Buscar: en esta colección | en esta obra
Obras completas de Menéndez... > ANTOLOGÍA DE LOS POETAS... > III : PARTE PRIMERA : LA... > CAPÍTULO XXVI.—LA LÍRICA PORTUGUESA.—EL INFANTE DON PEDRO, DUQUE DE COIMBRA.—EL CONDESTABLE DON PEDRO DE PORTUGAL (1429-1466); LA SÁTYRA DE FELICE E INFELICE VIDA; LA TRAGEDIA DE LA INSIGNE REINA DOÑA ISABEL; OTRAS OBRAS; ÚLTIMOS DÍAS DEL CONDESTABLE.—LO

Datos del fragmento

Texto

La escuela lírica galaico-portuguesa, cuya dominación en las comarcas occidentales y centrales de la Península duró hasta fines del siglo XIV, extiende sus últimas ramificaciones por el Cancionero de Baena, y se pierde en la caudalosa corriente de la literatura castellana, abandonándose, aun en Galicia, el uso de aquella lengua trovadoresca, si bien se conserva vagamente su recuerdo literario, como lo testifica el Prohemio del Marqués de Santillana. El mayor poeta gallego del siglo XV, Juan Rodríguez del Padrón, ni una sola vez emplea su dialecto natal, y lo mismo se observa en el Vizconde de Altamira, en Luis de Vivero y otros paisanos suyos de quienes hay versos en el Cancionero general. En Portugal, que tenía conciencia de reino independiente, y que después del triunfo de Aljubarrota había entrado en su edad heroica con los primeros descubrimientos marítimos y la primera expansión por el litoral africano, no podía ser tan completo el abandono de la lengua, que se honraba ya con algunos monumentos [p. 300] en prosa, como las crónicas de Fernán Lopes y sus continuadores, los libros didácticos del Rey D. Duarte (O Leal Conselheiro), y probablemente la primera redacción del Amadís de Gaula. Nada de esto impidió, sin embargo, que los portugueses durante todo el siglo XV se sometiesen dócilmente a la influencia castellana, y que, vencedores en el terreno de las armas, como lo fueron casi siempre hasta que la fortuna los abandonó en los campos de Toro, gustasen, no obstante, de poetizar en la lengua de sus odiados rivales, y los imitasen además, harto servilmente, en los versos que componían en su lengua propia. Ábrase la enorme colección de García de Resende, y se verá, no sólo que muchos de aquellos ingenios son bilingües, sino que toda la materia poética allí archivada no pertenece al lirismo provenzal de la antigua escuela gallega, sino a la nueva escuela cortesana del tiempo de D. Juan II, la cual algunos rastros conservaba de la vetusta tradición lírica peninsular, pero que no sólo había olvidado a sus precursores, sino que manifiestamente difería de ellos en muchas cosas y se movía bajo otros impulsos, entre los cuales era el más notable la imitación italiana, a través de la cual algo del clasicismo antiguo comenzaba a insinuarse.

Tal fenómeno no tendría satisfactoria explicación, puesto que abiertamente pugna con las vicisitudes de la historia política, si no se tuviese en cuenta que Portugal carecía aún de tradiciones literarias propias, excepto en la lírica, donde su actividad se había confundido con la de los trovadores gallegos y con la de los muchos castellanos de los siglos XIII y XIV que habían empleado el gallego como lengua poética. Y la lírica por sí sola, como el ejemplo de los provenzales lo confirma, no basta para dar perpetuidad y fundamento sólido a una lengua y a una literatura. Portugal no alcanzó la epopeya hasta el siglo XVI, y esto por vía erudita, aunque de maravillosa manera, coincidiendo el genio de un gran poeta con el punto de mayor apogeo en la historia de su pueblo. Pero en la épica popular de los tiempos medios, puede decirse que Portugal no interviene para nada: su romancero, por otra parte muy bello y muy rico, es un suplemento del romancero castellano, del cual sólo difiere por la lengua y por la carencia casi absoluta de temas históricos, que son los que infunden propia y genuina vitalidad al nuestro y le dan [p. 301] conocida superioridad sobre las canciones populares de cualquier otra parte de Europa. Del mismo modo la primitiva prosa portuguesa crece a los pechos de la prosa castellana: la corte literaria de D. Diniz es un trasunto de la de su abuelo Alfonso el Sabio: se traducen primero y se imitan luego nuestras grandes compilaciones legales e históricas del siglo XIII, las Partidas, la Crónica General; se imita el mester de clerecía, y se traducen los versos del Arcipreste de Hita. Libros franceses como el Roman de Troie pasan por el castellano antes de llegar al gallego, y, finalmente, el más antiguo, y bien tardío, cronista portugués Fernán Lopes, aparece muy directamente influído en la materia y en el estilo por las obras históricas del canciller Ayala.

Todo inclinaba, pues, a los portugueses a recibir de buen grado la hegemonía castellana en este orden, al paso que con tanto empeño la combatían en el campo de la guerra y de la política. Ni para contrabalancearla era suficiente la afición, más difundida allí que en el centro de España (fenómeno que también se explica por la ausencia de toda otra poesía narrativa en Portugal y Galicia), a la lectura de los devaneos y ficciones caballerescas del ciclo bretón, que quizá por misteriosa comunidad de orígenes célticos, si no enteramente probados, muy probables, comenzaban a echar hondas raíces en la fantasía tanto del pueblo como de las clases aristocráticas, penetraban a título de historia hasta en los libros de linajes, [1] y se reflejaban en las costumbres palaciegas, en los saraos, en las divisas y en los motes, siendo punto de moda en los tiempos de D. Juan I y sus inmediatos sucesores, tomar los caballeros y las damas los nombres de los héroes de la Tabla Redonda, y proponérselos como ideal o dechado en sus acciones. El Lanzarote del Lago, el Baladro de Merlín, la Historia de Tristán, y otros libros capitales de este ciclo, corrían ya traducidos en prosa portuguesa; [2] y es muy natural que en tal medio fuese engendrado antes o después el Amadís [p. 302] peninsular, ingeniosa y original imitación, que a su vez había de tener prole tan dilatada, pero no en su primitiva forma, la cual fué olvidada y perdida muy luego, sino en su metamorfosis castellana; lengua que fué también la de casi todas sus imitaciones, excepto el Palmerín de Inglaterra; mostrándose aun en esto el predominio y soberanía que el habla de la España central asumió por tres centurias sobre sus vecinas.

Pero en el siglo XVI y aun en el XVII, la vitalidad del genio portugués fué tanta, que sin menoscabo de su sello peculiar toleró el empleo promiscuo de dos lenguas literarias: ley de que no se eximió el mayor poeta de la raza, si bien sus versos castellanos sean parte muy secundaria de sus obras. Pero no acontece lo mismo con otros poetas y prosistas de los más insignes: Gil Vicente, Sá de Miranda, D. Francisco Manuel, de quienes es muy difícil decidir si importan más como escritores portugueses o como castellanos: tan compensados están los méritos de su labor en ambas lenguas.

No alcanzan tan alto nivel los poetas cortesanos del siglo XV, si bien el más antiguo de los que acabamos de nombrar pertenece a esa centuria por su nacimiento y sus orígenes literarios. Antes de llegar a él, la poesía portuguesa de aquel siglo no es más que un reflejo o trasunto bastante pálido de la poesía castellana de las cortes literarias de D. Juan II y de los Reyes Católicos, con la gran desventaja de no ofrecer entre sus innumerables cultivadores ninguno que remotamente pueda compararse con Juan de Mena, Santillana, los dos Manriques, y aun con otros ingenios de orden muy inferior. Parece que los trovadores portugueses ponen servil empeño en imitar lo más trivial, lo más insulso, lo más empalagoso de sus modelos. El Cancionero de Resende contiene todavía mayor número de poetas que el de Castillo: llegan a ciento cincuenta los que incluye. Nunca se vió tan estéril abundancia de versificadores y tanta penuria de poesía. El lector de buen gusto camina por aquel interminable arenal, sin encontrar apenas un hilo de agua con que mitigar la sed. Afortunadamente sólo nos incumbe el estudio de la parte castellana del libro, y aun así no podrá dejar de ser árida la materia, que procuraremos hacer más llevadera con las noticias biográficas de algunos de estos poetas, más interesantes en su vida que en sus versos, pero a quienes [p. 303] alguna buena memoria debemos, siquiera por la cortesía y solicitud que mostraron en honrar nuestra lengua tanto como la suya propia. [1]

Grato me fuera colocar al frente de esta galería poética la noble y simpática figura del segundo de los hijos del Maestre de Avís, del infatigable viajero que, según el decir de nuestro vulgo, anduvo las siete partidas del mundo, y cuya memoria se perpetúa aún, lo mismo en Portugal que en Castilla, gracias a un libro popular, de los llamados de cordel, que todavía se reimprime, aunque cada vez más alterado y modernizado, y suele encontrarse de venta en los mercados de los pueblos y en los barrios extremos de nuestras ciudades, formando parte esencial de la biblioteca folklórica. [2] La veracidad de esta relación de viajes allá se va con la de Juan de Mandeville, y aun con la de Simbad el Marino, pero es indudable que el Infante en su mocedad viajó mucho por Europa, Asia y África; que asistió al emperador Segismundo de Hungría en su campaña contra los hussitas (1419); que hizo la romería de Tierra Santa, visitando en el camino Chipre, Constantinopla y el Cairo, y adquiriendo noticias de las tierras del Preste Juan; y, finalmente, que recorrió las cortes de casi todos los príncipes cristianos de su tiempo, invirtiendo en estas peregrinaciones más de diez años, y volviendo a Portugal, enriquecido con un tesoro de experiencia y saber práctico, cual otro Ulises qui mores multorum hominum vidit et urbes. Pero él, tan afortunado [p. 304] como viajero, tan sabio como legislador, tan prudente y sesudo como regente de la monarquía durante la menor edad de su sobrino D. Alfonso V (1438-1446), fué infelicísimo en el final de su vida, sucumbiendo víctima de la perfidia en la sorpresa de Alfarrobeira, el año 1449. El interés de sus viajes, la cordura de su administración, en que tuvo que luchar a brazo partido, como D. Álvaro de Luna, con la anarquía señorial, que se levantó prepotente sobre su cadáver para caer luego herida de muerte por el puñal de D. Juan II, apellidado el Príncipe Perfecto; y, finalmente, la grandeza trágica de su destino, rodean su nombre de una aureola de gloria, a la cual no podía faltar el prestigio de la cultura literaria de que noblemente se afanaban los más ilustres monarcas y próceres de aquel siglo de Renacimiento. Cultivando con predilección la lectura de los moralistas v de los políticos, tradujo a su lengua los Oficios de Cicerón y los libros De Beneficiis de Séneca, que tituló Virtuosa Bemfeitoria, el De Regimine Principum de Egidio Romano, y el De re militari de Vegecio. Y en conformidad con sus aficiones de viajero, trasladó también el libro de Marco Polo, con que le había obsequiado la señoría de Venecia, cuando le recibió triunfalmente en 1428. En las Horas de Confesión exhaló los afectos ascéticos de su alma, y en la carta de consejos a su hermano D. Duarte desarrolló su pensamiento político.

El Cancioneiro Geral incluye algunos versos suyos; pero los que trae en castellano no son auténticos. El largo poema del contempto del mundo que el colector Resende le atribuyó, propagándose el yerro hasta los más modernos y eruditos historiadores literarios de Portugal y Castilla, no puede ser suyo, puesto que en él se alude a la caída y suplicio de D. Álvaro de Luna, cuya muerte fué posterior en cuatro años a la del Infante:

       Mirad al Maestre si vivió penando,
       Mirad luego juncto su acabamiento.

Pertenece, por consiguiente, no al Infante D. Pedro, duque de Coimbra, sino a su hijo el Condestable de Portugal, llamado también D. Pedro, de cuya vida y escritos trataremos inmediatamente.

Lo que da al Infante un puesto en la historia de nuestra poesía, [p. 305] siendo al mismo tiempo una de las más curiosas muestras de la avasalladora influencia castellana, son sus relaciones con Juan de Mena, a quien dirigía encomiásticos versos, pidiéndole que le enviara todas sus obras, y proclamándole príncipe de los poetas de su tiempo:

           Sabedor et bem falante,
       Gracyoso em dizer,
       Coronysta abastante
       Em poesyas trazer...

En su respuesta, el poeta cordobés alude a los famosos viajes del Regente de Portugal:

           Príncipe todo valiente,
       En los fechos muy medido,
       El sol que nasce en Oriente
       Se tiene por ofendido
       De vuestro nombre temido:
       Tanto luze en Occidente.
           Sois de quien nunca os vido
       Amado públicamente,
       Tan perfeto esclarecido,
       Que por serdes bien regido,
       Dios vos fizo su regente.
       .................................................
            Nunca fué después, ni ante,
       Quien viesse los atavíos
       E secretos de Levante,
       Sus montes, ínsulas, ríos,
       Como vos, Señor Infante.
           
Entre Moros y Judíos
       Esta gran virtud se cante
       Entre todos tres gentíos
       Cantarán los metros míos
       Vuestra perfeción delante. [1]

[p. 306] Si el Infante D. Pedro apenas puede en rigor ser considerado como poeta, no acontece lo mismo con su hijo el Condestable (1429-1466), tan parecido a él en su carácter y en sus desventuras, del cual tenemos importantes composiciones, casi todas en castellano; y cuyo nombre, por varias razones, está honrosamente vinculado en la historia de nuestra literatura, al paso que su acción política se desenvolvió principalmente dentro de Cataluña, donde fué rey intruso después de la muerte del Príncipe de Viana.

Llevóle a tan alto y, finalmente, trágico destino, la herencia de las pretensiones de su madre, la duquesa doña Isabel, hija del conde de Urgel, Jaime el Desdichado, viniendo a juntarse de este modo en su cabeza dos fatalidades históricas, la de Alfarrobeira y la del Castillo de Játiva. A los quince años era, según expresión del cronista de Alfonso V, Ruy de Pina, «la más hermosa y más proporcionada criatura que en su tiempo se podía ver»; y armado caballero por el infante D. Enrique en el monasterio de San Jorge de Coimbra, empezaba a tomar parte en bélicas empresas marchando a Castilla por orden de su padre, grande amigo de D. Álvaro de Luna y partidario de su política, para ayudar al Condestable contra los infantes de Aragón, con un cuerpo de dos mil hombres de a caballo y cuatro mil peones, que llegaron cuando ya la contienda estaba decidida en los campos de Olmedo. Los vencedores recibieron en palmas al joven Condestable portugués, aunque ya fuese inútil su refuerzo, y le festejaron de mil modos, señalándose en ello el Marqués de Santillana, que con ocasión de remitirle el cancionero de sus obras, que D. Pedro le había pedido por medio de su familiar Álvaro González de Alcántara, le dedicó en forma de carta aquel inestimable proemio , que es el más antiguo conato de historia de nuestra poesía.

No bastó el desastre de Alfarrobeira a saciar los odios del conde de Barcellos (luego duque de Braganza), del conde de Ourem, del Arzobispo de Lisboa y de los demás émulos del sacrificado Regente, sino que, extendiéndose la persecución a todos [p. 307] los miembros de su familia, el Condestable se vió despojado de su dignidad, así como también del Maestrazgo de Avís: sus bienes fueron confiscados, y él, finalmente, tuvo que refugiarse en Castilla, donde arrastró mísera y errante vida desde 1449 a 1457. Entonces, más constreñido de la necesidad que de la voluntad, según dice, abandonó su nativa lengua por la castellana, y compuso el extraño libro, mezcla de verso y prosa, que lleva el titulo de Sátyra de felice e infelice vida. [1] De él hizo presente a su hermana la reina de Portugal doña Isabel, no menos desdichada que él, puesto que murió en edad muy temprana, no sin sospechas de envenenamiento. De la dedicatoria se infiere que había comenzado a escribir la obra en portugués, pero que «traído el texto a la deseada fin, e parte de las glosas en lengua portuguesa acabadas», determinó traducirlo todo «e lo que restaba acabar en este castellano idioma: porque segund antiguamente es dicho, e la experiencia lo demuestra, todas las cosas nuevas aplazen; e aunque esta lengua non sea muy nueva delante la vuestra Real e muy virtuosa Majestad, a lo menos será menos usada que la que continuamente fiere en los oídos de aquélla». Haciendo alarde de su infantil erudición, y para que su obra no paresciese desnuda y sola, llenó las márgenes de copiosas e impertinentísimas glosas, que con muy buen acuerdo ha suprimido en gran parte el editor moderno, porque no contienen más que triviales especies de mitología e historia antigua, salvo algunas de excepcional valor, por referirse a personajes españoles, como la interesante y larga nota en que se describen las virtudes de Santa [p. 308] Isabel de Portugal, y el curiosísimo pasaje relativo al enamorado Macías, «grande e virtuoso mártir de Cupido», cuya pasión y trágico fin están contados de un modo mucho más romántico que en las versiones ordinarias, si bien el Condestable no le concede más que la segunda silla o cadira en la corte de Cupido, reservándose para sí propio la primera, como prototipo de leales amadores. [1]

[p. 309] Nada menos satírico que esta llamada Sátira, como nada menos dramático que la Comedieta de Ponza. Estos caprichosos títulos corresponden a una preceptiva convencional, en que los géneros literarios tenían distintos nombres que ahora. El Condestable dice que llamó a su obra «Sátira, que quiere decir reprehensión con ánimo amigable de corregir e aun este nombre sátira viene de satura, que es loor». Y como en la obra se loa el femíneo linaje, y el autor se reprende a sí mismo, va mezclada de alabanza y de corrección, entendiéndose por vida infeliz la del poeta, y por feliz la de su dama. Esto en cuanto al título, pues en cuanto a la materia, este fastidiosísimo libro, que su autor tuvo más de una vez propósito de sacrificar al dios Vulcano, con lo cual ciertamente no se hubiera perdido mucho, es una especie de novela alegórica del género sentimental, en que, aparte de las reminiscencias de Dante, de Petrarca y de la Fiammeta de Boccaccio, se advierte, más declarada que ninguna, la imitación de un libro español del siglo XV, el Siervo libre de amor o Historia de Ardanlier y Liessa, de Juan Rodríguez del Padrón, cuyo argumento compendia el Condestable en una de sus glosas, y cuyo estilo revesado e hiperbólico manifiestamente imita lo mismo en la prosa que en los versos. Pero el libro de Juan Rodríguez, en medio de su imperfección, tiene valor autobiográfico y un cierto género de poesía romántica y caballeresca, de que la Sátyra de felice e infelice vida enteramente carece, reduciéndose a una serie de insulsas lamentaciones, atestadas de todos los lugares comunes de la poesía erótica de entonces, sin que tal monotonía se interrumpa, antes bien se refuerza, con el obligado cortejo de figuras alegóricas, tales como la Discreción, la Piedad y la Prudencia. Si a esto se añade el consabido catálogo de enamorados antiguos y modernos, cuyos nombres no parecen traídos más que para justificar la pedantería de las glosas, se tendrá idea de este tardío y desabrido fruto de aquella escuela seudo-dantesca, que por tanto tiempo torció el curso de nuestra literatura, calumniando al gran poeta a quien decía imitar. Sólo la curiosidad erudita puede encontrar incentivo en tales engendros, donde siempre hay algo útil para el gramático o para el historiador; pero al crítico literario bástale dar razón de su existencia, y pasar de largo por ellos.

Expresamente declaró el Condestable que era éste el primer [p. 310] fruto de sus estudios, a la par que la historia de sus primeros amores, entre los catorce y los diez y ocho años. Tal circunstancia desarma mucho la severidad del lector, a la vez que explica la confusa mezcla de imitaciones sagradas [1] y profanas, la fácil erudición traída por los cabellos, y el continuo recuerdo de otros libros contemporáneos, como el de las claras y virtuosas mujeres, de D. Álvaro de Luna, que explotó mucho para las glosas. Creemos que fué el Condestable el primer portugués que escribió en prosa castellana, y no se puede decir que fuesen infructuosos sus esfuerzos. Siguió la corriente latinista, abusando del hipérbaton, a veces en términos ridículos [2] que sólo admiten comparación con el hórrido galimatías de D. Enrique de Villena; pero otras veces, como por instinto, o imitando buenos modelos italianos, como la Vita Nuova, que seguramente tenía delante, acertó a dar a la prosa un grado notable de viveza y elegancia, mostrando ciertas condiciones pintorescas y algún sentido de la armonía [p. 311] del período. [1] En el cultivo de la prosa sentimental fué ciertamente discípulo de Juan Rodríguez del Padrón, pero su manera, en los buenos trozos, parece más próxima al tipo que muy pronto iban a fijar, en Castilla, el autor de la Cárcel de amor, y en Portugal el de Menina e moça.

No es fácil conjeturar quién fué la hermosa Princesa (así la nombra) que inspiró al Condestable esta juvenil pasión, puesto que, a despecho de las afectaciones del estilo, creemos que se trata de amores verdaderos. En las ponderaciones de su belleza, discreción y honestidad, no pone tasa, llegando a aplicarla aquel mismo encarecimiento, poco ortodoxo, que Cartagena hizo de la Reina Católica. Salvo la Madre de Dios, «no nasció, desde aquella que fué formada de la costilla... quien a sus pies por méritos de gloriosa virtud asentar se debiese». Y en verso todavía pasa más la raya, según necio estilo de trovadores:

       Oíd tan gran culpa vos,
       Cumbre de la gentileza,
       Mi gozo, mi solo Dios,
       
Mi placer e mi tristeza
       De mi vida.

[p. 312] Estas poesías con que la Sátyra acaba, son en extremo conceptuosas y alambicadas, pero están escritas con soltura muy digna de notarse en un poeta que no tenía el castellano por lengua nativa:

       Discreta, linda, fermosa,
       Templo de moral virtud,
       Honestad muy gracïosa,
       Luzero de iuventud
       Y de beldad.
       A mis preces acatad,
       Oyd las plegarias mías,
       No fenezcan los mis días
       Con sobra de lealtad.
       No fenezca vuestra fama
       Que vuela por toda parte;
       No fenezca quien vos ama;
       Desechad, echad a parte
       La crueldad.
       Seguid virtud y bondad,
       Seguid la muy alta gloria,
       E no lieve la victoria
       La dañada voluntad.
       ....................................................
       No creáis que porque muero
       Con desigualada pena,
       Que por esso yo requiero
       Para voz cosa tan buena
       En extremo.
       Ni porque más males temo,
       Ni porque la muerte llamo,
       Mas sólo porque vos amo
       En grado mucho supremo.
       Ni por ál yo no me curo
       De vuestro bien soberano,
       Ni por ál yo no procuro
       Que creáis aquesta mano
       Toda vuestra.
       E la mi parte siniestra
       Ferida de mortal llaga,
         [p. 313] Sanéis, e mi triste plaga
       Curéys con la gentil diestra.
       ....................................................
       Doledvos de mi pasión
       E de mi grand perdimento;
       Quered vuestra perfección,
       No queriendo mi tormento
       Desigual;
       Mi firme querer leal,
       Vuestro muy más que debía,
       Librad vos, ídola mía,
       De dolor pestilencial.

La fecha de la Sátyra de felice e infelice vida no puede traerse más acá de 1455, puesto que aquel año pasó de esta vida la Reina doña Isabel de Portugal, a quien está dedicada. Es singular que ni Teófilo Braga, en sus numerosas publicaciones, [1] ni los biógrafos catalanes del Condestable, [2] ni el mismo diligentísimo autor del Catálogo de los autores portugueses que han escrito en castellano, [3] se hagan cargo de una importante noticia que Bellermann dió en 1840 de otra obra inédita del Condestable, en prosa y verso, inspirada por el fallecimiento de su hermana, y que debe de ser muy semejante en su traza y disposición a la Sátyra de felice e infelice vida. «Poseo (dice Bellermann) una serie de composiciones poéticas de este D. Pedro, copiadas de un antiguo manuscrito inédito que se halla en una biblioteca particular de Lisboa. Toda la obra consta de 80 hojas en pergamino: se titula al fin Tragedia de la insigne Reyna Doña Isabel. Está en [p. 314] verso y en prosa, afectando cierta forma dramática. Al principio, en vez de título, lleva las palabras francesas Paine pour joie (que eran el lema del Condestable) y un prólogo del autor dedicándola a su hermano menor, D. Jaime, que fué Cardenal de San Eustaquio y Arzobispo de Lisboa.»

A juzgar por el brevísimo análisis que Bellermann [1] hace de esta Tragedia, escrita en castellano como todas las obras del Condestable, su contenido debe de ofrecer más interés que el de la Sátyra, puesto que el autor, partiendo de la consideración de su propio infortunio, se eleva a consideraciones de filosofía religiosa sobre la instabilidad de los bienes y prosperidades del mundo, acabando por resignarse sumisamente a la voluntad de Dios. Idéntico pesimismo cristiano, si es que esto puede llamarse pesimismo, campea en la Coplas del contempto del mundo, y tales debían de ser las habituales meditaciones de aquel príncipe, cuya vida fué tan contrastada y tan amarga.

Un error de García de Resende, que todos hemos repetido hasta estos últimos años, [2] ha venido atribuyendo este notable poema, quizá el mejor que en aquel Cancionero se encuentra, al «infante dom Pedro, filho del rrey dom Joam da gloriosa memoria». Tal error procedía acaso de la primera y rarísima edición gótica que de estas coplas, acompañadas de una glosa del aragonés Antón de Urrea, se hizo en Zaragoza o en Lisboa, donde también se da a D. Pedro el título de Infante, aunque sin decirle hijo de D. Juan I. [3] Pero la mención del acabamiento de D. Álvaro de [p. 315] Luna (1453) basta para demostrar la imposibilidad de tal atribución, y para restituir el poema a su verdadero autor, que es el hijo y no el padre, el Condestable y no el Infante.

Con razón ha dicho Oliveira Martins que estas coplas son el documento poético más notable de la literatura portuguesa de su tiempo. Adolecen, es cierto, de la frialdad inherente a la poesía didáctica, y no son en gran parte más que repetición de lugares comunes bebidos en la lectura entonces frecuentísima de los moralistas antiguos, especialmente de Séneca, perpetuo oráculo del estoicismo español en todos los siglos. Los ejemplos históricos con que el autor corrobora su doctrina, pertenecen también al fondo más vulgar de la cultura de su siglo; y, en suma, apenas [p. 316] hay nada que por novedad de pensamiento llame la atención ni se fije indeleblemente en la memoria. Pero en medio de la aridez que tales sermones poéticos tienen, cuando no es un Juvenal quien los escribe, hay en este poemita no sólo un nobilísimo sentimiento de la justicia y un ideal muy noble de la vida, sino un tono de melancólica resignación, que es indicio de ánimo sincero, y nota personal introducida a tiempo para concretar un poco la vaguedad de los preceptos. Cierto pudor o altivez aristocrática impide al Condestable insistir en sus propios casos ni en los infortunios de su familia, pero la honda tribulación de su espíritu tiñe de lúgubre color los rasgos de su pluma, dejándonos percibir, a través del moralista severo, al hombre de corazón, inicuamente perseguido por la desgracia. Añádase a esto que en muchos casos logra dar forma saliente y expresiva a ciertos aforismos éticos. Así dice, por ejemplo, hablando de la nativa igualdad del género humano:

       Todos somos fijos del primero padre;
       Todos trayemos igual nascimiento;
       Todos habemos a Eva por madre,
       Todos faremos un acabamiento.
       Todos tenemos bien flaco cimiento;
       Todos seremos en breve so tierra;
       El propio noblesce merescimiento,
       E quien ál se piensa, yo pienso que yerra.

Dé la real e imperial dignidad habla con ánimo desengañado:

       Menospreciad aquell´alta cumbre
       De los imperios et de los reynados,
       Pues non contiene en si clara lumbre,
       Nin face los hombres bienaventurados.
       Son siempre los reys llenos de cuidados
       Y temen aquellos de que son temidos,
       Son con amor vero de pocos amados,
       Nin las más veces salen de gemidos.

Los malos reyes, aborrecidos de Dios y del mundo, los privados infieles y mentirosos, no son en sus versos meras abstracciones: son los causadores de la ruina de su padre, quizá los asesinos de su hermana, los que a él mismo le traían proscrito y mendigando el pan del destierro. Si en los palacios le persiguen las ensangretadas [p. 317] sombras de los suyos, tan poco espera nada del pueblo ni de su vano amor. Le llama ingrato, crudo y nefando, ensalzador de los malos, opresor de los buenos, que no sabe amar ni desamar, ni honra la virtud ni se cura de ella.

Y su pesimismo no es meramente político: a veces se mueve en una esfera más trascendental:

       Desear los fijos parescen engaños,
       Porque sus dolores son nuestro dolor...

Y de la ingratitud de los hijos traza este cuadro espantoso:

       Son causa los fijos de males muy fuertes
       A los tristes padres que los engendraron,
       Y lo que es más feo, buscan las sus muertes.
       Ya muchas veces los fijos tentaron
       De matar sus padres, et los desterraron
       De sus altos tronos et de sus reynados;
       Y en las tinieblas los encarcelaron,
       De su mesmo ser muy mal recordados.

Enérgicamente condena el deseo sobrado de largo vivir; y la última mitad del poema no es ya filosófica, sino ascética, empezando el poeta por rechazar el auxilio de las musas profanas, que su maestro Juan de Mena había invocado en el Laberinto:

       Id-vos d'aquí, Musas, vos que en Parnaso,
       Según los poetas, fecistes morada;
       Id-vos muy allende del monte Caucáso,
       Pues no sodes dignos d'aquesta jornada,
       Nin vuestra ponzoña será derramada
       Con la su dulceza en las venas mías;
       Ca ser no me plaze de vuestra mesnada,
       Ni soy Omerista, nin sigo sus vías.

Publicadas casi íntegras estas Coplas en nuestra Antología, no procede aquí dar más extractos de ellas, bastando decir que a pesar de la flojedad del estilo en muchos trozos, y de las incorrecciones de lengua y versificación, tolerables al cabo en pluma forastera (y algunas de las cuales quizá puedan achacarse a la incuria ortográfica de Resende, que llenó de lusitanismos las poesías castellanas de su colección), ninguno de los poetas portugueses que en el siglo XV escribieron en nuestra lengua hizo cosa [p. 318] mejor, ni quizá se encuentre en todo el Cancioneiro Geral poesía de más alto sentido y de más grave entonación, aun prescindiendo de la curiosidad que la da el nombre de su autor.

No sabemos fijamente a qué año corresponde esta exposición poética de las máximas de Séneca, coronadas con las del venerable Tomás de Kempis; ni si precedió o siguió a la vuelta del Condestable a Portugal, en 1457, cuando Alfonso V, apiadado de él o quizá por impulso de un remordimiento, consintió en levantarle el destierro. Narra el hecho así Ruy de Pina, en el capítulo 138 de su Crónica de D. Alfonso V: «.En este tiempo, y en el fervor de esta cruzada (contra los moros de África) andaba aún desterrado en Castilla el señor D. Pedro, que con mucha paciencia de grandes necesidades y desventuras, que en su destierro soportaba, y con una loable templanza que en sus palabras y en sus obras mostró siempre para el reino y para el Rey, obligó y conmovió a éste para que le dejase retornar a sus reinos, y le hiciese aquella honra y merced que él por muchas causas merecía, especialmente porque el duque de Braganza, así que vió la muerte de la Reina, no contradijo la vuelta del Infante con tanta insistencia y tanto recelo como en vida de ella hacía; y aunque tenía promesa del Rey de que el dicho D. Pedro, en vida del Duque, no viniese sin su beneplácito a estos reinos, desistió de ella.»

Acompañó el Condestable a su primo y cuñado en la empresa de Tánger, y se hallaba en el campamento de Ceuta cuando recibió una inesperada y honrosísima embajada, que parecía torcer el curso de sus destinos, hasta entonces tan infaustos.

Es sabido que, después de la muerte del Príncipe de Viana, los catalanes declararon roto el juramento de fidelidad que habían prestado a D. Juan II de Aragón, y ofrecieron la corona a varios príncipes, entre ellos a Enrique IV de Castilla, ninguno de los cuales tuvo resolución para aceptarla. Entonces se acordaron de que en Portugal quedaba sangre de sus reyes, y determinaron hacer la misma oferta al Condestable, cuya fama de valeroso y cumplido caballero se extendía por toda España. En 30 de Octubre de 1463 zarparon del puerto de Barcelona dos galeras, mandadas por el honorable Rafael Juliá, conduciendo a los representantes de la ciudad condal, a quienes presidía Mosén Francisco Ramis, como embajador de los diputados de la Generalidad y [p. 319] Consejo del Principado. Era portador de una carta en que los catalanes proclamaban por su rey y señor al Condestable: «ab integritat de leys e libertats, com aquell al qual justicia acompanye devant tots altres per esser la propria carn devallant de la recta linea del excellent rey Nanfós lo benigne axi en les croniques intitulat», y le exhortaban a tomar posesión del Reino.

No titubeó ni un momento el caballeresco espíritu del príncipe en arrojarse a una empresa tan erizada de peligros y dificultades, puesto que tenía que conquistar por fuerza de armas el reino que se le ofrecía, luchando con uno de los más astutos políticos y más excelentes soldados que en su tiempo había. Se embarcó, pues, para Cataluña, y después de una trabajosa navegación de cerca de tres meses, arribó a la playa de Barcelona el 21 de enero de 1464. La pompa de su entrada está largamente descrita en el Dietario de la Diputación, y en el segundo de los libros de solemnitats que guarda el Archivo Municipal de Barcelona, y que ha dado a conocer (con tantos otros preciosos documentos relativos a nuestro poeta) el señor Balaguer y Merino.

El domingo 13 de enero juró el Condestable los fueros y privilegios del Reino, y no fué tardío ni remiso en cumplir su juramento de defenderlos, a pesar de la traidora enfermedad que iba minando su existencia. Poco más de dos años duró su efímero reinado, pero en ellos desplegó grande actividad como gobernante, del modo que lo testifican los copiosos registros de su cancillería; y probó una vez y otra el trance de las armas, con varia fortuna, pero siempre con créditos de bizarro y animoso, hasta que la suerte se le declaró de todo punto adversa ante las puertas de la villa de Calaf, donde fué completamente derrotado en batalla campal el 18 de febrero de 1465 por el Conde de Prades, con quien hacía sus primeras armas el infante que fué luego Fernando el Católico. En esta terrible derrota cayeron prisioneros los más notables partidarios del rey intruso, tales como el vizconde de Rocaberti, el de Roda, un D. Pedro de Portugal, primo hermano del Condestable, el gobernador de Cataluña Mosén Garau de Servelló, Bernardo Gilabert de Cruylles, y otros muchos.

Derrotado el Condestable, se replegó a Manresa, y de allí pasó sucesivamente a Granollers, Hostalrich, Castellón de Ampurias y Torroella de Montgrí, dirigiéndose por fin al Ampurdán, [p. 320] donde puso sitio a La Bisbal, rindiéndola por fuerza de armas en 7 de junio.

Este fué su último triunfo: la fortuna le había vuelto resueltamente la espalda: su candidez diplomática contrastaba con la profunda sagacidad de D. Juan II, que cada día le iba robando partidarios y sembrando la división en su campo. Su ánimo estaba postrado, y además las fatigas de la campaña habían desarrollado rápidamente el germen de la tisis que le consumía. Sus días estaban contados, pero todavía soñaba con buscar nuevos auxiliares a su causa, contrayendo matrimonio con una hermana del rey de Inglaterra, parienta suya por parte de su abuela paterna doña Felipa de Lancaster: y hasta llegó a enviar en arras a su futura un diamante engarzado en un anillo de oro, según de documentos del Archivo de la Corona de Aragón resulta, constando asimismo el precio en que fué comprada tan rica joya.

Ruy de Pina, que escribía lejos y estaba mal informado, echó a correr la especie, entonces inevitable cuando se trataba de la muerte de algún soberano, de que el Condestable había sido envenenado. No hay para qué detenerse en refutar semejante calumnia: el Condestable sucumbió a la mortal consunción que le aquejaba, el 29 de junio de 1466, en la villa de Granollers, a los 35 años de su edad, otorgando el mismo día de su fallecimiento un muy prolijo y minucioso testamento, que ya Zurita extractó en sus Anales, y que íntegro puede leerse en la monografía que principalmente nos sirve de apoyo. Conforme a esta postrera voluntad suya, fué enterrado en la iglesia de Santa María del Mar de Barcelona, con funerales verdaderamente regios; y allí descansa, aunque no en el altar mayor como él dispuso, por haber sufrido renovación en épocas de mal gusto el pavimento de aquel hermosísimo templo. El sepulcro del Condestable no tiene inscripción alguna, pero sí una notable estatua yacente, obra del escultor Juan Claperós, que representa a don Pedro con las manos cruzadas sobre el pecho y un libro entre ellas, que si no es símbolo del libro de la vida, puede ser testimonio de los gustos literarios del Infante.

El cual no fué solamente poeta, sino también erudito, bibliófilo y numismático. Poseyó una biblioteca de 96 códices, número muy respetable para su tiempo; a los cuales se refiere en un documento [p. 321] dirigido al Obispo de Vich: libros nostros tam de theologia, astrologia, philosophia et poesia, quam de historiis vulgaribus in cathalana, francigena aut portugalensi vel latina aut aliis quibusvis linguis descriptos et continuatos. Tuvo además un monetario bastante copioso, tecatium illud de monetis sive de medallis antiquis: generosa y culta afición que habían tenido también el magnánimo Alfonso V y su sobrino el Príncipe de Viana, y quizá antes que ellos el Conde de Urgel D. Pedro, bisabuelo del Condestable; si bien de éste parece, por lo que cuenta Lorenzo Valla, que aunque tenía en su tesoro monedas de diversas regiones y tierras, y en tanta cantidad que admiraba a los que las veían, y entre ellas más de cuarenta maneras y especies de monedas de oro, no eran antiguas, sino modernas y corrientes, y no las reunía por honesto estudio arqueológico, sino por desenfrenada codicia, «metiéndolas por fuerza en sus escritorios, de canto y de ringlera, apretándolas y entremetiéndolas con martillo», según dice Monfar, el cronista de la casa de Urgel. [1]

El inventario de los libros del Condestable existe, por fortuna, entre los protocolos del Archivo Municipal de Barcelona, [2] y si bien inferior en número de volúmenes a otras bibliotecas de su tiempo, tales como la de la Reina Doña María de Aragón, la del Príncipe de Viana y la del Rey de Portugal D. Duarte, es notable por la variedad de materias y aun de lenguas, habiendo códices latinos, franceses, toscanos, portugueses, catalanes y castellanos, entre los cuales figuran algunas obras al parecer desconocidas, tales como una traducción portuguesa de Suetonio, un libro en vulgar catalán titulado La contemplació de la Reyna, otro también en catalán, aunque con título latino, Speculum ecclesiae mundi, unos Metamorfoseos de Ovidio en castellano, al parecer más antiguos que ninguno de los que tenemos, un Valerio Máximo castellano, también anterior al de Urríes, y otras curiosidades; observándose que, a pesar de las aficiones poéticas del Príncipe, predominaban en su colección las obras históricas (rasgo común, por otra parte, a todas las grandes bibliotecas de este tiempo), sin [p. 322] que aparezcan más libros de poesía que uno en francés de las Cien baladas, el original de la Sátira del contemptu del mundo del mismo Príncipe con su glosa, y el Cancionero que le había regalado el Marqués de Santillana. Desgraciadamente, el notario que hizo el catálogo anduvo tan cuidadoso en describir las encuadernaciones de los libros, como negligente en indicar sus títulos, y hay algunos de ellos de que no da más señas que las primeras y las ultimas palabras.

La noble personalidad de este Príncipe tan culto y humano, oscurece bastante a los demás poetas portugueses del Cancionero de Resende que compusieron algunos versos castellanos. Por otra parte, ninguna de sus obras tiene la importancia del poema del Menosprecio del mundo o de la Sátyra de felice e infelice vida, por lo cual procederemos mucho más rápidamente en su enumeración y estudio. Prescindiré de algunas poesías que también el Cancionero contiene, escritas por trovadores castellanos, tales como Juan Rodríguez de la Cámara y Juan de Mena, que quizá no han sido recogidas en sus obras, pero que de todos modos valen muy poco, y sólo sirven para comprobar la íntima fraternidad literaria entre los poetas de ambos reinos. Vemos, por ejemplo, que Mena y Rodríguez del Padrón terciaron en la interminable contienda sobre el cuydar y el suspirar, promovida entre Jorge de Silveira y Nuño Pereyra, servidores uno y otro de la señora Doña Leonor de Silva. En este torneo poético tomaron parte casi todos los ingenios del Cancionero, y sus insípidas sutilezas sobre este problema de Casuística amorosa, llenan totalmente los 15 primeros folios del Cancionero.

Abre la serie de los poetas bilingües coleccionados por Resende, D. Juan de Meneses, caballero de noble prosapia, mayordomo mayor de los Reyes D. Juan II y D. Manuel, primer conde de Tarouca, séptimo gobernador y capitán general de Tánger, donde se señaló bizarramente por sus empresas contra los moros fronterizos. Costa e Silva [1] le concede grandes ventajas, como poeta, sobre sus contemporáneos, por lo bien torneado de los versos, la agudeza de los pensamientos, la belleza de las rimas y la gracia [p. 323] de la expresión. Tengo por muy exagerados tales elogios, y ni en castellano ni en portugués hallo que saliese de la rutina cortesana que en su tiempo pasaba por poesía. Los motes que glosó para varias damas de palacio (Doña Felipa de Villena, Doña Juana de Sousa, Doña Leonor Mascarenhas, Doña Guiomar de Castro, Doña María de Mello, etc.) son un nuevo dato que confirma el predominio creciente de la influencia castellana entre las clases aristocráticas de Portugal, puesto que los motes están en nuestra lengua y las glosas también. En ciertas coplas de D. Juan de Meneses, se halla un verso que luego adquirió gran celebridad, por haberle glosado a lo divino Santa Teresa de Jesús:

       Porque es tormento tan fiero
       La vida en mí, cativo,
       Que no vivo porque vivo,
        Y muero porque no muero.

Por la rúbrica de una de sus canciones, consta que D. Juan de Meneses estuvo en Castilla, donde trabó amistad con el Conde de Fuensalida.

Poeta mucho más importante, sobre todo por la luz que dan sus versos sobre algunos sucesos y costumbres de su tiempo, es Fernán de Silveira, más conocido por su título palatino de Coudell-Moor, que sirve además para distinguirle de otros poetas de su familia, pues son nada menos que trece los que llevan este apellido en el Cancionero de Resende. Pero la mayor y mejor parte de las composiciones de este feliz ingenio, que fué además íntegro magistrado y mereció de la severidad de D. Juan II el honroso apodo de el Bueno, están en su nativa lengua portuguesa, descollando por su valor histórico las coplas que dirigió a su sobrino García de Mello dándole reglas para el trato de palacio: especie de manual de cortesía en el estilo del ensenhamen provenzal de Amaneo des Escas, o del Doctrinal de gentileza que entre nosotros compuso el Comendador Ludeña. En castellano apenas tiene más que una glosa sobre este mote ajeno: «mis querellas he vencido.»

Curiosas por su extravagancia son las pocas composiciones castellanas de Álvaro de Brito Pestana, que en la sátira portuguesa aventajó a todos los poetas del Cancioneiro, como lo prueban [p. 324] las notabilísimas coplas al regidor Luis Fogaça sobre los malos aires de Lisboa y el modo de sanearla. Su nombre va tristemente unido a la celada de Alfarrobeira, en que dió la señal del combate como capitán de los arcabuceros del Rey. Disfrutó desde entonces de gran favor en Palacio, y fué uno de los caballeros que en 1451 acompañaron a la Infanta Doña Leonor, hermana de Álfonso V, cuando fué a casarse con Federico III, Emperador de Alemania. Pero su estrella declinó en tiempo de don Juan II, que siempre miró con malos ojos a cuantos habían tomado parte en la ruina del Infante su abuelo. Entonces buscó, según parece, la protección de los Reyes Católicos, en loor de los cuales compuso unas disparatadas coplas que se pueden leer de sesenta y cuatro maneras, con la gracia especial de que todas las palabras de cada estrofa empiezan con la misma letra: artificio métrico sumamente ingrato al oído, como puede juzgarse por esta muestra:

       Esclareces, ensalzada,
       En Europa, elegida,
       Esperante, esperada,
       Estrella esclarecida.
       Esplendor espiritual,
       Electa, espectativa,
       Especta, executiva,
       Extrema, esencial.

Alarde de mal gusto, sólo comparable con el del humanista que llamándose Publio Porcio compuso el poema latino Pugna porcorum, en que todas las palabras empiezan con P, semejando toda la obra un perpetuo gruñido.

Aunque tan apasionado de nuestra gran Reina, cuando el Ropero Antón de Montoro salió con aquellas coplas de sacrílega adulación:

       Alta Reina soberana,
       Si fuéssedes antes vos
       Que la hija de Santa Ana,
       De vos el fijo de Dios
       Recibiera carne humana:

Álvaro de Brito lanzó contra él una formidable sátira, en que le denuncia como hereje y judaizante, y le amenaza con el fuego [p. 325] del Santo Oficio, que ya le hubiera abrasado (dice) si hubiese osado escribir tales cosas en Portugal. No sabemos si fué sólo el celo religioso el que dictó esta invectiva, o si tuvo más parte en ella el humor cáustico y maldiciente del autor, cuya genialidad literaria era muy parecida a la del Conde de Villamediana, reduciéndose la mayor parte de sus versos a injurias y dicterios personales, que no dicen mucho en pro de los buenos sentimientos de su autor.

Más simpático es otro poeta del mismo apellido, Duarte de Brito, en quien la nota elegíaca predomina, siendo además uno de los rarísimos poetas del Cancionero que cultivan la visión dantesca, aunque su imitación es de segunda mano, pues más bien que en la Divina Comedia, se inspira en sus imitadores castellanos. Su principal composición portuguesa es un Infierno de los Enamorados, en que sigue las huellas de Juan Rodríguez del Padrón y del Marqués de Santillana, imitados a su vez en Castilla por Guevara y Garci Sánchez de Badajoz, contemporáneos de Duarte Brito. Teófilo Braga [1] le califica de poeta platónico, casuísta, sentimental, melancólico, y amante de personificaciones y alegorías. Hay en este poemita amenas descripciones y versos muy agradables; el diálogo del ruiseñor con el poeta, parece un eco lejano de la musa provenzal:

       Dois tristes afortunados,
       Debaixo das verdes ramas,
       Estando muito penados,
       De prazer desesperados,
       Falando em nossas damas,
       Ouvimos cantar uma ave,
       Qu'em seu canto parecía
       Roussinol,
       Manso, doce, mui soave,
       Per mui alta melodía,
       Per bemol.

La lengua, en éste y en otros poetas del Cancioneiro, está tan penetrada de castellanismos, que muchas veces duda uno si lee portugués o castellano. Pero, además, tiene una docena de poesías [p. 326] enteramente castellanas, todas ellas eróticas: bien versificadas, aunque poco correctas en la dicción, y de tono muy apasionado:

           ¡Oh vida de mis dolores,
       Oh dolor de mis cuidados,
       Cuidados de mis amores,
       De tormentos matadores
       Y males desesperados!
           ¡Oh cuánto mejor me fuera
       No ver vuestra fermosura!
       Ni por vos no me perdiera,
       Ni pesar no me metiera
       En poder de tal tristura
           ¡Oh vida tan dolorida,
       De vida muerte tornada,
       Oh muerte tanto querida,
       De esperanza convertida
       En vida desesperada!
           ¡Oh muerte, cómo no vienes
       A dar cabo a vida tal!
       Que la vida en que me tienes
       Es la muerte de mis bienes,
       Vida de todo mi mal...
           Con tantos males guerreo,
       Señora, por te servir,
       Que la muerte del vevir
       Es la vida del deseo.
       .............................................
           De ti siempre fuí ferido
       Con tormento,
       Mas nunca del mal que siento
           Socorrido.
       Mi daño sin compasión,
       Con dolor nunca se mengua:
        No sabe decir mi lengua
       Lo que siente el corazón.
       ¡Oh fuente de crueldad,
       De lloros y sentimientos,
       Robo de mi libertad,
           Y soledad
       De mis tristes pensamientos!
       ¡Fuego mortal encendido,
       Que en mí todo te derramas,
       Y penetras con gemido!...

[p. 327] En una de estas poesías, encontramos también el famoso verso de la glosa de Santa Teresa:

       Y con tanto mal crecido
       Como son vuestras cruezas,
       Que por vos triste cativo,
       Ya no vivo porque vivo,
        Y muero porque no muero.

Se trata evidentemente de un lugar común de la poesía trovadoresca del siglo XV, y no creo que ni D. Juan de Meneses ni Duarte Brito le inventasen.

Todas estas amorosas quejas iban dirigidas a una doncella de Santarem, llamada Doña Elena, en obsequio de la cual compuso el poeta los versos portugueses de más sentimiento que hay en este Cancionero: bastante análogos a otros del trovador castellano Guevara:

       ¡Oh campos de Santarem,
       Lembranças tristes de mym...

Despues del Condestable de Portugal, el más notable de los ingenios cuyos versos castellanos nos da a conocer Resende, es Don Juan Manuel, cuyas trovas, por un error inexplicable, y que arguye la más profunda ignorancia de nuestra historia poética, han sido citadas alguna vez como del infante castellano del siglo XIV. Tampoco debe confundírsele con otro caballero contemporáneo y homónimo suyo, que fué gran privado de Felipe el Hermoso. El D. Juan Manuel portugués era hijo natural del obispo de Guarda, y nieto del rey D. Duarte. Fué alcaide de Santarem, Camarero mayor de Palacio en tiempo del rey D. Manuel, y vino de embajador a Castilla para negociar el matrimonio de aquel soberano con la Princesa Isabel, hija de los Reyes Católicos. Sus mejores poesías están en nuestra lengua, y hay entre ellas una de interés histórico, a la muerte del Príncipe D. Alfonso,

       que cayó de un mal caballo,
       corriendo en un arenal,

y en quien se frustraron las esperanzas de la próxima unión de los dos reinos, retardada una y otra vez por el hado adverso. [p. 328] Pierden mucho las estancias de arte mayor de D. Juan Manuel cotejadas con el romance verdaderamente inspirado que esta catástrofe dictó a Fr. Ambrosio Montesino, o como quieren otros, a un incógnito poeta popular, pero aventaja sin duda a la de Álvaro de Brito al mismo asunto [1] y a la más tardía de Jorge Ferreira de Vasconcellos. [2] La imitación de Juan de Mena es patente, en fondo y forma, en las estancias del Comendador mayor, y aun hay algún detalle evidentemente tomado del episodio de la muerte de Lorenzo Dávalos, aquel que con tanto recelo criaba su madre:

       ¡Guay de la madre, que vió tan aina
       El bien de su vida assí fenecer,
       A quien solorgía, [3] saber, medicina,
       Poder nin riquezas pudieron valer!
       .................................................................

La sinceridad del sentimiento por la muerte de su señor, sin mezcla de adulación palaciega, inspira a veces felizmente al poeta, y le hace exclamar con apasionado acento:

        [p. 329] ¿Qué fué de la vuestra tan linda estatura,
       Que tanto excedía las otras del mundo,
       La frente serena del rostro jocundo?
       ¿Qué fué de la vuestra hermosa figura?
       ¿A dó fallaremos a la fermosura
       De los vuestros ojos tan mucho estremados?
       Vayamos, seguidme, ¡oh desventurados!
       Rompamos, rompamos, la su sepultura.
       .........................................................................
       A ver si hallaremos las sus lindas manos,
       Por muchas mercedes de todos besadas.
       ¡Oh fiestas malditas, desaventuradas,
       Que luego tan presto vos habéis tornado
       En lloro el placer, en xerga el brocado,
       Las danzas en otras muy desatinadas.
       .........................................................................
       ¡Oh alta princesa, la más virtuosa
       Que vieren ni vieron jamás los humanos,
       Del vuestro marido sin fin deseosa,
       Sin fin deseada de los Lusitanos!
       Nefanda fortuna y casos mundanos
       Por nuestros pecados han deliberado
       De los vuestros brazos ser arrebatado,
       Y puesto de donde le coman gusanos.
       .......................................................................
       ¡Cuán próspero fuera quien fuera delante,
       Por no ver la cumbre de tanta tristura,
       Y participara de su sepultura
       Quien fué de su cámara participante!
       .......................................................................

Hay en esta composición una admirable sentencia, digna de ser más conocida de lo que es, porque puede decirse que cifra en dos palabras toda la psicología del amor:

       Que el ánima nuestra allí suele estar
       Más donde ama que no donde anima.

Compuso D. Juan Manuel muchos versos de amores, en que no sólo hay ingenio y sutileza, sino de vez en cuando lumbres y matices poéticos dignos de mejor escuela, y que compiten con lo más selecto de Guevara y Garci-Sánchez de Badajoz, príncipes de la musa erótica en aquel fin de siglo:

        [p. 330] La vuestra forma excelente,
       Que mi memoria retiene,
       Ante mis ojos se viene
       Como si fuese presente:
       Y con esto mi sentido
       A mi triste entendimiento
       Deja triste y afligido,
       Tan cercano de tormento,
       Como apartado de olvido.
       ...................................................
       Aquellos lugares todos
       Do vos vi y ya no os veo,
       Por cien mil vías y modos
       Cada hora los rodeo...
       ...............................................
       Las sierras por donde andamos,
       Ahora sin vos las ando;
       Allí donde descansamos,
       Allí muero sospirando.
       Los verdes prados y ríos
       Es forzado que acrecienten
       Tanto los dolores míos,
       Que no sé cómo se cuenten
       Que no diga desvaríos.
       No sé quién padecerá
       En infierno más tormento,
       Ni qué fuego quemará
       Más que aqueste pensamiento.
       ¡Oh memoria de mi bien,
       Llorada noches y días!
       ¡Oh vos, señora, por quien
       No creo que Jeremías
       Más lloró Jerusalén!
       La música que solía
       Mis cuidados amansar,
        Agora multiplicar
       Los ha fecho en demasía.
       Si digo alguna canción
       Que dije naquellos días,
       Soy en tanta alteración,
       Que no las lágrimas mías
       Sufren disimulación.

Imitador declarado de Juan de Mena en las composiciones de más grave argumento, le superó, a mi ver, en el poemita de Los siete pecados mortales, menos didáctico y menos árido que su [p. 331] modelo, y amenizado en lo posible con ingeniosas alegorías y elegantes descripciones.

No creo necesario hacer particular estudio de los versos del Conde de Vimioso, de Antonio Méndez de Portalegre, de un cierto Ferreira (no el clásico Dr. Antonio), que tuvo la honra de que Sá de Miranda glosase una cantiga suya, de Fernán Brandam, de Jorge Resende, del estribero mayor del Rey, Francisco Ómen, de Duarte de Resende, y otros muchos; porque nada hay en ellos de particular y característico. Pero no sucede lo mismo con los de Luis Enríquez, hidalgo servidor de la casa de Braganza, el cual en castellano y en portugués tuvo aspiraciones épicas, y apartándose de los lugares comunes de la frivolidad cortesana, cantó con noble aliento la conquista de Azamor (1513), en estancias de Juan de Mena, y lloró en coplas de Jorge Manrique la desastrada muerte del príncipe D. Alfonso. Esta elegía, aunque muy incorrecta en el lenguaje, y afeada por falsas rimas (vicio frecuente en el Cancioneiro, por no haber atendido estos poetas como debían a la diferencia de pronunciación entre las dos lenguas que simultáneamente manejaban), no carece de fuerza patética en algunos lugares, y se ve que el autor busca cierto efecto dramático, poniendo doloridos plantos en boca del Rey, de la Reina y de la Princesa; pero a pesar de todo este aparato y de las sentencias que oportunamente saca de Job y de los Profetas, resulta declamador y lánguido si se le compara con D. Juan Manuel, y sobre todo con la trágica concisión del romance castellano. Luis Enríquez parece haber vivido algún tiempo en Valencia, y en obsequio de una señora de aquel reino compuso un devoto poemita sobre la oración del huerto.

Las relaciones de los portugueses con la corona de Aragón, tenían que ser menos íntimas y frecuentes que con Castilla, pero el Cancionero de Resende prueba que también las había, como lo indica el curioso pleito burlesco sostenido en Zaragoza entre varios trovadores de ambos reinos sobre ciertas calzas de chamelote que sacó por invención y gala Manuel de Noronha.

Muy rara vez emplean los poetas del Cancioneiro el verso de arte mayor. Como la mayor parte de sus composiciones pertenecen al género llamado de sociedad, y son más bien galanterías rimadas que obras seriamente poéticas, prefieren en ellas los metros [p. 332] cortos, que generalmente manejan con facilidad. Véanse estas endechas del Prior de Santa Cruz:

       Lloran mis ojos
       Y mi corazón
       Con mucha razón.
       Lloran mi pena,
       Mi mal no fingido,
       Mi dicha no buena,
       Tan lexos d'olvido.
       Murió mi sentido
       De viva pasión
       Con mucha razón...

Casi todas las secciones del Cancionero de Hernando del Castillo tienen representación en el de Resende, que es, por decirlo así, una duplicación, o más bien un suplemento de aquél. Las letras de justadores, [1] los porques rimados, y por supuesto los versos de burlas, que aquí generalmente no son más que insulsos rara vez sucios ni deshonestos. El gracejo consiste principalmente en los apodos, para lo cual Enrique da Motta descubre un ingenio satírico muy análogo al de Antón de Montoro. Todas las poesías de esta clase están en portugués, y abundan en felices idiotismos populares; pero aún hay en ellas visible imitación castellana, siendo muchos los trovadores que repiten hasta la saciedad las quejas de Juan de Mena sobre el macho que compró de un Arcipreste, y el diálogo del Ropero con su caballo.

Cierran tan copioso centón las poesías del propio colector García de Resende; que fué en rigor el último y uno de los mejores poetas de esta escuela, puesto que sus trovas, en forma de monólogo, a la muerte de Doña Inés de Castro [2] deben contarse [p. 333] entre las raras piezas líricas de este tiempo que tienen algún valor positivo, aparte del mérito de haber tratado por primera vez este asunto tan patético y tan nacional, abriendo el camino a la clásica musa de Ferreira, y de Camoens. Resende, cuya vida se prolongó más allá del primer tercio del siglo XVI, fué uno de los espíritus más cultos y más enciclopédicos de su tiempo; y aunque le faltaba la instrucción clásica, fundamento entonces de todo saber, la suplió en parte con su buen instinto y grandes facultades de asimilación. Fué, además de poeta, músico, dibujante, historiador, hombre político y discreto cortesano. Su extraordinaria obesidad, nacida acaso de sus gustos epicúreos, fué manantial inagotable de chistes para sus hermanos en Apolo, de cuyas burlas no se ofendió nunca; antes las reproduce con toda conciencia en la vasta antología que compiló de las producciones poéticas de su siglo. Formó parte de aquella célebre y magnífica embajada que llevó a Roma Tristán de Acuña en 1514, con las primicias del encantado Oriente; y de tal modo penetraron en su espíritu las maravillas del Renacimiento, la alegría de la vida, el espectáculo de Italia y el entusiasmo por la grandeza de su pueblo, que acertó a compendiarlo todo en algunos versos de su Miscellanea, los cuales, en medio de su sencillo estilo, tienen más poesía que todo su Cancionero:

           E vimos em nossos días
       A letra de forma achada,
       Com que a cada passada
       Crescem tantas livrarías.
       D' Allemanha he o louvor
       Por d' ella ser o Author
       D' aquella cousa tao dina!
       Outros afirman da China
       Ser o primeiro inventor.
           Outro mundo novo vimos
       Por nossa gente se achar,
       E o nosso navegar
       Tao grande que descobrimos
       Cinco mil leguas por mar.
       E vimos minas reaes
       D' ouro e dos autros metaes
       No Reyno se descobrir:
       Más que nunca vi sahir
       Engenhos de officiaes.
            [p. 334] Vimos rir, vimos folgar,
       Vimos cousas de prazer,
       Vimos zombar e apodar,
       Motejar, vimos trovar
       Trovas que eran para ler.
       Vimos homens estimados
       Por manhas aventajados:
       Vimos damas mui fermosas,
       Mui discretas e manhosas,
       E galantes afamados.
           Musica vimos chegar
       A mui alta perfeiçao,
       Sarzedas, Fontes cantar,
       Prancisquinho assim junctar
        Tanger, cantar sem raçao!
       Arriaga, que tanger!
       O Cego, que grao saber
       Nos orgaos! e o Vaena!
       Badajoz! e outros que a penna
       Deixa agora de escrever. [1]
           Pintores, luminadores,
       Agora no cume estam,
       Orivisis, Esculptores
       Sam muy subtís e melhores...
       Vimos o gran Michael,
       E Alberto, e Raphael;
       E ha em Portugal taes
       Tao grandes e naturaes,
       Que vem quasi ao olivel.
           E vimos singularmente
       Fazer representaçoes
       De estilo mui eloquente,
       De mui novas invençoes,
       E feitas por Gil Vicente:
       Elle foi o que inventou
       Isto cá e que o usou
       Con mais graça e mais doutrina,
       Posto que Juan del Enzina
       O Pastoril começou.
           Lisboa vimos crescer
       Em povos, e em grandeza,
       E muito se ennobrecer
       Em edificios, riqueza,
       Em armas, e em poder...
            [p. 335] E vimos comunicar
       El Rei con o Preste Ioao,
        Embaixadas se mandar,
       Cousa que nella fallar
       Parecía admiraçao:
       Vimos cá vir Elefantes,
       E outras Bestias semelhantes
       Trazer da India por mar...

Este hombre, cuyo talento era muy superior a la adocenada escuela cuyos insípidos frutos nos ha conservado, tuvo entre otras cosas el instinto de la poesía popular. Es casi el único de los trovadores portugueses que parece haber conocido y estimado los romances. Lo testifica el estilo de sus coplas castellanas:

           Tiempo bueno, tiempo bueno,
       ¿Quién te me llevó de mí?
       Qu'en acordarme de ti
       Todo placer m'es ajeno.
       Fué tiempo y horas ufanas,
       En que mis días gozaron;
       Mas en ellas se sembraron
       La simiente de mis canas.
           ¿Quién no llora lo pasado
       Viendo cuál va lo presente?
       ¿Quién busca más accidente
       De lo que el tiempo le ha dado?
       Yo me vi ser bien amado,
       Mi deseo en alta cima:
       Contemplar en tal estado
       La memoria me lastima.
           Y pues todo m'es ausente,
       No sé cuál extremo escoja,
       Bien y mal, todo m'enoja;
       ¡Mezquino de quien lo siente!

Y lo que es más significativo todavía: los rasgos más poéticos de las trovas puestas en boca de Doña Inés de Castro, son eco de un romance viejo, de distinto, aunque no muy desemejante argumento:

       Estaua muy acatada,
       Como prinçesa servida,
       Em meus paços muy honrrada,
       De todo muy abastada,
       De meu senhor muy querida.
        [p. 336] Estando muy de vaguar,
       Bem fora de tal cuidar,
       Em Coymbra d'aseseguo,
       Polos campos de Mondeguo
       Cavaleyros vy asomar...

Compárese el principio de uno de los romances de Isabel de Liar (núm. 104 de la Primavera de Wolf):

       Yo me estando en Giromena
       A mi placer y holgar,
       Subiérame a un mirador
       Por más descanso tomar:
       Por los campos de Monvela
       Caballeros vi asomar...

Acaso este romance fué compuesto a imitación de otro que versase sobre la catástrofe de Doña Inés de Castro, y en él probablemente se inspiraría Resende, como se inspiró más tarde Luis Vélez de Guevara en su comedia Reinar después de morir:

       Por los campos de Mondego—caballeros veo asomar:
       Armada gente les sigue—¡válgame Dios! ¿Qué será?

El Cancionero de Resende apareció en 1516, [1] cinco años después del de Castillo, al cual imita en todo, hasta en su aspecto tipográfico. Pero destinado a un público menos numeroso, nunca obtuvo tanta difusión como el castellano, y no fué reimpreso ni una sola vez en el transcurso de más de tres siglos, por lo cual llegó a ser libro rarísimo, contribuyendo a ello el rigor inusitado con que le trató en su índice expurgatorio de 1624 la Inquisición [p. 337] de Portugal (que en estas materias fué siempre mucho más rígida y meticulosa que la nuestra), ordenando tachar una porción de pasajes. Sólo en 1846, y no por iniciativa de los portugueses, todavía menos solícitos de sus tesoros literarios que nosotros (y es cuanto hay que decir), sino de una sociedad de bibliófilos alemanes, la de Stuttgart, que ha prestado tantos servicios a la ciencia desenterrando obras rarísimas de todas las literaturas, se vió nuevamente de molde la compilación de Resende, ilustrada con un breve prefacio del Doctor Kausler. Esta edición, dividida en tres tomos, es copia literalísima de la primera, y reproduce por consiguiente todas sus erratas, que son innumerables. El  texto de las composiciones castellanas está horriblemente desfigurado. [1]

Resende encabezó su colección con un elegante prólogo o dedicatoria al rey D. Manuel, cuya parte más esencial voy a transcribir, excusándome el trabajo de traducirla, puesto que ya lo está primorosamente por D. Juan Valera: «Porque la natural condición de los portugueses es no escribir nunca cosas que hagan, aun siendo dignas de grande memoria; muchos y muy altos hechos de guerra, paz y virtudes, de ciencias, mañas y gentilezas están olvidados, que si los escritores se quisiesen ocupar en escribirlos, en las historias de Roma y de Troya, y en todas las otras crónicas antiguas no hallarían memoria de mayores hazañas ni más notables casos que los que de nuestros naturales podrían escribirse, así de los tiempos pasados como de ahora. Tantos reinos, señoríos, ciudades y villas, a miles de leguas, tomados por mar o por tierra a fuerza de armas, siendo tal la multitud de los contrarios y tan pocos los nuestros; sostenidos con tantos trabajos, guerras, hambres y cercos, y con tan remota esperanza de ser socorridos; señoreando por las armas gran parte de África; teniendo tantas fortalezas tomadas, y de continuo guerra sin cesar. Así Guinea, donde grandes Reyes son nuestros vasallos y tributarios, mucha parte de Etiopía, Arabia, Persia e India, donde tantos Reyes moros y gentiles, y tantos grandes señores son por fuerza hechos súbditos y servidores, y pagan parias o tributos, [p. 338] y no pocos pelean por nosotros bajo la bandera de Cristo y siguen a nuestros capitanes contra los suyos. También hemos conquistado 4.000 leguas por mar, que ningunas armadas del Soldán ni otro gran Rey ni Señor osan navegar por miedo de las nuestras, y pierden sus tratos, rentas y vidas, y se convierten reinos y señoríos con innumerables gentes a la fe cristiana, recibiendo el agua del santo bautismo; y otras cosas que no pueden reducirse a breve escritura. Todos estos hechos y otros de tal substancia no son divulgados como lo serían si gente de otra nación los hiciese. Y por esta misma causa, muy alto y poderoso Príncipe, muchas cosas de folgar y de gentileza se pierden sin quedar de ellas noticia. En la cual cuenta entra el arte de trovar, que en todo tiempo fué muy estimado, y con él alabado Nuestro Señor, como se advierte en los himnos que se cantan en la Santa Iglesia. Y así de muchos Emperadores, Reyes y personas memorables, por los romances y trovas sabemos las historias. El arte de trovar es además necesario en las cortes de los grandes Príncipes para gentileza, amores, justas y juegos, y para castigar y poner enmienda en los malos trajes e invenciones, como en el libro más adelante se verá. Y como, Señor, los otros asuntos son muy grandes, y por su grandeza y mi corto entender, no debo tocar en ellos, para satisfacer en parte el deseo que siempre tuve de hacer algo en que Vuestra Alteza fuese servido y tomase desenfadamento, determiné juntar algunas obras que pude haber de pasados y presentes, y ordenarlas en este libro.»

Lo primero que llama la atención en este Cancioneiro, prescindiendo de la diferencia de lenguas, que es meramente accidental y no afecta al contenido poético, es la penuria de inspiración histórica, el divorcio en que estos trovadores cortesanos parecen vivir de toda la grandiosa vida de su pueblo, que se desarrollaba a sus ojos, y en la que algunos de ellos tomaron parte muy honrosa y calificada. Ni las empresas de África, ni las portentosas navegaciones de Oriente, tienen eco apenas en esta retórica convencional y enfadosa. Aun los asuntos interiores del reino parecen preocupar de un modo muy superficial a estos ingenios. Las pocas excepciones que pueden alegarse, de Luis Enríquez, de D. Juan Manuel, de Álvaro de Brito y de algún otro, sólo sirven, por su rareza y por su medianía, para confirmar la regla. [p. 339] Si estos versificadores parecen vivir aislados de la realidad presente y luminosa, de la cual sólo aciertan a reproducir algún aspecto exterior y fugitivo, todavía están más distantes de la poesía tradicional, que no dan muestras de estimar, ni siquiera de conocer. Ya hemos visto que las trovas de García de Resende sobre la muerte de doña Inés de Castro, son un ejemplo solitario que ni tenía precedentes ni tuvo imitadores por entonces.

¿Qué más? La fuente fresca y saludable del lirismo gallego permanece sellada para estos pedantescos e insulsos vates, que, salvo la lengua, no parecen ni prójimos de los juglares que cantaron tan suave y delicadamente en las cortes del rey D. Diniz y de Alfonso IV.

Aun de la poesía castellana de la corte de D. Juan II y de sus sucesores inmediatos, que distaba mucho de ser un modelo, pero que tuvo a veces elevadas aspiraciones y relativos aciertos, se imitó lo que era menos digno de estimación, lo más frívolo, lo más efímero, lo más incoloro. Juan de Mena fué el maestro acatado por todos, pero no hubo quien emulase los grandiosos cuadros históricos y el sentido patriótico del Labyrintho. El Cancionero del Marqués de Santillana fué buscado por aquellos próceres como joya de mucho precio, pero nadie se asimiló la gravedad sentenciosa del diálogo de Bías contra fortuna, ni menos la gentileza y frescura de las serranillas, aunque su tipo estuviese tomado de la antigua poesía galaico-portuguesa. E inútil es añadir que nada hubo comparable con las coplas de Jorge Manrique o con el Diálogo del amor y un viejo, porque también estas piezas están muy solitarias en el Parnaso de Castilla.

La imitación de los italianos es puramente de reflejo en el Cancionero de Resende. La imitación clásica pura se reduce a algunas heroídas de Ovidio traducidas por Juan Roiz de Sá y Juan Roiz de Lucena: composiciones que, después de todo, son de las más amenas que hay en el Cancioneiro, hasta por el gracioso contraste entre el metro nacional y el fondo tomado de la poesía latina.

En suma, no parece que la lengua castellana, en el siglo XV, pagase dignamente a su hermana la portuguesa, lo que de ella había recibido en los orígenes de la lírica. No sucedió lo mismo después de la triunfal aparición de Gil Vicente. [p. 340] Pero a pesar del poco valor intrínseco de casi toda la producción poética de los reinados de D. Alfonso V, el Africano, y de D. Juan II, el Príncipe Perfecto, y aun de los primeros años del felicísimo reinado de D. Manuel, siempre ofrecerá gran interés el Cancionero de Resende como monumento de una época gloriosa para ambos pueblos peninsulares y como símbolo de fraternidad entre ellos. Nunca estuvieron más estrechamente unidos en espíritu, por lo mismo que nunca habían realizado tan grandes cosas, ni habían sentido tal plenitud en su conciencia nacional, tanto brío y esfuerzo en su brazo, tanta luz en su espíritu, tanta alegría en su vida. Ese rancio y voluminoso libro, medio portugués, medio castellano, atestado de versos malos o medianos, cobra, si se le mira de este modo, precio inusitado, y se convierte en una venerable reliquia. D. Juan Valera ha expresado todo esto en frases elegantísimas, como suyas, y que me place reproducir aquí, porque el notable estudio en que se hallan no figura todavía en la colección de sus obras:

«Aunque todas las poesías del Cancionero son de sociedad: burlas, sátiras, cousas de folgar, declaraciones de amor, louvores o encomios de la hermosura de las damas, invenciones y letras de justadores, quejas y encarecimientos enamorados, y preguntas y respuestas para manifestar prontitud y agudeza de ingenio, improvisando en una reunión elegante: todavía son de grandísimo interés por ser obra de aquellos mismos varones que pasaban más allá de Trapobana, que iban dilatando el imperio de la fe por el África y por el Asia, que domeñaban remotísimos pueblos y regiones y el poder del Samorí, y que visitaban islas y continentes misteriosos, apenas explorados antes por ningún europeo: el imperio de Abexim, la corte del Preste Juan, los alcázares de la Aurora, la cuna donde nace el día, los países de la canela, del clavo y del incienso, la isla de los Amores y las costas de Pancaya, donde se crían los preciosos aromas. Estas grandes novedades traían a la elegante corte del rey D. Manuel cierta luz y cierto perfume del extremo Oriente. En suma, el Cancionero es un monumento de los ocios magnánimos, de los galanteos y de la vida de una nobleza heroica y aventurera, en quien tan preciso ornato era el arte de poetría, cuanto el montar a caballo en toda silla y saber revolver con gracia, y alancear un toro, y correr [p. 341] cañas, y tirar la barra: en quien resplandecía la sutileza del ingenio, lo quintaesenciado y metafórico de los sentimientos amorosos y la blandura de corazón, lo mismo que la destreza en las armas y las extraordinarias fuerzas corporales: porque era natural y propio en individuos de ella, como Aires Telles de Menezes, derribar en la lucha a los más duros y fornidos ganapanes, o morir de amor por alguna Princesa. El Cancionero encierra en sí el espíritu, la índole y la condición de estos nobles portugueses, los cuales, en obras grandes y en pensamientos atrevidos, se adelantaban entonces a los demás hombres, salvo a sus vecinos los castellanos.»

«El Cancionero, por lo tanto, no pudo menos de excitar el interés más vivo y de ser leído con avidez, apenas apareció. Todo barco que iba a la India Oriental llevaba ejemplares, y en las más distantes comarcas leían los guerreros portugueses aquellos versos, cuando no los componían, recordando, en medio de sus aventuras y peligros, la corte de Lisboa, los alcázares de Cintra, sus bosques y jardines, y las hermosas y discretas damas de quien vivían enamorados y ausentes. Castanheda y Juan de Barros dan testimonio de ellos, y refieren además un uso extraño que del Cancionero se hizo. En 1518, dos años después de su publicación, fué Antonio Correa con una embajada a los reinos del Pegú, a fin de hacer un tratado de paz y alianza con los Príncipes allí reinantes. Para prestar el debido juramento no había Evangelios, y el libro de oraciones o Breviario del Capellán pareció pobre y mezquino al lado del magnífico Libro Santo de aquellos indios. Entonces tomaron los portugueses el Cancioneiro, que era un hermoso In-folio, y sobre él juraron todo lo que convenía.»

El tránsito de la poesía cortesana del siglo XV a la ítalo-clásica del siglo XVI, cuyo patriarca es en Portugal Sá de Miranda, como entre nosotros lo son Boscán y Garcilaso, no fué violento ni se hizo en un día. Sirvieron de lazo entre ambas escuelas ciertos poetas inspirados y sentimentales, que conservando la medida vieja, es decir, la forma métrica del octosílabo peninsular, la adaptaron a un contenido diferente y mucho más poético que el de los versos de Cancionero, creando una escuela bucólica, en que parece que retoñó la planta de la antigua pastoral gallega, no por imitación directa, según creemos, sino por condiciones íntimas [p. 342] del genio nacional. Pero es cierto que tanto en Bernaldim Ribero como en Cristóbal Falcão, que son los dos representantes de este grupo, influyó el renacimiento de la égloga clásica, influyó la égloga dramática de Juan del Enzina y Gil Vicente, e influyó grandemente la novela sentimental del siglo XV, El siervo libre de amor, de Juan Rodríguez del Padrón, la Cárcel de amor, de Diego de San Pedro; género influído a su vez por los libros de caballerías que en toda la Península pululaban, y a cuya lección se entregaba con delirio la juventud cortesana. Bernaldim Ribeiro, que no era gran poeta, pero sí un alma muy poética, de sensibilidad casi femenina, sea cualquiera el valor de las leyendas que hacen de él una especie de Macías portugués y que van cediendo una tras otra al disolvente de la crítica moderna, [1] atinó con la forma que convenía a todas estas vagas aspiraciones de sus contemporáneos, y poetizando libremente los casos de su vida, con relativa sencillez de estilo (no libre, sin embargo, de tiquis miquis metafísicos), y con una armonía desconocida hasta entonces en la prosa, dió en el libro de sus Saudades (más generalmente llamado Menina e moça, por ser éstas las palabras con que comienza) el primer ensayo de la novela pastoril de nuestra [p. 343] Península, casi al mismo tiempo que Sanazaro creaba la pastoral italiana, pero con entera independencia de él y siguiendo otro rumbo. El poeta napolitano imita, o por mejor decir, traduce y calca, a Virgilio, a Teócrito, a todos los bucólicos antiguos. Bernaldim Ribeiro, hijo de la Edad Media, combina el elemento caballeresco con el pastoril, o más bien sudordina el segundo al primero, y además, valiéndose, como el autor de la Cuestión de Amor, del sistema de los anagramas, expone bajo el disfraz de la fábula hechos realmente acontecidos, si bien sobre la identificación de cada personaje haya larga controversia entre los eruditos. Pero del verdadero carácter de la novela de Bernaldim Ribeiro tendremos ocasión de volver a hablar cuando tratemos de la Diana de Jorge de Montemayor, entre cuyos precursores más inmediatos debe contársele.

No quedan versos castellanos de Bernaldim Ribeiro, aunque es de presumir que los hiciese como todos los poetas de su tiempo, se le han atribuído, no obstante, algunos, sin más razón que hallarse al fin de una de sus églogas, en un pliego suelto de 1536. Una de estas composiciones es aquel tan sabido soneto de Garcilaso, paráfrasis de un epigrama de Marcial,

       Pasando el mar Leandro el animoso...

Las otras son dos glosas de romances, uno de ellos el de Durandarte y Belerma. [1] Pero si no puede afirmarse que glosase romances castellanos, hay que reconocer que su poesía, cuando es mejor, más honda y más sentida, tiene el sabor y aun el metro de romance. Nada hay en sus cinco églogas, nada en la de Chrisfal de Cristóbal Falcão, nada en la lírica portuguesa de entonces, que tenga el extraño hechizo, la misteriosa vaguedad del romance de Avalor, inserto en la segunda parte de Menina e Moça.

       Pela ribeira de um río,
       Que leva as agoas ao mar,
       Vai o triste de Avalor,
       Não sabe se ha de tornar.
        [p. 344] As agoas levam seu bem,
       Elle leva o seu pesar,
       E só vai, sem companhia,
       Que os seus fora elle leixar
       Cá quem nao leva descanso,
       Descansa en só caminhar.
       Descontra d' onde ia a barca
       Se ia o Sol a baixar.
       Indo-se abaixando o Sol,
       Escurecia-se o ar:
       Tudo se fazía triste
       Quanto havía de ficar.
       Da barca levantam remos,
       E ao som de remar
       Começaran os remeiros
       Do barco este cantar:
       ¡Qué frías eram as agoas!
       ¡Quem as haverá de passar!
       Dos autros barcos respondem:
       ¡Quem as haverá de passar!
       Frías sao as aguas, frías,
       Ningem n' as podo passar;
       Senao quem a vontade pôz
       Onde a nao pode tirar.
       Tra' la barca lhe vao os olhos,
       Quanto o dia dá logar.
       Nao durou muito; que o bem
       Nao pode muito durar.
       Vendo o Sol posto contr'elle,
       Soltou redeas ao cavallo
        Da beira do rio andar.
       A noite era callada
       Pera mais o magoar,
       Que ao compasso dos remos
       Era o seu suspirar.
       Querer contar suas magoas
       Sería aréas contar.
       Quanto mais seia alongando
       Se ia alongando o soar.
       Dos seus ouvidos aos olhos
       A tristeza foi egualar;
       Assim como ia a cavallo
       Foi pela agua dentro entrar.
       E dando un longo suspiro,
       Ouvía longe falar:
       Onde magoas levam alma
        [p. 345] Vao tambem corpo levar.
       Mas indo assi, per acerto,
       Foi c'um barco n'agoa dar,
       Que estava amarrado a terra,
       E seu dono era a folgar.
       Saltou, assim como ia, dentro,
       E foi a amarra cortar:
       A corrente e a maré
       Acertaran-no a ajudar.
       Nao sabem mais que foi d'elle,
       Nem novas se podem achar;
       Suspeitouse que era morto,
       Mas nao e pera affirmar,
       Que o embarcou ventura
       Para só isso guardar.
       Mais sao as magoas do mar
       Do que se podem curar. [1]

Notas

[p. 301]. [1] . En el Nobiliario del conde don Pedro de Barcellos que es el más antiguo, no sólo de Portugal, sino de toda España, se ponen ya la genealogía del rey Artús, la leyenda del rey Lear y la del encantador Merlín.

[p. 301]. [2] . Del Lanzarote portugués existe un códice en la Biblioteca Imperial de Viena. El Merlín y el Tristán constan en el catálogo de libros que poseyó el rey D. Duarte.

[p. 303]. [1] . Intentó ya el estudio de estos poetas, con su habitual amenidad e ingenio, don Juan Valera, en un artículo publicado en la Revista de España, tomo I, 1868. A haberle dado más extensión, hubiera hecho de todo punto inútil el mío.

[p. 303]. [2] . La última edición que hemos visto es de 1873, con el título de Historia del infante D. Pedro de Portugal, en la cual se refiere lo que le sucedió en el viaje que hizo alrededor del mundo (sic). Escrita por Gomes de Santisteban, uno de los que llevó en su compañía. Las antiguas, así en portugués como en castellano, se titulan: Historia del infante D. Pedro... el qual anduvo las siete partidas del mundo. Las hay de 1564 (Burgos, por Felipe de Junta), 1570 (Zaragoza, por Juan Millán), 1595 (Sevilla, por Domingo de Robertis), etc. El texto portugués actual parece traducido del castellano, pero éste puede ser abreviación o refundición de otro más antiguo, que estaría probablemente en aquella lengua. Oliveira Martins se esfuerza por vindicar el carácter histórico de algunas partes de esta relación, tenida comúnmente por fabulosa.

[p. 305]. [1] . No me detengo más en tratar del Infante, porque no quiero retocar la magistral semblanza que de él trazó el mayor artista histórico que la Península ha producido en nuestros días, mi inolvidable amigo Oliveira Martins, en su libro Os Filhos de D. Joäo I (Lisboa, 1891), que es quizá el más excelente de todos los suyos. Sospecho, sin embargo, que obedeciendo el grande escritor a las tendencias habituales de su espíritu, pinta al Duque de Coimbra más idealista y más pesimista de lo que realmente fué y de lo que cuadraba a la psicología de su tiempo, menos compleja y refinada que la nuestra. De todos modos, en ese maravilloso estudio está reunido cuanto se sabe y cuanto se puede adivinar acerca del Infante y sus hermanos.

[p. 307]. [1] . Ha sido publicado por don A. Paz y Melia, en el tomo de Opúsculos literarios de los siglos XIV  a X VI, dado a luz por la Sociedad de Bibliófilos españoles en 1892. Esta edición va ajustada al único códice de la Sátira que se conoce, y es el de la Biblioteca Nacional de Madrid, copiado en Cataluña dos años después de la muerte del Condestable, según consta en la suscripción final: «Fou acabad lo present libre a x de may any 1468 de ma de'n Cristofol Bosch librater.» Amador de los Ríos fué el primero que estudió atentamente esta composición, en el tomo VII de su Historia de la Literatura española.

La dedicatoria tiene este encabezamiento: «Síguese la epístola a la muy famosa, muy excellente Princesa, muy devota, muy virtuosa e perfecta Señora, Doña Isabel, por la deifica mano Reyna de Portugal, grand Señora en las Libianas partes, embiada por el su en obediencia menor hermano, e en desseo perpetuo mayor servidor.»

 

[p. 308]. [1] . Aunque ya mencioné esta glosa al tratar de Macías, creo hacer cosa grata a mis lectores transcribiéndola aquí en su integridad, tal como la publicó el Sr. Paz y Melia en las notas a su edición de las Obras de Juan Rodríguez del Padrón. «Macías. Natural fué de Galicia, grande e virtuoso mártir de Cupido, el qual teniendo robado su corazón de una gentil fermosa dama assaz de servicios le fizo, assaz de méritos le meresció, entre los quales, como un día se acaesciesen amos yr a cauallo por una puente, assy quiso la varia ventura, que, por mal sosiego de la mula en que cabalgaua la gentil dama, volco aquélla en las profundas aguas. E como aquel constante amador, no menos bien acordado que encendido en el venereo fuego, nin menos triste que menospreciador de la muerte, lo viesse, aceleradamente saltó en la fonda agua, e aquel que la grand altura de la puente no tornaba su infinito querer, ni por ser metido debaxo de la negra e pesada agua no era olvidado de aquella cuyo prisionero vivía, la tomo a do andaba medio muerta, e guió e endereszó su cosser (corcel) a las blancas arenas, a do sana e salva puso la salud de su vida. E después el desesperado gualardón, que al fin de mucho amor a los servidores non se niega, por bien amar e sennaladamente servir ouo, ca fizieron casar aquella su sola señora, con otro. Mas el no movible e gentil ánimo en cuyo poder no es amar e desamar, amó casada aquella que donzella amara. E como un día caminase el piadoso amante, falló la causa de su fin, ca le sallió en encuentro aquella su sennora, e por salario o paga de sus señalados servicios le demandó que descendiesse. La qual con piadosos oydos oyó la demanda e la complió, e descendida, Macías le dixo que farta merced le hauia fecho, e que caualgasse e se fuesse, por que su marido allí non la fallase. E luego ella partida, llegó su marido, e visto así estar apeado en la mytad de la vía a aquel que non mucho amaba, le preguntó qué allí fazía. El qual repuso: «Mi señora puso aquí sus pies, en cuyas pisadas yo entiendo uevir e fenescer mi triste vida.» E él, sin todo conoscimiento de gentileza e cortesía, lleno de scelos más que de clemencia, con una lanza le dió una mortal ferida. E tendido en el suelo con voz flaca e oíos revueltos a la parte do su sennora iba, dixo las siguientes palabras: «¡O mi sola e perpetua sennora! A do quiera que tu seas, ave memoria, te suplico, de mí, indigno siervo tuyo!» E dichas estas palabras, con grand gemido dió la bienaventurada ánima. E assy fenesció aquel cuya lealtad, fe e espeiado e limpio querer le fizieron digno, segund se cree, de ser posado e asentado en la corte del inflamado fijo de Vulcan, en la secunda cadira o silla más propinca a él, dexando la primera para mis altos méritos.»

[p. 310]. [1] . Para encarecer su desesperación amatoria, se vale de palabras del Libro de Job:

»¡Maldito sea el día en que primero amé, la noche que velando, sin recelar la temedora muerte, puse el firme sello a mi infinito querer e iuré mi servidumbre ser fasta el fin de mis días! No se recuerde Dios dél, e quede enfuscado e escuro syn toda lumbre. Sea lleno de muerte e de mal andanza. Aquella noche tenebrosa, turbiones, relámpagos, lluvias con terrible tempestad acompañen. Aquel día no sea contado en los días del año, no se nombre en los meses. Sea aquella noche sola e de toda maldición digna... ¿Para qué fué a hombre tan infortunado luz dada, sino escuridat e tinieblas? ¿Para qué al que vive en toda pena e tormento vida le fué dada, sino que fuera como que no fuera del vientre salido, metido en la tumba?»

[p. 310]. [2] . Véase, por ejemplo, la jeringonza con que acaba el libro:

«Fenescida (la Sátira) quando Délfico declinaba del cerco meridiano a la cauda del dragón llegado, e la muy esclarescida Virgen Latona en aquel mismo punto sin ladeza al encuentro venida, la serenidad de su fermoso hermano sufuscaba; la volante águila con el tornado pico rasgaba las propias carnes, e la corneia muy alto gridaba fuera del usado son: gotas de pluvia sangrientas mojaban las verdes yerbas: Euro e Zéfiro, entrados en las concavidades de nuestra madre, queriendo sortir, sin fallar salida, la fazian temblar; e yo, sin ventura, padesciente, la desnuda e bicortante espada en la mi diestra miraba, titubando con dudoso pensamiento e demudada cara si era mejor prestamente morir, o asperar la dubdosa respuesta me dar consuelo.»

[p. 311]. [1] . Trozo agradable, por ejemplo, es el siguiente:

»Assí caminaba, semblando a aquellos que, pasando los Alpes, el terrible frío de la nieve e agudo viento dan fin a sus dolorosas vidas, que así pegados en las sillas, helados del frío, siguen su viaje fasta que de aquellas, no con querer o desquerer suyo, son apartados e dados a la fría tierra. Tal parecía como los navegantes por la mar de las Serenas, que oindo el dulce e melodioso canto de aquéllas, desamparado todo el gobierno de sus naos, embriagados e adormescidos, allí fallan la su postrimería...

»Afanado mi espíritu, enoiado ya mi entendimiento, mis oios a la oriental parte levanté; mas aunque mucho mirase en torno de mí, jamás en conoscimiento do era pude venir... ya los menudos e lumbrosos rayos (del sol) ferían los altos montes, e veyéndome tan lejos do partiera, moví contra un arboledo bien poblado de fermosos e fructuosos árboles... E llegando al solitario monte, descendí, e descendido, acostéme en las verdes yerbas, e las que tañía non padescían la verde color. Allí los gridos, allí los alaridos, allí los suaves cantos de las silvestres aves facían gran sonido: allí conoscí que alguna cosa non cubría el estrellado cielo, abondado de tanta mala dicha como yo, pues todas en gozo, placer e deportes pasaban sus vidas; yo en tristeza muy amarga plañiendo mi mala vida, e menospreciando todo mi bien continuamente vivía: todas poseyendo libre albedrío para facer lo que deseaban; yo solamente pensar en lo que deseaba no era osado.»

El retrato de la dama tiene también algunos toques graciosos, mezclados con otros de muy mal gusto.

[p. 313]. [1] . Véase principalmente, para el caso, Poetas palacianos do seculo XV (Porto, 1872). Cap. IV.

[p. 313]. [2] . Coroleu e Inglada (don José), El Condestable de Portugal, rey intruso de Cataluña. (En la Revista de Gerona, tomo II, 1878.)

Balaguer y Merino (don Andrés), Don Pedro el Condestable de Portugal, considerado como escritor, erudito y anticuario. Estudio histórico-bibliográfico. (Gerona, 1881.)

Curioso trabajo, lleno de datos nuevos y de documentos importantísimos, que me han sido muy útiles en esta parte de mi estudio. El malogrado Balaguer y Merino era un investigador tan sólido como modesto, y su muerte fué una gran pérdida para la erudición catalana. Era además hombre tan sencillo y bueno, que no puedo renovar sin dolor su memoria.

[p. 313]. [3] . García Péres (don Domingo), Catálogo razonado, biográfico y bibliográfico de los autores portugueses que escribieron en castellano. (Madrid, 1880.)

[p. 314]. [1] . Die alten Liederbücher der Portugiesen oder Beiträge zur geschichte der portugiesischen Poesie vom dreizehnten bis zum Anfang des sechzehnten Jahrhunderts... Berlin; bei Ferdinand Dümmler, 1840. PP. 29-31.

[p. 314]. [2] . Creo que el primero que le corrigió fue el difunto bibliotecario don José María Octavio de Toledo, en un artículo publicado en la Revista Occidental, de Lisboa, que cita Th. Braga.

[p. 314]. [3] . Coplas fechas por el muy illustre Señor Infante D. Pedro de Portugal: en las quales hay Mil versos con sus glosas contenientes del menosprecio: e contempto de las cosas fermosas del mundo: e demostrando la su vana e feble beldad (Biblioteca Nacional de Lisboa). El P. Méndez (Tipografía Española) describe otro ejemplar que vió en poder de don Santiago Sáiz, 34 hojas en folio, sin numeración y con letras de registro. En papel grueso como de protocolos. Cree que se imprimió en Lisboa, por ser igual en papel y tipos a la Glosa famosísima sobre las coplas de Don Jorge Manrique, impresa en la capital de Portugal por Valentín Fernándes, en 1501. Oliveira Martins no sé con qué fundamento, la supone de Zaragoza, 1478. Acaso sean distintas la edición de la Biblioteca Lisbonense y la que manejó el P. Méndez.

Poseyó éste un códice de la misma obra, escrito en el siglo XV, papel grueso y letra clara y hermosa, con 152 folios útiles; comprendía 126 octavas (en todo mil y ocho versos), muchas de ellas con su glosa como en el impreso, aunque con variantes. A las octavas antecedía, en seis hojas, un proemio en prosa, que las ediciones no traen, y cuyo principio era éste: «Comienza el prohemio dirigido al muy excelente e muy católico príncipe temido e muy amado señor Alfonso el quinto deste nombre: rey de los portugueses e señor de la insigne e muy guerrera africana cibdad...»

Finalizadas las octavas, proseguía en el manuscrito un razonamiento de despedida y amonestaciones cristianas, que se suponían hechas por el rey Alfonso V a la Infanta de Portugal Doña Juana, cuando vino a Castilla a casarse con el rey Enrique IV. Esta pieza retórica que, a juzgar por el estilo, bien puede ser del Condestable más bien que del monarca en cuyos labios se pone, comenzaba así: «Venido es el tiempo, o dulce fija mía, en que yo casarte debo: llegada es tu edat, como yo pienso, a los convenibles años de los maritales tálamos...» Y acababa: «Dame ya, my cara fija, los postrimeros e amorosos abrazos: recuérdate de mis amonestamientos: recuérdate del nuestro deseoso despido: recuérdate desta nuestra postrimera vista, que es quando... las secas tierras se aparejaban regar, fenecido segun los romanos el día de Saturno, comenzado el día de Delio, cuya festividat honor de la resurrección del todo poderoso e misericordioso iesu celebramos, en el año de la venida de nuestro redemptor en carne, milesimo quadragentesimo quinquagesimo quinto, pasada la primera guerra contra los agarenos de don Enrique, el quarto deste nombre rey de Castilla, adonde en los rreales cerca de las cibdades morismas tu fuiste, y en hedat creciente como tu sabes, e las mis manos, que dexadas las armas con intenso e intimo amor servian a ti, e te administraban los dulces manjares.»

[p. 321]. [1] . Tomo II (X de los Documentos del Archivo de la Corona de Aragón), página 249.

[p. 321]. [2] . Le ha publicado el Sr. Balaguer y Merino, en la Memoria tantas veces citada.

[p. 322]. [1] . Ensaio biographico-crítico sobre os melhores poetas portuguezes, por Jose Maria da Costa e Silva. (Lisboa, 1850.) Tomo I, pág. 194.

[p. 325]. [1] . En el ya citado libro de los Poetas palacianos, pág. 336.

[p. 328]. [1] . Hállase también en el Cancionero de Resende, y tiene forma métrica bastante parecida a la del romance:

       Morto he o bem d'Espanha,
       Nosso príncipe rreal.
       Chora, chora Portugal,
       Choremos perda tamanha...

[p. 328]. [2] . Hállase en su Memorial das proezas dos Cavalleiros da Tavola Redonda, especie de libro de caballerías, en que intercala varios romances. Es composición erudita y prosaica. Lleva por título Romance cantado a tres vozes, que se refere a morte do príncipe Don Alfonso, filho de El rei Don João II e seu unico successor. T. Braga lo reprodujo en su Floresta de varios romances. (Porto, 1869.)

En la poesía popular de las Islas Azores, quedan vestigios del romance de Mentesino, que, aunque intercalados hoy en canciones de otro asunto, prueban la honda impresión que en los contemporáneos debió de hacer aquella catástrofe:

       Vosso marido he morto—caiu no areal.
       Rebentou o fel no corpo—en duvida de escapar.

[p. 328]. [3] . Cirugía.

[p. 332]. [1] . A vynte et nove días de Dezembro de mil e quatroçentos e noventa, fez el rrey dom Joam em Evora humas justas rreaes no casamento do prinçepe dom Alfonso seu filho, com a prinçesa dona Isabel de Castela; et foy o dia da mostra, huma quinta feyra, et aa sesta se começaran, e durarante o dominguo seguynte; e el rrey com oyto mantedores manteve a tea em huma fortaleza de madeyra sengularmente feyta, onde todos estauan de dya e de noyle, que tambem justavam; e as letras e cimeyras que se tiram sam estas (casi todas son castellanas).

[p. 332]. [2] . Trovas a morte de D. Ignez de Castro, que el Rei Don Alfonso quarto de Portugal matou em Coimbra, por o Principe D. Pedro seu filho a ter como mulher, e pelo bem que lhe queria nao queria casar.

 

[p. 334]. [1] . Sobre éstos y otros artistas de aquel siglo, véase el importante libro de Joaquín de Vasconcellos, Os Musicos Portuguezes (1870).

[p. 336]. [1] . Cancio | neiro, geral: | Com preuilegio.

(Colofón) «Acabousse de empremir o cancyo- | neyro geerall. Com preuilegio do | muyto alto e muyto poderoso Rey | dom Manuell nosso senhor. Que | nenhua pessoa o posa empremir .. Foy ordenado e emendado por García de | Reesende fidalguo da casa del Rey nosso sennhor | e escrivam da fazenda do prínçipe. Començouse em Almeyrim e acabousse na muyto nobre e sempre leall çidade de Lixboa. Por Harma de capos | alema bobardeyro del rey nosso senhor e empre- | midor. Aos XXVIII dias de setembro da era de nosso senhor Jesu cristo de mil e quinhentos e XVI annos. Fol. 232 hojas a dos y tres columnas.

Hay ejemplares en la Biblioteca Nacional y en la de Palacio. Otro tiene en Sevilla el Marqués de Jerez en su incomparable colección de libros de poesía española.

[p. 337]. [1] . Cancioneiro geral. Altportugiesische Liedersammlung des Edeln Garcia de Ressende... Stuttgart. Gedruckt auf Kosten des litterarischen Vereins, 3 vol. 4º, 1846-1848-1852. (Tomos XV, XVII y XXVI de la Biblioteca publicada por dicha Sociedad Literaria.

[p. 342]. [1] . Además de su novela, compuso Bernaldim Ribeiro cinco églogas en verso, que contienen como en cifra la historia de sus amores. Fué opinión corriente entre los poetas románticos, que la dama objeto de la pasión de Bernaldim Ribeiro había sido la Infanta Doña Beatriz, hija del Rey Don Manuel, la cual casó con el Duque de Saboya. Esta leyenda, que sirvió a Almeida Garret para su celebrado drama Um auto de Gil Vicente, ha sido impugnada por Th. Braga en su libro Bernaldim Ribeiro e os Bucolistas (Porto, 1872), en su Curso da historia da Litteratura Portugueza (Lisboa, 1886), y en otras publicaciones suyas, donde quiere probar que la amada de Bernaldim Ribeiro (que él designa con el nombre poético de Aonia) fué Doña Juana de Vilhena, prima del Rey D. Manuel e hija del Conde de Vimioso. También el ingenioso novelista Camilo Castello Branco, en un artículo inserto en sus Noites de insomnio (núm. 10, págs. 29-36), sostiene con buenas argumentos que Bernaldim Ribeiro no fué Gobernador de San Jorge de Mina, ni amó a la Infanta Doña Beatriz, ni salió de su tierra sino después que aquella señora había partido para Saboya (5 de agosto de 1521). Afirma igualmente C. Castello Branco que el Bernaldim Ribeiro, poeta, es persona diversa, no sólo del Gobernador de San Jorge, sino también de otro Bernaldim Ribeiro Pacheco, Comendador de Villa Cova, de la Orden de Christo y Capitán mayor de las Naos de la India.

[p. 343]. [1] . Trovas de dous pastores, Silvano y Amador, feitas por Bernaldim Ribeiro, 1536. (vid. la ed. de las obras de B. Ribeiro de 1852, en la Bibliotheca Portugueza.)

[p. 345]. [1] . Para mí no es cosa probada que el Don Bernaldino del remance viejo (núm. 293 de Durán)

       Ya piensa Don Bernaldino
       Ir su amiga a visitar...

sea Bernaldim Ribeiro, pero así lo han creído graves autores, entre ellos el mismo don Agustín Durán, y es cierto que el romance, más bien que popular, parece del género de los amatorios que componían los últimos trovadores.