La escuela portuguesa del siglo XV, legó al XVI su mayor poeta: la primera obra dramática de Gil Vicente fué representada en 1502. Para hablar dignamente de este soberano ingenio, necesitaríamos un cuadro más amplio, en que su figura se destacase sobre las tablas del teatro primitivo, en vez de asomarse tímidamente al coro de las escuelas líricas. Gil Vicente es uno de los grandes poetas de la Península, y entre los nacidos en Portugal nadie le lleva ventaja, excepto el épico Camoens, que vino después, que es mucho más imitador, y que abarca un círculo de representaciones poéticas menos extenso. El alma del pueblo portugués no respira íntegra más que en Gil Vicente, y gran número [p. 348] de los elementos más populares del genio peninsular, en romances y cantares, supersticiones y refranes, están admirablemente engarzados en sus obras, que son lo más nacional del teatro anterior a Lope de Vega. A diferencia de los insulsos trovadores corte sanos del siglo XV, y a diferencia de la mayor parte de los poetas humanistas del siglo XVI, Gil Vicente vivió en comunión íntima con la tradición de su raza, y acertó a sacar de ella un nuevo y rico venero de poesía. Tuvo, además, el genio de la creación dramática en términos tales, que rompiendo las ligaduras de un teatro infantil, se levantó por su propio y solitario esfuerzo hasta la comedia de costumbres y el melodrama romántico, reflejando además en grandes alegorías satíricas todo el espectáculo de la vida de su tiempo, y dando forma cómico-fantástica a las grandes luchas de ideas del Renacimiento y de la Reforma. Admirable a veces por el vigor sintético de las concepciones, franco y osado en la ejecución, gran maestro de lengua familiar picante y expresiva; amargo y cínico en las burlas y muy sazonado en las veras; poeta y pensador de doble fondo, en quien siempre se adivina algo más de lo que la corteza muestra; devoto a ratos, a ratos cínico y libertino; pesimista lírico, con un concepto personal del mundo como todos los grandes humoristas le han tenido: su obra, por la tendencia demoledora, se da la mano con los Coloquios de Erasmo, con el Elogio de la locura, con el Diálogo de Mercurio y Carón, con las más valientes imitaciones lucianescas, que en gran copia produjo la primera mitad del siglo XVI; pero por el vuelo de la fantasía, por la mezcla de lo más trivial y bajo con las más altas idealidades, por la plasticidad que cobran al salir de sus manos las más extrañas figuras alegóricas, por la fuerza de los contrastes, por la férvida animación del conjunto, por la vena poética, tanto más eficaz cuanto más silenciosa corre entre el tumulto de chistes y bufonadas, Gil Vicente renueva, sin pretenderlo, la comedia aristofánica, que no conocía; y anuncia lo que habían de ser, andando el tiempo, los inmortales Sueños de Quevedo. Es fama que Erasmo, tan digno de comprender a Gil Vicente, tenía en grande estimación sus obras (las cuales quizá le había dado a conocer su amigo Damián de Goes); y que aprendió el portugués para mejor saborear los donaires e idiotismos de su estilo. Sea lo que fuere del valor de esta anécdota, no tan comprobada [p. 349] como quisiéramos, el parentesco de ideas entre estos dos hombres es innegable. Gil Vicente no fué protestante, como sin fundamento se ha pretendido, ni podía haber cosa más contraria a su índole; pero fué de pies a cabeza un erasmista, un espíritu libre, mordaz y agudo, como otros muchos doctos españoles de su tiempo, que con alguna rara excepción permanecieron dentro de la Iglesia ortodoxa, ejercitando su tendencia critica sin grandes escrúpulos ni respetos, y no sin daño de barras.
Como artista dramático, Gil Vicente no tiene quien le aventaje en la Europa de su tiempo. Quizá Torres Naharro tenía más condiciones técnicas, era más hombre de teatro, pero menos poeta que él; se acerca más al tipo de la comedia moderna: sus piezas tienen estructura más regular, pero menos alma. Gil Vicente hace pensar y soñar: Torres Naharro nunca. En el concepto ideal, el triunfo es siempre de Gil Vicente: en el concepto realista, la farsa de Inés Pereira, para no citar otras, prueba lo que hubiera podido hacer si las condiciones de su auditorio no se hubiesen opuesto al total desarrollo de su arte. Las primeras comedias italianas (exceptuado la Mandrágora), parecen pálidas copias de una forma muerta cuando se las compara con estas obras de apariencia tosca e informe, pero de tanta vida interior, de tanta filosofía práctica, de tan sabroso contenido.
Poco es lo que con certeza se sabe de la vida de Gil Vicente, exceptuando lo que consta en las rúbricas de sus propias obras dramáticas. Todos los esfuerzos de Teófilo Braga [1] no han llegado a convencernos de la identidad del poeta con el orífice Gil Vicente, autor de la custodia de Belem y de otras piezas artísticas memorables. Si Gil Vicente hubiese tenido tal oficio, y tal maestría, sería imposible que no hubiese dejado rastro de ello en alguna alusión de sus obras dramáticas, y que hubiesen guardado pro fundo silencio sobre su talento de artista todos los contemporáneos que hablan de él. [2]
[p. 350] No está fuera de duda la patria de Gil Vicente: Lisboa, Barcellos y Guimaraens contienden sobre ella. [1] Tampoco se sabe la fecha de su nacimiento, y sólo por conjeturas se la fija en 1469 ó 1470; lo cual le hace exactamente contemporáneo de Juan del Enzina. [2] Una rúbrica del Cancionero de Resende le llama Mestre Gil, y esto indica que fué graduado en Universidad, probablemente en la facultad de Leyes. Desde muy joven frecuentó el palacio, y tomó parte en los solaces poéticos. En 1482, un Gil Vicente, que no sabemos a punto fijo si es el nuestro, aparece designado ya como criado y escudero de D. Juan II, y en 1492 escribía versos para el proceso satírico de Vasco Abul, que puede verse en el Cancionero tantas veces citado.
Una circunstancia casual vino a revelarle su vocación dramática [p. 351] Fué en 8 de junio de 1502, como queda dicho. Acababa de nacer el príncipe que se llamó después D. Juan III, y para festejar a la recién parida reina Doña María (hija de los Reyes Católicos), recitó en su cámara Gil Vicente el monólogo del Vaquero, del cual dice expresamente que «fué la primera cosa que en Portugal se representó». Asistieron el rey D. Manuel, la reina Doña Beatriz su madre, y la duquesa de Braganza su hija. El monólogo fué en castellano, circunstancia que no ha de atribuirse sólo al deseo de lisonjear a la Reina hablándola en su lengua, puesto que ya sabemos que todos los poetas portugueses de aquel tiempo eran bilingües, y Gil Vicente lo fué con más ahínco y fortuna que ningún otro, puesto que de las cuarenta y dos piezas que componen su repertorio, sólo siete son puramente portuguesas: las otras treinta y cinco, castellanas en todo o en parte.
Corrían ya para entonces dos ediciones, por lo menos, del Cancionero de Juan del Enzina (1496 y 1501), en que están todas las églogas de su primera manera. Gil Vicente escribió a su imitación el monólogo del Vaquero, de cuyo estilo puede juzgarse por estos versos:
Todo el ganado retoza,
Toda laceria se
quita;
Con esta nueva
bendita,
Todo el mundo se
alboroza.
¡Oh qué alegría
tamaña!
La montaña
Y los prados
florecieron,
Porque ahora se
complieron
En esta misma
cabaña
Todas las glorias
de España...
Agradó en la corte este nuevo género de entretenimiento, y la reina vieja Doña Leonor, viuda de D. Juan II, la cual parece haber protegido de un modo señalado a Gil Vicente, estimulándole a la composición de muchas de sus obras dramáticas, quiso que se repitiese el monólogo en los maitines de Navidad, pero como no tenía ninguna conexión con aquella fiesta, prefirió el poeta hacer un auto pastoril castellano. Quedó la Reina tan satisfecha, que para el día de Reyes le encargó otro Auto de los Reyes Magos.
[p. 352] Estas primeras obras son puras y netas imitaciones de Juan del Enzina, sin ningún cambio ni progreso. En vano algunos autores portugueses, con desacordado recelo patriótico, han querido negar hecho tan evidente. Basta leer unas y otras piezas, para comprender que son de la misma familia. Los contemporáneos lo sabían perfectamente, y García de Resende lo dijo en su Miscelánea:
Postoque que Juan del
Enzina
O pastoril
começou.
No implica esto, ni mucho menos, que en Portugal durante la Edad Media no hubiera existido el teatro litúrgico. Existió, como en todas partes, aunque no haya quedado ningún monumento de él. Unas Constituciones del Obispado de Évora, bastante tardías (1534), pero que suponen otras más antiguas, y sobre todo costumbres ya arraigadas y abusos que había que extirpar, prohiben que «en las iglesias ni en los atrios de ellas se hagan juegos (ludi) ni representaciones, aunque sean de la Pasión de Nuestro Señor o de su Resurrrección o de su Nacimiento, ni de día ni de noche, sin especial licencia del Obispo, porque de tales autos se siguen muchos inconvenientes, y muchas veces producen escándalo en el corazón de aquellos que no están muy firmes en nuestra santa fe católica, viendo los desórdenes y excesos que en esto se cometen». Puede suponerse también que habría algún género de representaciones profanas, algún juego de escarnio. Y por otra parte, la poesía popular, tan conocida y tan amada de Gil Vicende, presenta rudimentos dramáticos en los juegos infantiles, en los bailes, y en otras diversas manifestaciones suyas. Finalmente, existían los grandes espectáculos palaciegos, los Momos y Entremeses, las cabalgatas y moriscadas, danzas y pantominas, acompañadas de disfraces. Pero el primitivo teatro de Gil Vicente no es nada de esto, aunque todo con el tiempo llegó a incorporárselo. Es un género literario, imitado de obras contemporáneas, que se llamaban églogas en vez de llamarse autos, como los llamó Gil Vicente: a esto se reduce la diferencia. En nada amengua esto la gloria del poeta lisbonense, que no está cifrada en estos primeros tanteos de su ingenio. Gil Vicente vale más, mucho más que Juan del Enzina, y en sus últimas obras apenas conserva nada [p. 353] de él, pero es cierto que empezó imitándole en lo sagrado y en lo profano, y que tardó mucho en abandonar esta imitación. Hasta el empleo de la lengua castellana, que en estas primeras piezas no es la dominante, sino la única, debía haber abierto los ojos a los críticos más preocupados, haciéndoles ver que era muy natural que Gil Vicente encontrase sus modelos en la lengua en que escribía, en vez de andarse a buscar pan de trastrigo en los misterios y moralidades francesas. Semejante imitación en un autor portugués de principios del siglo XVI, cuando Francia no ejercía ya ningún género de acción literaria sobre nuestra Península, es altamente inverosímil, aunque otra cosa parezca a los portugueses de ahora, afrancesados hasta la médula. Nada hay en las piezas de la primera manera de Gil Vicente que no se halle también en Juan del Enzina y en Lucas Fernández: ni el empleo de los villancicos finales, ni siquiera las escenas satíricas de ermitaños, que parecen tan geniales del poeta lusitano.
Donde éste comenzó a emanciparse, es en el extraño Auto de la sibila Casandra, representado ante la dicha reina Doña Leonor, en el monasterio de Enxobregas. «Trátase en él (dice la rúbrica) de la presunción de la sibila Casandra, que, como por espíritu profético supiese el misterio de la Encarnación, presumió que ella era la virgen de quien el Señor había de nacer, y con esta opinión nunca más quiso casarse.» La intervención de la Sibila en los Misterios de Natividad era muy antigua en el teatro litúrgico, y procedía de aquel famoso sermón atribuído a San Agustín, en que varios personajes del Antiguo y Nuevo Testamento son llamados a dar testimonio del advenimiento del Mesías, y después de ellos, en representación de los gentiles, Virgilio, Nabucodonosor y la Sibila. El texto más largo es el que se pone en boca de ésta, y consiste en veintisiete exámetros, que comprenden la descripción de las señales del juicio final. Este trozo fué romanceado muy pronto, especialmente en los dialectos de la lengua de oc, y siguió cantándose en algunas iglesias hasta días muy próximos a los nuestros. Milá y Fontanals llegó a reunir bastantes versiones de él, que ilustró doctamente en un trabajo especial. [1] Es [p. 354] de suponer que también las hubiese en otras lenguas y dialectos de la Península y de fuera de ella.
Tal fué, según creemos, el informe rudimento del cual Gil Vicente, dando por primera vez muestra de su potencia creadora, sacó la singular y fantástica poesía de su Auto; en que no figura una Sibila sola, sino las cuatro de que la antigüedad tuvo noticia, y con ellas Isaías, Moisés y Abraham, calificados de tíos de Casandra, y Salomón como pretendiente a su mano. Nada, a primera vista, más extravagante que este ensueño o devaneo dramático, en que aparecen revueltos la Mitología y la Ley Antigua, lo historial y lo alegórico, lo sacro y lo profano, agitándose todas las figuras en una especie de danza fantasmagórica. Salvo el contenido teológico, que en esta pieza de Gil Vicente es muy exiguo, allí está, si no me engaño, el primer germen del auto simbólico, que por excelencia llamamos calderoniano. Pero lo que hace más apreciable esta rara composición, envolviéndola en un ambiente poético, es aquel género de lirismo popular en que Gil Vicente alcanza la perfección sobre todos sus contemporáneos, y llega a confundirse con el pueblo mismo. Así en las coplas que canta Casandra:
Dicen que me case yo;
No quiero marido,
no.
Más quiero
vivir segura
Nesta sierra a mi
soltura,
Que no estar en
aventura
Si casaré bien o
no.
Dicen que me case yo;
No quiero marido,
no...
así en la folia que bailan los tres viejos:
¡Qué sañosa esta la
niñal
¡Ay Dios, quién la
hablaría!
En la sierra anda
la niña
Su ganado a
repastar;
Hermosa como las
flores,
Sañosa como la
mar...
y en el ingenuo canto de cuna con que los ángeles arrullan al niño Dios:
[p. 355] Ro, ro, ro,
Nuestro Dios y
Redentor,
No lloréis, que
dais dolor
A la virgen quo os
parió.
Ro, ro, ro...
Pero la perla del auto es sin duda esta cantiga, hecha y asonada por el mismo autor, que era, lo mismo que Enzina, poeta y músico a la vez:
¡Muy graciosa es la
doncella!
Digas tú el
marinero
Que en las naves
vivías,
Si la nave, o la
vela, o la estrella
Es tan bella.
Digas tú el
caballero
Que las armas
vestías,
Si el caballo, o
las armas, o la guerra
Es tan bella.
Digas tú el
pastorcico
Que el ganadico
guardas,
Si el ganado, o los
valles, o la sierra
Es tan bella.
Esto se bailaba, según indica el autor, de terreiro de tres por tres, cantándose, por despedida, como contraste, el siguiente belicoso villancico, que probablemente alude a las empresas de África:
¡A la guerra,
Caballeros
esforzados;
Pues los ángeles
sagrados
A socorro son en
tierra,
A la guerra!
Con armas
resplandecientes
Vienen del cielo
volando,
Dios y hombre
apellidando
En socorro de las
gentes.
¡A la guerra,
Caballeros
esmerados,
Pues los ángeles
sagrados
A socorro son en
tierra,
A la guerra!
Todo, pues, hasta la inspiración patriótica del momento, contribuyó a realzar el prestigio de este bellísimo auto, que por otra [p. 356] parte conserva el dato tradicional de las señales del juicio relatadas por la Sibila Erytrea; indicio manifiesto del nexo que le liga con el teatro litúrgico, a pesar de sus apariencias profanas. La versificación es de una gracia incomparable, y todo el poema, en medio de su caprichosa estructura, respira unción religiosa y piedad sencilla, por lo cual nunca degenera en farsa irreverente.
No tiene particular mérito el sencillísimo Auto de la Fe, representado en Almeirim delante del rey D. Manuel; pero debemos citarle, por ser la primera composición en que Gil Vicente hizo algún empleo de la lengua portuguesa, mezclándola con la castellana, y por terminar cantándose a cuatro voces una ensalada que vino de Francia: de donde muy gratuita y temerariamente han querido inferir algunos imitación francesa, siendo así que no trae la letra de dicha ensalada, y con decir que había venido de Francia, es claro que la da por ajena, y como un accesorio en que no intervino ni como poeta, ni como músico.
Mucho más vale el Auto de los cuatro tiempos, en que ya el género aparece enteramente secularizado, hasta con la intervención de una divinidad mitológica. Sólo el principio y el fin de esta pieza puede decirse que tengan conexión con la fiesta de Navidad. Lo restante es un diálogo lírico-descriptivo, en que la lozana imaginación del autor se explaya en deliciosas pinturas de la naturaleza, pidiendo como siempre sus alas a la poesía popular, y reanudando la tradición del primitivo cancionero galaico:
»En la huerta nace la
rosa:
Quiérome ir allá,
Por mirar al
ruiseñor
Cómo cantaba.»
Afuera, afuera,
nublados,
Neblinas y
ventisqueros!
Reverdecen los
oteros,
Los valles, sierras
y prados!
Reventado sea el
frío,
Y su natío:
Salgan los nuevos
vapores,
Píntese el campo de
flores
Hasta que venga el
estío.
»Por las riberas
del río
Limones coge la
virgo:
Quiérome ir allá,
[p. 357] Por mirar al ruiseñor
Cómo cantaba.»
Suso, suso, los
garzones
Anden todos
repicados,
Namorados,
requebrados:
Renovad los
corazones!
Agora reina Cupido,
Desque vido
La nueva sangre
venida:
Agora da nueva vida
Al namorado
perdido.
«Limones cogía la
virgo
Para dar al su
amigo.
Quiérome ir allá,
Para ver al
ruiseñor
Cómo cantaba.»
...........................................
«Para dar al su
amigo
En un sombrero de
sirgo,
Quiérome ir allá,
Por mirar al
ruiseñor
Cómo cantaba.»
Las abejas
colmeneras
Ya me zuñen los
oídos,
Paciendo por los
floridos
Las flores más
placenteras.
............................................
El tomillo por los
montes
Huele de dos mil
maneras...
..............................................
¡Cuán granado viene
el trigo!
Gracias a Dios, quedaba vencida y enterrada la pícara poesía del Cancionero de Resende. Nada más gracioso y más profundamente tradicional que el simbolismo erótico de los limones. Nueva sangre y nueva vida es, en efecto, la que corre a oleadas por este fragmento de poesía naturalista, que recuerda los mejores días de la bucólica siciliana.
Gil Vicente, cuya alma de artista era eco sonoro de todas las vibraciones de la conciencia de su siglo, pasaba, sin esfuerzo, de este paganismo ingenuo y desbordante, de esta embriaguez y plenitud de la vida, a la grave inspiración religiosa, al profundo y moral sentido de otros autos suyos, entre los cuales sobresale [p. 358] el que compuso en portugués con el título de Breve Summario da historia de Deus, y fué representado en presencia del rey don Juan III y de la reina Dª Catalina, en 1527: obra vigorosamente concebida y compuesta donde se desarrolla el cuadro inmenso de los destinos del linaje humano, desde la Creación hasta la Redención, poniéndose en escena los hechos más culminantes que se narran en las páginas sagradas: todo ello en estilo noble y robusto, y en un nuevo género de versificación más solemne y apropiado a la materia que el que hasta entonces había empleado, pues en vez de los metros cortos usa el verso dodecasílabo, pero no en estancias líricas, impropias del teatro, como lo había hecho Juan del Enzina, sino combinado con su hemistiquio, lo cual le da un movimiento ágil y variado, y constituye en realidad un nuevo ritmo aptum rebus agendis. [1]
Trasunto de este auto de Gil Vicente, así en el plan como en los personajes, pero muy amplificado, y no ciertamente con ventaja poética, es la famosa Victoria Christi del bachiller aragonés Bartolomé Palau, que su autor calificó de allegorica representación de la captividad espiritual en que el linaje humano estuvo por la culpa original debajo del poder del demonio, hasta que Cristo Nuestro Redentor con su muerte redimió nuestra libertad, y con su Resurrección reparó nuestra vida. Ignórase la fecha precisa de este poema, pero no cabe duda que fué escrito después de 1539 y antes de 1577, año en que dejó de existir el arzobispo de Zaragoza D. Hernando de Aragón, a quien la pieza está dedicada. Su popularidad fué grandísima, y hoy mismo sigue representándose en algunos pueblos de la montaña de Aragón y de la de Cataluña: supervivencia que no alcanza ninguna otra obra de nuestra primitiva escena.
[p. 359] Para mí es cosa clara que el bachiller Palau imitó a Gil Vicente; pero no creo que ni uno ni otro conociesen los Misterios cícliclos franceses, a pesar de la analogía que con ellos tienen sus composiciones. Téngase presente que hemos perdido todo nuestro teatro hierático de la Edad Media, salvo dos o tres fragmentos; y es más verosímil suponer que en ese teatro estaban iniciados ya todos los tipos de la dramaturgia religiosa, que no recurrir a la hipótesis de una influencia tardía e inverosímil. Lo primero es más conforme a las leyes de la evolución literaria. No se niega con esto el influjo de Francia, antes bien se le reconoce y afirma en su momento propio, es decir, desde el siglo XII al XIV.
Originalísimo se mostró Gil Vicente en otras alegorías satírico morales que poco tienen que ver con el drama litúrgico, y mucho con las agitaciones religiosas de su tiempo. Ya hemos dicho que sus ideas eran las del grupo llamado erasmista, que, aunque colocado en las fronteras de la Reforma, no las traspasó casi nunca. En ese mismo año 1527, en el año fatídico del saco de Roma, hacía representar Gil Vicente, meses antes de aquel gran escándalo de la cristiandad, el Auto da Feira, cuyo sentido es muy análogo al de la formidable invectiva que, en son de vindicar al Emperador, compuso el Secretario Alfonso de Valdés con el título de Diálogo de Lactancio y un arcediano. El Tiempo abre su tienda de mercader, y convida a la feria del mundo a todos estados de gentes:
En nome daquelle que
rege nas praças
D´ Anvers e Medina
as feiras que tem,
Começa-se a feira
chamada das Graças,
A' honra da Virgen
parida em Belem...
...............................................................
A feira, a feira,
igrejas, mosteiros,
Pastores das almas,
Papas adormidos;
Comprai aquí
pannos, mudae os vestidos,
Buscae as çamarras
dos outros primeiros
Os antecessores...
O presidentes do
Crucificado,
Lembrae vos da vida
dos sanctos pastores
Do tempo
passado.
[p. 360] Roma viene a la feria, y el diablo exclama:
Quero-me eu concertar,
Porque lhe sei a
maneira
De seu vender e
comprar.
Todo el auto está salpicado de rasgos por el mismo estilo, y aun más cáusticos e irreverentes, llegando a tocar algunos en la materia de indulgencias y jubileos, tan debatida entonces, y que dió ocasionalmente el primer impulso a la Reforma:
ROMA
Oh! vendei-me a paz
dos ceos,
Pois tenho o poder
na terra.
MERCURIO
O
Roma, sempre vi lá
Que matas pecados
cá
E leixas viver os
teus.
E
não te corras de mi,
Mas com teu poder
facundo
Assolves a todo o
mundo,
E não te lembras de
ti,
Nem ves que te vas
ao fundo...
................................................
E
não digas mal da feira,
Porque tu serás
perdida
Se não mudas a
carreira...
Gran temeridad parece a primera vista haber puesto en un auto de Navidad tan resbaladizos conceptos teológicos; pero cesa de todo punto el asombro, cuando se repara que tales ideas estaban en la atmósfera de aquel principio de siglo, y que no se hallan sólo en poetas y novelistas, a quienes los ensanches de la libertad satírica pudieran hacer sospechosos de ensañamiento o hipérbole; pues todo lo que en Gil Vicente, en Torres Naharro, o en Cristóbal de Castillejo se lee, es nada en comparación de lo que dijeron los ascéticos y moralistas del tiempo de Carlos V, exagerando también, no me cabe duda, y generalizando con exceso, arrebatados de su celo por el bien de las almas y del calor declamatorio que la indignación, musa de Juvenal, comunicaba a [p. 361] su estilo. [1] La misma audacia y desenvoltura con que tales cosas se escribían, ya por fines de edificación, ya por mero desahogo satírico, prueban la robusta fe de aquellos varones, y el ningún recelo que tenían del inminente peligro que iba a atribular a la Cristiandad.
En cuanto a Gil Vicente, nunca su libertad de pensamiento pasó más allá del límite que señalan los versos transcritos. No niega a la Iglesia de Roma el poder de absolver los pecados y de conceder indulgencias; pero es iracundo censor de la simonía, plaga del siglo XV más que de otro alguno, de la cual, seis años antes, había dicho enérgicamente otro poeta nuestro, el cartujano Juan de Padilla, cuya pureza de doctrina para nadie puede ser sospechosa:
Que por la pecunia lo
justo barata...
Haciendo terreno lo
espiritual,
Y más temporales
los célicos dones.
De esta emponzoñada fuente, nacía una espantosa relajación en la disciplina y en las costumbres. Gil Vicente, a quien tampoco tenemos por un espíritu muy austero, y que de todas suertes era enemigo nato de toda hipocresía, encontró aquí una vena inagotable de chistes y de cuadros picarescos, ora nos presente en la Farsa dos Almocreves (1526) el tipo bonachón pero grotesco del capellán de un hidalgo pobre, que en servicio de su [p. 362] señor desciende hasta tener cuidado de los gatos de la cocina, e ir a hacer compras a la plaza; ora en la Romagem de Aggravados (1533) traiga a la escena a un Fray Paço, fraile cortesano, con espada, guantes y gorra de velludo; ora pinte al clérigo de Beira (1526), que anda de caza rezando maitines con su hijo; ora en la Tragicomedia pastoril da Serra da Estrella (1527) haga decir a un ermitaño epicúreo:
Eu
desejo de habitar,
N' hua ermida a
mear prazer,
Onde podesse
folgar...
E que podesse eu
dançar nella:
E que fosse n' hum
deserto
D' infindo vinho e
pão,
E a fonte muito
perto,
E longe a
contemplação.
Muita
caça e pescaria,
Que podesse eu ter
coutada
E a casa temperada:
No verão que fosse
fría,
E quente na
invernada...
Las obras de Gil Vicente fueron duramente castradas por el Santo Oficio en la segunda edición de 1585, tiempos harto diversos de aquellos en que escribió el poeta; porque enmendados o mitigados muchos de los vicios y abusos, era materia de escándalo lo que en otro tiempo pudo ser hasta útil. Pero basta fijarse en lo que se suprimió, para no exagerar el alcance de las sátiras anticlericales de Gil Vicente. Por ejemplo, el Auto da Mofina Mendes (1534), en el cual, por cierto, está deliciosamente intercalada y puesta en acción la fábula de la lechera, empieza con un sermón jocoso predicado por un fraile: mandóse quitar, por la irreverencia del título de sermón, y en lo demás se reduce a ligeras burlas sobre las distinciones escolásticas y las citas impertinentes que hacían los predicadores; no sin alguna puntada contra las barraganías de los clérigos:
Estes dizem
junctamente
Nos livros aquí
allegados:
Se filhos haver não
podes,
Cría desses
engeitados
[1]
Filhos de clerigos
pobres...
[p. 363] En la comedia Rubena (1521), los protagonistas de aquella acción nada limpia son un abad de tierra de Campos, una doncella y un clérigo mozo; pero no se prohibió por esto, sino por contener gran número de hechicerías y oraciones supersticiosas. Nada de cuanto en la Nao d' amores (1527), en la Fragoa d' amor (1525), en el Templo d' Apollo (1526), y en otras piezas se dice de frailes, clérigos y ermitaños, tiene novedad ni trascendencia alguna. Las mismas pullas u otras más mordaces se encuentran a cada paso en Lucas Fernández, en Torres Naharro, en Diego Sánchez de Badajoz, y en todos los autores de nuestras primitivas comedias, farsas y églogas. El ermitaño, sobre todo, hipócrita y embustero, había llegado a ser un tipo cómico de los más socorridos.
Quien escribiese hoy como Gil Vicente, pasaría por un detractor encarnizado del estado monástico; pero en su tiempo, nadie le tenía por tal. Todo ese repertorio, en que la sátira es tan cruda y el lenguaje tan libre y desvergonzado, sirvió de pasatiempo y regocijo, no a un populacho tabernario, sino a una de las cortes más elegantes y fastuosas del Renacimiento, a la corte portuguesa de D. Manuel y de D. Juan III, espléndida y rica con los tesoros del vencido Oriente. Los príncipes, magnates, damas y prelados que eran ornamento de tales fiestas, reían los chistes de Gil Vicente, y no veían en ellos calumnia, ni aun malicia grave, porque desgraciadamente los originales de aquellos retratos estaban a la vista de todos. No había nacido de la caprichosa fantasía del poeta aquel fraile aseglarado y licencioso de la Fragoa d' amor, que hace alarde de «aborrecer la capilla, y el cordón, las vísperas y las completas, y el sermón y la misa, y el silencio y la disciplina:
Pareze-me bem bailar
E andar n' hua
folia...
Pareze-me bem
jogar,
Pareze-me bem
dizer:
—Vai chamar
minha mulher,
Que me faça de
jantar.
Isto, eramá, he
viver.
Tales frailes como éstos son los que tuvo que reformar el gran Cisneros, los que en número de más de mil emigraron a Marruecos [p. 364] en 1496 para vivir a sus anchas, huyendo de su reforma. Y de tales frailes, bien podía decir Gil Vicente que convenía secularizar, por lo menos, las dos terceras partes de ellos, y hacerles cargar con los arneses y pelear contra los moros de África. [1]
Pero dejando aparte esta digresión, a la cual sólo me ha conducido el tenaz empeño que muestran algunos críticos [2] en presentar a Gil Vicente con los falsos colores de precursor de la Reforma, de eco de las doctrinas de Juan de Huss, y hasta de mártir de la libertad de pensamiento, continuaremos la breve reseña que veníamos haciendo de su curiosísimo repertorio. Abundan en él las que pudiéramos llamar moralidades: composiciones ya estrictamente alegóricas, como el Auto da alma, o más bien «de la hospedería del alma» (1508); ya alternando lo alegórico con lo real, y lo más cómico con lo más devoto, como sucede en el Auto de Mofina Mendes, en que la Prudencia, la Pobreza, La Humanidad y la Fe, departen, no sólo con ángeles y patriarcas, sino con los rústicos Bras Carrasco y Payo Vaz. En el Auto da Cananea, uno de los últimos que compuso nuestro poeta (1534), las tres figuras de Silvestra, Hebrea y Veredina, personifican la ley de Naturaleza, la de Escritura y la de Gracia.
Pero la obra maestra de Gil Vicente bajo este respecto, y quizá la más digna de consideración del primitivo teatro peninsular, es la notabilísima trilogía de las tres Barcas, del Infierno, del Purgatorio y de la Gloria, en portugués las dos primeras, y la tercera en castellano, representadas sucesivamente delante de los Reyes de Portugal Doña María y D. Manuel, en los años 1517, 1518 y 1519; la primera en la cámara regia, la segunda en [p. 365] el Hospital de Todos Santos de la ciudad de Lisboa, durante los, maitines de Navidad, la tercera en Almeirim, y sin duda como complemento de alguna fiesta litúrgica, de lo cual conserva indicios en las lecciones y los responsos que en ella se intercalan.
Estas Barcas son una especie de transformación clásica de las antiguas Danzas de la muerte, no en lo que tenían de lúgubre y aterrador, sino en lo que tenían de sátira general de los vicios, estados, clases y condiciones de la Sociedad Humana. El cuadro general era idéntico, pero el simbolismo había variado, haciéndose más risueño y enlazándose con los recuerdos artísticos de una mitología nunca muerta del todo en el espíritu de las razas greco-latinas, y más vivaz que nunca en los días del segundo Renacimiento. Ahuyentada la horrible pesadilla de la danza de espectros que había asediado la imaginación de la Edad Media, volvía el barquero Carón a surcar las aguas de la infernal laguna, ejerciendo como en los diálogos del satírico de Samosata, no sólo el oficio de conductor, sino el de censor agridulce de la tragicomedia humana, al modo de Menipo el cínico y otros filósofos populares de la antigua Grecia. Erasmo y Pontano cultivaron en latín este género, y de ellos pasó a las lenguas vulgares, siendo el tipo más excelente entre nosotros el Diálogo de Mercurio y Carón, de Juan de Valdés: monumento clarísimo del habla castellana del tiempo del Emperador, no sólo por el argénteo estilo, inafectada elegancia y ática pureza de su autor, digno a veces de ser comparado con el mismo Luciano, sino por la profunda observación moral y los graves documentos de sabiduría práctica que contiene, sin que se vislumbren apenas los errores teológicos en que vino a caer aquel ilustre hijo de Cuenca durante el segundo período, enteramente místico, de su vida.
Este diálogo se escribió e imprimió en 1528, y, por consiguiente, no pudo influir en las primitivas Barcas de Gil Vicente, pero influyó de seguro en una refundición castellana mucho más extensa, acabada de imprimir en Burgos, en casa de Juan de Junta, a 25 días del mes de Enero de 1539, con el título de: Tragicomedia alegórica d' El Paraíso y d' El Infierno: Moral representación del diverso camino que hacen las ánimas partiendo de esta presente vida, figurada en los dos navíos que aquí parescen: el uno del Cielo y el otro el Infierno, cuya subtil invención y materia en [p. 366] el argumento de la obra se puede ver. Son interlocutores un ángel, un diablo, un hidalgo, un logrero, un inocente llamado Juan, un fraile, una moza llamada Floriana, un zapatero, una alcahueta, un judío, un corregidor, un abogado, un ahorcado por ladrón, cuatro caballeros que murieron en la guerra contra moros, el barquero Carón.
Hay en esta refundición mucho nuevo y bueno: la fuerza satírica es mayor, el diálogo tiene más viveza, la versificación corre más limpia y suelta, algunos trozos no tienen precio por lo acre y picante de los donaires. «Tiene cosas de las cosquillas (hubiera dicho Quevedo), porque hace reír con enfado y desesperación.» Pero esta tragicomedia castellana ¿es en realidad de Gil Vicente? Yo no acabo de persuadírmelo: la edición de Burgos, de la cual poseo copia fidelísima, no dice el nombre del autor. En otro manuscrito, copia sin duda de diversa edición, que cita Aribau en sus notas a los Orígenes de Moratín, parece que se leía la siguiente nota: «Compúsolo en lengua portuguesa, y luego el mesmo autor lo trasladó a la lengua castellana, aumentándolo.» Si así fué, hay que reconocer que en esta ocasión se excedió notablemente a sí mismo como artífice de versos castellanos. Y esto es precisamente lo que me hace desconfiar de que él fuese el traductor. En sus coplas castellanas, Gil Vicente tiene cosas hermosísimas, pero está lleno de incorrecciones, de versos cojos, de rimas falsas, de vocablos enteramente portugueses, propios de quien nunca había estado en Castilla. Nada o muy poco de esto hay en la tragicomedia, que es una de las piezas mejor escritas de aquel tiempo.
Ticknor tiene el mérito de haber indicado por primera vez la semejanza entre estas alegorías de Gil Vicente y una de las más antiguas piezas dramáticas de Lope de Vega, el auto sacramental del Viaje del alma, que, si hemos de atenernos a las indicaciones de El Peregrino en su patria (novela que es en parte autobiográfica), fué representado en una plaza de Barcelona hacia el año de 1599. Pero aunque el historiador norteamericano afirma caprichosamente que la idea y el orden de la fábula son casi los mismos en uno y otro autor, lo cual dista mucho de ser verdad, no apunta más semejanzas de detalle que la de los preparativos de viaje que el demonio, arráez de la barca del Infierno, hace en una y otra pieza.
[p. 367] Teófilo Braga, que acepta y amplia la indicación de Ticknor en su Historia do theatro portuguez, [1] nota con mejor acuerdo la diferencia entre ambas concepciones dramáticas. Pláceme transcribir las palabras del erudito profesor, inspiradas por la más ferviente admiración al genio de Lope, a quien llama el mayor escritor dramático de los tiempos modernos:
«Lope de Vega, como ingenio profundo y creador, aprovechó se simplemente de la idea, dándole una forma original y más perfecta: las diversas ánimas de Gil Vicente fueron reducidas por él a una sola, el Alma; y el Diablo, que en las Barcas trabaja solo, es aquí ayudado por la Memoria, por el Apetito, por los Vicios. El estribillo que cantan para darse a la vela, recuerda la forma lírica usada por Gil Vicente; la decoración indica también que Lope de Vega conoció los viejos autos portugueses. En el auto da Barca da Gloria, trae Gil Vicente esta rúbrica: «os Anjos desferrem a vela em que está o Crocifixo pintado». En el final del auto de Lope «descúbrese la nave de la Penitencia, cuyo árbol y entena eran una cruz, que por jarcias, desde los clavos y rótulo, tenía la esponja, la lanza, la escalera y los azotes, con muchas flámulas, estandarte y gallardetes bordados de cálices de oro». En el auto de Gil Vicente aparece un Papa; en el auto de Lope va al timón el Papa que entonces regía la Iglesia. En el auto portugués, Cristo resucitado es quien viene a gobernar la barca de la Gloria. En el auto de Lope acontece lo mismo como lo prueba la siguiente acotación: «Cristo en persona del maestro de la nave, con algunos ángeles como oficiales de ella.» Finalmente, la impresión general que deja el Viaje del Alma, es que Lope conocía aquel modelo, aunque, por otra parte, la invención tampoco pertenezca a Gil Vicente, puesto que los símbolos cristianos sacados de la nave se remontan a los primeros siglos de la Iglesia.»
A estas tan oportunas observaciones de Braga, sólo hay que añadir que el tipo de la barcarola lírica llevada al teatro por Gil Vicente y Lope de Vega en los cantos intercalados en estas piezas, es de indisputable origen galaico-portugués, encontrándose a cada paso bellísimas muestras en el Cancionero Vaticano:
[p. 368] Per ribeira do río
Vi remar o navío,
E sabor ey da
ribeira!
Per
ribeira do alto
Vi remar o barco;
Sabor ey da
ribeira...
As
froles do meu amado
Briosas vam no
barco;
E vam-se as flores
D'aquel bem com
meus amores.
As
froles do meu amigo
Briosas vam no
navío;
E vam-se as flores
D'aquel bem com
meus amores...
Cotéjense estas letras con la que cantan al fin del primer auto de Gil Vicente los cuatro fidalgos, caballeros de la Orden de Cristo, que murieron en las partes de África:
A barca, a barca
segura:
Guardar da barca
perdida;
A barca, a barca da
vida.
..............................................
A barca, a barca,
mortaes;
Porém na vida
perdida
Se perde a barca da
vida...
o el bello romance con que da principio el Auto da Barca do Purgatorio:
Remando van remadores
Barco de grande
alegría...
Así las formas líricas y tradicionales persisten por misterioso atavismo en el arte de las edades cultas; y de esta manera, en el inmenso mundo poético que llamamos teatro de Lope, se reducen a unidad armónica todos los elementos del genio peninsular.
Los autos hasta aquí citados, con otros de menor importancia, [1] constituyen el primer libro del cuerpo de las obras de Gil [p. 369] Vicente, llamado por sus editores obras de devoción, aunque algunos pasos poco tengan de devotos. El libro segundo comprende las comedias, y el tercero las tragicomedias: división arbitraria, puesto que ninguna diferencia substancial separa en Gil Vicente los dos géneros, pudiéndose llamar indiferentemente comedias o tragicomedias la de Rubena y la del Viudo, la de D. Duardos y la de Amadís de Gaula. En cambio, bajo la rúbrica de tragicomedias, se confunden con piezas como las dos últimamente mencionadas, una serie de representaciones alegóricas y de circunstancias, que constituyen un género enteramente distinto. Y, por el contrario, en la sección cuarta se agrupan, bajo el título de farsas, verdaderas comedias, aunque en miniatura; escritas en portugués las más de ellas. Prescindiendo, pues, de esta división tradicional, que tampoco responde al orden cronológico, examinaremos rápidamente las principales formas que tiene la comedia en Gil Vicente.
Y ante todo conviene advertir que ni el teatro latino, ni el teatro italiano del Renacimiento, influyeron en él para nada. Se le ha llamado el Plauto portugués, y a la verdad, el género de sus gracias cómicas, sobre todo en las farsas, es más plautino que terenciano, pero lo es por semejanza de índole, no por disciplina literaria. Gil Vicente, que era humanista, habría leído de seguro a Plauto y Terencio, pero no les imita nunca. Por el desorden fantástico de las concepciones, por el tránsito continuo de lo elevado a lo grotesco, por lo brusco e inesperado de las alusiones y de las invectivas, y también por la riqueza y pompa lírica, recuerda mucho más las comedias de Aristófanes, a quien probablemente no conocía, y cuya influencia en el teatro moderno nunca ha sido directa. En algunas de sus alegorías, por ejemplo, en la Exhortación a la guerra, Gil Vicente es un poeta aristofánico, hasta por el sentido político y patriótico de sus advertencias y profecías, que se levantan majestuosas en medio del fuego graneado de los conjuros del hechicero y de las bufonadas del coro de diablos.
[p. 370] En cuanto a los poetas cómicos italianos, Gil Vicente no da muestras ni siquiera de haberlos leído. Nunca se inspira en las fábulas dramáticas del Ariosto, ni de Bibbiena, ni de Machiavelli, y eso que el espíritu del secretario de Florencia tenía más de un punto de afinidad con el suyo. Para hacer la sátira de los frailes y de los hipócritas, Gil Vicente no tenía que aprender nada de nadie, puesto que nunca pudo contener esta ingénita propensión suya. Gil Vicente es originalísimo en su teatro profano, pero creemos que también en esta parte debe alguna, aunque pequeña, obligación a Juan del Enzina. En la Comedia de Rubena (1521), que es tan desconcertada en su plan, tan irregular y tan llena de fárrago como la Farsa de Plácida y Vitoriano, hay una escena en ecos, y otras evidentes reminiscencias de aquella pieza. Además, como todos los autores de su tiempo, pudo aprender lo más profundo del arte de la comedia en La Celestina, de la cual tomó, entre otras cosas,«el tipo de la alcahueta Brígida Vaz, que tan desvergonzadamente anuncia sus baratijas en la Barca del Infierno, pieza que (dicho sea entre paréntesis) fué representada en la cámara regia, «para consolación de la muy católica y santa reina Doña María, estando enferma del mal de que falleció».
¿Debe contarse entre los libros que estudió Gil Vicente la Propalladia de Torres Naharro? Muy verosímil parece, puesto que la primera edición de este famoso libro es de 1517, y ya antes corrían de molde algunas de las piezas que comprende; por ejemplo, la Tinelaria. Además, el poeta extremeño debía de ser muy conocido en Portugal por la comedia Trofea, que en 1514 había escrito y hecho representar ante la Santidad de León X, loando y magnificando las glorias de aquel reino, con motivo de la famosa embajada que llevó Tristán de Acuña. Pero da la casualidad de que precisamente la comedia de Gil Vicente que más se parece a otra de Torres Naharro, la Comedia del Viudo, cuya intriga es algo semejante a la de la Comedia Aquilana, tiene que ser anterior, puesto que lleva la fecha de 1514, al paso que la Aquilana ni siquiera figura en la primera edición de la Propalladia. Queda, pues, la graciosa miniatura de Gil Vicente como primer ensayo del tema romántico, luego tan repetido, del príncipe disfrazado por amor: interesante situación que el autor complica haciendo que el corazón de Don Rosvel fluctúe entre [p. 371] las dos hijas del viudo, hasta que afortunadamente viene otro príncipe hermano suyo a resolver el conflicto, casándose con la menor:
Estánse
dos hermanas
Doliéndose de sí;
Hermosas son
entrambas
Lo más que nunca
vi.
¡Hufa, hufa!
A la fiesta, a la
fiesta,
Que las bodas son
aquí.
Namorado
se había dellas
Don Rosvel Tenorí;
Nunca tan lindos
amores
Yo jamás cantar oí.
¡Hufa, hufa!
A la fiesta, a la
fiesta,
Que las bodas son
aquí,
Todo es comedido y decoroso, todo gentil y caballeresco en esta pieza, escrita íntegramente en castellano: hasta el fraile que viene a consolar al viudo, es, por caso único en Gil Vicente, un buen fraile; el contraste entre el viudo desconsolado y un compadre suyo que se queja de la inaguantable mujer que tiene, es muy cómico y de la mejor ley. Todas las escenas están tocadas con una ligereza y una elegancia que sorprenden en autor tan primitivo.
Nada, por el contrario, más grosero, más incongruente y peor combinado que la comedia bilingüe de Rubena (1521), que tiene, sin embargo, cierta fantástica poesía, y es la más antigua comedia de magia de nuestro teatro, o a lo menos la primera en que intervienen hadas y hechiceras. Es también la única pieza de Gil Vicente que presenta división en escenas, las cuales, en realidad, son tres actos pequeños, precedidos de un argumento que recita un Licenciado. El uso de estos introitos explicativos, que Juan del Enzina había renovado en Plácida y Vitoriano, y que Torres Naharro usó constantemente, no es exclusivo de la comedia clásica: recuérdese el praecentor de los dramas litúrgicos, y el prólogo o protocolo de los misterios franceses.
En la primera de estas scenas, se presenta con la mayor brutalidad una situación repugnantísima: el parto de una muchacha [p. 372] seducida y abandonada por un clérigo. Pero Gil Vicente era tan poeta, que, en medio del bárbaro gusto de su tiempo, nunca deja de hacer pasar por lo más abyecto y horripilante un rayo de la luz de lo ideal. Así se lamenta en un monólogo la desventurada Rubena:
¡Oh, tristes nubes
escuras,
Que tan recias
camináis;
Sacadme destas
tristuras,
Y llevadme a las
honduras
De la mar, adonde
vais!
Duélanvos mis
tristes hadas,
Y llevadme
apresuradas
A aquel valle de
tristura,
Donde están las mal
hadadas,
Donde están las sin
ventura
Sepultadas...
Riquísimo es el material folk-lórico que puede sacarse de esta comedia. Con ella, con el Auto das fadas, y con muchos rasgos sueltos de todas las obras del poeta, sería hacedero un inventario de oraciones supersticiosas, de ensalmos y conjuros, de prácticas misteriosas y vitandas, de todas las formas y manifestaciones de lo sobrenatural diabólico en la mitología del pueblo peninsular. Es claro que un espíritu tan culto, tan maligno y aun escéptico como el de Gil Vicente, no había de participar de la credulidad del vulgo, pero se complace en las supersticiones como curioso y como artista, las recoge con pasión de coleccionador, las explota como un elemento poético-fantástico, y parece que su poderoso instinto le hace penetrar hasta el fondo de esas reliquias del paganismo ibérico, y sentir cómo hierven confusamente en el alma popular. Ningún otro poeta nuestro le ha aventajado en esta rara erudición, que a veces traspasa las rayas del lícito conocimiento e invade las del dilettantismo ocasionado y pecaminoso. Es tal lo concreto y preciso de los detalles, que hace sospechar en Gil Vicente procedimientos análogos a los que en nuestros días empleó Jorge Borrow para hacerse dueño de la lengua de los gitanos y tan consumado en la noticia de sus costumbres. No se llega a saber tanto sin mucha familiaridad con el objeto conocido.
Pero otro más apacible género de poesía popular que el de las [p. 373] brujas y las comadres esmalta la Rubena: así los cantares del ama de cría, que recuerda, entre otros viejos romances, el de En París estaba Doña Alda, y el de Vámonos dijo mi tío—a París esa ciudad; así el coro de las mozas de labor, que alivian su trabajo con esta cantiga en el gusto de Juan del Enzina:
«Halcón que se atreve
Con garza guerrera,
Peligros espera.
......................................
La caza de amor
Es de altanería;
Trabajos de día,
De noche dolor:
Halcón cazador,
Con garza tan
fiera,
Peligros
espera...
Finalmente, notaremos la primera aparición de la figura del bobo, llamado en Portugués «parvo».
La Rubena es comedia novelesca de pura invención, lo cual explica su tosquedad y desaliño, bien perdonables en época tan infantil del arte. Don Duaraos y Amadís de Gaula son tragicomedias fundadas en libros de caballerías, y, por tanto, ofrecen un conjunto más regular y agradable. La ficción novelesca estaba más adelantada que la teatral, y ésta tenía que dar sus primeros pasos como con andadores, o asida a las faldas de la primera. Así lo comprendió Juan del Enzina, buscando en las novelas sentimentales del corte de la Cárcel de Amor inspiración para sus últimas églogas. Gil Vicente, cuyo sentido poético era tan superior, entendió que en los libros de caballerías, más gustados en Portugal que en ninguna parte, había una brava mina que explotar, y se internó por ella, abriendo este sendero, como otros varios, al teatro español definitivo, al teatro de Lope, y aun pudiéramos decir al de Calderón, que todavía trató algunos temas caballerescos como brillantes libretos de ópera. Los libros de que se valió Gil Vicente para estas dos piezas, compuestas totalmente en castellano, fueron el Amadís de Gaula, el primero y más excelente de todos los de su género, el padre y dogmatizador de toda la andante caballería (libro nacido, según la opinión más probable, [p. 374] en Portugal, pero que ya no se conocía allí más que en la refundición castellana del Regidor de Medina del Campo Garci Ordónez de Montalvo) y el Primaleón, así comúnmente llamado, aunque su primitivo título fuese Libro segundo de Palmerín, que trata de los grandes fechos de Primaleón y Polendos sus fijos: y assi mismo de los de don Duardos, príncipe de ynglaterra (1524), obra de autor desconocido, pero que en el siglo XVI se atribuía, lo mismo que el Palmerín de Oliva, a una dama de Ciudad Rodrigo (la señora Augustobriga), tradición ya consignada por Francisco Delicado en la magnífica y correcta edición que del Primaleón publicó en Venecia en 1534: «la que lo compuso era mujer, y filando al torno, se pensaba cosas fermosas que decía a la postre».
En pocas cosas se advierte tanto el genio dramático de Gil Vicente, como en no haberse perdido en la enmarañada selva de aventuras que contienen estos libros, ni haber caído en la tentación de dialogar una tras otra sus escenas. Se atuvo con sobriedad a una sola situación interesante, que en el Amadís de Gaula son los amores de Oriana, y especialmente el episodio de la penitencia de Beltenebrós en la Peña Pobre; y, en el Don Duardos, los amores del protagonista con la infanta Flérida, hija del Emperador de Constantinopla. Dramatizó, pues, algunos incidentes novelescos, pero no escribió la comedia a manera de novela. De fábulas tan embrolladas acertó a sacar un cuadro escénico, sencillo e interesante, prescindiendo de la desaforada máquina de gigantes, vestiglos y endriagos, de la monótona repetición de mandobles, tajos y rebeses, desafíos y pasos de armas; insistiendo en la parte humana, y especialmente en aquella pasión que es el alma del teatro; y dando a veces muy viva y delicada expresión a los afectos y a las cuitas amorosas del doncel de la mar y de Don Duardos, en pulidas y gentiles coplas de pie quebrado; v. gr.: estas que canta el príncipe de Inglaterra, disfrazado de hortelano:
¡Oh palacio
consagrado,
Pues que tienes en
tu mano
Tal tesoro,
Debieras de ser
labrado
De otro metal más
ufano
Que no el oro!
[p. 375] Hubieron de ser rubines,
Esmeraldas muy
polidas
Tus ventanas,
Pues que pueblan
serafines
Tus entradas y
salidas
Soberanas.
Yo adoro, dïosa
mía,
Más que a los
dioses sagrados
La tu alteza,
Que eres dios de mi
alegría,
Criador de mis
cuidados
Y tristeza.
A ti adoro,
causadora
De este vil oficio
triste
Que escogí.
A ti adoro, mi
señora,
Que mi ánima
quisiste
Para ti.
Por los ojos
pïadosos
Que te vi n'este
lugar,
Tan sentidos,
Claríficos y
lumbrosos,
Dos soles para
cegar
Los nacidos;
Que alumbres mi
corazón,
¡Oh Flérida, diosa
mía,
De tal suerte
Que mires la
devoción
Con que vengo en
romería
Por la muerte!
Tú duermes, yo me
desvelo,
Y también está
dormida
Mi esperanza:
Yo solo, señora,
velo
Sin dios, sin alma,
sin vida,
Y sin mudanza.
Si el consuelo
viene a mí,
Como a mortal
enemigo
Le requiero:
Consuelo, vete de
haí,
No pierdas tiempo
conmigo,
No te quiero.
...............................................
¡Oh floresta de
dolores,
Árboles dulces,
floridos,
Inmortales,
[p. 376] Secárades vuestras flores,
Si tuviérades
sentidos
Humanales!
Que partiéndose de
aquí
Quien hace tan
soberana
Mi tristura,
Vos, de mancilla de
mí,
Estuviérades mañana
Sin verdura.
Pues acuérdesete,
Amor,
Que recuerdes mi
señora
Que se acuerde,
Que no duerme mi
dolor,
Ni soledad sola un
hora
Se me pierde.
Amor, Amor, más te
pido;
Que cuando ya bien
despierta
La verás,
Que le digas al
oído:
«¡Señora, la
vuestra huerta!»
¡Y no más!
Porque, Amor, yo
quiero ver,
Pues que Dios eres
llamado
Celestial,
Si tu divinal poder
Hará subir en
brocado
Este sayal;
Que para ser tú
loado,
A milagros te
esperamos;
Que lo igual
Ya sin ti se está
acabado,
Y por lo imposible
andamos,
No por ál...
Toda esta tragicomedia es un delicioso idilio; pero, como si al fin de ella hubiese querido Gil Vicente dar una muestra de lo más exquisito de su poesía lírica, hizo cantar al coro un romance incomparable, como no se hallará otro compuesto por trovador o poeta de cancionero: tan próximo está a la inspiración popular, y de tal modo la remeda, que se confunde con ella:
En el mes era de
Abril,
De Mayo antes un
día,
Cuando los lirios y
rosas
Muestran más su
alegría,
[p. 377] En la noche más serena
Que el cielo hacer
podía,
Cuando la hermosa
Infanta
Flérida ya se
partía:
En la huerta de su
padre
A los árboles
decía:
—Quedaos a
Dios, mis flores,
Mi gloria que ser
solía;
Voyme a tierras
extranjeras,
Pues ventura allá
me guía.
Si mi padre me
buscare,
Que grande bien me
quería,
Digan que el Amor
me lleva,
Que no fué la culpa
mía:
Tal tema tomó
conmigo,
Que me venció su
porfía:
Triste, no sé a dó
vo,
Ni nadie me lo
decía.
Allí hablara don
Duardos:
—No lloréis,
mi alegría,
Que en los reinos
de Inglaterra
Más claras aguas
había,
Y más hermosos
jardines,
Y vuestros, señora
mía.
Ternéis trescientas
doncellas
De alta genealogía:
De plata son los
palacios
Para vuestra
señoría,
De esmeraldas y
jacintos,
De oro fino de
Turquía,
Con letreros
esmaltados
Que cuentan la
vida mía,
Cuentan los vivos
dolores
Que me distes aquel
día
Cuando con
Primalëón
Fuertemente
combatía:
Señora, vos me
matastes,
Que yo a él no lo
temía.
—Sus lágrimas
consolaba
Flérida, que
aquesto oía;
Fuéronse a las
galeras
Que don Duardos
tenía.
Cincuenta eran por
cuenta,
Todas van en
compañía:
Al son de sus
dulces remos
La Princesa se
adormía
[p. 378] En brazos de don Duardos,
Que bien le
pertenecía.
Sepan cuantos son
nacidos
Aquesta sentencia
mía:
«Que contra muerte
y amor
Nadie no tiene
valía.»
[1]
Otra vena dramática abrió Gil Vicente, que en el teatro español, especialmente en el de Lope, había de ser caudalosísima. Su Comedia sobre la divisa de la Ciudad de Coimbra (1527), es el primero, aunque rudísimo ensayo, de aquellas leyendas locales, heráldicas y genealógicas, que de las historias de pueblos pasaron al teatro. No es de aplaudir el absurdo embrollo que inventó Gil Vicente para explicar los símbolos de la Princesa, del León, de la Serpiente y el Cáliz que aquella ciudad tiene por armas, y las tradiciones de su río, y otras antigüedades; pero ha de tenerse en cuenta lo que históricamente significa este conato de drama arqueológico, no ensayado hasta entonces en ninguna parte de Europa.
Comedias novelescas son, aunque con matices varios, las que hasta ahora llevamos citadas. Pero Gil Vicente cultivó además la comedia de costumbres, y aun pudiéramos decir que aspiró a la comedia de carácter. Debe advertirse, ante todo, que lo cómico se manifiesta en su teatro de dos diversas maneras. Está como difuso por todas sus composiciones sagradas y profanas, penetra en todas sus alegorías, hace resonar sus cascabeles en las situaciones más solemnes, y otras veces se insinúa con blanda ironía, mucho más eficaz que la carcajada estrepitosa. Entran en él por partes iguales el humor satírico y lo cómico de imaginación, elevado a veces hasta el humorismo romántico. Esta es quizá la forma más elevada de su original talento, la categoría superior de su arte. Pero posee también lo cómico de observación, y le manifiesta de un modo concreto en sus farsas, escritas comúnmente en portugués, y algunas de las cuales, bajo el aspecto técnico, [p. 379] son lo mejor de sus obras. Estas piezas, de breve y sencillísima composición, no tenían precedente alguno (a no ser que quiera contarse por tal la comedia francesa del Avocat Pathelin), y no tuvieron quien las superase hasta que Lope de Rueda compuso sus pasos sabrosísimos. En ésta, como en tantas otras cosas, Gil Vicente tuvo que ser maestro de sí mismo y sacarlo todo de su propio fondo, o más bien del asombroso poder que tenía para ver la realidad con ojos libres de telarañas. Estas farsas no son propiamente comedias, sino cuadros de costumbres dialogados: algo parecido a lo que son los entremeses de Cervantes, los sainetes de D. Ramón de la Cruz, y otras joyas del antiguo género chico. Una sola situación cómica, uno o dos personajes grotescos, bastan para el cuadro de Gil Vicente. Sólo en O Velho da horta y en la Farsa de Inés Pereira hay verdadera acción: en las restantes, el nudo es flojísimo. Pero ¡qué tesoro de lenguaje popular! ¡Qué animación picaresca! ¡cuánta espontaneidad y cuánta fuerza de sentido común! ¡Qué galería de figuras risibles!, si bien el poeta abusa demasiadamente de los tipos, ya convencionales y monótonos, de frailes escandalosos, de clérigos amancebados, y de celestinas con puntas y collares de hechicería. El amaneramiento es escollo de que rara vez se salva el poeta dramático, por lo mismo que es en él muy fuerte la tentación de repetir lo que mejor sabe hacer y lo que más se le ha aplaudido. Ni Molière se libró de ello con sus médicos y sus maridos pacientes, ni Moratín con sus viejos y sus niñas. ¿Qué de particular tiene que no alcanzase a evitarlo Gil Vicente, escribiendo en época tan ruda, en que el más sencillo perfil cómico implicaba un esfuerzo de creación tan arduo, acaso, como las invenciones más complejas de los poetas de las edades cultas? Aun así es admirable el número de tipos que esbozó, y que presentan como en compendio la sociedad portuguesa del gran siglo, tomada por su aspecto menos heroico. El galancete enamorado ridículo, asiduo lector de cancioneros manuscritos, que tañe la viola a las puertas de su dama, con acompañamiento de todos los gatos y perros de la vecindad; [1] la infiel esposa sobresaltada por la inesperada aparición del marido que [p. 380] torna de la India, mientras ella trae al retortero a dos galanes, uno en casa y otro en la calle; [1] el labrador viejo y tentado de la risa, perseguidor de las doncellas que vienen a su huerta; [2] el judío casamentero; [3] los negros [4] y las gitanas; [5] el juez de Beira, juzgador a lo Sancho Panza; [6] el hinchado hidalgo de poca renta, que mata de hambre a sus servidores, empeñándose en tener capellán y orífice propio y gran número de pajes; [7] el físico pedante, maestre Enrique, precursor de los médicos de Molière... [8] Para encontrar [p. 381] caricaturas semejantes, hay que llegar hasta El Lazarillo de Tormes, o más bien ni unas ni otras son caricaturas, sino trasuntos fidelísimos de la vida peninsular, interpretada por artistas de genio.
El lenguaje, en la parte castellana (que aquí es la menor), adolece de muchos lusitanismos, que no pueden pasar por arcaísmos, [p. 382] y de verdaderas infracciones gramaticales. Pero el portugués es tal como no ha vuelto a escribirse después ni para el teatro ni fuera de él: riquísimo, pintoresco, expresivo, matizado de proloquios, saturado de gravedad zumbona, de picante ironía, de maliciosa sencillez. Si nuestros hermanos no han vuelto a acertar con el verdero estilo cómico, si en nuestro siglo, por ejemplo, no han tenido un Bretón y se han dado a remedar pobremente los sofísticos problemas de la alta comedia francesa, tan exótica en Lisboa como aquí, la principal causa está en el olvido en que han dejado caer la herencia de gloria que les legó Gil Vicente, el tesoro inagotable de sus castizos donaires, del cual todavía algunas reliquias quedaron en los autos de Antonio Prestes y Antonio Ribeiro Chiado, en las óperas del infortunado judío Antonio José da Silva, y aun en la insolente y desgarrada prosa de los folletos políticos del P. José Agustín de Macedo.
Hay entre las farsas de Gil Vicente una que no sin fundamento puede reivindicar el título de comedia, o, a lo menos, el de proverbio dramático. Hízola nuestro poeta como en son de desafío a los detractores de las obras de su ingenio, a los que llegaban hasta negarle la paternidad de ellas, y la hizo sobre un refrán que ellos mismos le dieron; «mas quiero asno que me lleve, que caballo que me derribe». Así nació la Farsa de Inés Pereira, representada ante D. Juan III, en el convento de Thomar, el año 1523. Nunca mostró Gil Vicente más habilidad técnica; nunca tocó tan finamente los caracteres; nunca movió con tanta gracia los títeres de su pequeño escenario, como en aquel faceto enredo, cuya situación final es de la mayor fuerza cómica, aunque más en el género de los cuentos de Boccaccio que en el de las célebres parábolas matrimoniales de Shakespeare y de Fletcher (Taming of the Shrew, Rule a wife and have a wife), puesto que aquí es el segundo marido el gobernado y domado, hasta el punto de servir como asnal cabalgadura a su mujer cuando va en romería a ver al ermitaño.
Aunque sea cierto que Gil Vicente, en esta farsa y en alguna otra, se acercó más que en el resto de sus poemas escénicos al tipo de comedia que los preceptistas clásicos llamaban menandrina, no lo es menos que guardó las más brillantes galas de su poesía para aquel género de tragicomedias alegóricas de grande [p. 383] espectáculo con que ennobleció las fiestas palaciegas de dos reinados sucesivos, haciendo oficio, no de adulador ni de truhán, sino de entusiasmado espectador de las grandezas de su pueblo y de la magnífica expansión de la vida portuguesa del Renacimiento, en la cual, sin embargo, no dejaban de apuntar síntomas de decadencia, que él fué de los primeros en advertir y denunciar con libre espíritu y con aquel género de adivinación profética, que es don rara vez negado a los poetas excelsos. Hasta qué punto ardía la llama patriótica en el viril espíritu de Gil Vicente, lo muestra la Exhortação da guerra [1] donde la poesía corre como un surco de fuego, para levantar el espíritu de los conquistadores de Azamor (1513). Gil Vicente tenía en su lira todas las cuerdas del alma portuguesa; pero sobre los rasgos del gallego melancólico y soledoso, predominan en su acentuada fisonomía los del duro lusitano, del extremeño seco y cetrino, raza de los Alburquerques y Pizarros, que tan fieramente estampó su huella en las pagodas indostánicas y en los templos de los hijos del Sol.
Es notable, además, la Exhortação da guerra, por el extraño brío y novedad de la parte fantástica. A la manera que el doctor Fausto evocó de entre los muertos a la bella Elena, símbolo de la hermosura clásica, el clérigo nigromante que Gil Vicente pone en escena, con acompañamiento de dos espíritus diabólicos que tiene por familiares, hace que se levanten, obedeciendo a sus conjuros, Aquiles y Polixena, Héctor y la Reina Pantasilea, y otras sombras clásicas, que al volver a la luz y mezclarse entre los vivos, reaparecen bañadas en una atmósfera de paganismo romántico.
[p. 384] Sin llegar a este grado de fuerza poética y taumatúrgica, valen mucho, por lo ingenioso de las alegorías y de las invenciones, la Fragoa d'amor (1525), puesta en escena en los desposoríos del Rey D. Juan III y de la Reina Doña Catalina; el Templo de Apolo, escrito con ocasión de la partida de la Emperatriz Doña Isabel para Castilla (1526); la Nao d'amores, que sirvió para festejar la entrada de Doña Catalina en Lisboa (1527), y el auto de las Cortes de Júpiter, célebre más que ningún otro por la pompa con que fué representado en las fiestas del casamiento de la Intanta Doña Beatriz, Duquesa de Saboya (1519), y por la novelesca interpretación que en nuestros días le dió Almeida-Garrett enlazándole con la leyenda de los amores de Bernaldim Ribeiro, y edificando sobre esta base su drama Un auto de Gil Vicente, primera obra del gusto romántico que apareció en la escena portuguesa (1838). [1] La Fragua es una de las rarísimas piezas en que Gil Vicente tiene imitaciones directas de algún poeta clásico. Venus aparece buscando a su hijo el Amor, y se queja de su pérdida en términos análogos a los del primer idilio de Mosco, atribuído por algunos a Teócrito.
Pero ni a Teócrito, ni a Mosco, ni a ninguno de los maestros del culto idilio alejandrino o siciliano, ni a Virgilio su imitador, debe Gil Vicente su propio y encantador bucolismo, que ya apunta en alguno de los autos sagrados, y que luego más libremente se manifiesta en la Tragicomedia pastoril da Serra da Estrella (1527) y en los dos bellísimos Triunfos, del Invierno y del Verano. Es evidente que también en esta parte tuvo por precursor a Juan del Enzina, pero dejándole a tal distancia, que apenas se advierte el remedo. La égloga en Juan del Enzina es muy realista y algo prosaica: en Gil Vicente es lírica, es un impetuoso ditirambo, un himno a las fuerzas vivas de la naturaleza prolífica y serena, eterna desposada que resurge al tibio aliento de cada primavera, vencedora de las brumas y de los hielos del Invierno. En vano hace éste ostentación y alarde de su poderío en valientes versos:
[p. 385] Sepan todos abarrisco
Que yo soy Juan de
la Greña,
Estragador de la
leña,
Y sembrador del
pedrisco...
Ojeador
de las cigüeñas,
Destierro de
golondrinas,
Voz de las aguas
marinas,
Agravio de viejas
dueñas.
Dios
de los fríos vapores
Y señor de los
nublados,
Peligro de los
ganados,
Tormento de los
pastores...
Aunque
veáis mi figura
Como de salvaje
bruto,
Yo cubro el aire de
luto,
Y las sierras de
blancura.
Quito
las sombras graciosas
Debajo de los
castaños,
Y hago a los
ermitaños
Encovar como
raposas.
Hago
mustios los perales,
Los bosques
frescos,
medoños,
Hago alegres
los madrodos
Y llorosos los
rosales.
Hago
sonar las campanas
Muy lejos con mis
primores,
Y callar los
ruiseñores,
Y los grillos y las
ranas.
Hago
a buenos y a ruïnes
Cerrar ventanas y
puertas,
Y hago llorar las
huertas
La muerte de los
jardines.
Las
viñas hago marchitas
Y los arroyos
riberas;
Hago lagunas las
eras
Y cisternas las
ermitas...
Afuera,
afuera, calores,
Y locuras del
verano,
Y traiga el viento
solano
Otros misterios
mayores...
Yo
quiero sobre la mar
Demostrar mi
poderío:
Pues la tierra
gusta el frío,
Tormentas quiero
ordenar.
[p. 386] Haré cantar las sirenas,
Y peligrar a las
naves,
Y haré gritar a las
aves
Y volar a las
arenas...
No debía de faltar aparato de máquinas y decoraciones cuando estas alegorías se representaban en los saraos de palacio. Gil Vicente llega a poner en escena el espectáculo de la mar en tormenta, las naos que vuelven de la India, y la fantástica aparición de las Sirenas, [1] que cantan en castellano las glorias de la navegación portuguesa:
Recuérdate, Portugal,
Cuánto Dios te
tiene honrado;
Dióte las tierras
del sol
Por comercio a tu
mandado;
Los jardines de la
tierra
Tienes bien
señoreado,
Los pomares de
Orïente
Te dan su fruto
preciado;
Sus paraísos
terrenales
Cerraste con tu
candado.
Loa al que te dió
la llave
De lo mejor que ha
criado;
Todas las islas
ignotas
A ti solo ha
revelado...
Pero el Triunfo del Invierno sólo sirve para preparar el espléndido triunfo del Verano, que pone su tálamo nupcial en la sierra de Cintra:
[p. 387] «Del rosal vengo, mi madre,
vengo del rosale.»
Afuera, afuera
ñublados,
Ñeblinas y
ventisqueros,
Reverdecen los
oteros,
Los valles, priscos
y prados:
Sea
el frío reventado,
Salgan los frescos
vapores,
Píntese el campo de
flores,
Alégrese lo
sembrado.
«A
riberas de aquel vado
Viera estar rosal
granado,
vengo del rosale.»
Vuélvase
la hermosura
A cada cosa en su
grado;
A las flores su
blancura,
A la tierra su
verdura,
Que el bravo tiempo
ha robado.
¡Bendito el trïunfo
mío,
Que da claridad al
cielo!...
«A
riberas de aquel río
Viera estar rosal
florido:
vengo del rosale.»
El
Dios de los amadores
Me dió su poder y
llaves,
Que mande cantar
las aves
Los salmos de sus
amores...
«Viera estar rosal
florido,
Cogí rosas con
suspiro.
vengo del rosal,
Del rosal vengo, mi
madre,
vengo del rosale.»
La
Sierra de Cintra viene,
Que estaba triste
del frío,
A gozar del triunfo
mío,
Que a su gracia
convïene.
Es
la Sierra más hermosa
Que yo siento en
esta vida;
Es como dama
polida,
Brava, dulce y
gracïosa,
Namorada,
engrandescida,
Bosque
de casas reales,
Marinera y
pescadora,
Montera y gran
cazadora,
Reina de los
animales,
[p. 388] Muy esquiva, y alterosa,
Balisa de
navegantes,
Sierra que a sus
caminantes
No cansa ninguna
cosa,
Refrigerio
en los calores,
De saludades
minero,
La señora a quien
más quiero
Y con quien ando de
amores...
Así a los ojos de este gran poeta hasta la geografía se anima, y cobran habla los montes familiares y sagrados de la tierra patria.
Con el rótulo de obras menudas, y como última sección de las poesías de Gil Vicente, se incluyen algunas composiciones sueltas que, en general, no pasan de medianas. Todas ellas pertenecen a la escuela del Cancionero de Resende, y están escritas en los metros del siglo XV, sin mezcla alguna del gusto italiano. Gil Vicente permaneció extraño a las innovaciones de Sá de Miranda, introductor del endecasílabo en Portugal, aunque no las combatió directamente, como hizo Cristóbal de Castillejo con las de Boscán y Garcilaso. Entre las poesías portuguesas merecen la preferencia, en lo sagrado, la paráfrasis del Salmo 50, hecha con mucha gravedad y unción; y en lo profano y jocoso, el Pranto y el Testamento de María Parda, vieja bebedora de Lisboa. Esta composición, que está dialogada en parte, llegó a ser tan popular como las mejores farsas dramáticas, con las cuales se confunde por su tono y estilo. Hay también dos romances históricos, uno a la muerte del Rey D. Manuel, y otro a la aclamación de don Juan III.
De las composiciones castellanas, la más extensa es un Sermón en octavas de arte mayor, predicado en Abrantes al Rey D. Manuel en la noche del nacimiento del Infante D. Luis, año de 1506. No a todos pareció bien que predicase un hombre lego, por lo cual el autor, antes de entrar en materia, anuncia que no va a meterse en honduras teológicas; y realmente se limita a una exhortación moral con puntas de sátira. Las trovas a Felipe Guillén merecen recordarse por la rúbrica que las precede, y que da curiosas noticias de aquel extraño personaje, boticario, arbitrista [p. 389] y astrólogo, cuyo nombre suena, aunque con poca gloria, en la historia científica del siglo XVI. [1]
Pero ya hemos dicho que el verdadero lirismo de Gil Vicente está en sus obras dramáticas, y este es el aspecto que principalmente hemos hecho resaltar en ellas. Entre los ingenios que en las postrimerías de la Edad Media y en los albores del Renacimiento rejuvenecieron la exangüe poesía cortesana con el filtro generoso de la canción popular, Gil Vicente es, sin disputa, el mayor de todos. Este mérito, a falta de tantos otros, bastaría para hacer glorioso e imperecedero su nombre.
Pero su labor dramática de treinta y cuatro años significa mucho más: es la historia entera del teatro de su país, que sin gran hipérbole puede decirse que nació y murió con él. Es cierto que siguieron componiéndose autos portugueses y bilingües, interesantes todos para la historia del lenguaje y de las costumbres: graciosos algunos y dignos hoy mismo de leerse, aunque sólo sea por vía de pasatiempo. Pero aun los mejores, los que en algo [p. 390] recuerdan la manera del maestro, los de Antonio Prestes, los del poeta Chiado, los del mismo Luis de Camoens, a quien no llamaba Dios por este camino, sólo sirven para echar de menos a Gil Vicente, y para convencerse de que en su linea fué único. Otros quisieron imitar la comedia del Renacimiento italiano, trasunto a su vez del teatro latino. Sá de Miranda y Antonio Ferreira, egregios líricos, doctos humanistas, fracasaron en este intento: sus comedias, rodeadas de justa veneración como textos clásicos de la lengua portuguesa en su mejor tiempo, son frías y académicas: no deleitan ni interesan a nadie. Algo más valen, y más utilidad tienen como documentos para la historia de aquella sociedad, las de Jorge Ferreira de Vasconcellos, que combinó la imitación de los italianos con la de la Celestina. La Castro de Antonio Ferreira, el primero que dignamente emuló entre los modernos la fuerza patética de Eurípides, se levanta en el campo de la tragedia como un mármol clásico; bello y solitario. Vino después la tragicomedia latina de colegio, y vino la irrupción triunfante del teatro castellano, y por dos siglos continuó desierta la escena portuguesa, o entregada a la ínfima farsa. Sólo las carcajadas histéricas del pobre judío Antonio da Silva resonaron, aunque por un momento, en medio de aquella lobreguez. Los eruditos del siglo XVIII volvieron a hacer comedias y tragedias según los patrones clásicos, que ahora no venían de Italia, sino de Francia, pero el pueblo les volvió la espalda, y a falta de teatro nacional siguió atenido al nuestro, único que se oía con aplauso, y único que se leía en la plebeya forma de los pliegos de cordel. El movimiento romántico produjo una creación artificial aunque de gran precio: el breve, pero exquisito teatro, de Almeida Garrett. Un drama tan vecino a la perfección como Fr. Luis de Sousa, basta para honrar a un poeta y a una literatura; pero tales prodigios no se repiten cuando falta la indispensable colaboración del público en la obra del artista dramático. Fr. Luis de Sousa quedó tan solitario como la Castro. Garrett murió sin posteridad literaria, como Gil Vicente. Lo que vino después de aquél apenas merece citarse: es de ayer, y ya está más olvidado que las farsas del siglo XVI.
La legítima descendencia de Gil Vicente quedó en Castilla, donde acaso llegó a representarse alguna de sus obras, y donde [p. 391] se hicieron muy pronto imitaciones de ellas, como la Tragicomedia alegórica del Paraíso y del Infierno y la Victoria Christi. Pero continuando la evolución del teatro español, y sobre todo después de alcanzada y fijada por Lope su forma definitiva, Gil Vicente, cuya dramaturgia parecía ya oscura y anticuada, fué tan olvidado como todos los demás precursores, perjudicándole además su condición de escritor bilingüe, errante entre dos literaturas, a ninguna de las cuales pertenece por entero. Digamos más bien que pertenece a la grande y universal literatura hispánica, dentro de la cual son meros accidentes las divisiones políticas y aun las diferencias dialectales. No colocándose en este punto de vista, es imposible entender a autores como Gil Vicente, cuya obra protestará eternamente contra el separatismo de una crítica infecunda.
Hemos hablado extensamente del poeta, y poco o nada hemos dicho del hombre, porque en realidad apenas puede decirse nada con certeza: tal es la penuria de datos; pero afortunadamente nos quedan sus obras, y en ellas de seguro lo mejor de su espíritu. Su misma condición social es un enigma. Fué músico y poeta, y a un tiempo autor y actor en sus piezas, según resulta de unos elegantes versos latinos de su contemporáneo Andrés Resende. [1]
Pero se engañaría mucho quien le tuviese por histrión de oficio o por un chocarrero vulgar. Nunca representó más que en los saraos de palacio, ni hizo autos más que para los Reyes, de cuya casa era criado, y cuya protección no le faltó en ningún tiempo de su vida, aunque es cierto que no le sacó de pobre. Por eso decía en 1523:
E um Gil... um Gil...
um Gil...
Hum que não tem nem
ceitil,
Que faz os aitos a
El Rei...
Y servía para algo más que para hacer autos. Cuando en 1531 un violento terremoto, que se sintió en varias partes del Reino, [p. 392] exaltó y perturbó los ánimos hasta el punto de mirarle muchos como providencial castigo de la tolerancia que se tenía con los judíos y con los conversos, llegando a predicarse en los púlpitos el exterminio de aquella raza infeliz, Gil Vicente, que se hallaba en Santarem, reunió a los frailes en el claustro de San Francisco, y les hizo una discreta y caritativa plática, explicando por razones naturales el terremoto, y exhortándoles a que se opusiesen a la desvariada opinión del vulgo, y restableciesen la paz entre judíos y cristianos, y entre cristianos viejos y nuevos. Sus razones fueron tan eficaces, y de tal modo le secundaron aquellos religiosos, que a los pocos días cesó toda ocasión de tumulto, volviendo a sus casas los cristianos nuevos, que andaban fugitivos y llenos de terror. Todo esto consta en una carta de Gil Vicente al rey D. Juan III, inserta en la colección de sus obras, [1] y a la vez que honra el carácter del poeta, prueba el respeto y la autoridad de que gozaba entre sus contemporáneos.
Sabemos el nombre de su mujer, Blanca Becerra, [2] y el de dos hijos suyos, Luis y Paula Vicente. Uno y otro cuidaron de la edición póstuma de las obras de su padre, hecha en 1562, y ellos son los únicos cuyos nombres figuran en los preliminares del [p. 393] libro: Paula, a cuyo favor está dado el Privilegio, y Luis, que suscribe la dedicatoria al rey D. Sebastián. Es muy dudosa la existencia de un tercer hijo llamado Gil, de quien Manuel de Faria y Sousa (indigesto y crédulo compilador de todo género de rumores y patrañas) refiere que su padre, celoso del talento poético que empezaba a mostrar, le envió a morir desterrado a la India. Tan odiosa anécdota, sin más apoyo que el de Faria, puede rechazarse desde luego.
A Paula se la llama en el Privilegio de D. Sebastián «moça da camara da muito minha amada e preziada tia». Esta tía era la Infanta Doña María, hija del rey D. Manuel, princesa cultísima que tuvo en torno suyo una academia de mujeres sabias, entre las cuales descollaba nuestra toledana Luisa Sigea. De Paula Vicente (a quien en otro documento se califica de tañedora), se dice que compuso comedias, y es tradición, no muy segura, que ayudaba a su padre en la composición de sus obras, por lo cual el P. Antonio dos Reis, en su Enthusiasmus Poeticus, la compara con Pola Argentaria, la mujer de Lucano, que corrigió y publicó la Farsalia de su marido:
... Paula parentem
Aegidium sociat
nunc celso in vertice montis,
Quem juvisse
ferunt, sicut olim Pola maritum
Scribentem juvit
Lucanum...
Ignórase cuándo murió Gil Vicente, pero no debió de ser mucho después de 1536, puesto que de este año es su última composición dramática. Dejó preparada la colección de sus obras, y escrita la dedicatoria al rey D. Juan III, que le había mandado imprimirla; pero, como queda dicho, la edición se retrasó hasta 1561, y fué el infeliz D. Sebastián quien recibió las primicias de ella.
Esta primera edición es uno de los libros más raros del mundo. La segunda, de 1587, que tampoco abunda, está mutilada por el Santo Oficio. El texto primitivo y auténtico de Gil Vicente no ha sido reproducido hasta nuestro siglo, gracias al patriótico celo de dos caballeros portugueses, Barreto Feio y Gomes Monteiro, que le imprimieron en Hamburgo, en 1834, valiéndose del ejemplar de la Biblioteca de la Universidad de Goettingen, que ya [p. 394] había servido a Bouterweck para el primer estudio formal que se hizo sobre el poeta. [1]
Falta una edición crítica de Gil Vicente: falta fijar su texto, interpretar sus alusiones, hacer su gramática y su vocabulario, estudiar su métrica. Fuera del Arcipreste de Hita, con quien tantas analogías de espíritu, ya que no de forma, tiene, pocos [p. 395] autores de nuestra antigua literatura son de tan dífícil acceso: pocos reclaman y merecen tanto comentario gramatical e histórico. Mientras no esté hecho, cuantos juicios se formulen sobre este genial poeta, serán tan vagos y superficiales, como lo son, dicho sea sin ofensa de nadie, todos los publicados hasta ahora dentro y fuera de Portugal, entre los cuales, por supuesto, incluyo este deficientísimo ensayo mío, que no es más que una impresión de lector aficionado y atento, pero en quien predomina, yo lo confieso, el dilettantismo estético. ¡Ojalá que esa edición nos la dé pronto quien puede y debe hacerla: quiero decir, el hada benéfica que Alemania envió a Oporto para ilustrar gloriosamente las letras peninsulares!
[p. 349]. [1] . En su libro Bernaldim Ribeiro e Os Bucolistas (233-265) y en otras publicaciones posteriores, especialmente en las Questoes de Litteratura e Arte Portugueza (Lisboa, 1881).
[p. 349]. [2] . Sólo un genealogista muy posterior y no muy acreditado, Cristóbal Alão de Moraes, en un nobiliario manuscrito de 1667, dice que Gil Vicente, el poeta, era hijo de Martín Vicente, orífice de plata en Guimaraens, pero al hijo no le atribuye tal oficio, sino el de compositor de Autos. Otro genealogista, Cabedo de Vasconcellos, dice que Gil Vicente fué maestro de retórica del rey D. Manuel.
[p. 350]. [1] . Son enteramente de broma estos versos del Auto da Lusitania, en que no ha faltado quien creyese leer preciosas noticias biográficas del poeta:
Gil Vicente o autor
Me fez seu
embaixador,
Mas eu tenho na
memoria
Que para tao alta
historia
Nasceo mui baixo
doutor.
Creio que he de
Pederneira,
Neto de um
tamborileiro;
Sua mae era
parteira,
E seu pae era
albardeiro...
Los que han inferido de este pasaje que Gil Vicente era hijo de una partera y nieto de un tamborilero, podían haber añadido, con la misma autoridad, que se encontró al diablo en figura de doncella, de la cual se enamoró; y que le llevó a una cueva donde estuvo siete años aprendiendo las artes mágicas: todo lo cual continúa relatando de sí propio Gil Vicente, por boca del Licenciado que hace el prólogo del Auto.
[p. 350]. [2] . En la Floresta de Engaños, compuesta en 1536, dice el poeta que tenía sesenta y seis años. No parece, por consiguiente, que pueda ser la misma persona un Gil Vicente que ya en 1475 era moço de estribeira del príncipe don Juan, en 1482 porteiro dos Contos do Almoxarifado de Beja, en cuya ciudad le hizo merced de algunos bienes D. Juan II en 1485, y finalmente, en 1491 porteiro dos Contos de Mestrado de Aviz (documentos de la Torre do Tombo, publicados por Teófilo Braga), que sostiene la identidad de éste y de todos los Gil Vicentes posibles.
[p. 353]. [1] . Véase Orígenes del teatro catalán. En el tomo VI de sus Obras, páginas 294-311.
[p. 358]. [1] . Esta combinación se encuentra por primera vez en una de las Cantigas de Alfonso el Sabio, en la 79, que es, por cierto, deliciosa:
E esto facendo, a mui
Grorïosa
Pareçeu le en
sonnos sobeio fremosa,
Con muitas meninas
de maravillosa
Beldad; e porén
Quisera se Musa ir
con elas logo;
Mas Santa Maria lhe
dis: Eu te rogo
Que sse mig ir
queres, leixes ris' e iogo
Orgull' e
desden.
[p. 361]. [1] . Baste, por muchos, aquel terrible texto del dominico Fray Pablo de León, en su Guía del Cielo (1553): «¡Oh, Señor Dios! ¡Cuántos beneficios hay hoy en la Iglesia de Dios que no tienen más perlados o curas, sino unos idiotas mercenarios, que no saben leer, ni saben que cosa es Sacramento, y de todos casos asuelven!... De Roma viene toda maldad, que ansí como las iglesias catedrales habían de ser espejo de los clérigos del obispado y tomar de allí exemplo de perfección, ansí Roma había de ser espejo de todo el mundo, y los clérigos allá habían de ir, no por beneficios, sino por deprender perfección, como los de los estudios y escuelas particulares van a se perfeccionar a las Universidades. Pero por nuestros pecados, en Roma es abismo destos males y otros semejantes... ¡Tales rigen la Iglesia de Dios: tales la mandan! Y así... está toda la Iglesia llena de ignorancia... necedad, malicia, luxuria y soberbia... Y así hay canónigos o arcedianos que tienen diez o veinte beneficios, y ninguno sirven. Ved qué cuenta darán éstos a Dios de las ánimas, y de la renta tan mal llevada.»
Otras muchas cosas, no menos tremendas, dice el bueno de Fray Pablo, las cuales pueden leerse en mi Historia de los heterodoxos españoles, II, 28.
[p. 364].
[1] .
Somos
mais frades que a terra,
Sem conto na christiandade,
Sem servirnos nunca en guerra,
E haviam mister refundidos
Ao menos tres partes delles
Em leigos, e arnezes n' elles,
E assi bem apercebidos,
E então a Mouros com elles.
[p. 364]. [2] . Véase, entre otros, a Teófilo Braga, en su Historia do theatro portuguez... Vida de Gil Vicente e sua eschola, seculo XVI (Porto, 1870); passim.
Nada nuevo enseña el libro del Vizconde de Ougella Gil Vicente (Lisboa, 1890).
[p. 367]. [1] . Páginas 194-198.
[p. 368]. [1] . Auto pastoril portugués (1523).— Diálogo sobre a resurreição entre os judeus (no fija la fecha: está todo él en portugués, y es muy curioso por la pintura satírica de las costumbres de los judíos).— Auto de San Martinho (en castellano, 1504; representado ante la Reina Doña Leonor, en la iglesia de Caldas, durante la procesión del Corpus Christi. Es, por consiguiente, el más antiguo de las autos sacramentales conocidos hasta ahora, pero no tiene relación alguna con aquella festividad, reduciéndose a la sabida leyenda de partir San Martín su capa con un pobre).
[p. 378]. [1] . La versión portuguesa de este romance que trae Almeida-Garrett, suponiéndola copiada de los manuscritos del caballero Oliveira, no ha existido nunca, como tampoco esos fantásticos manuscritos. Es el mismo romance castellano traducido libremente, o más bien arreglado, por Garrett.
[p. 379]. [1] . Farça de «quem tem farelos», representada en los Palacios de la Ribera, ante el rey D. Manuel (1505): uno de los criados habla en castellano.
[p. 380]. [1] . Auto da India, representado a la reina Doña Leonor (1519): hay un castellano que habla en su lengua.
[p. 380]. [2] . O velho da Horta (1512). No hay en castellano más que un cantarcillo:
¿Cuál
es la niña
Que coge las flores
Si no tiene amores?
Cogía
la niña
La rosa florida,
El hortelanico
Prendas le pedía,
Si no tiene
amores.
[p. 380]. [3] . Interviene en la Farça de Ines Pereira, donde sólo el ermitaño habla en castellano.
[p. 380]. [4] . En la Farça do Clerigo da Beira, representada a D. Juan III en Almeirín (1526), se remeda con gracia la jerga de los negros de Guinea traídos como esclavos a Portugal.
[p. 380]. [5] . Farça das Ciganas, representada en Évora (1521). Toda ella en la jeringonza castellana que hablaban los gitanos, pero sin mezcla de caló. Es el primer documento de nuestra literatura que se refiere exclusivamente a ellos.
[p. 380]. [6] . Farça do Juiz de Beira, representada en Almeirín (1525). Un zapatero habla en castellano.
[p. 380]. [7] . Farça dos AImocreves (de los arrieros), representada en Coimbra (1526).
[p. 380]. [8] . Farça dos Fisicos. No se expresan el año ni el lugar de la representación. Es una de las piezas más libres y más francamente inmorales de Gil Vicente, pero no de las menos ingeniosas. Si algo hay en su teatro que recuerde el cinismo de la Mandrágora de Maquiavelo es, sin duda, este auto. La mayor parte de él está en castellano, lengua que hablan los tres principales interlocutores: el clérigo enamorado, el padre confesor de ancha manga que le absuelve, y el físico o médico. Esta farsa, que bien merece su nombre, termina cantándose a voces una ensalada tan estrambótica como el argumento. Todo ello parece una bufonada de Carnaval, y puede darnos idea de lo que eran los juegos de escarnio.
Aunque calificada de comedia, tiene mucha relación con la farsa la Floresta de engaños, última obra de Gil Vicente, representada en Évora en 1536, sino que es una farsa implexa, puesto que combina dos o tres en una, a la verdad con poco arte. Es pieza bilingüe, predominando el castellano. Los chascos de que son víctimas un logrero y un juez prevaricador, alternan confusamente con una intriga amatoria y mitológica, y con los diálogos episódicos de un filósofo y su criado, el bobo o parvo, que aparecen sujetos a una misma cadena.
Por el contrario, aunque se califican de farsas el Auto da Fama (1510) y el Auto da Lusitania (1532), son realmente piezas alegóricas de circunstancias. La segunda termina con esta bella cantiga:
Vanse
mis amores, madre,
Luengas tierras van
morar,
Y no los puedo
olvidar.
¿Quién me los hará
tornar,
Quién me los hará
tornar?
Yo
soñara, madre, un sueño,
Que me dió n' el
corazón,
Que se iban los mis
amores
A las islas de la
mar,
Y no los puedo
olvidar.
¿Quién me los hará
tornar
Quién me los hará
tornar?
Yo
soñara, madre, un sueño,
Que me dió n' el
corazón,
Que se iban los mis
amores
A las tierras de
Aragón:
Allá se van a
morar,
Y no los puedo
olvidar.
¿Quién me los hará
tornar
Quién me los hará
tornar?
El Auto das Fadas, que ya hemos tenido ocasión de citar, no es un cuadro de costumbres, sino una representación cómico-fantástica.
La Romagem de Aggravados (1533), que figura indebidamente entre las tragicomedias, fué calificado por su autor de sátira, pero sin duda fué impresa entre las piezas de circunstancias, por haber sido escrita para festejar el nacimiento del Infante D. Felipe.
[p. 383]. [1] . Hállanse en esta pieza unos versos, no ya imitados, sino literalmente traducidos, de Gómez Manrique, en las coplas sobre el mal gobierno de Toledo:
Cuando Roma a todas
velas
Conquistava toda a
terra,
Todas donas e
donzellas
Davão suas joias
bellas
Pera manter os da
guerra...
Es una de tantas pruebas como pueden alegarse de lo familiares que eran a Gil Vicente las obras de los trovadores castellanos de su tiempo o poco anteriores a él. El Templo d' Apollo empieza con una imitación de los Disparates de Juan del Enzina.
[p. 384]. [1] . Interviene el viejo dramaturgo en otras obras de poetas portugueses modernos. Julio de Castilho (hijo de Antonio Feliciano) funda en el auto de Exhotação da guerra su poesía Gil Vicente (O Ermiterio, 1876).—La representación de la Farça de Inez Pereira sirve de máquina en un poema dramático de Teófilo Braga, Auto por desaffronta (Torrentes, 1869).
[p. 386]. [1] . La alegoría náutica había sido empleada ya en festejos portugueses, no sabemos si dramáticos o enteramente mudos, antes de Gil Vicente. Ruy de Pina, en la Crónica de D. Juan II (Ineditos da Academia Portugueza, página 126 de la C. de D. J. II), describe un momo que se representó ante aquel monarca, en que figuraba «una gran flota de grandes navíos, metidos en paños pintados de bravas y naturales ondas de mar con grande estruendo de artillería que jugaba, y trompetas y atabales y ministriles que tañían, con desvariados gritos y alborotos de pitos de fingidos maestres, pilotos y mareantes, vestidos de brocados y sedas, de verdaderos y ricos trajes alemanes.»
[p. 389]. [1] . «El año de 1519 (dice Gil Vicente) vino a esta corte de Portugal un Felipe Guillén, castellano, que se dice que había sido boticario en el Puerto de Santa María: el cual era gran lógico y muy elocuente y de muy buena plática, por lo cual muchas personas sabidoras gustaban de oírle. Tenía algo de matemático: dijo al Rey que le quería dar el arte (de navegar) de Este a Oeste, que había inventado. Para demostración de este arte, hizo muchos instrumentos, entre ellos un astrolabio para tomar el sol a toda hora. Explicó este arte en presencia de Francisco de Mello, que era el mejor matemático que entonces había en el reino, y de otros muchos que para esto se juntaron por mandado de Su Alteza. Todos aprobaron el arte por buena: hízole el Rey por esto merced de cien mil reales de pensión y el hábito y corretaje de la casa de la India, que valía mucho. En este tiempo mandó Su Alteza llamar al Algarve a un Simón Fernández, gran matemático y astrólogo: y así que el castellano habló con él, vió que le entendía y que convencía de falsedad sus argumentos, por lo cual quiso huir para Castilla: descubrióse a un Juan Rodríguez, portugués, que se lo fué a decir al Rey, y le mandaron prender en Aldea Gallega, estando ya montado en un caballo de posta. Siendo preso, como era gran trovador, le mandó Gil Vicente estas trovas.»
Las trovas son una zumba sangrienta contra el asendereado astrónomo,
Que, sin ver
astrolomía,
El toma el sol por
el rabo
En cualquier hora
del día...
[p. 391].
[1] . Cunctorum hinc
acta est Comoedia plausu,
Quam Lusitana Gillo
auctor et
actor in aula,
Egerat ante, dicax
atque inter vera facetas:
Gillo jocis levibus
doctas prestringere mores;
Qui si non lingua
componeret omnia vulgi,
Sed potius latia,
non Graecia docta Menandrum
Ante suum ferret:
nec tam Romana theatra,
Plautinasve sales,
lepidi vel scripta Terenti,
Jactarent: tanto
nam Gillo praeiret utrisque,
Quanto illi,
reliquos inter, qui pulpita rore
Oblita Coryceo
digito meruere faventem.
La comedia a que Resende alude, es la Tragicomedia de Lusitania, que fué repetida en Bruselas, en 1532, en casa del Embajador portugués don Pedro de Mascarenhas.
[p. 392]. [1] . Tomo III, págs. 385 a 389 de la edición de Hamburgo.
[p. 392]. [2] . Está enterrada en el monasterio de San Francisco de Évora, con este epitafio que dicen ser de nuestro poeta:
Aqui jaz a mui
prudente
Senhora Branca
Becerra,
Mulher de Gil
Vicente,
Feita terra.
[p. 394]. [1] . Copilaçam de todas las obras de Gil Vicente, a qual se reparte em cinco libros. O primeiro he de todas suas obras de devaçam. O segundo as Comedias. O terceiro as Tragicomedias. O quarto as Farças. No quinto as obras meudas (Lisboa), na imprensa de João Alvares, 1562. Fol. Letra gótica, a excepción de los argumentos, que van impresos con letra romana. Tiene algunos grabados en madera. Fol. gót. 4 hs. prls. y 262 foliadas.
—Copilaçam... Vam enmendados polo Santo Officio, como se manda no Cathalogo deste Regno. Foy impresso en a muy nobre et sempre leal cidade de Lisboa, por Andrés Lobato. Anno de M.D.LXXXVI. Foy visto polos Deputados da Santa Inquisiçam...
4º Cada una de las cuatro partes principales del libro, tiene distinto frontis grabado, y a cada una de las piezas dramáticas precede un grabadito.
—Obras de Gil Vicente, correctas e enmendadas pelo cuidado e diligencia de I. V. Barreto Feio e J. G. Monteiro, Hamburgo, Langhoff, 1834, tres tomos 4º.
Esta edición empieza ya a escasear, y Salvá dice, no sé con qué fundamento, que gran parte de ella pereció en un incendio. Todos los ejemplares que he visto presentan, en efecto, manchas que parecen quemaduras, pero, bien examinadas, se ve que proceden sólo de la mala calidad del papel.
Hay otra reimpresión posterior, económica y poco apreciada, que forma parte de la serie titulada Classicos Portuguezes. En ella se suplió, con presencia de otro ejemplar de la Iª edición, una hoja que falta en el ejemplar de Goettingen, y, por tanto, en la reproducción de Hamburgo.
Böhl de Faber reimprimió, muy infielmente, según su costumbre, ocho de las piezas castellanas de Gil Vicente, en su Teatro Español anterior a Lope de Vega (1832).
Fuera de la primera edición y de todas las posteriores, queda un Auto, que con razón o sin ella se publicó a nombre de Gil Vicente en ediciones sueltas. La que hemos visto lleva este título:
«Avto da Donzela da Torre chamado do Fidalgo Portuguez... Auto feito por Gil Vicente, da Torre, no qual se representa que andando hu Fidalgo perdido num deserlo, achou hua Donzella fechada numa torre, a qual tirou co hua corda que tomou a um Pastor, e despois vem hum Castelhano, qua a tinha fechada, e foy a poz o Fidalgo, e ficou o Castelhano vencido. Em Lisboa, por Antonio Aluarez. Anno 1652, 4º, 8 hojas.
Todos los personajes hablan en castellano, menos el fidalgo, que habla en portugués.
El mismo Antonio Álvarez reimprimió, con notables variantes y adiciones, que todavía no han sido estudiadas, varias obras dramáticas de Gil Vicente, tales como la Barca Primeira o Auto de Moralidade, el Juiz da Beira (1643), el Don Duardos (1647). Todas estas ediciones populares existen en la biblioteca que fué de don Pascual de Gayangos. En la misma forma fue reimpreso el Pranto de María Parda, porque vió as Ruas de Lisboa com tam poucos ramos nas tabernas, eo vinho tam caro (1643).
Estas ediciones continuaron hasta el siglo pasado, puesto que todavía hay una del Don Duardos, 1720. (Lisboa Occidental, na officina de Bernardo da Costa Carvalho.) Y probablemente se derivan de antiguos pliegos sueltos góticos, cuyo testo era diverso del que imprimieron los hijos del poeta. En el Don Duardos hay un prólogo muy curioso, que falta en la edición de 1562:
«Como quiera (Excelente Príncipe y Rey muy poderoso) que las comedia, farsas y moralidades que he compuesto en servicio de la Reina vuestra tía, quanto en caso de amores, fueron figuras baxas en las quales no había conveniente rhetórica que pudiesse satisfazer al delicado espírito de Vuestra Alteza, conocí que me cumplía meter más velas a mi pobre fusta. Y assí, con deseo de ganar su contentamiento, hallé lo que en extremo deseaba, que fué Don Duardos y Flérida, que son tan altas figuras como su historia recuenta con tan dulce Rhetórica y escogido estilo, cuanto se puede alcanzar en la humana inteligencia...»