procedentes de nuestras sinagogas, donde siempre se había conservado floreciente la tradición rabínica. Tampoco faltaban buenos ejemplares latinos; pero no los había griegos, y hubo que pedirlos al Papa León X, que facilitó liberalmente los de la Vaticana, que fueron enviados en préstamo a Alcalá, como expresamente dice el Cardenal en la dedicatoria, y no copiados en Roma, por más que así lo indique su biógrafo Quintanilla. Para fundir los caracteres griegos, hebreos y caldeos, nunca vistos en España, y hacer la impresión, vino Arnao Guillén de Brocar, y en menos de cinco años (¡celeridad inaudita, dadas las dificultades!) se imprimió toda la Biblia, cuyos gastos ascendieron, según Alvar Gómez, a cincuenta mil escudos de oro, cantidad enorme para entonces. La impresión estaba acabada en 1517, pocos meses antes de la muerte del Cardenal; pero no entró [p. 33] en circulación hasta 1520, de cuya fecha es el Breve apostólico de León X, autorizándola, «por juzgar indigno que tan excelente obra permanezca por más tiempo en la obscuridad». El texto griego del Nuevo Testamento, impreso desde 1514, antes que otra cosa alguna de la obra, tiene la gloria de ser el primero que apareció en el mundo, anterior en dos años al de Erasmo, cuya primera edición es de 1516. Erasmo y los complutenses trabajaron con entera independencia, y el merecimiento de los unos en nada debe perjudicar al del otro. A decir verdad, ambos textos adolecen de no leves defectos, como fundados en códices relativamente modernos, y todos de la familia bizantina. ¿Quién ha de pedir a aquellas ediciones del siglo XVI, primeros vagidos de la ciencia filológica, la exactitud y el esmero que en nuestros días ha podido dar a las suyas Tischendorf, sobre todo después del hallazgo del códice Sinaítico? Erasmo tuvo que valerse de algunos códices de Basilea muy medianos; muchas veces corrigió su texto por el de la Vulgata, y en la cuarta, quinta y sexta de sus ediciones, introdujo algunas enmiendas tomadas de la Complutense.
Pocos príncipes han igualado a Cisneros en esplendidez como Mecenas y como protector del arte tipográfica. Además de la Políglota, publicó a sus expensas el Misal y el Breviario Mozárabes, restaurando en parte aquella antigua liturgia; las Epístolas de Santa Catalina de Sena, la Escala de San Juan Clímaco, las Meditaciones del Cartujano, y otros muchos libros de devoción, que repartió por los conventos de monjas; el Tostado sobre Eusebio, y luego las obras todas del Tostado; mucha parte de las de Raimundo Lulio, a cuya doctrina tenía especial afición, interviniendo en las ediciones los famosos lulianos Nicolás de Paz y Alonso de Proaza; la Agricultura de Gabriel Alonso de Herrera, que repartió entre los labradores, y las obras de Medicina de Avicena. Tenía, finalmente, pensado hacer una edición greco-latina esmeradísima de todas las obras de Aristóteles, empresa tan monumental en su género como la Políglota, pero murió antes de ver acabados los trabajos. Parte de ellos, en especial los de Juan de Vergara, todavía se conservan entre las preciosas reliquias de la Biblioteca Complutense.
Pero no es del caso detenernos a tejer los anales de aquella famosa escuela, que además, por lo que toca a su período más [p. 34] brillante, fueron dignamente ilustrados por Alvar Gómez de Castro en su vida latina del Cardenal, y por Alfonso García Matamoros en su clásica oración Pro adserenda hispanorum eruditione. Por otra parte, sería ya traspasar los límites cronológicos de este reinado el asistir a la formación del grupo erasmista, cuyo corifeo en Alcalá fué el abad Pedro de Lerma; ni menos enumerar los elegantes escritos con que ya en prosa, ya en verso, comenzaban a renovar la facundia del antiguo Lacio Alvar Gómez, señor de Pioz, Juan Sobrarias, Juan Pérez, que latinizó su apellido llamándose Petreyo, Juan Maldonado, y otros muchos humanistas, cuyos mejores trabajos pertenecen al reinado siguiente. Baste decir que, en el primer tercio del siglo XVI, la cultura greco-latina no se encerraba ya en los centros universitarios, sino que muchos profesores privados, algunos de ellos eminentes, la difundían por todas las ciudades y villas de alguna consideración de Castilla y Andalucía; en Segovia, Juan Oteo, maestro de Andrés Laguna; en Soria, el Bachiller Pedro de Rúa, ingenioso censor de las ficciones de Fr. Antonio de Guevara; en Valladolid y en Olmedo, Cristóbal de Villalón; en Toledo, Alfonso Cedillo, maestro de Alejo de Venegas; en Calahorra, el Bachiller de la Pradilla; en Santo Domingo de la Calzada, Pedro Lastra; en Sevilla, Diego de Lora y Cristóbal de Escobar, dignos precursores de los Malaras, Medinas y Girones; en Granada, Pedro Mota; en Écija, un cierto Andrés, a quien por excelencia llamaron el Griego. ¿Qué más? El estudio de las humanidades formó parte integrante de la cultura femenil más aristocrática y exquisita; y en las cartas de Lucio Marineo, y en el Gynecaeum Hispanae Minervae, que compiló D. Nicolás Antonio, viven, juntamente con el nombre de La Latina, los de Doña Juana Contreras, Isabel de Vergara, Antonia de Nebrija, la Condesa de Monteagudo, Doña María Pacheco, Doña Mencía de Mendoza, marquesa de Zenete, y otras doctas hembras, de una de las cuales, por lo menos (Doña Lucía de Medrano), consta, por relación de Marineo, el cual habla como testigo ocular, que tuvo cátedra pública en la Universidad de Salamanca, dedicándose a la explanación de los clásicos latinos. Y no hay duda que el grado de educación de la mujer, cuando es verdadero cultivo del espíritu y no pedantesca ostentación, suele ser el indicio más seguro del punto de civilización alcanzado por un pueblo.
[p. 35] A esta rápida difusión del saber contribuyó en gran manera la prodigiosa invención de la imprenta, que precisamente entró en España el mismo año en que comenzaron a imperar los Reyes Católicos. De 1474 y 1475 datan las más antiguas impresiones de Valencia (el Certamen poetich, el Comprehensorium, el Salustio...), ciudad que tiene la gloria de haber precedido a todas las de España, en ésta como en otras manifestaciones de la cultura. [1] Siguiéronla inmediatamente las otras dos capitales de la Corona de Aragón, Barcelona y Zaragoza, y entre las ciudades de los dominios castellanos Sevilla, en 1476; Salamanca, en 1480; Zamora, en 1482; Toledo, en 1483; Burgos, en 1485; Murcia, en 1487. En Lisboa existía por lo menos tipografía hebrea, desde 1485. Durante el resto de aquel siglo, la imprenta se extiende, no sólo a las ciudades de Lérida, Gerona, Tarragona, Pamplona, Valladolid y Granada, sino a los monasterios de Miramar en Mallorca (1485) y Montserrat en Cataluña, y a la villa de Monterrey en Galicia. Pasman el número y variedad de impresiones de estos veintiséis años, el primor y aun la esplendidez de muchas de ellas, la abundancia relativa de obras en lengua vulgar, alternando con las latinas, así clásicas como escolásticas. Y son monumentos de la sabiduría legislativa y del generoso espíritu de este reinado, las varias disposiciones encaminadas a favorecer la publicación y venta de libros, comenzando por la memorable Carta-orden de 25 de diciembre de 1477, dirigida a la ciudad de Murcia, mandando que Teodorico Alemán, impresor de libros de molde en estos reinos, sea franco de pagar alcabalas, almojarifazgo ni otros derechos, por ser uno de los principales inventores y factores del arte de hacer libros de molde, y exponerse a muchos peligros de la mar, por traerlos a España y ennoblecer con ellos las librerías. En 24 de diciembre de 1489 vemos otorgada igual franquicia al [p. 36] librero Antón Cortés Florentín, y en 12 de diciembre de 1502 a Melchor Garricio de Novara, librero de Toledo.
Merced a este desarrollo de la imprenta, se salvó en su mayor parte la producción literaria de este tiempo, que quizá por eso parece más considerable que la de épocas anteriores. Abundan en ella, como habían abundado en la corte literaria de D. Juan II, las traducciones de libros clásicos, predominando entre ellos los de historia: el Plutarco y el Josefo, de Alonso de Palencia; el Apiano, de Alonso Maldonado, y el de Juan de Molina; el Julio César, de Diego López de Toledo; el Salustio, de Vidal de Noya; el Tito Livio, de Fr. Pedro de Vega; el Herodiano, de Hernando de Flores; el Quinto Curcio, catalán, de Fenollet, y el castellano de Gabriel de Castañeda; el Frontino, de Diego Guillén de Ávila. De poetas de la antigüedad, se tradujeron las Metamorfosis de Ovidio, al catalán, por Francisco Alegre, y al castellano por un anónimo, cuya versión es diversa de la del Cardenal Mendoza; las Bucólicas de Virgilio, por Juan del Enzina, que fué el primero en abandonar la prosa malamente usada hasta entonces para la interpretación de los poetas; algunas sátiras de Juvenal, por D. Jerónimo de Villegas, prior de Covarrubias. Y entre otras obras de pasatiempo y amenidad, pasó a nuestra lengua El asno de oro, de Apuleyo, castellanizado con mucho donaire y viveza de estilo por Diego López de Cortegana, arcediano de Sevilla. No hay para qué proseguir un catálogo que en este lugar resultarla indigesto. Pero no podemos omitir que el predominio de la literatura italiana, tan vivo en todo aquel siglo y en el siguiente, se manifiesta en obras tales como el Infierno, de Dante, traducido en coplas de arte mayor por el arcediano de Burgos Pedro Fernández de Villegas; un Decamerone de intérprete anónimo, pero muy digno de que su nombre se supiera; y varias versiones totales o parciales de los Triunfos del Petrarca, por Alvar Gómez de Ciudad Real, Antonio de Obregón y otros, aunque ninguno de ellos se atreva todavía a remedar el metro del original, y prosigan fieles a la antigua versificación castellana.
También entre las producciones originales se aventajan en número, y por lo común en calidad, las historias, que habían sido el nervio de nuestra literatura durante todo aquel siglo. Y a la vez que en algunos narradores oficiales de sucesos contemporáneos [p. 37] y biógrafos de claros varones, como Hernando del Pulgar, formado en la escuela de Fernán Pérez de Guzmán y del Canciller Ayala, es patente la tendencia a la observación moral, y junto con ella la aproximación a los modelos clásicos, que el autor procura remedar intercalando en el proceso de su relación largas epístolas y arengas, que indirectamente revelan su pensamiento político; en otros más apartados de esta dirección erudita, persiste en lo esencial el carácter de la historiografía de los tiempos medios, como es de ver en Andrés Bernáldez, cura de Los Palacios, el cual, así como fué el último de nuestros cronistas, propiamente tales, vino a resultar el más ameno y sabroso de todos ellos, tanto por la grandeza e interés cuasi novelesco de las cosas que registra y que en parte vió, cuanto por haber sabido unir a la amable ingenuidad y a la brillantez pintoresca de los antiguos narradores cierta lucidez, cierto método y espíritu de curiosa indagación y arte de distribuir y componer la materia, que ellos no solían tener.
Con la historia de aquellos tiempos se dan la mano, y contribuyen a ilustrarla en gran manera, ciertas manifestaciones, directas o indirectas, de la elocuencia política, ya en razonamientos que a veces no tienen traza de invención retórica, como el de Gómez Manrique al pueblo de Toledo, o el de Alonso de Quintanilla proponiendo el establecimiento de las Hermandades; ya en opúsculos de circunstancias, escritos a veces con tan libre espíritu y sentido tan democrático como el llamado Libro de los pensamientos variables, que viene a ser dura acusación contra las tiranías de la nobleza y la opresión de los labradores. Ni en otro género que en el oratorio podremos incluir, aunque no conste que fuesen públicamente recitados nunca, la mayor parte de los tratados del Dr. Alonso Ortiz, que en medio del aparato escolar y a veces pedantesco, tiene arranques sublimes de sentimiento patriótico en la oración gratulatoria dirigida a los Reyes Católicos después de la conquista de Granada. De Fr. Hernando de Talavera, como de otros grandes oradores sagrados, queda más bien el recuerdo de sus obras vivas que de sus palabras muertas; pero todavía sus libros de moral doméstica conservan algún reflejo del alma de aquel apostólico varón, al mismo tiempo que aprovechan para el estudio de las costumbres de su tiempo.
[p. 38] En lo didáctico, la lengua comenzaba a ser aplicada a las materias más diversas. Villalobos, inspirándose en el Cántico de Avicena, exponía en romance trovado, llana y popularmente, el compendio de los conocimientos médicos de su edad, y abría nuevos rumbos a la ciencia en la sección que trata de las pestíferas bubas, monografía ponderada como dechado de observación por los sifiliógrafos más recientes. Hernán Alonso de Herrera lanzaba en idioma vulgar el primer grito de rebelión contra Aristóteles, y un deudo suyo ennoblecía las labores del campo, exponiéndolas por modo tan elegantísimo, que hubiera puesto envidia al mismo Columela.
Las flores de la imaginación engalanaron este robusto tronco, y si no nació entonces la novela española, ni entonces llegó tampoco a su apogeo, todavía hay que contar entre los timbres literarios de este período la redacción definitiva del Amadís de Gaula; la concepción sentimental y casi wertheriana de la Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro; la tentativa histórico-novelesca de la Cuestión de Amor; y allá a lo lejos, no como forma intermedia entre el drama y la novela, sino como obra esencialmente dramática, que anuncia y prepara un arte nuevo, la Tragicomedia de Calisto y Melibea, con su serenidad de mármol clásico, levantado como piedra miliaria entre la Edad Media y el Renacimiento.
Antes de exponer lo que la poesía lírica fué en este reinado, forzoso era dar razón del ambiente moral y literario en que los poetas vivieron. No pasan en vano tantas y tales cosas delante de los ojos de los hombres en tan corto número de años, ni es posible que la fibra poética deje de estremecerse al contacto de una realidad tan poderosa. Y aunque en general pueda decirse que los poetas de aquella generación, como deslumbrados por aquella misma efusión de luz que por todas partes les penetraba, no acertaron sino rara vez a expresar digna y adecuadamente lo que sentían, dejando reservada esta tarea para sus inmediatos sucesores; todavía importa saber en qué grado y medida concurrieron al movimiento civilizador que bajo el cetro de la Reina Católica se desarrolla, y que es la introducción necesaria a las grandezas del siglo XVI. Vivían aun en este reinado y durante él escribieron algunas de sus principales composiciones, la mayor parte de los poetas del reinado anterior, Antón de Montoro, Álvarez Gato, Pero Guillén de Segovia, los dos Manriques, cuyas [p. 39] obras conocemos ya. Pertenecen más peculiarmente a esta época los franciscanos Fr. Íñigo de Mendoza y Fr. Ambrosio Monte sino, el cartujo D. Juan de Padilla, el músico y poeta Juan del Enzina, el prócer aragonés D. Pedro Manuel de Urrea, el panegirista de la Reina Católica Diego Guillén de Ávila; innumerables versificadores del Cancionero General, entre los cuales logran mayor nombradía Cartagena, Garci-Sánchez de Badajoz, Rodrigo de Cota y Diego de San Pedro; un grupo numeroso de ingenios portugueses del Cancionero de Resende, que cultivan indiferentemente la lengua patria y la castellana, y algunos catalanes y valencianos que también comienzan a ser bilingües. En el examen analítico que vamos a hacer de toda esta varia y confusa producción poética, en la cual hay muy pocas cosas de primer orden, notaremos la persistencia de ciertos rasgos propios de la literatura del siglo XV: el imperio de la alegoría dantesca, la tendencia moral didáctica y sentenciosa; y advertiremos al propio tiempo síntomas de novedad y de transformación, si no en los metros, en el espíritu; maridaje frecuente de lo vulgar con lo erudito, desarrollo visible de los elementos musicales del lenguaje, y un lento infiltrarse de la canción popular en la lírica cortesana, que basta entonces la había desdeñado.
[p. 10]. [1] . Don Alonso de Monroy.
[p. 10]. [2] . El de Santiago, don Juan Pacheco.
[p. 10]. [3] . Alude a los desmanes contra los conversos.
[p. 10]. [4] . Pedro de Mendaña, uno de los mayores facinerosos de aquel tiempo. Puso a rescate la mayor parte de las ciudades de Castilla la Vieja.
[p. 12]. [1] . «En tiempos de los Reyes Católicos, de gloriosa memoria (dice el Dr. Villalobos en el metro 38 de sus Problemas morales) había tanta severidad en los jueces, que ya parecía crueldad, y era entonces necesaria, porque aún no estaban apaciguados del todo estos reinos, ni acabados de domar en ellos los soberbios y tiranos que había, y por eso se hacían muchas carnecerías de hombres, y se cortaban pies y manos y espaldas y cabezas, sin perdonar ni disimular el rigor de la justicia.»
[p. 27].
[1]
.
Miscuit hic sacris Tormim Permessidos undis,
Barbaricum nostro repulit orbe genus:
Primus et in patriam Phoebum, doctasque sorores
Non ulli tacta detulit ante dia:
Pegasidumque ausus puro de fonte sacerdos
Nostra per ausonios orgia ferre choros.
(Esta elegía de Arias Barbosa anda al principio de muchas ediciones antiguas de la Gramática de Nebrija.)
[p. 28]. [1] . Prefación de su Vocabulario.
[p. 28].
[2] .
Spectatrix aderat toto Salmantica muro...
Cum veni, vidi,
vici...
(Epístola a Pedro Mártir.)
[p. 31]. [1] . Este carácter distintivo de la Universidad de Alcalá en la que podemos llamar su edad de oro, fué perfectamente expresado por Erasmo (ep. 755): Academia Complutensis nao aliunde celebritatem nominis auspicata est quam a complectendo linguas ac bonas litteras.
[p. 35]. [1] . El opúsculo barcelonés que lleva el titulo de Pro condendis orationibus y la fecha de 1468, no es un libro apócrifo, pero es evidentemente un libro que tiene la fecha equivocada por lo menos en veinte años, como lo persuaden todas sus circunstancias tipográficas. Es lástima que un patriotismo local mal entendido, eternice este error y otros en la historia de nuestra Tipografía, como acontece con los libros impresos en Tolosa, que indisputablemente son de Tolosa de Francia, y no de la modesta villa guipuzcoana del mismo nombre.